viernes, 12 de abril de 2019

Mentes propias


En 1977, Irene Pepperberg, recién graduada por la Universidad de Harvard, hizo algo muy audaz. En una época en que los animales aún eran considerados autómatas, se propuso hallar lo que había en la mente de otra criatura hablando directamente con ella. Llevó a su laboratorio un loro gris africano de un año de edad al que llamó Alex para enseñarle a reproducir los sonidos de la lengua inglesa. «Pensé que si aprendía a comunicarse, podría hacerle preguntas sobre cómo ve el mundo».

Cuando Pepperberg empezó su diálogo con Alex, que murió el septiembre pasado a la edad de 31 años, muchos científicos creían que los animales eran incapaces de pensar. Eran simplemente máquinas, robots programados para reaccionar a estímulos y carentes de la capacidad de pensar o de sentir. Cualquiera que haya tenido una mascota estaría en desacuerdo. Apreciamos el amor en los ojos de nuestros perros y sabemos que, por supuesto, Spot tiene pensamientos y emociones. Pero tales afirmaciones siguen siendo muy controvertidas. La intuición instintiva no es ciencia, y es muy fácil proyectar pensamientos y sentimientos humanos en otra criatura. ¿Cómo puede entonces demostrar un científico que un animal es capaz de pensar —que es capaz de adquirir información sobre el mundo y actuar en consecuencia?

«Con ese propósito empecé mis estudios con Alex», dijo Pepperberg. Ambos estaban sentados —ella en su escritorio, él encima de su jaula— en su laboratorio, una habitación sin ventanas del tamaño de un vagón de carga, en la Universidad de Brandeis. El suelo estaba cubierto de periódicos; en las estanterías se apilaban cestas con brillantes juguetes. Estaba claro que formaban un equipo, y gracias a su trabajo, la idea de que los animales pueden pensar ya no es tan descabellada.

Ciertas habilidades se consideran signos clave de habilidades mentales superiores: la buena memoria, el entendimiento gramatical y símbólico, la autoconciencia, la comprensión de los motivos ajenos, la imitación de los demás, y la creatividad. Poco a poco, y a fuerza de ingeniosos experimentos, los investigadores han ido documentado estos talentos en otras especies, haciendo que nos desprendamos gradualmente de lo que creíamos un distintivo de los seres humanos y ofreciéndonos ideas respecto al origen de nuestras propias habilidades. Los arrendajos saben que los demás arrendajos roban y que la comida escondida se puede llegar a estropear; las ovejas pueden reconocer caras; los chimpancés emplean diversas herramientas para explorar los montículos de termitas e incluso emplean armas para cazar pequeños mamíferos; los delfines pueden imitar posturas humanas; el pez arquero, que aturde a los insectos con un repentino chorro de agua, puede aprender cómo apuntar su chorro simplemente observando a un pez experimentado realizando dicha tarea. Y el loro Alex resultó ser un conversador sorprendentemente bueno.

Treinta años después de empezar los estudios con Alex, Pepperberg y su rotativo grupo de asistentes aún seguían dándole clases de inglés. Los humanos, junto con otros dos loros más jóvenes, actuaban también como una bandada para Alex, proporcionando el aporte social que todos los loros anhelan. Como cualquier bandada de aves, ésta —tan pequeña como era— también tenía su parte dramática. Alex dominaba a sus compañeros loros, a veces se mostraba malhumorado alrededor de Pepperberg, toleraba a las otras mujeres humanas, y se enojaba ante los asistentes masculinos que se acercaban de visita. («Si fueses un hombre», me dijo Pepperberg, después de notar la actitud distante que Alex mostraba hacia mí, «se habría colocado sobre tu hombro al instante, lanzándote anacardos a la oreja».)

Pepperberg compró a Alex en una tienda de mascotas de Chicago. Dejó que fuera el dependiente de la tienda quien lo eligiera, ya que no quería que otros científicos dijeran más tarde que había escogido deliberadamente un pájaro especialmente inteligente para su trabajo. Dado que el cerebro de Alex es del tamaño de una nuez sin cáscara, la mayoría de los investigadores creyeron que el estudio de Pepperberg sobre la comunicación entre especies resultaría inútil.

