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miércoles, 21 de mayo de 2025

Subjetividad, telos y significado ético


 
«Cada ser tiene su propio telos que cumplir.»
~ Zipporah Weisberg ~

Cuando las teóricas feministas de la ética del cuidado reivindican como una parte importante de la ética animal que se atienda lo que expresan los animales sobre cómo desean ser tratados, extraíble a través de un diálogo interespecífico, están asumiendo, por supuesto, que los animales cuentan con mente y opiniones propias, que pueden tomar sus propias decisiones y que tienen un sentido de lo que es bueno o malo para ellos. En este capítulo exploro más a fondo la naturaleza de este conocimiento, argumentando que el sentido de los animales de lo que es bueno para ellos está enraizado en su telos, en su identidad biológica innata fundamental, programada por entelequia.

En su revolucionario Case for Animal Rights, Tom Regan articuló lo que se ha convertido en la piedra angular de la ética animal: que los animales son «sujetos de una vida» y que todos los sujetos de una vida merecen un estatus ético. «Ser sujeto de una vida [escribió] implica algo más que estar vivo y algo más que ser consciente... los individuos son sujetos de una vida si tienen creencias y deseos; percepción, memoria y sentido del futuro... una vida emocional unida a sentimientos de placer y de dolor; intereses preferenciales y de bienestar; capacidad de iniciar acciones en pos de sus deseos y objetivos; y una identidad psicofísica temporal» (Regan 1983, 243). A estos individuos se les debe respeto ético, ya que «tienen un tipo distintivo de valor —valor inherente— y no deben ser tratados como meros receptáculos» (243), es decir, como meros instrumentos.

«No todos los seres vivos», especifica Regan, en crítica a la noción de «reverencia por [toda] la vida» de Albert Schweizer, «son sujetos de una vida» y, por tanto, no todos tienen «el mismo estatus moral». Los humanos sólo tenemos «deberes directos» hacia esa clase de sujetos. Concluye enunciando este principio en forma condensada: «Debemos tratar a los individuos con valor inherente de un modo que respete su valor inherente» (Regan 1983, 245).

En su prefacio a la segunda edición de The Case for Animal Rights, Regan aclara que restringe la idea de «sujetos de una vida» a los «mamíferos mentalmente normales de un año o más» (2004, xvi), limitando y, en mi opinión, comprometiendo así severamente el concepto. Aunque tal vez sea comprensible como maniobra ética o política (para evitar tener que incluir a las bacterias, por ejemplo), esta estipulación es insostenible, dada su mencionada definición de «sujetos de una vida». Porque es impepinable que una bacteria tiene deseos, metas, percepciones y un cierto sentido de preferencia en cuanto a lo que es bueno o malo para ella (y, en este sentido, algún tipo de sentimiento o emoción), así como la capacidad de iniciar acciones y tomar decisiones (una conciencia evaluadora, es decir, una «identidad psicofísica temporal» (véase, por ejemplo, Adler y Tso 1974; Margulis 2001; Lee et al 2010). En resumen, «las bacterias son criaturas profundamente sensibles que viven en un mundo comunitario rico y significativo... al que responden de forma creativa y con una sensibilidad exquisita» (Harding 2014, 381).

Reconocer que las bacterias son, de hecho, sujetos de una vida no tiene, sin embargo, por qué adentrarnos en un callejón sin salida ético irresoluble; pero sí requiere un mayor refinamiento teórico de cuáles son las obligación éticas de los humanos hacia los animales y otras entidades vivas.

Para empezar a hacerlo, parece útil revisar las diversas teorías pertinentes que, desde la antigüedad hasta el presente, se han propuesto caracterizar a los individuos vivos o lo que Regan ha llamado «sujetos de una vida». Sostendré que es posible discernir rasgos comunes —incluso una definición común— en los modelos propuestos por muchos de los principales teóricos, desde Aristóteles hasta Kant, pasando por ciertos biólogos contemporáneos. Este paradigma general concibe el organismo vivo como materia física (átomos) que se organiza de acuerdo con un diseño (telos) que no es físico ni material, independiente del determinismo material (leyes físicas), organizado de este modo en una unidad o individuo autocontenido y automotivado provisto de una identidad interior continua y un punto de vista subjetivo (subjetividad). Este individuo está separado del entorno que le rodea (Umwelt), pero mantiene con él una relación dialéctica o dialógica llena de significado, y cuenta con la capacidad de anular las leyes físicas que rigen la materia (entropía), es decir, la libertad de actuar de forma distinta a la que establecen las leyes físicas (la gravedad, por ejemplo).

Cómo o por qué las formas vivas actúan independientemente de las leyes de la física es un enigma filosófico que sigue confundiendo a los bioteóricos. Como señala Paul Davies en su último estudio sobre el tema, The Demon in the Machine, «los científicos y los filósofos llevan muchísimo tiempo lidiando con el problema de conciliar la existencia de la agencia con el comportamiento subyacente de los átomos y moléculas que componen un agente. El agente no tiene por qué ser algo tan complicado como un ser humano... Puede ser una bacteria buscando comida. Sigue habiendo una escisión entre el comportamiento intencionado del agente y las actividades ciegas y sin propósito de los componentes del agente. ¿De dónde proviene el propósito o... el comportamiento orientado a objetivos en átomos y moléculas a los que no les importan dichos objetivos?» (2019, 202).

