En 1977, Irene
Pepperberg, recién graduada por la Universidad de Harvard, hizo algo
muy audaz. En una época en que los animales aún eran considerados
autómatas, se propuso hallar lo que había en la mente de otra
criatura hablando directamente con ella. Llevó a su laboratorio un
loro gris africano de un año de edad al que llamó Alex para
enseñarle a reproducir los sonidos de la lengua inglesa. «Pensé
que si aprendía a comunicarse, podría hacerle preguntas sobre cómo
ve el mundo».
Cuando
Pepperberg empezó su diálogo con Alex, que murió el septiembre
pasado a la edad de 31 años, muchos científicos creían que los
animales eran incapaces de pensar. Eran simplemente máquinas, robots
programados para reaccionar a estímulos y carentes de la capacidad
de pensar o de sentir. Cualquiera que haya tenido una mascota estaría
en desacuerdo. Apreciamos el amor en los ojos de nuestros perros y
sabemos que, por supuesto, Spot tiene pensamientos y emociones. Pero
tales afirmaciones siguen siendo muy controvertidas. La intuición
instintiva no es ciencia, y es muy fácil proyectar pensamientos y
sentimientos humanos en otra criatura. ¿Cómo puede entonces
demostrar un científico que un animal es capaz de pensar —que es
capaz de adquirir información sobre el mundo y actuar en
consecuencia?
«Con
ese propósito empecé mis estudios con Alex»,
dijo Pepperberg. Ambos estaban sentados —ella en su escritorio, él
encima de su jaula— en su laboratorio, una habitación sin ventanas
del tamaño de un vagón de carga, en la Universidad de Brandeis. El
suelo estaba cubierto de periódicos; en las estanterías se apilaban
cestas con brillantes juguetes. Estaba claro que formaban un equipo,
y gracias a su trabajo, la idea de que los animales pueden pensar ya
no es tan descabellada.
Ciertas habilidades se consideran
signos clave de habilidades mentales superiores: la buena memoria, el
entendimiento gramatical y símbólico, la autoconciencia, la
comprensión de los motivos ajenos, la imitación de los demás, y la
creatividad. Poco a poco, y a fuerza de ingeniosos experimentos, los
investigadores han ido documentado estos talentos en otras especies,
haciendo que nos desprendamos gradualmente de lo que creíamos un
distintivo de los seres humanos y ofreciéndonos ideas respecto al
origen de nuestras propias habilidades. Los arrendajos saben que los
demás arrendajos roban y que la comida escondida se puede llegar a
estropear; las ovejas pueden reconocer caras; los chimpancés emplean
diversas herramientas para explorar los montículos de termitas e
incluso emplean armas para cazar pequeños mamíferos; los delfines
pueden imitar posturas humanas; el pez arquero, que aturde a los
insectos con un repentino chorro de agua, puede aprender cómo
apuntar su chorro simplemente observando a un pez experimentado
realizando dicha tarea. Y el loro Alex resultó ser un conversador
sorprendentemente bueno.
Treinta años
después de empezar los estudios con Alex, Pepperberg y su rotativo
grupo de asistentes aún seguían dándole clases de inglés. Los
humanos, junto con otros dos loros más jóvenes, actuaban también
como una bandada para Alex, proporcionando el aporte social que todos
los loros anhelan. Como cualquier bandada de aves, ésta —tan
pequeña como era— también tenía su parte dramática. Alex
dominaba a sus compañeros loros, a veces se mostraba malhumorado
alrededor de Pepperberg, toleraba a las otras mujeres humanas, y se
enojaba ante los asistentes masculinos que se acercaban de visita. («Si
fueses un hombre»,
me dijo Pepperberg, después de notar la actitud distante que Alex
mostraba hacia mí, «se
habría colocado sobre tu hombro al instante, lanzándote anacardos a
la oreja».)
Pepperberg
compró a Alex en una tienda de mascotas de Chicago. Dejó que fuera
el dependiente de la tienda quien lo eligiera, ya que no quería que
otros científicos dijeran más tarde que había escogido
deliberadamente un pájaro especialmente inteligente para su trabajo.
Dado que el cerebro de Alex es del tamaño de una nuez sin cáscara,
la mayoría de los investigadores creyeron que el estudio de
Pepperberg sobre la comunicación entre especies resultaría
inútil.
«Hubo
personas que llegaron realmente a llamarme loca por intentarlo»,
dijo. «Los
científicos pensaban que los chimpancés eran mejores sujetos de
estudio, aunque, por supuesto, los chimpancés no pueden hablar».