«Hubo personas que llegaron realmente a llamarme loca por intentarlo», dijo. «Los científicos pensaban que los chimpancés eran mejores sujetos de estudio, aunque, por supuesto, los chimpancés no pueden hablar».

Se ha enseñado a chimpancés, bonobos y gorilas a utilizar el lenguaje de signos y algunos símbolos para comunicarse con nosotros, a menudo con resultados impresionantes. El bonobo Kanzi, por ejemplo, lleva consigo su tablero de símbolos de comunicación para poder «hablar»con sus investigadores humanos, y ha inventado combinaciones de símbolos para expresar sus pensamientos. Sin embargo, esto no es lo mismo que hacer que un animal te mire, abra la boca y hable.

Pepperberg caminó hacia el fondo de la habitación, hasta donde estaba sentado Alex, encima de su jaula, acicalándose las plumas de color gris perla. Se detuvo al acercarse ella y abrió el pico.

—Querer uva —dijo Alex.

«Todavía no ha desayunado», me explicó Pepperberg, «así que está un poco molesto».

Bajo la tutela paciente de Pepperberg, Alex aprendió a usar su tracto vocal para imitar casi cien palabras en inglés, incluidos los sonidos de todos sus alimentos, aunque a las manzanas las llama «platrezas».

«Las manzanas le saben un poco a plátano, y se parecen un poco a las cerezas, así que Alex inventó esa palabra», dijo Pepperberg.

Alex podía contar hasta seis y estaba aprendiendo los sonidos del siete y el ocho. 

«Estoy segura de que ya conoce ambos números», dijo Pepperberg. «Probablemente podrá contar hasta diez, pero aún está aprendiendo a pronunciar las palabras. Enseñarle ciertos sonidos requiere mucho más tiempo del que nunca imaginé».

Después del desayuno, Alex volvió a su acicalamiento, no dejando de vigilar a la bandada. De vez en cuando, se inclinaba hacia delante y abría su pico: «Sssie... co».

—Eso está bien, Alex —dijo Pepperberg—. Siete. El número es siete.

—¡Sssie... co! ¡Sssie... co! 

«Está practicando», me explicó. «Así es como aprende. Está pensando cómo pronunciar esa palabra, cómo usar su tracto vocal para hacer el sonido correcto».

La idea de que un pájaro llevase a cabo lecciones prácticas, y que las hiciese de buena gana, parecía una locura. Pero después de escuchar y observar a Alex, era difícil estar en desacuerdo con las explicaciones de Pepperberg sobre su conducta. Ella no le daba golosinas para que repitiese el ejercicio, ni le golpeaba las uñas para que articulase los sonidos.

«Tiene que escuchar las palabras una y otra vez antes de poder imitarlas correctamente», dijo Pepperberg, después de pronunciar «siete» para Alex una docena de veces seguidas. «No pretendo saber si Alex puede aprender un idioma humano», agregó. «Esa nunca ha sido la cuestión. Mi plan siempre fue utilizar sus habilidades de imitación para comprender mejor la cognición aviar».

En otras palabras, debido a que Alex era capaz de reproducir unos sonidos cercanos al de algunas palabras inglesas, Pepperberg podía hacerle preguntas básicas sobre la forma en que ven el mundo las aves. No podía preguntarle en qué estaba pensando, pero podía preguntarle sobre sus conocimientos numéricos, geométricos y cromáticos. Para demostrarlo, Pepperberg llevó en su brazo a Alex hasta una percha de madera situada en el centro de la habitación. Luego cogió de la cesta de una de las estanterías una llave y una pequeña taza, ambas verdes. Mostró ambos objetos a Alex.

—¿Qué es igual? —preguntó ella.

Sin vacilar, el pico de Alex se abrió: 

—Co-lor.

—¿Qué es diferente? —preguntó Pepperberg.

—Forma —dijo Alex. 

Su voz tenía el sonido digitalizado de un personaje de dibujos animados. Como los loros no tienen labios (otra razón por la cuál le cuesta a Alex pronunciar ciertas sonidos, como ba), las palabras parecían venir del aire de su alrededor, como si estuviese hablando un ventrílocuo. Pero las palabras —y lo que sólo pueden ser llamados pensamientos— eran enteramente suyos.