La primera consideración sustancial de estas cuestiones se encuentra en los escritos de Aristóteles, especialmente en De Anima, Metafísica y Física. Aristóteles argumentó que todas las entidades vivientes se mantienen unidas por un diseño formal, intencional, que él denominó entelequia, derivado del griego telos, que significa literalmente «el fin interior», y enteles echein, «tener plenitud» —en resumen, «lo que tiene un fin en sí mismo» (Sheldrake 1991, 99)—. Aristóteles denominó «alma» (psique) a este diseño formal no físico. «El alma es la causa o fuente del cuerpo vivo» (Aristóteles 1941a, 561). El término griego psyche, aunque a menudo se traduce como «alma», significa literalmente «aliento de vida; vida; espíritu» (Liddell y Scott 1996, 798). Es mejor tener en cuenta estas connotaciones para evitar los acentos teológicos asociados al concepto de «alma». Fortuitamente, la idea de aliento se abre al concepto de metabolismo, que es fundamental para la comprensión moderna de la identidad organísmica.

Aristóteles, por tanto, abordó el problema de la identidad (es decir, la existencia de una identidad continua en un cuerpo vivo formado de componentes en constante transformación) de la siguiente manera: Todo objeto se mantiene unido como una identidad unitaria por una «forma sustancial»: «La sustancia es la forma interna, de la que se deriva la materia» (1941b, 802). En el caso de los organismos vivos, la «forma interna» o psique es la entelequia. Así, entelequia significa el diseño final inherente o forma esencial que moldea o causa la identidad y el carácter de un organismo individual. Es su «alma», una esencia formal y causal no material; es intrínseca y teleológica. Para Aristóteles, el alma o psique es «a) la fuente del movimiento... b) el fin [autes telos]... [y] c) la esencia [auton tropon] de todo el cuerpo viviente» (1941a, 561). En otras palabras, la entelequia es el proyecto virtual del diseño final del organismo, su telos, su fin o meta cumplida.

Muchos siglos después, en un contexto intelectual muy diferente, Immanuel Kant también llegó a la conclusión de que las entidades vivas parecen funcionar de acuerdo con principios teleológicos (dirigidos a un fin). En su Crítica del juicio, al observar «la finalidad [Zweckmassigkeit] de la naturaleza» (Kant 1957, 448), Kant escribió: «la naturaleza especifica sus leyes generales conforme al principio de una finalidad relativa a nuestra facultad de conocer», añadiendo que «no bastan las leyes en una causalidad puramente mecánica» (460). «Es, en efecto, absolutamente cierto que no podemos aprender a conocer de una manera suficiente, y con mayor motivo, a explicar los seres organizados y su posibilidad interior por principios puramente mecánicos de la naturaleza» (484).

Kant procedió a analizar el «sustrato inteligible» (Kant 1957, 486) que subyace y determina a las criaturas naturales en términos teleológicos aristotélicos. «Una cosa existe como fin de la naturaleza, cuando es la causa y el efecto de sí misma» (465). «Un árbol se produce por sí mismo como individuo... Esta planta elabora la materia que emplea para su crecimiento, de manera que se
la asimila, es decir, de manera que le da la cualidad que le es específicamente propia, y que fuera de ella no puede suministrar el mecanismo de la naturaleza, y se desenvuelve de este modo por una materia, que en virtud de esta asimilación, es su propio producto» (466). «Un ser organizado no es, pues, una simple máquina... Posee en sí una virtud creadora y la comunica a las materias que no la tienen (organizándolas)» (469). Ésta es en esencia la posición de Kant, a saber, que existe una fuerza organizadora o espíritu (entelequia) no físico ni material intrínseco a cada organismo vivo individual. Esta «alma» o psique no puede ser explicada por las leyes que rigen la materia física. De modo que, si bien el organismo está constituido de materia física (átomos), esa materia cambia cualitativamente al incorporarse a un organismo vivo. «La organización de la naturaleza no tiene nada de análogo con ninguna de las cualidades que conocemos» (469). Pero esa cualiadad, precisa, en la medida en que podemos comprenderla, parece ser teleológica. «Mas es necesario siempre juzgar teleológicamente la causa que suministra la materia necesaria [en el organismo], que la modifica así y la deja en los sitios convenientes» (472).

El rechazo de Kant de las concepciones mecanicistas de la naturaleza es claramente una refutación de la caracterización objetivista de Descartes y sus seguidores de las entidades naturales como máquinas, un paradigma que llegó a dominar la ciencia moderna temprana y que persiste aún a día de hoy, justificando prácticas éticamente condenables como la ingeniería transgénica con animales. Sin embargo, en Alemania se mantuvo una tradición contraria durante los siglos XVIII y XIX, que quizá culminó (o resurgió) a principios del siglo XX con las teorías del biólogo Hans Driesch. Aunque estos biólogos alemanes se adhirieron en gran medida a la teoría teleológica de Kant, como científicos que eran, formularon sus teorías basándose en evidencias materiales. Como escribió Kant a uno de los más destacados de estos biólogos, Johann Friedrich Blumenbach, en agosto de 1790 (en la época en que estaba publicando su Crítica del juicio) «Su reciente unificación de los dos principios, a saber, el fisicoquímico y el teleológico... tiene una relación muy estrecha con las ideas que actualmente me ocupan pero que requieren precisamente el tipo de base fáctica que usted está proporcionando» (Lenoir 1982, 24).

Estos teóricos, que Timothy Lenoir califica de «teleomecanicistas» en su libro sobre el tema (Lenoir 1982, 24), rechazaban la teleología teísta. Pero también rechazaban la visión mecanicista cartesiana y, en última instancia, darwiniana de la naturaleza, sosteniendo que «las leyes de la química y la física [no son] capaces de dar cuenta de la obvia "Zweckmassigkeit", la teleonomía incorporada a los sistemas biológicos» (235).