Se
ha enseñado a chimpancés, bonobos y gorilas a utilizar el lenguaje
de signos y algunos símbolos para comunicarse con nosotros, a menudo
con resultados impresionantes. El bonobo Kanzi, por ejemplo, lleva
consigo su tablero de símbolos de comunicación para poder «hablar»con sus investigadores humanos, y ha inventado combinaciones de
símbolos para expresar sus pensamientos. Sin embargo, esto no es lo
mismo que hacer que un animal te mire, abra la boca y
hable.
Pepperberg caminó hacia el fondo de la habitación,
hasta donde estaba sentado Alex, encima de su jaula, acicalándose
las plumas de color gris perla. Se detuvo al acercarse ella y abrió
el pico.
—Querer uva —dijo Alex.
«Todavía
no ha desayunado»,
me explicó Pepperberg, «así
que está un poco molesto».
Bajo
la tutela paciente de Pepperberg, Alex aprendió a usar su tracto
vocal para imitar casi cien palabras en inglés, incluidos los
sonidos de todos sus alimentos, aunque a las manzanas las llama
«platrezas».
«Las
manzanas le saben un poco a plátano, y se parecen un poco a las
cerezas, así que Alex inventó esa palabra»,
dijo Pepperberg.
Alex podía contar hasta seis y estaba
aprendiendo los sonidos del siete y el ocho.
«Estoy
segura de que ya conoce ambos números»,
dijo Pepperberg. «Probablemente
podrá contar hasta diez, pero aún está aprendiendo a pronunciar
las palabras. Enseñarle ciertos sonidos requiere mucho más tiempo
del que nunca imaginé».
Después
del desayuno, Alex volvió a su acicalamiento, no dejando de vigilar
a la bandada. De vez en cuando, se inclinaba hacia delante y abría
su pico: «Sssie...
co».
—Eso está
bien, Alex —dijo Pepperberg—. Siete. El número es
siete.
—¡Sssie... co! ¡Sssie... co!
«Está
practicando»,
me explicó. «Así
es como aprende. Está pensando cómo pronunciar esa palabra, cómo
usar su tracto vocal para hacer el sonido correcto».
La
idea de que un pájaro llevase a cabo lecciones prácticas, y que las
hiciese de buena gana, parecía una locura. Pero después de escuchar
y observar a Alex, era difícil estar en desacuerdo con las
explicaciones de Pepperberg sobre su conducta. Ella no le daba
golosinas para que repitiese el ejercicio, ni le golpeaba las uñas
para que articulase los sonidos.
«Tiene
que escuchar las palabras una y otra vez antes de poder imitarlas
correctamente»,
dijo Pepperberg, después de pronunciar «siete»
para Alex una docena de veces seguidas. «No
pretendo saber si Alex puede aprender un idioma humano»,
agregó. «Esa
nunca ha sido la cuestión. Mi plan siempre fue utilizar sus
habilidades de imitación para comprender mejor la cognición
aviar».
En
otras palabras, debido a que Alex era capaz de reproducir unos
sonidos cercanos al de algunas palabras inglesas, Pepperberg podía
hacerle preguntas básicas sobre la forma en que ven el mundo las
aves. No podía preguntarle en qué estaba pensando, pero podía
preguntarle sobre sus conocimientos numéricos, geométricos y
cromáticos. Para demostrarlo, Pepperberg llevó en su brazo a Alex
hasta una percha de madera situada en el centro de la habitación.
Luego cogió de la cesta de una de las estanterías una llave y una
pequeña taza, ambas verdes. Mostró ambos objetos a Alex.
—¿Qué
es igual? —preguntó ella.
Sin vacilar, el pico de Alex se
abrió:
—Co-lor.
—¿Qué
es diferente? —preguntó Pepperberg.
—Forma —dijo Alex.
Su voz tenía el
sonido digitalizado de un personaje de dibujos animados. Como los
loros no tienen labios (otra razón por la cuál le cuesta a Alex
pronunciar ciertas sonidos, como ba),
las palabras parecían venir del aire de su alrededor, como si
estuviese hablando un ventrílocuo. Pero las palabras —y lo que
sólo pueden ser llamados pensamientos— eran enteramente
suyos.
