sábado, 19 de marzo de 2022

La ética de la dieta

En la actualidad, en todas las partes del mundo civilizado, las antaño ortodoxas prácticas del canibalismo y los sacrificios humanos son contempladas universalmente con perplejidad y con horror. La historia pasada del desarrollo humano, y los lentos pero seguros movimientos progresistas del presente, hacen que sea absolutamente seguro que el hábito aún prevaleciente de vivir a costa de la matanza y el sacrificio de las especies inferiores —un hábito cuya barbarie es diferente antes en grado que en clase— será contemplado con la misma perplejidad y el mismo horror por generaciones más ilustradas y refinadas que la nuestra. De la certeza de ello no pretenderá tener duda razonable alguna nadie cuyo ideal de civilización no sea un Estado repleto de cárceles, penitenciarías, reformatorios y asilos, o que no mida el progreso según el atractivo pero engañoso estándar de un materialismo ostentoso —según las estadística de mercado, la cantidad de riqueza acumulada por una pequeña fracción de la comunidad, el aumento de la pobreza, el número y la popularidad de las iglesias y capillas, o incluso la cifra de escuelas, aulas o instituciones de beneficiencia. 
 
Al buscar en los registros de este siglo XIX —en las actas y procedimientos de innumerables sociedades científicas y eruditas, especialmente las de los Congresos de Ciencias Sociales y Sanitarias—, es igualmente imposible dudar de que nuestros descendientes más ilustrados (tal vez del siglo XXI de la era cristina) observarán con asombro que, entre tanto hablar y escribir sobre moralidad y ciencias sociales, poca o ninguna investigación seria se puede encontrar respecto de un tema que aquellos escasos hombres más reflexivos de todos los tiempos han estado no obstante de acuerdo en colocar en la base misma de todo el bienestar tanto público como privado. Y es probable que su asombro no disminuya cuando descubran que, entre toda la gran masa de publicaciones teologico-religiosas, periodísticas o de otra índole (suponiendo que una proporción considerable de ellas sobreviva), no parece existir conciencia alguna de la verdad de virtudes tales como la humanidad o la compasión universal, como tampoco obligación ninguna de sus autores de exhibirlas para la consideración seria del mundo. Todo ello a pesar de la existencia contemporánea de una asociación de reformadores humanitarios de ya largo recorrido que, aunque pocos en número y carentes de la posición de dignidad y poder necesaria para la atención de la humanidad, han tratado, por todos los medios a su disposición —estrados y prensa, panfletos y tratados, apelando a la vez a la ciencia, la razón, la conciencia, la autoridad de pensadores más elevados, la lógica y los hechos— de protestar contra las crueles barbaridades, el despilfarro criminal y las influencias desmoralizadoras de la carnicería, demostrando con su propio ejemplo, y con el de un gran número de personas de las más diversas partes del planeta, la completa viabilidad de una Vida Compasiva. 
 
Cuando, además, descubran en la literatura popular, así como en los libros y revistas científicas de este siglo XIX, que las víctimas inocentes de la glotonería de las clases más ricas de todas las comunidades, sometidas como estaban a cualquier imaginable atrocidad brutal, eran sin embargo reconocidas sin discusión por la ciencia de la época como seres esencialmente provistos de las misma organización física y mental que sus devoradores humanos, tan susceptibles al dolor y al sufrimiento, dotados —cuando menos una gran proporción de ellos— de facultades mentales y racionales de grado muy elevado, y en absoluto desprovistos de percepciones morales, su asombro puede que se mezcle con la incredulidad bajo el aprecio de que tales conocimientos y tales prácticas hubieran podido llegar a coexistir. No en cambio, es posible que el hecho de que los signos externos de toda esa barbarie grosera —los cuerpos enteros o desmembrados de las víctimas de la mesa— fueran expuestos al público en las calles y vías públicas sin que los transeúntes manifestaran repugnancia o aborrecimiento alguno —ni siquiera entre aquellos que se tienen por más cultos y progresistas—, es posible, decía, que tales pruebas de extraordinaria insensibilidad por parte de todas las clases no provoquen tanto desconcierto a la posteridad más ilustrada como el hecho de que cada reunión pública de gobernantes o dignatarios civiles, cada celebración eclesiástica o religiosa, parecía ser la excusa propicia para aumentar el sacrificio y sufrimiento habitual de unos congéneres inofensivos; y todo ello a menudo en medio de una multitud de personas hambrientas por falta de las más básicas necesidades de la vida.  
 