Durante los siguientes 20 minutos, Alex llevo a cabo otras pruebas, distinguiendo colores, formas, tamaños y materiales (lana frente a madera frente a metal). Hizo algunos ejercicios simples de aritmética, como contar los bloques de juguete amarillos de entre una pila de bloques de distintos colores.

Y entonces, como ofreciendo una prueba final de la mente que opera en el interior de su cerebro de pájaro, Alex gritó. «¡Habla claro!», ordenó, cuando uno de los jóvenes pájaros que Pepperberg también estaba instruyendo pronunció mal la palabra verde. «¡Habla claro!» 

«No seas tan listillo», le dijo Pepperberg, sacudiendo la cabeza frente a él. «Como él ya sabe todas estas cosas, se aburre, por lo que interrumpe a los demás, o da una respuesta incorrecta por pura obstinación. En esta etapa anda comportándose como un hijo adolescente; se malhumora, y nunca estoy segura de lo que va a hacer».

—Querer ir árbol —dijo Alex poniendo una vocecilla. 

Alex había pasado toda su vida en cautividad, pero sabía que más allá de la puerta del laboratorio había un pasillo y una ventana alta que enmarcaba un frondoso olmo. Le gustaba mirar el árbol, por lo que Pepperberg extendió su brazo para que subiera a bordo. Lo condujo por el pasillo hacia la luz verdosa del árbol.

—¡Buen chico! Buen pajarito —iba diciendo Alex, mientras se balanceaba en el brazo.

—Sí, eres un buen chico. Eres un buen pajarito —dijo ella, besando su emplumada cabeza.

Fue un buen pajarito hasta el final, y Pepperberg se alegró de informarme de que murió habiendo sido capaz de dominar por fin el «siete».

Muchas de las habilidades cognitivas de Alex, como su capacidad para comprender los conceptos de igual y diferente, generalmente se atribuyen sólo a los mamíferos superiores, particularmente a los primates. Pero los loros, al igual los grandes simios (y los humanos), pasan gran parte de su vida en medio de sociedades complejas. Y al igual que los primates, estas aves deben realizar un seguimiento de la dinámica cambiante de las relaciones y los entornos.

«Deben ser capaces de distinguir los colores para saber cuándo está o no madura una fruta», señaló Pepperberg. «Necesitan categorizar las cosas —qué es comestible, qué no lo es— y reconocer las formas de los depredadores. Y tener conceptos numéricos es de mucha ayuda cuando se necesita hacer un seguimiento de la bandada y saber quién está solo y quién está emparejado. Un ave con una vida longeva no puede llevar a cabo todo esto de forma instintiva; se precisa cognición».

Se diría que ser capaz de dividir mentalmente el mundo en categorías abstractas simples es una habilidad valiosa para muchos organismos. ¿Forma entonces esta capacidad parte del impulso evolutivo que condujo a la inteligencia humana? 

Charles Darwin, quien intentó explicar cómo se desarrolló la inteligencia humana, extendió su teoría de la evolución al cerebro humano: al igual que el resto de nuestra fisiología, la inteligencia debe haber evolucionado a partir de organismos más simples, ya que todos los animales se enfrentan a los mismos desafíos vitales generales. Necesitan encontrar pareja, comida y un camino a través el bosque, el mar o el cielo, tareas que, según argumentaba Darwin, requieren capacidades de resolución de problemas y categorización. De hecho, Darwin llegó a sugerir que las lombrices son seres cognitivos porque, basándose en sus observaciones más cercanas, tienen que hacer juicios sobre los tipos de materiales que han de utilizar para bloquear sus túneles. No esperaba toparse con invertebrados pensantes y remarcó que la aparente inteligencia de las lombrices «me ha sorprendido más que cualquier otra cosa con respecto a los gusanos».

Para Darwin, el descubrimiento de las lombrices había demostrado que se podían encontrar grados de inteligencia en todo el reino animal. Pero el enfoque darwinista de la inteligencia animal fue despreciado a principios del siglo XX, cuando los investigadores decidieron que las observaciones de campo eran meras «anécdotas», generalmente contaminadas por el antropomorfismo. En un esfuerzo por ser más rigurosos, muchos aceptaron el conductismo, que consideraba a los animales como poco más que máquinas, y centraron sus estudios en las ratas blancas de laboratorio, con la idea de que una «máquina» se comportaría como cualquier otra.