Durante los siguientes 20 minutos, Alex llevo a cabo
otras pruebas, distinguiendo colores, formas, tamaños y materiales
(lana frente a madera frente a metal). Hizo algunos ejercicios
simples de aritmética, como contar los bloques de juguete amarillos
de entre una pila de bloques de distintos colores.
Y entonces,
como ofreciendo una prueba final de la mente que opera en el interior
de su cerebro de pájaro, Alex gritó. «¡Habla
claro!»,
ordenó, cuando uno de los jóvenes pájaros que Pepperberg también
estaba instruyendo pronunció mal la palabra verde.
«¡Habla
claro!»
«No
seas tan listillo», le
dijo Pepperberg, sacudiendo la cabeza frente a él. «Como
él ya sabe todas estas cosas, se aburre, por lo que interrumpe a los
demás, o da una respuesta incorrecta por pura obstinación. En esta
etapa anda comportándose como un hijo adolescente; se malhumora, y
nunca estoy segura de lo que va a hacer».
—Querer ir árbol
—dijo Alex poniendo una vocecilla.
Alex había pasado
toda su vida en cautividad, pero sabía que más allá de la puerta
del laboratorio había un pasillo y una ventana alta que enmarcaba un
frondoso olmo. Le gustaba mirar el árbol, por lo que Pepperberg
extendió su brazo para que subiera a bordo. Lo condujo por el
pasillo hacia la luz verdosa del árbol.
—¡Buen chico! Buen
pajarito —iba diciendo Alex, mientras se balanceaba en el
brazo.
—Sí, eres un buen chico. Eres un buen pajarito —dijo
ella, besando su emplumada cabeza.
Fue un buen pajarito hasta
el final, y Pepperberg se alegró de informarme de que murió
habiendo sido capaz de dominar por fin el «siete».
Muchas
de las habilidades cognitivas de Alex, como su capacidad para
comprender los conceptos de igual y diferente, generalmente se
atribuyen sólo a los mamíferos superiores, particularmente a los
primates. Pero los loros, al igual los grandes simios (y los
humanos), pasan gran parte de su vida en medio de sociedades
complejas. Y al igual que los primates, estas aves deben realizar un
seguimiento de la dinámica cambiante de las relaciones y los
entornos.
«Deben
ser capaces de distinguir los colores para saber cuándo está o no
madura una fruta»,
señaló Pepperberg. «Necesitan
categorizar las cosas —qué es comestible, qué no lo es— y
reconocer las formas de los depredadores. Y tener conceptos numéricos
es de mucha ayuda cuando se necesita hacer un seguimiento de la
bandada y saber quién está solo y quién está emparejado. Un ave
con una vida longeva no puede llevar a cabo todo esto de forma
instintiva; se precisa cognición».
Se diría que ser capaz de dividir mentalmente el mundo en
categorías abstractas simples es una habilidad valiosa para muchos
organismos. ¿Forma entonces esta capacidad parte del impulso
evolutivo que condujo a la inteligencia humana?
Charles
Darwin, quien intentó explicar cómo se desarrolló la inteligencia
humana, extendió su teoría de la evolución al cerebro humano: al
igual que el resto de nuestra fisiología, la inteligencia debe haber
evolucionado a partir de organismos más simples, ya que todos los
animales se enfrentan a los mismos desafíos vitales generales.
Necesitan encontrar pareja, comida y un camino a través el bosque,
el mar o el cielo, tareas que, según argumentaba Darwin, requieren
capacidades de resolución de problemas y categorización. De hecho,
Darwin llegó a sugerir que las lombrices son seres cognitivos
porque, basándose en sus observaciones más cercanas, tienen que
hacer juicios sobre los tipos de materiales que han de utilizar para
bloquear sus túneles. No esperaba toparse con invertebrados
pensantes y remarcó que la aparente inteligencia de las lombrices
«me ha sorprendido más
que cualquier otra cosa con respecto a los gusanos».
Para
Darwin, el descubrimiento de las lombrices había demostrado que se
podían encontrar grados de inteligencia en todo el reino animal.
Pero el enfoque darwinista de la inteligencia animal fue despreciado
a principios del siglo XX, cuando los investigadores decidieron que
las observaciones de campo eran meras «anécdotas»,
generalmente contaminadas por el antropomorfismo. En un esfuerzo por
ser más rigurosos, muchos aceptaron el conductismo, que consideraba
a los animales como poco más que máquinas, y centraron sus estudios
en las ratas blancas de laboratorio, con la idea de que una «máquina»
se comportaría como cualquier otra.