Sin embargo, el filósofo del futuro podrá ver, afortunadamente, los signos del amanecer de un mañana mejor en este último cuarto del siglo XIX. Encontrará, en medio de esta bestialidad general, y a pesar de la indiferencia y la traición a la verdad, que hubo un número creciente de disidentes y de protestantes; que ya al comienzo de esta época hubo asociaciones reformistas —nacidas de la sociedad madre inglesa de 1847— establecidas en América, Alemania, Suiza, Francia y, finalmente, en Italia; y que en algunas de las ciudades más grandes tanto de este país como de otras partes de Europa se han establecido también restaurantes reformados que proporcionan a un número considerable de personas una mejor comida y un mejor conocimiento.
 
Si la verdad o importancia de un principio o sentimiento ha de medirse no por su popularidad —no por el quod ab omnibus—, sino por el alcance de su reconocimiento por parte de los pensadores más depurados y serios de todos los tiempos ilustrados —por el quod a sapientibus—, entonces no hay principio cuyo valor haya quedado mejor establecido que aquel que insiste en la importancia capital de una reforma dietética radical. Lo amplio del número de hombres que, en diversos períodos de la historia conocida de nuestro mundo, se han manifestado, con mayor o menor fuerza, en contra de la barbarie que representa la forma de vivir de los humanos, es un hecho que no dejará de llamar la atención del investigador más superficial. Pero lo más sorprendente de ese conjunto de denunciantes es la diversidad de sus protagonistas. Buda y Pitágoras, Platón y Epicuro, Séneca y Ovidio, Plutarco y Clemente (de Alejandría), Porfirio y Crisóstomo, Gassendi y Mandeville, Milton y Evelyn, Newton y Pope, Kay y Linné, Tryon y Hecquet, Cocchi y Cheyne, Thomson y Hartley, Chesterfield y Kitson, Voltaire y Swedenborg, Wesley y Bousseau, Franklin y Howard, Lambe y Pressavin, Shelley y Byron, Hufeland y Graham, Gleizes y Phillips, Lamartine y Michelet, Daumer y Struve —tales son algunos de los más o menos afamados o meritorios nombres del pasado que ocuparon un lugar entre los profetas de la Reforma Dietética, hombres que, en diverso grado de aborrecimiento, rechazaron seguir un régimen de sangre. De muchos de quienes se rebelaron contra él, casi puede decirse que lo hicieron a pesar de sí mismos —es decir, a pesar de los prejuicios, las tradiciones y los sofismas más abrigados de su educación.
 
El origen histórico de la doctrina anticreofágica lo hallamos en la escuela pitagórica, en especial en su postrero desarrollo de la filosofía platónica, de la que el mundo occidental es deudor por representar la primera enunciación sistemática e inculcción práctica del principio antimaterialista —la primera manifestación histórica contra el materialismo práctico del comer y del beber. El porqué el cristianismo, que en su origen seminal debe tanto a los principios esenios y platónicos, no ha logrado propagar y desarrollar este espiritualismo auténtico y vital, para desgracia de todas las épocas posteriores, y a pesar de las convicciones de algunos de sus primeros y mejores exponentes, tales como Orígenes o Clemente, parece explicarse, en primer lugar, por la hostilidad de la iglesia triunfante y ortodoxa hacia el elemento "gnóstico" que, en sus diversas formas, predominó durante mucho tiempo en la fe cristiana y que en un momento dado pareció destinado a ser su sentimiento dominante; y en segundo lugar, por el crecimiento natural entre los eclesiásticos de los principios y las prácticas materialistas en proporción al crecimiento de su riqueza y su poder; pues, aunque las virtudes del "ascetismo", derivadas del esenismo y el platonismo, obtuvieron gran elogio por parte de la iglesia ortodoxa, fueron relegadas y asignadas (teóricamente al menos) al orden eclesiástico o a algunos de sus departamentos.
 