Pero si los animales son simples máquinas, ¿cómo podría explicarse la aparición de la inteligencia humana? Sin la perspectiva evolutiva de Darwin, las grandes habilidades cognitivas de los humanos no tendrían sentido biológico. Lentamente, el péndulo se alejó del modelo animal-máquina y regresó a Darwin. Una amplia gama de estudios con animales sugiere ahora que las raíces de la cognición son profundas, generalizadas y altamente maleables.

El mejor modo de ilustrar con qué facilidad las nuevas habilidades mentales pueden evolucionar la ofrecen los perros. La mayoría de los dueños hablan con sus perros y esperan que estos les entiendan. Pero este talento canino no fue apreciado en su justa medida hasta que un border collie llamado Rico apareció en un programa de la televisión alemana en 2001. Rico sabía los nombres de unos 200 juguetes y aprendía nombres de juguetes nuevos con mucha facilidad. 

Los investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig descubrieron a Rico y organizaron una reunión con él y sus dueños. Aquello condujo a un informe científico que revelaba la sorprendente habilidad lingüística de Rico: era capaz de aprender y recordar palabras con tanta rapidez como un niño pequeño. Otros científicos han demostrado que los niños de dos años, que aprenden alrededor de diez nuevas palabras al día, tienen un conjunto de principios innatos que guían esta tarea. Esta habilidad está considerada uno de los elementos clave en el aprendizaje lingüístico. Los científicos del Max Planck sospechan que los mismos principios guían el aprendizaje de palabras de Rico, y que la técnica que usa para aprender palabras es idéntica a la de los humanos.

Con el fin de encontrar más ejemplos, los científicos leyeron cientos de cartas de personas que afirmaban que sus perros tenían el mismo talento que Rico. De hecho, sólo dos —ambos border collies— tenían habilidades comparables. Uno de ellos —una hembra a la que los investigadores llaman Betsy— tiene un vocabulario de más de 300 palabras.

«Ni siquiera nuestros parientes más cercanos, los grandes simios, pueden hacer lo que hace Betsy: oír una palabra sólo una o dos veces y saber que su patrón acústico representa algo», dijo Juliane Kaminski, experta en psicología cognitiva que trabajó con Rico y estudia ahora a Betsy. Ella y su colega Sebastian Tempelmann habían ido a la casa de Betsy en Viena para hacerle una nueva serie de pruebas. Kaminski acariciaba a Betsy mientras Tempelmann montaba una cámara de vídeo.

«La comprensión de los perros sobre las formas humanas de comunicación es algo que ha evolucionado recientemente», dijo Kaminski, «algo que han desarrollado debido a su larga asociación con los humanos». Aunque Kaminski aún no ha puesto a prueba a los loros, duda de que tengan esta habilidad lingüística. «Tal vez estos collies son especialmente buenos porque son perros trabajadores imbuidos de una gran motivación, y en sus trabajos tradicionales de pastoreo, deben escuchar con mucha atención a sus dueños».

Los científicos creen que los perros fueron domesticados hace unos 15.000 años, un tiempo relativamente corto para el desarrollo de habilidades lingüísticas. Pero, ¿cuán similares son estas habilidades a las de los humanos? Con el pensamiento abstracto, empleamos símbolos, haciendo que una cosa signifique otra. Kaminski y Tempelmann querían probar si los perros también podían hacerlo.

El dueño de Betsy —cuyo seudónimo es Schaefer— llamó a Betsy, quien se tendió obedientemente a los pies de Schaefer, con los ojos fijos en su cara. Cada vez que Schaefer hablaba, Betsy ladeaba la cabeza de un lado a otro con atención.

Kaminski le entregó a Schaefer un puñado de fotografías en color y le pidió que eligiera una. Cada imagen mostraba un juguete sobre un fondo blanco, juguetes que Betsy nunca había visto antes. No eran juguetes reales; solo eran imágenes de juguetes. ¿Podría Betsy asociar una imagen bidimensional con un objeto tridimensional?