El biólogo Ernst von Baer, quizá el teleomecanicista más importante de las décadas centrales del siglo XIX, utilizó un paradigma embriológico para caracterizar su punto de vista, afirmando que existe un patrón informativo previo que da forma al desarrollo resultante del individuo a través del proceso embrionario. Lo denominó «Gestaltungskraft» (Lenoir 1982, 125), un «poder modelador», y afirmó que «existe en el óvulo antes incluso de su fecundación» (81). Este «Trieb [impulso] es de un carácter completamente diferente de sus constituyentes... Las leyes a las que obedece son teleonómicas y no estrictamente mecánicas» (125). Y sostenía que «el todo es ontológicamente previo y determinante de sus partes, unas partes a las que dirige» (128).

Algunos biólogos contemporáneos han adoptado el término teleonómico de Von Baer en preferencia al concepto de teleológico y sus connotaciones teístas. Uno de ellos, por ejemplo, explica que «puede decirse con propiedad que la descodificación de los programas de información del ADN es un proceso teleológico —o teleonómico» (Ayala 1998, 42). Como sugiere esta afirmación, el uso actual deriva en parte de las teorías cibernéticas e informáticas nacidas en la década de 1940.

El término teleonomía procede del griego telos (meta) y nomos (costumbre, ley); curiosamente, este último término también implica «tensión musical» o «canción» (Liddell y Scott 1996, 467). Ernst Mayr, uno de los principales teóricos del concepto, propuso esta definición: «Un proceso o comportamiento teleonómico es aquel que debe su objetivo a un programa» (Mayr 1974, 98). Un «programa», explica, reconociendo su derivación de la teoría informática, es una «información codificada o preestablecida que controla un proceso (o comportamiento) en orientación a un fin determinado» (102). Algunos ejemplos son los programas informáticos o el ADN de los organismos vivos. El programa es, pues, una especie de plano informativo que incluye instrucciones algorítmicas sobre cómo debe manifestarse la información. Es un fenómeno virtual cuya potencialidad se materializa en un fenómeno real. Así pues, no estamos muy lejos de la entelequia de Aristóteles, que, recordemos, se definía como «la actualidad de lo potencial en cuanto tal» (Aristóteles 1941a, 562). Como ha propuesto Rupert Sheldrake, la noción moderna de programa teleonómico es, de hecho, en gran medida una nueva entelequia. Los programas genéticos, señala, «son principios organizadores heredados, intencionados y holísticos; hacen todo lo que se suponía que debían hacer las entelequias. No consisten en materia per se, sino en información. Y la información es lo que da forma a las cosas, lo que in-forma; desempeña el mismo papel que la entelequia, pero con un aroma más científico» (Sheldrake 1991, 106). La teoría de la información sigue siendo un intento contemporáneo de explicar el misterio de la vida y su entropía negativa. «Lo que separa la vida de la no vida», afirma Paul Davies, «es la información» (2019, 24), que es «lo contrario de la entropía» (39).

En una serie de conferencias pronunciadas en la Universidad de Aberdeen entre 1907 y 1908, y publicadas como The Science and Philosophy of the Organism [La ciencia y filosofía del organismo] (1908), Hans Driesch presentó la teoría precontemporánea más sustancial sobre el carácter teleológico de la materia viva. Driesch rescató la entelequia de Aristóteles y fundamentó sus afirmaciones con amplios ejemplos extraídos de su propia práctica y sus conocimientos científicos, especialmente en el campo de la regeneración y la embriología. (Es conocido por sus experimentos de 1892 con embriones de erizo de mar en los que demostró que se puede dividir su blastómero hasta reducirlo a una célula superviviente que, no obstante, crecerá hasta convertirse en un erizo de mar completo, lo que demuestra que existe una fuerza formativa o entelequia teleológica/teleonómica que actúa en la unidad básica de la materia viva.) Siguiendo la tradición kantiana y reforzado por sus propios experimentos, Driesch rechazó las teorías mecanicistas del organismo. «Ningún tipo de causalidad basada en las constelaciones de simples actos físicos y químicos puede explicar el desarrollo orgánico individual» (Driesch 1908, 142). Hay algo más en juego, y ese algo más es la entelequia: la idea teleológica de Aristóteles de que «hay algo en los fenómenos vitales "que contine el fin en sí mismo" o echei έn eaton to tέlos» (cita de Aristóteles, 144). «La entelequia... rige la morfogénesis individual» (227). «Entelequia significa la facultad de alcanzar una 'forma essentialis'; el ser y el devenir van de la mano» (149).

Driesch señala que, además de la embriogénesis, hay muchos otros procesos vitales, como el metabolismo, la inmunidad y la regeneración de tejidos, que no pueden ser explicados mecánicamente. Alguna directiva no material organiza el proceso. Así, Driesch trata de desarrollar una teoría ontológica más general, que establece la entelequia como el carácter ontológico definitorio de los seres vivos, diferenciándolos así de la materia inorgánica (1908, 205). «La entelequia [es] una entidad ontológica elemental» (328). Ernst Mayr, décadas más tarde, coincidió con él (aunque sin emplear el término entelequia: «La ocurrencia de procesos dirigidos a una meta es quizás el rasgo más característico del mundo de los organismos vivos» (Mayr 1974, 98).