Pero si los animales son
simples máquinas, ¿cómo podría explicarse la aparición de la
inteligencia humana? Sin la perspectiva evolutiva de Darwin, las
grandes habilidades cognitivas de los humanos no tendrían sentido
biológico. Lentamente, el péndulo se alejó del modelo
animal-máquina y regresó a Darwin. Una amplia gama de estudios con
animales sugiere ahora que las raíces de la cognición son
profundas, generalizadas y altamente maleables.
El mejor modo de ilustrar
con qué facilidad las nuevas habilidades mentales pueden evolucionar
la ofrecen los perros. La mayoría de los dueños hablan con sus
perros y esperan que estos les entiendan. Pero este talento canino no
fue apreciado en su justa medida hasta que un border collie llamado
Rico apareció en un programa de la televisión alemana en 2001. Rico
sabía los nombres de unos 200 juguetes y aprendía nombres de
juguetes nuevos con mucha facilidad.
Los
investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de
Leipzig descubrieron a Rico y organizaron una reunión con él y sus
dueños. Aquello condujo a un informe científico que revelaba la
sorprendente habilidad lingüística de Rico: era capaz de aprender y
recordar palabras con tanta rapidez como un niño pequeño. Otros
científicos han demostrado que los niños de dos años, que aprenden
alrededor de diez nuevas palabras al día, tienen un conjunto de
principios innatos que guían esta tarea. Esta habilidad está
considerada uno de los elementos clave en el aprendizaje lingüístico.
Los científicos del Max Planck sospechan que los mismos principios
guían el aprendizaje de palabras de Rico, y que la técnica que usa
para aprender palabras es idéntica a la de los humanos.
Con
el fin de encontrar más ejemplos, los científicos leyeron cientos
de cartas de personas que afirmaban que sus perros tenían el mismo
talento que Rico. De hecho, sólo dos —ambos border collies—
tenían habilidades comparables. Uno de ellos —una hembra a la que
los investigadores llaman Betsy— tiene un vocabulario de más de
300 palabras.
«Ni
siquiera nuestros parientes más cercanos, los grandes simios, pueden
hacer lo que hace Betsy: oír una palabra sólo una o dos veces y
saber que su patrón acústico representa algo»,
dijo Juliane Kaminski, experta en psicología cognitiva que trabajó
con Rico y estudia ahora a Betsy. Ella y su colega Sebastian
Tempelmann habían ido a la casa de Betsy en Viena para hacerle una
nueva serie de pruebas. Kaminski acariciaba a Betsy mientras
Tempelmann montaba una cámara de vídeo.
«La
comprensión de los perros sobre las formas humanas de comunicación
es algo que ha evolucionado recientemente»,
dijo Kaminski, «algo
que han desarrollado debido a su larga asociación con los humanos».
Aunque Kaminski aún no ha puesto a prueba a los loros, duda de que
tengan esta habilidad lingüística. «Tal
vez estos collies son especialmente buenos porque son perros
trabajadores imbuidos de una gran motivación, y en sus trabajos
tradicionales de pastoreo, deben escuchar con mucha atención a sus
dueños».
Los
científicos creen que los perros fueron domesticados hace unos
15.000 años, un tiempo relativamente corto para el desarrollo de
habilidades lingüísticas. Pero, ¿cuán similares son estas
habilidades a las de los humanos? Con el pensamiento abstracto,
empleamos símbolos, haciendo que una cosa signifique otra. Kaminski
y Tempelmann querían probar si los perros también podían hacerlo.
El
dueño de Betsy —cuyo seudónimo es Schaefer— llamó a Betsy,
quien se tendió obedientemente a los pies de Schaefer, con los ojos
fijos en su cara. Cada vez que Schaefer hablaba, Betsy ladeaba la
cabeza de un lado a otro con atención.
Kaminski le entregó a
Schaefer un puñado de fotografías en color y le pidió que eligiera
una. Cada imagen mostraba un juguete sobre un fondo blanco, juguetes
que Betsy nunca había visto antes. No eran juguetes reales; solo
eran imágenes de juguetes. ¿Podría Betsy asociar una imagen
bidimensional con un objeto tridimensional?
Schaefer le enseñó
la imagen borrosa de un frisbi con los colores del arco iris y mandó
a Betsy a buscarlo. Betsy estudió la fotografía y la cara de
Schaefer, luego corrió a la cocina, donde estaba colocado el frisbi
entre otros tres juguetes y fotografías de cada juguete. Betsy le
trajo a Schaefer el frisbi o la fotografía del frisbi en cada
ocasión.