Schaefer le enseñó la imagen borrosa de un frisbi con los colores del arco iris y mandó a Betsy a buscarlo. Betsy estudió la fotografía y la cara de Schaefer, luego corrió a la cocina, donde estaba colocado el frisbi entre otros tres juguetes y fotografías de cada juguete. Betsy le trajo a Schaefer el frisbi o la fotografía del frisbi en cada ocasión.

«Si hubiese traído sólo la fotografía tampoco hubiese estado mal», dijo Kaminski. «En cualquier caso, creo que Betsy es capaz de encontrar un objetivo usando una imagen, sin un nombre. Aún así, harán falta muchas más pruebas para demostrarlo».

Incluso entonces, Kaminski no está segura de que otros científicos vayan a aceptar su descubrimiento, ya que esta habilidad abstracta de Betsy, por pequeña que pueda parecer, se acerca mucho al pensamiento humano.

Aun así, seguimos siendo la especie inventiva. Ningún otro animal ha construido rascacielos, escrito sonetos o fabricado ordenadores. No obstante, los estudiosos de los animales dicen que la creatividad, al igual que otras formas de inteligencia, no surgió simplemente de la nada. También ha evolucionado.

«A la gente le sorprendió descubrir que los chimpancés fabrican herramientas», dijo Alex Kacelnik, experto en ecología del comportamiento de la Universidad de Oxford, en referencia a las ramas y los palos que los chimpancés modelan para sacar a las termitas de sus nidos. «Pero la gente también pensó: "Bueno, compartimos el mismo ancestro — claro que son inteligentes". Ahora estamos encontrando este tipo de excepcionales comportamientos en algunas especies de aves. Pero no compartimos un ancestro reciente con las aves. Su historia evolutiva es muy diferente; el último ancestro común con ellas fue un reptil que vivió hace más de 300 millones de años».

«No se trata de algo trivial», continuó Kacelnik. «Significa que la evolución puede inventar formas similares de inteligencia avanzada en más de una ocasión —que no es algo sólo reservado a los primates o los mamíferos».

Kacelnik y sus colegas están estudiando una de estas inteligentes especies, el cuervo de Nueva Caledonia, que vive en los bosques de aquella isla del Pacífico. Los cuervos de Nueva Caledonia se encuentran entre las aves más habilidosas en la fabricación y el empleo de herramientas, formando sondas y ganchos con palos y tallos de hojas que introducen en las copas de las palmeras, donde se esconden unos gruesos gusanos. Dado que estas aves, como los chimpancés, fabrican y usan herramientas, los investigadores pueden buscar similitudes en los procesos evolutivos que dieron forma a sus cerebros. Hubo algo en el entorno de ambas especies que favoreció la evolución de las facultades neuronales para la fabricación de herramientas.

Pero, este uso de herramientas, ¿es rígido y limitado, o puede ser inventivo? ¿Poseen lo que los investigadores llaman flexibilidad mental? Los chimpancés ciertamente sí. En la naturaleza, un chimpancé puede usar cuatro palos de diferentes tamaños para extraer la miel del nido de unas abejas. Y en cautiverio, son capaces de descubrir la manera de colocar varias cajas con el fin de conseguir un plátano que cuelga de una cuerda.

Contestar esta pregunta en relación a los cuervos de Nueva Caledonia —unos pájaros extremadamente tímidos— no fue fácil. Incluso después de años observándolos en la naturaleza, los investigadores no pudieron determinar si la habilidad de las aves era innata o si aprendían a elaborar y usar sus herramientas contemplándose las unas a las otras. Si se tratara de una habilidad genéticamente heredada, ¿podrían, como los chimpancés, usar su talento en formas diferentes y creativas?

Para descubrirlo, Kacelnik y sus estudiantes llevaron al aviario de su laboratorio de Oxford 23 cuervos de diferentes edades (todos excepto uno capturados en la naturaleza) y los dejaron aparearse. Cuatro recién nacidos fueron criados en cautiverio, y todos se mantuvieron cuidadosamente alejados de los adultos, de forma que no tuviesen oportunidad de aprender sobre el uso de herramientas. Sin embargo, poco después de emplumar, todos ellos recogían ramas para sondear afanosamente las grietas y moldeaban en forma de herramienta diferentes materiales. «Así que sabemos que al menos las bases del uso de herramientas son heredadas», dijo Kacelnik. «Ahora la pregunta es, ¿qué más pueden hacer con las herramientas?».