Sin embargo, Driesch parece darse cuenta de que el concepto de entelequia, aunque bien puede caracterizar diversos procesos naturales y es en sí mismo no material, sigue funcionando de un modo bastante mecánico o algorítmico (como en la embriogénesis) y, por tanto, no explica adecuadamente la toma mental y consciente de decisiones, que también tiene resultados físicos (el fenómeno de la «causalidad descendente» señalado por Isabel de Bohemia en su crítica a Descartes). Además de la entelequia, el «agente natural que forma el cuerpo», Driesch propone un «agente elemental que dirige» el cuerpo (Driesch 1908, 82). A este último le da el desafortunado término de psicoide. Derivado de la palabra griega psyche y del sufijo -oeide, que procede de eidos («forma»), el concepto psicoide implica la «forma manifiesta del espíritu, el alma o la mente» (Addison 2009, 126). Por psicoide, Driesch parece referirse al agente mental que dirige el alzamiento del brazo cuando «yo» quiero que lo haga (el proceso de «causalidad descendente»). En una obra posterior, Mente y cuerpo, Driesch añade un tercer agente, la mente, como el hogar de la subjetividad: «Mi yo, en su existencia discontinua en tiempo continuo, tiene una base continua, y yo la llamo mi mente» (1927, 126).

La mente, el psicoide y la entelequia parecen ser de la misma sustancia ontológica, operando en un continuo. «Mi mente... es metafísicamente algo que entra no mecánicamente en la naturaleza como un factor natural llamado "entelequia" o "psicoide"» (Driesch 1927, 135). Todas estas fuerzas tienen un carácter intencional o teleológico y todas son fuerzas motivadoras no físicas. Aunque las teorías de Driesch en esta última obra parecen inadecuadas y poco desarrolladas, apuntan por su propia inadecuación a aquellas teorías más actuales en torno al organismo que enfatizan y exploran la cuestión de la subjetividad y la conciencia, una cuestión que el concepto de entelequia elude y el de psicoide aborda de forma poco pertinente.

El interés por las cuestiones sobre la subjetividad que acompaña a la organización teleológica ha llamado la atención de destacados teóricos de la biología de finales del siglo XX y principios del XXI. Quizá el más importante de ellos sea Hans Jonas, cuyas obras El principio vida (1966) y El principio de responsabilidad (1984) siguen siendo una fuente fundamental. Siguiendo a Jonas (y a Kant), el filósofo alemán Andreas Weber y el biólogo chileno Francisco J. Varela desarrollaron el concepto de autopoiesis para caracterizar a los organismos vivos, una idea que el filósofo canadiense Evan Thompson profundizaría después en Mind in Life (2007). Estos teóricos parten de ideas que no están muy alejadas de aquellas hipótesis pretéritas sobre la entelequia, pero haciendo hincapié en la realidad subjetiva inherente a cualquier entidad viva organizada y en el carácter emocional concomitante con esa subjetividad, que en sí misma establece un fundamento para el significado y el valor.

Para Jonas, como señalan Weber y Varela (2002, 112), «el metabolismo [es] el núcleo de la ontología del organismo». Pues en el metabolismo se ve que hay una «forma» no física que dirige el proceso de «intercambio de materia con el entorno» (Jonas 1966, 75). Dicha forma constituye una identidad separada y autónoma. Los «contenidos temporales y pasajeros» procesados por el metabolismo «entran y salen», pero la identidad central se mantiene aparte de la «materia ajena que pasa» por la «forma viva», que «nunca es materialmente la misma, y sin embargo se mantiene como un yo idéntico» (76). Como amplifican Weber y Varela, para Jonas un organismo vivo es «un centro ontológico... que no es explicable por las características de la materia subyacente» (2002, 119). «La forma dispuesta por los procesos metabólicos... es constante, mientras que la sustancia, las meras moléculas, son más bien una aglomeración accidental de materia» (Weber y Varela 2002, 185). «Para Jonas», señala Weber, «la identidad del organismo es muy diferente de su composición material». Lo que está implicado en el proceso metabólico es «una eterna transubstanciación real» (2016, 37).

De hecho, el 98% de los átomos del cuerpo se sustituyen cada año, señala Evan Thompson (2007, 151), pero el núcleo de la identidad persiste. El físico Richard Feynman expresó el mismo hecho de forma más poética: los átomos del cerebro, señaló, «pueden recordar lo que ocurría en mi mente hace un año, una mente que hace tiempo que fue reeplazada [físicamente]... Siempre hay átomos nuevos, pero siempre bailando la misma danza, recordando lo que se bailaba en el pasado» (2001, 244). Quién o qué es el responsable de la coreografía sigue siendo un gran misterio.

Jonas y otros teóricos más recientes, bajo la influencia de la fenomenología, van más lejos que sus predecesores aristotélicos al subrayar el «horizonte interno» (Jonas 1966, 211) o la subjetividad del coreógrafo teleológico directivo de la materia viva. «Los organismos», especifica Jonas, «están patentemente organizadas para la interioridad, para la identidad interior, para la individualidad» (90). La «interioridad», de hecho, sostiene, «es coextensiva con la vida» (58). Jonas denomina a esta «identidad interna» como el «yo» (82-83).

Y ese yo interior o psique es intencional, es decir, teleológicamente dirigido. Retomando a Aristóteles, escribió: «En todo, la esencia es idéntica al fundamento de su ser, y... en el caso de los seres vivos, su ser es vivir, y el alma es la causa o fuente del cuerpo viviente» (1941a, 561), Jonas enfatiza que la meta o telos de cualquier organismo vivo es vivir, sobrevivir. «Siempre existe la finalidad del organismo como tal, y su preocupación es vivir» (1966, 90). Jonas considera que esta subjetividad intencional está incrustada en todas las formas de viva, así como posiblemente en «la naturaleza inanimada... El "alma" y... la "voluntad" son... un principio... de la naturaleza» (1984, 65). (En El principio de responsabilidad, Jonas vira hacia una especie de panpsiquismo, planteando que debió ser algún tipo de «esfuerzo subjetivo» el que impulsara a los aminoácidos primordiales a la formación de células [73]).

