martes, 8 de diciembre de 2015

Solomon Northup


Es fácil que los veganos caigamos en la tentación de odiar a los especistas. No importa que nosotros mismos hayamos sido especistas antes, o cuánto tiempo y esfuerzo nos llevara dejar de serlo. A partir del momento en que nos percatamos de la injusticia que representa, la apreciamos con tal claridad e indignación que nos cuesta entender la indiferencia que vemos expresada en los demás. La incomprensión se mezcla así con la ira y la impotencia para terminar derivando en pura inquina.

No veo sin embargo que el odio pueda conducir a nada bueno. Nunca nadie se ha convencido de nada por medio del odio o de la hostilidad. Podrá ser efectivo como bálsamo de frustraciones, pero no tiene utilidad ninguna frente a la problemática de los nohumanos. Si no hubiera ninguna esperanza de que las cosas cambiaran, el odio sería una simple inutilidad malsana y fatigante, y si la hubiera, no será a través del odio como se consiga su consecución.

La pregunta entonces quizá sea: ¿hay esperanza? Retornamos así a la eterna duda sobre si el humano es bueno o malo por naturaleza. ¿Rousseau o Hobbes? Pues bien, en términos generales, yo me inclino por el primero. Puede parecer complicado mantener una opinión semejante en un mundo plagado de guerras, desigualdades y violencia. La historia de la humanidad condensada en unos pocos minutos no parece otra cosa que una broma de mal gusto. Pero en la humanidad también se nos aparece la ética y la justicia, también la igualdad y el respeto; y nuestra historia, aunque terriblemente violenta, revela también un constante progreso moral que difícilmente podría ser explicado sin apelar a un carácter genuinamente bondadoso.

Creo que no deberíamos olvidarnos nunca del poder que tienen los prejuicios y las costumbres de tan vetusto asentamiento. Los activistas que dicen no tener fe en la humanidad se están mostrando incoherentes. ¿Por qué iban a actuar en busca de un cambio si no creyeran realmente que la sociedad puede cambiar? Si somos activistas es porque confiamos en la buena voluntad de las personas, y si confiamos en la buena voluntad de la personas, entonces deberíamos renunciar a aquello que sólo sirve para expantarlas de nosotros. Hay, con todo, quienes afirman con cierto enojo que es muy "fácil" defender un talante cordial y dialogante cuando no se ocupa el puesto de la víctima. Yo por mi parte creo que es infinitamente más sencillo dejarse llevar por los sentimientos personales y liberar nuestros odios y frustraciones sin mirar el grave perjuicio que se pueda estar causando.

En relación con todo ello, quisiera recuperar un fragmento del libro 12 años de esclavitud, un relato en primera persona de las vicisitudes que Solomon Northup tuvo que sufrir desde que en 1841 fuera secuestrado para ser vendido y tratado como esclavo hasta su liberación en 1853. He aquí una víctima real de una injusticia análoga a la explotación especista hablando sobre sus opresores. Espero que resulte inspirador.
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Nuestro amo se llamaba William Ford. Por aquel entonces residía en Great Pine Woods, en la parroquia de Avoyelles, situada en el margen derecho del Río Rojo, en el corazón de Luisiana. Ahora es predicador baptista. A lo largo y ancho de toda la parroquia de Avoyelles, y especialmente a ambas orillas de Bayou Boeuf, donde mejor se lo conoce, sus conciudadanos lo consideran un digno ministro de Dios. Tal vez a muchas mentes del norte la idea de un hombre que somete a su hermano a la esclavitud, y el comercio con carne humana, les parezca absolutamente incompatible con su concepción de una vida moral o piadosa. Las descripciones de hombres como Burch y Freeman, y otros que mencionaré más adelante, los inducen a despreciar y detestar al conjunto de los esclavistas sin hacer distinción. Pero yo fui durante un tiempo su esclavo, y tuve la oportunidad de conocer a fondo su carácter y su temperamento, y no le hago sino justicia al decir que, en mi opinión, no ha habido nunca un hombre más amable, noble, honrado y cristiano que William Ford. Las influencias y las compañías que lo rodearon siempre le impidieron ver la maldad inherente a la raíz de la esclavitud. Nunca dudó del derecho moral de un hombre a someter a otro a su voluntad. Como miraba a través del mismo cristal que sus padres antes que él, veía las cosas de la misma manera. Educado en otras circunstancias y con otras influencias, no cabe duda alguna de que sus convicciones habrían sido diferentes.