Mucho. En su oficina, Kacelnik me puso el vídeo de una prueba que había hecho con uno de los cuervos salvajes capturados, Betty, que había muerto recientemente de una infección. En la película, Betty vuela alrededor de una habitación. Es un pájaro negro radiante, con aquellos ojos brillantes e inquisitivos de los cuervos, y de inmediato se pone a examinar la prueba que hay frente a ella: un tubo de vidrio con una cesta pequeña alojada en su centro. La cesta contiene un poco de carne. Los científicos habían colocado dos pequeños alambres en la habitación. Uno estaba doblado en forma de gancho, el otro era recto. Supusieron que Betty elegiría el gancho para tirar del asa y sacar la cesta.

Pero los experimentos no siempre salen de acuerdo con lo planeado. Otro de los cuervos había robado el gancho antes de que Betty pudiera encontrarlo. Betty ni se inmuta. Observa la carne en la cesta, luego mira el alambre. Lo levanta con su pico, coloca uno de los extremo en una grieta del suelo, y usa su pico para doblar en forma de gancho el otro extremo. Armada de esta forma, saca la cesta del tubo.

«Era la primera vez que Betty veía un alambre semejante», dijo Kacelnik. «Pero supo que podía usarlo para hacer con él un gancho y dónde debía doblarlo exactamente para lograr el tamaño apropiado».

Le presentaron a Betty otras pruebas, cada una de las cuales requería una solución ligeramente diferente, como hacer un gancho con una pieza plana de aluminio en lugar de un alambre. En cada caso, Betty inventaba nuevas herramientas y resolvía el problema planteado. «Esto significa que tenía una representación mental de lo que quería hacer», dijo Kacelnik. «Se trata de un tipo de sofisticación cognitiva muy avanzado».

La lección más grande de la investigación de la cognición animal es ésta: que seamos más humildes. No somos los únicos capaces de inventar, planificar o contemplarse a sí mismos —o incluso de engañar y mentir.

Engañar requiere una complicada forma de pensamiento, ya que debes atribuirle unas intenciones al otro y predecir su comportamiento. Una corriente de pensamiento defiende que la inteligencia humana evolucionó en parte debido a la presión de vivir en una sociedad compleja formada por seres calculadores. Es algo que compartimos con los chimpancés, los orangutanes, los gorilas y los bonobos. En la naturaleza, los primatólogos han visto a los simios ocultando la comida de la vista del macho alfa o teniendo relaciones sexuales a sus espaldas.

Las aves también pueden hacer trampas. Los estudios de laboratorio muestran que los arrendajos pueden conocer las intenciones de otras aves y actuar de acuerdo con ese conocimiento. Un arrendajo que haya robado comida, por ejemplo, sabe que si otro arrendajo lo ve escondiendo una nuez, es posible que se la robe. De ese modo, el primer arrendajo volverá a esconder la nuez en cuanto el otro arrendajo se haya ido.

«Es hasta el momento una de las mejores pruebas de proyección en otra especie», dice Nicky Clayton en su laboratorio de aves de la Universidad de Cambridge. «Lo describiría como: "Sé que sabes dónde he escondido mi alijo de comida, y si yo fuese tú, lo robaría, así que voy a cambiar mi escondrijo por un lugar que no conozcas"».

Este estudio, realizado por Clayton y su colega Nathan Emery, es el primero en mostrar el tipo de presiones ecológicas, como la necesidad de ocultar alimentos para el invierno, que conducirían a la evolución de tales habilidades mentales. Lo más provocativo del asunto es que su investigación demuestra que algunas aves poseen lo que a menudo se considera otra habilidad humana única: la capacidad de recordar un evento pasado específico. Los arrendajos, por ejemplo, parecen saber cuánto tiempo hace que escondieron un tipo particular de comida, y logran recuperarlo antes de que se eche a perder.