«Si
hubiese traído sólo la fotografía tampoco hubiese estado mal»,
dijo Kaminski. «En
cualquier caso, creo que Betsy es capaz de encontrar un objetivo
usando una imagen, sin un nombre. Aún así, harán falta muchas más
pruebas para demostrarlo».
Incluso
entonces, Kaminski no está segura de que otros científicos vayan a
aceptar su descubrimiento, ya que esta habilidad abstracta de Betsy,
por pequeña que pueda parecer, se acerca mucho al pensamiento
humano.
Aun así, seguimos siendo la especie inventiva.
Ningún otro animal ha construido rascacielos, escrito sonetos o
fabricado ordenadores. No obstante, los estudiosos de los animales
dicen que la creatividad, al igual que otras formas de inteligencia,
no surgió simplemente de la nada. También ha evolucionado.
«A
la gente le sorprendió descubrir que los chimpancés fabrican
herramientas»,
dijo Alex Kacelnik, experto en ecología del comportamiento de la
Universidad de Oxford, en referencia a las ramas y los palos que los
chimpancés modelan para sacar a las termitas de sus nidos. «Pero
la gente también pensó: "Bueno, compartimos el mismo ancestro
— claro que son inteligentes". Ahora estamos encontrando este
tipo de excepcionales comportamientos en algunas especies de aves.
Pero no compartimos un ancestro reciente con las aves. Su historia
evolutiva es muy diferente; el último ancestro común con ellas fue
un reptil que vivió hace más de 300 millones de años».
«No
se trata de algo trivial»,
continuó Kacelnik. «Significa
que la evolución puede inventar formas similares de inteligencia
avanzada en más de una ocasión —que no es algo sólo reservado a
los primates o los mamíferos».
Kacelnik
y sus colegas están estudiando una de estas inteligentes especies,
el cuervo de Nueva Caledonia, que vive en los bosques de aquella isla
del Pacífico. Los cuervos de Nueva Caledonia se encuentran entre las
aves más habilidosas en la fabricación y el empleo de herramientas,
formando sondas y ganchos con palos y tallos de hojas que introducen
en las copas de las palmeras, donde se esconden unos gruesos gusanos.
Dado que estas aves, como los chimpancés, fabrican y usan
herramientas, los investigadores pueden buscar similitudes en los
procesos evolutivos que dieron forma a sus cerebros. Hubo algo en el
entorno de ambas especies que favoreció la evolución de las
facultades neuronales para la fabricación de herramientas.
Pero,
este uso de herramientas, ¿es rígido y limitado, o puede ser
inventivo? ¿Poseen lo que los investigadores llaman flexibilidad
mental? Los chimpancés ciertamente sí. En la naturaleza, un
chimpancé puede usar cuatro palos de diferentes tamaños para
extraer la miel del nido de unas abejas. Y en cautiverio, son capaces
de descubrir la manera de colocar varias cajas con el fin de
conseguir un plátano que cuelga de una cuerda.
Contestar esta
pregunta en relación a los cuervos de Nueva Caledonia —unos
pájaros extremadamente tímidos— no fue fácil. Incluso después
de años observándolos en la naturaleza, los investigadores no
pudieron determinar si la habilidad de las aves era innata o si
aprendían a elaborar y usar sus herramientas contemplándose las
unas a las otras. Si se tratara de una habilidad genéticamente
heredada, ¿podrían, como los chimpancés, usar su talento en formas
diferentes y creativas?
Para descubrirlo, Kacelnik y sus
estudiantes llevaron al aviario de su laboratorio de Oxford 23
cuervos de diferentes edades (todos excepto uno capturados en la
naturaleza) y los dejaron aparearse. Cuatro recién nacidos fueron
criados en cautiverio, y todos se mantuvieron cuidadosamente alejados
de los adultos, de forma que no tuviesen oportunidad de aprender
sobre el uso de herramientas. Sin embargo, poco después de emplumar,
todos ellos recogían ramas para sondear afanosamente las grietas y
moldeaban en forma de herramienta diferentes materiales. «Así
que sabemos que al menos las bases del uso de herramientas son
heredadas»,
dijo Kacelnik. «Ahora
la pregunta es, ¿qué más pueden hacer con las
herramientas?».
Mucho.