[…] La existencia de la esclavitud en su forma más cruel provoca un embrutecimiento de los sentimientos más humanos y delicados de su naturaleza. Presenciar a diario el sufrimiento humano, oír los alaridos agónicos de los esclavos, ver cómo reciben latigazos sin piedad o los muerden y los desgarran los perros, observar cómo mueren sin recibir la más mínima atención, o cómo los entierran sin mortaja ni ataúd, hace que se degrade aún más su poco aprecio y respeto por la vida humana. Es cierto que hay hombres buenos y de gran corazón en la parroquia de Avoyelles, como, por ejemplo, William Ford, personas que se compadecen del sufrimiento de los esclavos, al igual que en todos los sitios del mundo hay personas sensibles y comprensivas que no pueden mirar con indiferencia el sufrimiento de ninguna criatura creada por Dios. Ser cruel no es culpa del esclavista, sino del sistema en el que vive. No puede evitar la influencia de las costumbres y los hábitos que lo rodean. Al aprender desde niño que el látigo está hecho para la espalda del esclavo, resulta muy difícil que cambie de opinión al hacerse mayor.

Desde luego, hay amos humanos, al igual que hay amos inhumanos, al igual que hay esclavos bien vestidos, bien alimentados y felices, y esclavos desgraciados, medio desnudos y desnutridos, pero creo que una institución que tolera los castigos y la inhumanidad que yo he presenciado es cruel, injusta y miserable. Los hombres pueden escribir libros retratando la vida humana tal como es, o como no es, se pueden explayar con la solemnidad propia de los que todo lo saben sobre el goce de la ignorancia y hablar displicentemente desde sus sillones de los placeres de la esclavitud, pero si trabajaran en el campo, si durmieran en una cabaña, si comieran farfollas y fueran azotados, cazados y maniatados, contarían otras historia muy diferente. Si supieran lo que siente el pobre esclavo, si conocieran sus pensamientos más secretos, que no se atreve a manifestar en presencia del hombre blanco; si se sentaran al lado de ellos durante la silenciosa noche y hablaran sinceramente de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, se darían cuenta de que el noventa y nueve por ciento de ellos son lo bastante inteligentes como para darse cuenta de su situación y abrigar el amor a la libertad con tanta pasión como ellos.

[…] «De tal palo, tal astilla.» Siendo educados de aquella forma, sea cual sea su disposición natural, es inevitable que al llegar a la madurez los jóvenes observen los sufrimientos y las penurias de los esclavos con suma indiferencia. La influencia de un sistema tan inicuo fomenta necesariamente un carácter cruel e insensible, incluso en aquellos que, entre sus iguales, se los considera humanos y generosos.

El hijo de Epps tenía algunas cualidades nobles, pero no había forma de convencerlo de que a los ojos del Señor somos todos iguales. Él veía al hombre negro como un simple animal, como cualquier otro, con la única diferencia de que sabía hablar y poseía unos instintos más elevados, y por tanto, era más valioso. Que trabajara como las mulas de su padre, que fuera azotado, pateado e insultado toda su vida, que estuviera obligado a dirigirse al hombre blanco con el sombrero en la mano y cabizbajo era, para él, el destino natural y merecido del esclavo. Al ser educados de aquella forma, creyendo que carecemos de cualquier rasgo de humanidad, no es de extrañar que los opresores de mi pueblo sean una raza implacable y despiadada.

Solomon Northup, 1853.

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