Los expertos en psicología cognitiva llaman a este tipo de memoria «memoria episódica» y argumentan que sólo puede tener lugar en especies que puedan viajar mentalmente en el tiempo. A pesar de los estudios de Clayton, algunos se niegan a conceder esta habilidad a los arrendajos. «Los animales están atrapados en el tiempo», explica Sara Shettleworth, experta en psicología comparada de la Universidad de Toronto, en Canadá, lo que significa que no distinguen entre el pasado, el presente y el futuro en la forma en que lo hacen los humanos. Como los animales carecen de lenguaje, dice, probablemente también carezcan de «el estrato adicional de imaginación y explicación» que proporciona la narrativa mental que acompaña a nuestras acciones.

Tal escepticismo es un desafío para Clayton. «Tenemos buena evidencia de que los arrendajos recuerdan el qué, el dónde y el cuándo de los eventos específicos de almacenamiento de comida, que es la definición original de la memoria episódica. Pero ahora se han cambiado las reglas». Es una queja común entre quienes estudian a los animales. Cada vez que encuentran en una especie alguna habilidad mental que recuerda a una habilidad humana especial, los científicos dedicados a la cognición humana cambian la definición. Pero los investigadores de animales no deberían subestimar su poder —son sus descubrimientos los que obligan a reforzar la brecha con los humanos.

«A veces, los psicólogos cognitivos humanos pueden ser tan inamovibles en sus definiciones que olvidan cuán fabulosos son estos descubrimientos en animales», dice Clive Wynne, de la Universidad de Florida, que ha estudiado la cognición en palomas y marsupiales. «Estamos vislumbrando inteligencia en todo el reino animal, que es lo que deberíamos esperar. La inteligencia es un arbusto, no un árbol de un solo tronco con una línea dirigida únicamente hacia nosotros». 

Algunas de las ramas de ese arbusto han llevado a unos niveles de inteligencia tales que deberíamos ruborizarnos por haber llegado a pensar que los animales eran meras máquinas.

A finales de la década de 1960, un experto en psicología cognitiva llamado Louis Herman comenzó a investigar las capacidades cognitivas de los delfines mulares. Al igual que los humanos, los delfines son altamente sociales y cosmopolitas y se distribuyen por todo el mundo en ambientes que van desde los subpolares hasta los tropicales; son muy vocales; y tienen habilidades sensoriales especiales, como la ecolocalización. En la década de 1980, los estudios cognitivos de Herman se centraron en un grupo de cuatro delfines jóvenes —Akeakamai, Phoenix, Elele y Hiapo— en el Laboratorio de Mamíferos Marinos de Kewalo Basin, en Hawai. Los delfines eran muy curiosos y juguetones, y transmitieron su sociabilidad a Herman y sus estudiantes.

«En nuestro trabajo con los delfines, nos guiábamos por una filosofía», dice Herman, «conseguir sacar a relucir todo su intelecto, de la misma manera en que los profesores tratan de sacar todo el potencial de los niños humanos. Los delfines tienen cerebros grandes y muy complejos. Mi idea fue, "Muy bien, tenéis un cerebro precioso. Veamos qué podéis hacer con él"». 

Para comunicarse con los delfines, Herman y su equipo inventaron un lenguaje de signos con las manos y los brazos, compuesto de una gramática simple. Por ejemplo, un movimiento de bombeo con los puños cerrados significaba «aro», y ambos brazos extendidos (como en los saltos) significaban «pelota». Un gesto de «ven aquí» con un solo brazo les indicaba «traer». Ante la petición «aro, pelota, traer», Akeakamai pasaba la pelota por el aro. Pero si la orden de las palabras cambiaba a «pelota, aro, traer», trasladaba el aro a donde la pelota. Con el tiempo, pudo interpretar peticiones más complejas desde el punto de vista gramatical, como «derecha, cesta, izquierda, frisbi, dentro», con lo que se le pedía que colocara el frisbi a la izquierda de la cesta de su derecha. Invirtiendo la «izquierda» y la «derecha» de la instrucción, Akeakamai debía revertir la acción. Akeakamai fue capaz de completar dichas solicitudes a la primera, dando muestras de una profunda comprensión de la gramática del lenguaje.

«Son una especie muy vocal», añade Herman. «Nuestros estudios demostraron que podían imitar sonidos arbitrarios transmitidos a su tanque, una habilidad que puede estar vinculada a sus propias necesidades comunicativas. No digo que tengan un idioma de delfín. Pero son capaces de comprender las nuevas instrucciones que les transmitimos en un lenguaje enseñado; sus cerebros tienen esa habilidad.»