En su oficina, Kacelnik me puso el vídeo de una prueba que había
hecho con uno de los cuervos salvajes capturados, Betty, que había
muerto recientemente de una infección. En la película, Betty vuela
alrededor de una habitación. Es un pájaro negro radiante, con
aquellos ojos brillantes e inquisitivos de los cuervos, y de
inmediato se pone a examinar la prueba que hay frente a ella: un tubo
de vidrio con una cesta pequeña alojada en su centro. La cesta
contiene un poco de carne. Los científicos habían colocado dos
pequeños alambres en la habitación. Uno estaba doblado en forma de
gancho, el otro era recto. Supusieron que Betty elegiría el gancho
para tirar del asa y sacar la cesta.
Pero
los experimentos no siempre salen de acuerdo con lo planeado. Otro de
los cuervos había robado el gancho antes de que Betty pudiera
encontrarlo. Betty ni se inmuta. Observa la carne en la cesta, luego
mira el alambre. Lo levanta con su pico, coloca uno de los extremo en
una grieta del suelo, y usa su pico para doblar en forma de gancho el
otro extremo. Armada de esta forma, saca la cesta del tubo.
«Era
la primera vez que Betty veía un alambre semejante»,
dijo Kacelnik. «Pero
supo que podía usarlo para hacer con él un gancho y dónde debía
doblarlo exactamente para lograr el tamaño apropiado».
Le
presentaron a Betty otras pruebas, cada una de las cuales requería
una solución ligeramente diferente, como hacer un gancho con una
pieza plana de aluminio en lugar de un alambre. En cada caso, Betty
inventaba nuevas herramientas y resolvía el problema planteado.
«Esto
significa que tenía una representación mental de lo que quería
hacer»,
dijo Kacelnik. «Se
trata de un tipo de sofisticación cognitiva muy avanzado».
La
lección más grande de la investigación de la cognición animal es
ésta: que seamos más humildes. No somos los únicos capaces de
inventar, planificar o contemplarse a sí mismos —o incluso de
engañar y mentir.
Engañar requiere una complicada forma de
pensamiento, ya que debes atribuirle unas intenciones al otro y
predecir su comportamiento. Una corriente de pensamiento defiende que
la inteligencia humana evolucionó en parte debido a la presión de
vivir en una sociedad compleja formada por seres calculadores. Es
algo que compartimos con los chimpancés, los orangutanes, los
gorilas y los bonobos. En la naturaleza, los primatólogos han visto
a los simios ocultando la comida de la vista del macho alfa o
teniendo relaciones sexuales a sus espaldas.
Las aves también
pueden hacer trampas. Los estudios de laboratorio muestran que los
arrendajos pueden conocer las intenciones de otras aves y actuar de
acuerdo con ese conocimiento. Un arrendajo que haya robado comida,
por ejemplo, sabe que si otro arrendajo lo ve escondiendo una nuez,
es posible que se la robe. De ese modo, el primer arrendajo volverá
a esconder la nuez en cuanto el otro arrendajo se haya ido.
«Es
hasta el momento una de las mejores pruebas de proyección en otra
especie»,
dice Nicky Clayton en su laboratorio de aves de la Universidad de
Cambridge. «Lo
describiría como: "Sé que sabes dónde he escondido mi alijo
de comida, y si yo fuese tú, lo robaría, así que voy a cambiar mi
escondrijo por un lugar que no conozcas"».
Este estudio,
realizado por Clayton y su colega Nathan Emery, es el primero en
mostrar el tipo de presiones ecológicas, como la necesidad de
ocultar alimentos para el invierno, que conducirían a la evolución
de tales habilidades mentales. Lo más provocativo del asunto es que
su investigación demuestra que algunas aves poseen lo que a menudo
se considera otra habilidad humana única: la capacidad de recordar
un evento pasado específico. Los arrendajos, por ejemplo, parecen
saber cuánto tiempo hace que escondieron un tipo particular de
comida, y logran recuperarlo antes de que se eche a perder.
Los
expertos en psicología cognitiva llaman a este tipo de memoria
«memoria
episódica»
y argumentan que sólo puede tener lugar en especies que puedan
viajar mentalmente en el tiempo. A pesar de los estudios de Clayton,
algunos se niegan a conceder esta habilidad a los arrendajos. «Los
animales están atrapados en el tiempo»,
explica Sara Shettleworth, experta en psicología comparada de la
Universidad de Toronto, en Canadá, lo que significa que no
distinguen entre el pasado, el presente y el futuro en la forma en
que lo hacen los humanos. Como los animales carecen de lenguaje,
dice, probablemente también carezcan de «el
estrato adicional de imaginación y explicación» que proporciona la narrativa mental que acompaña a nuestras
acciones.