En cualquier caso, este obrar intencional es evidente en todas las formas de vida, incluidas las plantas y los animales más primitivos, como las amebas: «La actividad ya en todas las tendencias vegetativas, el despertar a la capacidad perceptiva más primitiva en los reflejos oscuros y en la estimulabilidad respondiente de organismos bajos; el impulso y el esfuerzo, el placer y el miedo de la vida animal y dotada de movimiento y sensibilidad; finalmente la lucidez de la reflexión en la conciencia, la voluntad y el pensamiento del hombre: todos estos son otros tantos aspectos interiores del flanco teleológico de la naturaleza de la "materia"» (Jonas 1966, 91). En resumen, «no hay organismo sin teleología, no hay teleología sın interioridad» (91).

Sin embargo, a diferencia de la materia inorgánica (y aquí Jonas se aleja del panpsiquismo), «las cosas vivas son de suyo menesterosas y actúan en virtud de su indigencia» (Jonas 1966, 126). Están motivados «por una intención emocional constante» de alcanzar un objetivo, como la comida, para alimentar el proceso metabólico (101). Tal «obrar intencional se dirige per se a un bien» (127), es decir, a lo que es bueno para el organismo y su supervivencia. Así, incluso «el más oscuro "sentir" de la ameba» es un reflejo del «ámbito "mental" de manera que abarque todas las especies y grados de ser subjetivo» (89n.).

El metabolismo es, por tanto, como señala Evan Thompson, «inmanentemente teleológico», en el sentido de que refleja una «intencionalidad inmanente» que opera de acuerdo con «normas internas que determinan si acontecimientos que de otro modo serían neutrales son buenos o malos para la continuación del organismo» (2007, 152). Así, una bacteria se mueve hacia la sacarosa porque «sabe» que esa sustancia la beneficiará. La sacarosa adquiere así un significado para la bacteria. No es sólo una composición fisicoquímica, sino comida (157-58). El biólogo Francisco Varela, basándose (al igual que Thompson) en la noción de Umwelt de Jakob von Uexkull, observa de forma similar cómo las moléculas de sacarosa adquieren significado y valor desde el punto de vista subjetivo de la bacteria. «No hay significado alimentario en la sacarosa, excepto cuando una bacteria nada gradiente arriba y su metabolismo utiliza la molécula de una manera que permite que su identidad continúe» (Varela 1991, 86). Así pues, el telos del organismo se sustenta subjetivamente en un «yo» interior que toma decisiones. La decisión de elegir esto o aquello o de desplazarse aquí o allá no puede explicarse por mecanismos puramente fisicoquímicos. Hay algo más en juego. Hay un «yo». Varela explica que «todo lo que encuentra» el organismo «debe ser valorado de un modo u otro —agradable, desagradable o neutro— y actuar de un modo u otro —atracción, rechazo, neutralidad...—, lo que da lugar a una intención (estoy tentado de decir "deseo"), esa cualidad única de la cognición viva» (97).

Varela y sus colaboradores chilenos desarrollaron el término autopoiesis para caracterizar al organismo vivo. El término significa literalmente «autofabricación», del griego autos y poiein. Como explica Thompson, significa «un sistema autónomo... autodeterminado» (2007, 37). «Un sistema autopoiético es, por tanto, un individuo que empieza a merecer el término yo» (75). A diferencia de los teóricos del organismo anteriores al siglo XX, Weber y Varela subrayan que la subjetividad es inherente al proceso autopoiético. Encontramos en «la transición radical [de la materia] a la existencia de un individuo... el origen de un "interés" basado en su identidad autoproducida en curso..., la instauración de un punto de vista proporcionado por la autoconstrucción» (Weber y Varela 2002, 116). Así pues, las teorías mecanicistas del metabolismo y la entelequia o las teorías algorítmicas sobre la programación genética son inadecuadas porque ignoran el yo sintiente directivo dentro del organismo, que tiene una posición de sujeto, un punto de vista.

Al «aceptar la autopoiesis como teleología encarnada, reintroducimos el sujeto en la biología» (Weber y Varela 2002, 117). Así, «puede decirse que los organismos trascienden la neutralidad de la física pura y crean su propio interés» (118). «La subjetividad», en resumen, «es el interés absoluto que el organismo tiene en su existencia continuada» (119).

Así pues, estos teóricos no sólo reintroducen el sujeto en la biología, sino que también reintroducen el sentimiento y la emoción. Como señala Jonas, los organismos, en su deseo de sobrevivir, están motivados por una «intención emocional constante» (1966, 101). Weber señala (2016, 40-41) que Jonas ha sustituido
el cogito cartesiano por el «Sentio»: «Siento, luego existo». «Siento» debe entenderse en sentido amplio como «necesito, tengo intereses, me importa». Tal determinación, por tanto, sitúa la preocupación, el interés, en el centro ontológico del organismo, de modo que una formulación mejor podría ser: «Me intereso, luego existo». El organismo ejerce el interés en su discriminación entre lo que es positivo o afirma la vida y lo que es negativo o amenaza la vida. Así, organiza y ve su Umwelt de acuerdo con estas evaluaciones cualitativas. De este modo, el entorno se identifica y selecciona —adquiere significado— de acuerdo con valores que son inmanentes al organismo. El Umwelt no es materia fisicoquímica neutra. Yo no soy indiferente al mundo que pasa. Yo tengo preferencias. Las cosas tienen significado y valor para mí. Yo me intereso por lo que ocurre. Como explica Weber, desde este punto de vista, la vida no es un «proceso neutro, libre de valores, sino que ilumina la realidad con su aguda luz de valores sentidos, de significado existencial y, por tanto, de fundamento emotivo más que racional» (2016, 41). Tales valores sentidos conforman el punto de vista del ser vivo.