Tal fue lo que puede llamarse la causa sectaria de este fatal abandono de los elementos más espirituales de la nueva fe, operando en conjunto con las influencias corruptivas de la riqueza y el poder. En cuanto a la causa del fracaso y la aparente incapacidad del cristianismo para reconocer la razón humanitaria de la vida antimaterialista, el más significativo de todos los principios subyacentes de la reforma dietética, no es difícil de encontrar. La hallamos, en esencia, en la devaluación (teórica) y desconsideración de la existencia presente frente a la futura. Las consecuencias fatales de esta enseñanza teórica (que no ha alcanzado aún la totalidad de su influencia, ni siquiera en la forma en que podría haber actuado beneficiosamente) en lo que respecta al estatus y los derechos de las especies no humanas, han sido bien señaladas por una distinguida autoridad. "Da la impresión —escribe el Dr. Arnold— de que los cristianos primitivos, al poner tanto énfasis en una vida futura, y al dejar a los seres inferiores huérfanos de esperanza [por una vida eterna], los colocaron al mismo tiempo fuera de sus simpatías, asentando con ello las bases para ese desprecio absoluto hacia los [otros] animales. Su definición de virtud era la misma que la de Paley: un bien realizado para asegurar la felicidad eterna; lo que, por supuesto, excluía a todas las criaturas [llamadas] brutas"¹. De ahí que el Humanitarismo y, en particular, la Dieta Humanitaria, no encuentren espacio alguno en el religionismo o la pseudofilosofía de ninguna de las épocas de la Edad Media —es decir, desde el siglo V o VI hasta el XVI. De hecho, no sólo hubo un indiferentismo negativo, sino incluso una tendencia positiva hacia una depreciación y degradación aún mayores hacia las razas extrahumanas, de las que el gran doctor de la teología medieval, Santo Tomás de Aquino (con su célebre Summa Totius Theologies, el libro de texto estándar de la iglesia ortodoxa), es uno de los mejores exponentes. Tras el renacer de la razón y la sabiduría en el siglo XVI, les corresponde en particular a Montaigne, que siguiendo a Plutarco y a Porfirio, reafirmó los derechos de las especies no humanas en general, y a Gassendi, que reivindicó el derecho a la vida de los seres inocentes, el sumo mérito de haber sido los primeros en disipar los prejuicios, la ignorancia y el egoísmo largamente dominantes de los maestros típicos de la moral y de la religión. Pues el protestantismo ortodoxo, a pesar de la altisonancia de su nombre, ha hecho poco por protestar contra la violación de los derechos morales de los más indefensos y vulnerables de todos los miembros de la gran mancomunidad de seres vivos.
 
Los principios de la Reforma Dietética están bien fundamentados en las enseñanzas de (1) Anatomía y Fisiología Comparadas; (2) Humanidades, en el doble sentido del refinamiento de la vida y lo que comúnmente se llama "humanidad"; (3) Economía Nacional; (4) Reforma Social; (5) Economía Doméstica e Individual; y (6) Filosofía Higiénica. Algunos de los argumentos afectan a distintas disciplinas, y la fuerza de cada uno de ellos parecerá distinta en función de la inclinación particular de cada investigador. El peso acumulado de todos ellos, para aquellos que son capaces de formarse un juicio sosegado e imparcial, no puede sino hacer que el tema parezca exigir y requerir la más seria de las atenciones. Para quien ahora escribe, el argumento humanitario tiene un valor doble, ya que se ampara en los irrefragables principios de la justicia y de la compasión —justicia y compasión universales—, los más esenciales principios de cualquier sistema ético digno de ese nombre. La influencia aparentemente limitada de este argumento —incluso entre personas que, por lo demás, tienen una disposición compasiva y una mayor sensibilidad hacia sus semejantes y, de manera general, también hacia las otras especies— sólo puede atribuirse al poder amortiguador de la costumbre y de la habituación, al poder de los prejuicios tradicionales y los educados. Si lograran reflexionar sobre la ética de la cuestión despojando sus mentes de estos elementos distorsionadores, sus consideraciones se mostrarían sin duda bajo una luz muy diferente de la acostumbrada. Pero sobre este tema ya han incidido abundantemente otros con mucha mayor elocuencia y habilidad que un servidor. Sólo será necesario añadir un par de observaciones sobre este particular. Y es que las objeciones más recurrentes contra el abandono de la dieta carnívora sólo pueden clasificarse bajo dos títulos: el de falacias y el de subterfugios. No son pocos los cándidos investigadores que alegan sinceramente ciertas objeciones engañosas pero aparentemente fuertes contra el argumento humanitario, y sólo estas falacias son dignas de un examen serio.
 