Tal escepticismo es un desafío para Clayton.
«Tenemos
buena evidencia de que los arrendajos recuerdan el qué, el dónde y
el cuándo de los eventos específicos de almacenamiento de comida,
que es la definición original de la memoria episódica. Pero ahora
se han cambiado las reglas».
Es una queja común entre quienes estudian a los animales. Cada vez
que encuentran en una especie alguna habilidad mental que recuerda a
una habilidad humana especial, los científicos dedicados a la
cognición humana cambian la definición. Pero los investigadores de
animales no deberían subestimar su poder —son sus descubrimientos
los que obligan a reforzar la brecha con los humanos.
«A
veces, los psicólogos cognitivos humanos pueden ser tan inamovibles
en sus definiciones que olvidan cuán fabulosos son estos
descubrimientos en animales»,
dice Clive Wynne, de la Universidad de Florida, que ha estudiado la
cognición en palomas y marsupiales. «Estamos
vislumbrando inteligencia en todo el reino animal, que es lo que
deberíamos esperar. La inteligencia es un arbusto, no un árbol de
un solo tronco con una línea dirigida únicamente hacia nosotros».
Algunas
de las ramas de ese arbusto han llevado a unos niveles de
inteligencia tales que deberíamos ruborizarnos por haber llegado a
pensar que los animales eran meras máquinas.
A finales de la
década de 1960, un experto en psicología cognitiva llamado Louis
Herman comenzó a investigar las capacidades cognitivas de los
delfines mulares. Al igual que los humanos, los delfines son
altamente sociales y cosmopolitas y se distribuyen por todo el mundo
en ambientes que van desde los subpolares hasta los tropicales; son
muy vocales; y tienen habilidades sensoriales especiales, como la
ecolocalización. En la década de 1980, los estudios cognitivos de
Herman se centraron en un grupo de cuatro delfines jóvenes
—Akeakamai, Phoenix, Elele y Hiapo— en el Laboratorio de
Mamíferos Marinos de Kewalo Basin, en Hawai. Los delfines eran muy
curiosos y juguetones, y transmitieron su sociabilidad a Herman y sus
estudiantes.
«En
nuestro trabajo con los delfines, nos guiábamos por una filosofía»,
dice Herman, «conseguir
sacar a relucir todo su intelecto, de la misma manera en que los
profesores tratan de sacar todo el potencial de los niños humanos.
Los delfines tienen cerebros grandes y muy complejos. Mi idea fue,
"Muy bien, tenéis un cerebro precioso. Veamos qué podéis
hacer con él"».
Para comunicarse con
los delfines, Herman y su equipo inventaron un lenguaje de signos con
las manos y los brazos, compuesto de una gramática simple. Por
ejemplo, un movimiento de bombeo con los puños cerrados significaba
«aro»,
y ambos brazos extendidos (como en los saltos) significaban «pelota».
Un gesto de «ven
aquí»
con un solo brazo les indicaba «traer».
Ante la petición «aro,
pelota, traer»,
Akeakamai pasaba la pelota por el aro. Pero si la orden de las
palabras cambiaba a «pelota,
aro, traer»,
trasladaba el aro a donde la pelota. Con el tiempo, pudo interpretar
peticiones más complejas desde el punto de vista gramatical, como
«derecha,
cesta, izquierda, frisbi, dentro»,
con lo que se le pedía que colocara el frisbi a la izquierda de la
cesta de su derecha. Invirtiendo la «izquierda»
y la «derecha» de la instrucción, Akeakamai debía revertir la acción. Akeakamai
fue capaz de completar dichas solicitudes a la primera, dando
muestras de una profunda comprensión de la gramática del
lenguaje.
«Son
una especie muy vocal»,
añade Herman. «Nuestros
estudios demostraron que podían imitar sonidos arbitrarios
transmitidos a su tanque, una habilidad que puede estar vinculada a
sus propias necesidades comunicativas. No digo que tengan un idioma
de delfín. Pero son capaces de comprender las nuevas instrucciones
que les transmitimos en un lenguaje enseñado; sus cerebros tienen
esa habilidad.»
«Son
capaces de hacer muchas de las cosas que la gente ha puesto siempre
en duda respecto a los animales. Por ejemplo, fueron capaces de
interpretar correctamente, y a la primera oportunidad, las
instrucciones indicadas por una persona mostrada en una pantalla de
televisión a través de una ventana situada debajo del agua.