«Son capaces de hacer muchas de las cosas que la gente ha puesto siempre en duda respecto a los animales. Por ejemplo, fueron capaces de interpretar correctamente, y a la primera oportunidad, las instrucciones indicadas por una persona mostrada en una pantalla de televisión a través de una ventana situada debajo del agua. Reconocieron que las imágenes de la televisión eran representaciones del mundo real y que debían actuar de la misma manera que en él.»

También imitaban con facilidad las conductas motoras de sus instructores. Si un entrenador se doblaba hacia atrás y levantaba una pierna, el delfín se ponía de espaldas y levantaba la cola en el aire. Aunque la imitación fue inicialmente considerada una habilidad simple, en los últimos años los científicos de la cognición han revelado que es extremadamente difícil, requiriendo que el imitador forme una imagen mental del cuerpo y la postura de la otra persona y que la adapte después a las partes equivalentes de su propio cuerpo —una acción que implica conciencia de uno mismo.

«Ahí está Elele», dice Herman, mostrándome una película en la que se veía al susodicho delfín siguiendo las instrucciones de un entrenador. «Tabla de surf, aleta dorsal, tocar». Al instante, Elele nada hasta la tabla e, inclinándose hacia un lado, coloca suavemente su aleta dorsal sobre ella, un comportamiento que no había sido entrenado. El entrenador estira sus brazos hacia arriba, señalando «¡Hurra!», y Elele salta en el aire, produciendo chillidos y chasquidos de satisfacción.

«A Elele le gustaba mucho acertar», comenta Herman. «Y le encantaba inventar cosas. Hicimos un letrero que significaba "crear", con el que pedíamos a los delfines que creasen sus propias acciones».

Los delfines a menudo sincronizan sus movimientos en la naturaleza, como saltar y bucear uno al lado del otro, pero los científicos no saben cuáles son la señales que emplean para mantener tan estrecha coordinación. Herman pensó que podría desentrañar la técnica con sus estudiantes. En la película, se les pide a Akeakamai y Phoenix que inventen un truco y lo lleven a cabo juntos. Los dos delfines se alejan nadando del borde del tanque, se reúnen bajo el agua durante unos diez segundos, y luego saltan fuera del agua girando sobre su eje en el sentido de las agujas del reloj y arrojando agua por la boca, realizando cada maniobra en el mismo instante. «Nada de esto fue entrenado», dice Herman, «y nos resulta absolutamente misterioso. No sabemos cómo lo hacen —o cómo lo hicieron».

Nunca más lo harán. Akeakamai, Phoenix y los otros dos delfines murieron accidentalmente hace cuatro años. Por medio de estos delfines, se lograron algunos de los avances más extraordinarios en la comprensión de la mente de otra especie — una especie que incluso Herman describe como «extraterrestre», dada su forma de vida acuática y al hecho de que los delfines y los primates se separaron hace millones de años. «Ese tipo de convergencias cognitivas sugiere que debe haber presiones similares para el intelecto», dice Herman. «No compartimos su biología o ecología. Esto deja las similitudes sociales —la necesidad de establecer relaciones y alianzas superpuestas a un período materno y una longevidad prolongados— como la posible fuerza impulsora común».

«Amaba a nuestros delfines», dice Herman, «de la misma manera en que estoy seguro de que tú amas a tus mascotas. Pero era más que eso, más que el amor que se siente hacia una mascota. Los delfines fueron nuestros colegas. Esa es la única palabra que encaja. Ellos fueron nuestros socios en esta investigación, guiándonos a través de sus capacidades mentales. Cuando murieron, fue como perder a nuestros hijos».

Herman saca una fotografía de su archivo. En ella, se le ve a él en la piscina con Phoenix, quien tiene la cabeza apoyada en su hombro. Él está sonriendo y abrazándola. Ella es elegante y plateada, con unos atractivos y grandes ojos, y también parece estar sonriendo, como siempre pasa con los delfines. Es una imagen del amor entre dos seres. En esa piscina, al menos durante ese instante, había sin duda un encuentro entre dos mentes. 

Virginia Morell, marzo de 2008.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: Minds of Their Own

 

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