Por lo tanto, Jonas establece que «la capacidad de sentir es el valor-madre de todos los valores» (como se cita en Weber 2016, 41). O quizás mejor: la capacidad de interés es el valor-madre de todos los valores, ya que tener interés por lo que nos rodea y por cómo nos afecta establece significado y valor incluso en los organismos unicelulares más primitivos. En los organismos más complejos, el interés va mucho más allá de la supervivencia y se extiende al interés por lo que protegemos o amamos, ya sean otros organismos o fenómenos que mejoran la vida. Así pues, el interés puede considerarse como el elemento ontológicamente definitivo de la vida, de todas las formas de vida.

En El principio de responsabilidad (1984), Jonas sostiene que lo que podría llamarse la intencionalidad del cuidado, que todo organismo muestra, sienta las bases de la ética. «En la aspiración a la meta como tal... podemos ver una fundamental autoafirmación del ser, que lo pone absolutamente como lo mejor frente al no-ser... El mero hecho de que el ser no sea indiferente a sí mismo convierte su diferencia con el no-ser en el valor fundamental de todos los valores, en el primer "sí"» (81). Así, la afirmación de la vida por parte del organismo individual puede verse como la base de una ética afirmativa de la vida abrazada por todos y para todos.

Tales generalizaciones indiscriminadas recuerdan, sin embargo, la ética expansiva de Schweizer de la «reverencia por la vida», que Regan criticó con razón por ser demasiado amplia para tener sentido como ética práctica. Así pues, aunque en general se puede aceptar la idea general de la teoría de Jonas —que se deben respetar los deseos de vida de todos los organismos vivos y, siempre que sea posible, apoyarlos en su lucha contra el no-ser— y, por tanto, evitar dañarlos o matarlos —se necesitan más discriminaciones para cuando los intereses y deseos de las distintas formas de vida entran en conflicto, como inevitablemente ocurrirá—.

Aquí sólo señalaré brevemente algunas posibles discriminaciones adicionales. Una es que el criterio del sentimiento y la emocionalidad establece una distinción ontológicamente significativa y éticamente viable entre los animales y las plantas. Otra distinción entre los animales y las plantas es la motilidad. (Aristóteles postuló que los animales tienen «almas» sensoriales y locomotoras, de las que carecen las plantas, que sólo tienen «almas» nutritivas [Aristóteles 1941a, 557-60]). El movimiento corporal requiere la toma de decisiones y, por tanto, algún tipo de decisor interior, lo que supone un núcleo consciente interior. Es muy posible que la motilidad y la consciencia vayan de la mano, que la una requiera de la otra. (Así lo sugiere Varela [1991, 89].) Este núcleo consciente —este sujeto de una vida—, que indudablemente está presente en los animales, implica, como señaló Regan, un estatus moral. Pero reconocer ese estatus no determina lo que es o debería ser una acción ética hacia otros sujetos de una vida; sólo abre el proceso de juzgar lo que habrá de serlo.

Cabe plantear, por ejemplo, que uno mismo tiene derecho a existir y sobrevivir y, por tanto, derecho a la autodefensa (véase Donovan y Adams 2007, 4). Esto no tiene por qué implicar una ética de «gen egoísta», que, como ha señalado Sheldrake, refleja la ideología del capitalismo, donde «las características individualistas, egoístas y competitivas..., dadas por sentadas por las teorías económicas del libre mercado, se proyectan luego sobre los genes» (1991, 100; véase también Stuckey 2014). Pero sí establece el interés de supervivencia de uno mismo y de lo que uno valora como principio ético fundamental. Tampoco significa un retorno a las nociones neodarwinianas o hobbesianas de una lucha de todos contra todos, ya que la capacidad inherente de tener intereses, que aquí se postula como la esencia ontológica de todos los seres, proporciona la base para una ética que respeta y empatice con el interés de los demás en sobrevivir como seres que son. Que este reconocimiento implica un respeto por la dignidad inherente del organismo será la tesis del capítulo siguiente. En otros lugares he defendido que la empatía debería ser la base del trato ético a los animales (véase especialmente 1990, 1996, 2006, 2013), y que existe una obligación ética especial hacia aquellas entidades vivas con las que podemos comunicarnos, en tanto que podemos comprende sus deseos y necesidades.

Pero la estipulación del derecho a la autodefensa establece una base para el tratamiento de, por ejemplo, las bacterias. Si son perjudiciales para la supervivencia, pueden ser destruidas. Resulta evidente, no obstante, que muchas bacterias no son perjudiciales, sino beneficiosas, de hecho simbióticamente esenciales para el funcionamiento de muchos, si no la mayoría, de los organismos (véase Yong 2016). Además, hoy en día se reconoce que «las bacterias constituyen la mayor parte de la biomasa de la biosfera»; desempeñan un papel esencial en el ecosistema del planeta: «compartiendo[n] un tesauro global de información genética que constituye una mente superorganísmica bacteriana que es la base de la vida y la mente más amplia de Gaia en su conjunto» (Harding 2014, 381). Por lo tanto, no se trata de afirmar de forma simplista que las bacterias, como organismos autopoiéticos, también tienen «derechos», como algunos han afirmado, quizá de forma jocosa (véase Weisberg 2014, 106-9, para una crítica de esta noción). Se trata más bien de respetar el papel teleológico de las bacterias en la biosfera y dejarlas tranquilas cuando no perjudiquen a otros sujetos.