Reconocieron que las imágenes de la televisión eran
representaciones del mundo real y que debían actuar de la misma
manera que en él.»
También
imitaban con facilidad las conductas motoras de sus instructores. Si
un entrenador se doblaba hacia atrás y levantaba una pierna, el
delfín se ponía de espaldas y levantaba la cola en el aire. Aunque
la imitación fue inicialmente considerada una habilidad simple, en
los últimos años los científicos de la cognición han revelado que
es extremadamente difícil, requiriendo que el imitador forme una
imagen mental del cuerpo y la postura de la otra persona y que la
adapte después a las partes equivalentes de su propio cuerpo —una
acción que implica conciencia de uno mismo.
«Ahí
está Elele»,
dice Herman, mostrándome una película en la que se veía al
susodicho delfín siguiendo las instrucciones de un entrenador.
«Tabla
de surf, aleta dorsal, tocar».
Al instante, Elele nada hasta la tabla e, inclinándose hacia un
lado, coloca suavemente su aleta dorsal sobre ella, un comportamiento
que no había sido entrenado. El entrenador estira sus brazos hacia
arriba, señalando «¡Hurra!»,
y Elele salta en el aire, produciendo chillidos y chasquidos de
satisfacción.
«A
Elele le gustaba mucho acertar»,
comenta Herman. «Y
le encantaba inventar cosas. Hicimos un letrero que significaba
"crear", con el que pedíamos a los delfines que creasen
sus propias acciones».
Los
delfines a menudo sincronizan sus movimientos en la naturaleza, como
saltar y bucear uno al lado del otro, pero los científicos no saben
cuáles son la señales que emplean para mantener tan estrecha
coordinación. Herman pensó que podría desentrañar la técnica con
sus estudiantes. En la película, se les pide a Akeakamai y Phoenix
que inventen un truco y lo lleven a cabo juntos. Los dos delfines se
alejan nadando del borde del tanque, se reúnen bajo el agua durante
unos diez segundos, y luego saltan fuera del agua girando sobre su
eje en el sentido de las agujas del reloj y arrojando agua por la
boca, realizando cada maniobra en el mismo instante. «Nada
de esto fue entrenado»,
dice Herman, «y
nos resulta absolutamente misterioso. No sabemos cómo lo hacen —o
cómo lo hicieron».
Nunca más lo harán.
Akeakamai, Phoenix y los otros dos delfines murieron accidentalmente
hace cuatro años. Por medio de estos delfines, se lograron algunos
de los avances más extraordinarios en la comprensión de la mente de
otra especie — una especie que incluso Herman describe como
«extraterrestre»,
dada su forma de vida acuática y al hecho de que los delfines y los
primates se separaron hace millones de años. «Ese
tipo de convergencias cognitivas sugiere que debe haber presiones
similares para el intelecto»,
dice Herman. «No
compartimos su biología o ecología. Esto deja las similitudes
sociales —la necesidad de establecer relaciones y alianzas
superpuestas a un período materno y una longevidad prolongados—
como la posible fuerza impulsora común».
«Amaba
a nuestros delfines»,
dice Herman, «de
la misma manera en que estoy seguro de que tú amas a tus mascotas.
Pero era más que eso, más que el amor que se siente hacia una
mascota. Los delfines fueron nuestros colegas. Esa es la única
palabra que encaja. Ellos fueron nuestros socios en esta
investigación, guiándonos a través de sus capacidades mentales.
Cuando murieron, fue como perder a nuestros hijos».
Herman
saca una fotografía de su archivo. En ella, se le ve a él en la
piscina con Phoenix, quien tiene la cabeza apoyada en su hombro. Él
está sonriendo y abrazándola. Ella es elegante y plateada, con unos
atractivos y grandes ojos, y también parece estar sonriendo, como
siempre pasa con los delfines. Es una imagen del amor entre dos
seres. En esa piscina, al menos durante ese instante, había sin duda
un encuentro entre dos mentes.
Virginia Morell, marzo de 2008.
________________________________________
Traducción: Igor Sanz
Texto original: Minds of Their Own
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Toda opinión será bienvenida siempre que se ajuste a las normas básicas del blog. Los comentarios serán sin embargo sometido a un filtro de moderación previo a su publicación con efecto de contener las actitudes poco cívicas. Gracias por su paciencia y comprensión.