En la constitución general de la vida de nuestro planeta, el sufrimiento y la muerte, se objeta, son circunstancias normales y constantes —el fuerte se aprovecha cruel e implacablemente del débil en una sucesión ininterrumpida—, a lo que sigue la pregunta: ¿por qué debería la especie humana crear una excepción a la regla y luchar en contra de la Naturaleza? A esto hay que responder, primero, que, aunque se ha venido librando ciertamente una incesante y cruel guerra intestina en este globo atómico nuestro desde el origen mismo de la vida hasta hoy, también ha habido sin embargo un progreso lento pero no por ello incierto hacia la erradicación de los fenómenos más despiadados; segundo, que aunque los carnívoros representan un alto porcentaje de los seres vivos, los no-carnívoros son sin embargo mayoría; y por último y más importante, que el hombre, por su origen y fisiología, no pertenece a los primeros, sino a los segundos. Además, y al margen de todo ello, en la medida en que el hombre se jacta —y dada su buena situación hasta el momento, se jacta con justicia— de ser la criatura más elevada de toda la ascendencia gradual y coordinada de seres vivos, así también está, en igual proporción, obligado a probar con su conducta su derecho a ese lugar y poder superlativo y a certificar su afirmada superioridad moral y psicológica. En resumen, sólo demostrando ser un gobernante benéfico y pacificador del mundo —y no un tirano egoísta— se podrá hacer digno del título de preeminencia. 
 
Si la falacia filosófica (el eidolon specûs) se desvanece así bajo un examen más profundo, la siguiente objeción a tener en cuenta, superficial pero no del todo antinatural, respecto a que la abolición de la matanza para comida impediría la fabricación de materiales de uso ordinario para la vida social, está en realidad basada en una aprehensión contraída hacia los hechos. Porque es suficiente y razonable responder que, así como toda la historia de la civilización muestra un avance lento pero en general continuo hacia unas artes más refinadas, así también nos ha demostrado que la demanda crea la oferta y que sólo la ausencia de la primera hace que tantas sustancias y efectivos aún latentes en la naturaleza permanezcan sin uso ni investigación. Nadie que conozca la historia de la ciencia y sus descubrimientos puede dudar de que los recursos de la naturaleza y el ingenio mecánico del hombre son prácticamente ilimitados. Incluso en ausencia de demanda, excepto entre los anticreófagos, ya se han propuesto, y en algunos casos empleado, algunas sustancias no-animales como sustitutas de las pieles producidas a partir de las víctimas del matadero; y no hay ninguna razón para dudar de que una demanda global de tales sustitutos traería consigo una competencia activa de inventores y de fabricantes. Además, hay que tener presente que el proceso de conversión de la fracción carnívora de la comunidad (es decir, la más adinerada) a una dieta incruenta, será, con toda seguridad, muy lento y paulatino.
 
En cuanto a esa falacia popular —quizás la más popular (el eidolon fori)—, de escasa exactitud filosófica o aun sentido común, presente en interpelaciones como "¿Y qué va a ser entonces de los animales?" o "¿Para qué iban a ser creados sino para su sacrificio y su consumo?", apenas puede ser tomada en serio. La respuesta breve, por supuesto, es que esos seres, torturados de mil maneras distintas, han sido traídos a la existencia y mantenidos en ella única y exclusivamente por obra del egoísmo humano. Si se dejaran de criar para enviarlos al matadero, dejarían de existir. Fueron "creados", en efecto, pero por la mano del hombre, que ha modificado enormemente, y en ningún caso en beneficio de sus indefensos sufragáneos, sus formas y organismos originales, engendrando así al buey, la oveja o el cerdo domésticos, muy alejados hoy de la nobleza y el vigor de bisonte, el muflón y el jabalí. 
 