¿Y qué pasa con las plantas? Aunque no son sujetos conscientes del mismo orden que los animales, las plantas comunican sus necesidades y sus deseos, y a los humanos no les resulta difícil leer y comprender estas comunicaciones semióticas. De hecho, las plantas comparten muchos atributos con los animales: son autopoiéticas, están organizadas teleológicamente y no son entópicas. En resumen, están vivas. ¿Cómo puede entonces una ética dialógica comunicativa como la teoría del cuidado afrontar el tema de las plantas, siendo como parece inevitable que, para que los sujetos animales sobrevivan, las plantas —entidades vivas también— deban ser destruidas?

Tengo dos propuestas al respecto. Una es que, aunque no sea práctico en el mundo actual, es posible que al menos los humanos coman y sobrevivan sin dañar a las plantas siguiendo una dieta exclusivamente frugívora: comiendo sólo frutos secos, bayas, frutas, hojas, granos y raíces (estas últimas de plantas ya muertas). En realidad, esto no es tan restrictivo como pueda parecer; de hecho, incluye casi todos los componentes de una dieta vegana. Es cierto que esto requiere una agricultura a pequeña escala y productos recogidos a mano, pero al menos es factible.

La otra perspectiva que yo aportaría a esta cuestión es considerar en qué se diferencian las plantas de los animales y cómo ello exige respuestas éticas diferenciadas. Una diferencia significativa es que las plantas operan en un contexto ecológico diferente al de los sujetos móviles como los animales. Es decir, están enraizadas en un contexto medioambiental y su existencia ontológica está más definida contextual u holísticamente que la de los sujetos móviles que son más independientes, relativamente hablando, de su entorno. De este modo, la ética, en referencia a las plantas, debe tener un enfoque de carácter más holístico. Lo que es bueno para la planta es lo que es bueno para su entorno contextual inmediato. Sin duda, lo mismo ocurre con los animales, pero podría decirse que menos, porque siempre pueden trasladarse a un entorno más adecuado en caso de lo que necesiten. De ahí que las teorías de la ecología profunda que agrupan a plantas y animales no reconozcan esta importante distinción. Los animales son individuos independientes que toman decisiones en mucha mayor medida que las plantas, y, debido a este estatus ontológico, requieren una respuesta ética distinta. Así que Aristóteles tenía razón: la motilidad es una diferenciación clave.

Además de la motilidad —o quizá, como argumenta Varela, probablemente debido a ella—, los animales tienen formas cualitativamente más intensas de conciencia y sentimiento que las plantas. Los animales, a diferencia de las plantas, tienen lo que Driesch denominó un psicoide, un decisor directivo interno que puede elegir ir aquí o allá, en busca de comida o para escapar de algún peligro. Esta distinción conlleva otra clase de respuesta ética, una que tenga en cuenta y respeta las decisiones, los sentimientos y las preferencias expresadas por los animales implicados.

En el caso de las plantas, pues, como en el de las bacterias, se trata de respetar su lugar, completamente imbricado en la biosfera, y, en la medida de lo posible, evitar hacerles daño, permitiéndoles la realización de su esencia teleológica dentro de su nicho ecológico. La comunicación que recibimos de las plantas, aunque diferente de la que recibimos de los animales, debe ser escuchada y tenida en consideración. Y, sin duda, estamos necesitados de prestarle una mayor atención. En resumen, las plantas y los vegetales en general deberían ocupar un lugar adecuado en los discursos humanos que les afectan, tal y como propuso Christopher Stone en su famoso artículo «Should Trees Have Standing?» (¿Deberían los árboles tener derechos legales?) (1972), en el que respondía «sí» a su propia pregunta.

En una elaboración posterior, Stone, bajo la influencia de la teoría del punto de vista de Paul Taylor, instó a que aprendiéramos a ver los puntos de vista de los demás organismos y a incorporar sus preferencias en las leyes relativas a ellos, concediéndoles así legitimación. «Mediante un examen atento de la comunidad biótica, podemos aprender a ver el mundo desde el punto de vista de los organismos, a ver su bien» (1987, 94). «Aprender a ver el mundo desde el punto de vista de la otra cosa es un paso importante hacia el respeto a su valor moral» (35). Y, «cuanto más nos interesamos por los otros seres vivos, más logramos descubrir sobre sus preferencias... Y cuanto más descubrimos las preferencias de las no-personas —es decir, cuanto más adoptamos su punto de vista— más podemos encajarlas en [nuestras] normas» (58, último énfasis añadido).

Una ética de respeto a la integridad biológica de las formas vivas, como la que aquí se propone, parece esencial para contrarrestar el actual entusiasmo tecnocientífico por la reingeniería genética de las formas de vida y, en particular, por la manipulación transgénica de los animales, que, como han señalado Zipporah Weisberg y otros, causa «un sufrimiento y una humillación insondables» (2014, 102). Estas intervenciones invasivas también causan innumerables muertes de animales, los «daños colaterales» de los experimentos fallidos. (Al crear un conejo transgénico, por ejemplo, se mata a la madre, así como al 97% de las crías no transgénicas [Youngs 2002, 72]).

Weisberg propone, en consonancia con la tesis de este capítulo, que, junto con «la unidad ontológica y la entelequia» de los animales..., el reconocimiento de que todos los seres poseen una trayectoria de posibilidades que son significativas para ellos» (2014, 102) debe formar la base ética para oponerse a la ingeniería transgénica y otras tecnologías invasivas que alteran la identidad teleológica de los organismos. La responsabilidad ética humana se sitúa en el conocimiento de la «entelequia fenomenológica» de los organismos (Weisberg 2015, 11). En la línea de von Uexkull y del fenomenólogo francés Maurice Merleau-Ponty, Weisberg subraya que nuestras obligaciones éticas deberían basarse en nuestro conocimiento del telos esencial de un animal, poniendo como ejemplo el proceso metabólico de las vacas. «Una vaca que mastica hierba no sólo está cubriendo sus reservas de energía...; más bien está siendo lo que es y debe ser» (13). Se trata de que una vaca sea la vaca que es, ya que «cada ser es su propia gran narrativa», como señaló Andreas Weber (Weber 2016, 4). En definitiva, en el concepto de entelequia, como sostenía Driesch, «el ser y el devenir están unidos» (1908, 149).