Queda aún por abordar una falacia un tanto joven. Recientemente se ha creado una asociación —algo intempestiva, cabe decir— formada por algunos sanitarios reformistas que apelan a razones humanitarias para su defensa de una "reforma de los mataderos", presentando como una de sus propuesta la posibilidad de evitar el salvajismo y la brutalidad del oficio de carnicero mediante un uso parcial o general de métodos de matanza menos lentos y repugnantes que el cuchillo y el hacha tradicionales. Ninguna persona humanitaria rechazará acoger cualquier signo, por débil que sea, de un despertar de conciencias en la sociedad, o más bien en la parte más reflexiva de la misma, a las obligaciones que demanda la compasión global, ni dejará de encomiar las reivindicaciones que muestren alguna piedad o alguna consideración hacia las especies sometidas, así como aquellas de las que hace reclamo la justicia; ninguna persona humanitaria rehuirá cualquier tipo de propuesta que ayude a mitigar la enorme suma de atrocidades a las que los animales inferiores se ven permanentemente sometidos por razón de la avaricia, la gula y la crueldad de los humanos. Pero, al mismo tiempo, ninguna persona humanitaria seria podría aceptar el sofisma de que un intento por paliar una crueldad y un sufrimiento innecesarios pueda ser algo satisfactorio para la conciencia y la razón. En vano las personas con algún escrúpulo de conciencia respecto de la práctica atroz de la carnicería pueden pretender la erradicación de sus crueldades sin dejar de complacer su apetito por los lujos de la mesa. La inmensidad de las demandas de los carniceros —demandas que aumentan constantemente a medida que aumentan los recursos pecuarios, estimulados por el ejemplo pernicioso de las clases elevadas—; el gran volumen de tráfico ferroviario y marítimo² de "ganado vivo" (así llamado de un modo complaciente), cuyos espantosos horrores se han tratado de describir a menudo, pero siempre de forma insuficiente; la absoluta imposibilidad de supervisar con eficacia ese tráfico y esas matanzas —aun suponiendo que hubiera un mínimo deseo auténtico de hacerlo—; y el inveterado indiferentismo de los órdenes legislativos y las clases influyentes, todo ello declara la inutilidad de tales expectativas y la indulgencia de tan cómoda esperanza. Es, en resumen, y lo mismo que otras propuesta de remiendo, un intento por aplicar bálsamos sobre una herida irremediablemente enconada y gangrenada sin otro fin que aplicar una "unción complaciente" sobre las afecciones de la conciencia. "Los males desesperados, o son incurables, o se alivian con desesperados remedios"³. El apestoso flujo de la crueldad debe ser detenido desde su fuente. La fuente y el origen de este mal —el matadero— debe ser abolido. Delendum, est Macellum
 
Uno de los más elocuentes profetas de la Vida Compasiva ha dicho que son muchos los pasos a dar en el camino hacia la cumbre de la Reforma Dietética, y que ninguno de los pasos que se dé estará carente de importancia e influencia. El paso de dejar atrás para siempre la barbarie de sacrificar a nuestros semejantes, los mamíferos y las aves, es, sobra decirlo, el más importante e influyente de todos.

Howard Williams, 1883.

NOTAS
1 – Citado por Sir Arthur Helps en Animals and their Masters (Strahan, 1873). Sobre este tema, Arnold también observa: "Sabemos que son amables, cariñosos, mansos, conscientes y perseverantes; pero al negarles cualquier interés por el futuro —por carecer de ambiciones egoístas y calculadas—, negamos también que sean virtuosos. Sin embargo, si podemos hablar de un caballo 'vicioso', ¿por qué no también de un caballo 'virtuoso'?"
2 – Que las indescriptibles atrocidades infligidas en la escena final del matadero están lejos de ser los únicos sufrimientos a los que se exponen las víctimas de la mesa es un hecho que, a día de hoy, debería ser innecesario reiterar. Los espantosos padecimientos que se dan durante el "paso intermedio", en especial cuando se da con mal tiempo y fuertes tormentas, han sido relatados una y otra vez incluso por espectadores poco proclives a dejarse afectar por los espectáculos del sufrimiento de los animales inferiores. Miles de bueyes y ovejas, año tras año, son arrojados vivos al mar durante su viaje desde los Estados Unidos. En el año 1879, según informes oficiales, 14.000 perecieron de este modo, mientras que 1.240 fueron desembarcados muertos y 450 fueron sacrificados en el muelle nada más desembarcar debido a sus fatales heridas. —Para algunos detalles instructivos sobre este tema, véase The Perfect Way in Diet, de la Dra. Anna Kingsford, entre otras obras recientes sobre la Dieta Humanitaria. También se remite al lector a una conferencia reciente de la misma capaz y elocuente autora dirigida a los estudiantes del Girton College, en Cambridge, para otros aspectos del argumento humanitario.
3 – N. del T.: Cita de William Shakespeare (Hamlet [Acto IV, Escena 3], 1603).
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: The ethics of diet
 

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