La aparente división entre los dos aspectos de la entidad formodirectiva que rige la actividad organísmica en los animales —que Driesch dividió en «entelequia» y «psicoide»: la primera rigiendo aquellas actividades más o menos autónomas, como el metabolismo, y la segunda tomando decisiones de movilidad— se ven igualmente unidas teleológicamente. Un sujeto o yo toma decisiones de acuerdo con su diseño teleológico, que conoce implícitamente. El sujeto (de una vida) toma decisiones de acuerdo con la vida teleológicamente definida de la que es sujeto. La vaca como sujeto busca hierba, mastica su bolo alimenticio y sabe que debe masticarlo porque sabe implícitamente que ese proceso metabólico le permitirá continuar con su identidad teleológicamente determinada. Le permite tanto llegar a convertirse —en el sentido de que la materia física entrante se convierte (es decir, se transubstancia) en la materia viva de su cuerpo— como llegar a ser una vaca.

Así pues, existe un orden teleológico imperioso en la naturaleza que los seres humanos, como parte de ese orden, deben honrar y respetar. Gran parte de las prácticas científicas y culturales modernas ocultan o anulan el hecho de que todos los seres vivos muestran una integridad ontológica esencial para su identidad y bienestar. Las prácticas que violan esa integridad, se propone aquí, son éticamente indefendibles.

En resumen, pues, los principales pensadores sobre la cuestión de lo que constituye un «sujeto de una vida» han llegado a la conclusión de que existe una fuerza diseñadora misteriosa y aún no comprendida que es ontológicamente definitoria de los organismos vivos; se compone, por un lado, de un programa coreográfico teleológico intrínseco —así se llame entelequia, telos, psique o alma)— y, por otro, en el caso de los animales, de un sujeto intencional con intereses, un «psicoide». Aunque muchos de los procesos organizados teleológicamente en la primera categoría están en gran medida prescritos, en los animales existe también una motilidad dirigida conscientemente, que establece la existencia de un decisor interno que es consciente de la identidad teleológicamente prescrita del organismo, toma decisiones de acuerdo con sus necesidades y cuyo valor principal es el mantenimiento, la supervivencia y el bienestar de la identidad de ese organismo, constituyendo su «entelequia fenomenológica» (Weisberg 2015, 11).

Hemos visto caracterizada como emocional esta dimensión del organismo, en el sentido de que las criaturas, como sujetos, como yoes intencionales, tienen intereses de acuerdo con una esencia ontológica que dirige sus objetivos y establece sus metas, necesidades e intereses básicos. Mediante su comportamiento y otras señales semióticas, las entidades vivas les comunican estos «deseos» a los demás sujetos. Los seres humanos receptores de esta comunicación, fácilmente comprensible, tienen la obligación ética de prestarle atención y respetarlo, siempre que dicha atención no les cause daño
1. Compartimos con otros animales este atributo e interés básico. Tal vez, como sugiere Weber, el interés es definitorio del sustrato comunicativo no físico de la «biosfera», que, según él, «se basa en el interés existencial. Formamos parte de él y también podemos sentirlo. De hecho, la capacidad de sentir nuestras propias necesidades existenciales y las de los demás es nuestro poder biológico más fundamental» (Weber 2016, 41). O, tal vez, para ampliar aún más el concepto, el interés es parte integral del universo físico, visto como unificado, como algunos han sugerido, por «simpatía cósmica». Pero, dejando temporalmente de lado tales especulaciones, lo cierto es que, como señaló una vez la ecofeminista Marti Kheel, «nuestra capacidad de empatía y cuidado [sigue siendo] nuestra conexión humana más importante con el mundo natural» (2008, 251). Ese cuidado exige que tratemos como inviolable la «entelequia fenomenológica» del resto de «sujetos de una vida» y abjuremos de las prácticas científicas modernas que mutilan y traicionan el «alma» dotada naturalmente.

J
osephine Donovan, 2022.

NOTAS
1 – Reconozco que surgen cuestiones éticas complejas cuando el comportamiento de un organismo perjudica a otros sujetos y/o a la biosfera. Estas situaciones requieren una ética situacionista en la que se tengan en cuenta numerosas variables. Examinar estos problemas en detalle va más allá del alcance de esta obra, y es probable que sea imposible en cualquier caso establecer reglas categóricas para tal disyuntiva. Mi propósito aquí es sostener que la subjetividad y el punto de vista del organismo en cuestión deben formar parte de los dilemas humanos y no ser anulados automáticamente en nombre de justificaciones antropocéntricas o nociones ecológicas abstractas, justificaciones a menudo utilizadas, por ejemplo, para legitimar la supresión o destrucción de «especies invasoras». Soy partidaria de dejar que la naturaleza, en su sabiduría homeostática, resuelva las cosas por sí misma. De hecho, la mayoría de los problemas del tipo de las «especies invasoras» son en sí mismos el resultado de la insensata intervención humana en el mundo natural. En el caso de los animales salvajes que se matan entre sí, en general, como se ha dicho, estoy a favor de una política de no interferencia en el mundo natural (véase Donovan 2006, 216-17, y Clement 2007).

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Traducción: Igor Sanz

Texto original: Subjectivity, Telos, and Ethical Meaning (de Animals, Mind, and Matter: The Inside Story)
 

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