¿Un delfín es una
persona?
Esta pregunta
fue planteada durante el juicio llevado a cabo contra dos personas
que en mayo de 1977 liberaron a dos delfines nariz de botella
utilizados con fines experimentales en el Instituto de Biología
Marina de la Universidad de Hawái. Es una pregunta interesante por
varias razones, y deseo dedicar la mayor parte de este capítulo a
interpretarla y buscar su conexión con varios otros asuntos de
interés. No entraré en los detalles del caso real, sino que me
basaré en el relato que de forma clara y reflexiva hace de él Gavin
Daws en su artículo "El crimen de la 'liberación animal'",
publicado en Ethics and Animals,
editado por Harlan B. Miller y William H. Williams.
Kenneth Le Vasseur, el
primero de los dos hombres en ser juzgado, alegó por medio de sus
abogados lo que se conoce como una defensa de "elección entre
dos males". En principio, la ley admite este alegato en los
casos en que un acto que en otras circunstancias sería censurable,
se torna necesario para evitar un mal mayor. Para que esta defensa
tenga éxito, el acto debe ser (hasta donde alcance el conocimiento
del acusado) la única forma de impedir un daño o un mal inminente y
más grave para sí mismo o para "otro". Le Vasseur, que
había estado encargado del cuidado de los delfines, creía que su
cautiverio, bajo las condiciones que prevalecían, ponía sus vidas
en peligro.
«En la declaración inicial de la defensa, [su abogado] habló de la naturaleza excepcional de los delfines como animales; de la malas condiciones físicas en que habían decaído con rapidez en el laboratorio; y de la rutina de castigos infligida sobre ellos, que implicaba un exceso de trabajo, una reducción de sus raciones de comida, y un aislamiento total en el tanque, privados de la compañía de otros delfines, incluso del contacto con humanos, y privados también de todos aquellos juguetes de los que habían gozado con anterioridad —hasta el punto en que Puka, tras una negativa constante a participar en las sesiones experimentales, desarrolló comportamientos autodestructivos y sintomáticos de un trastorno profundo que le hizo caer por fin en un letargo "comatoso". Le Vasseur, temiendo el fatal desenlace y siendo consciente de que no había ninguna ley a la que pudiera recurrir, se creyó legitimado, en interés del bienestar de los delfines, a liberarlos. La liberación no fue un robo, en el sentido de que Le Vasseur no tuvo intención de obtener ningún provecho propio. Lo que se pretendía era destacar las condiciones que imperaban en el laboratorio.»
Pero, ¿podía un
delfín ser "otro"? El juez creyó que no. Dijo que el
"otro" debía ser otra persona, y definió a los delfines,
en lo que respecta a la ley, como propiedades, no como personas.
Según el código penal, un delfín no podía ser "otra
persona". La defensa trató sin éxito de lograr la recusación
del juez por prejuicio. Luego solicitó acudir al Tribunal Federal a
fin de reclamar que los derechos de la Decimotercera Enmienda con
respecto a la servidumbre involuntaria podían se aplicados a los
delfines. El juez rechazó la apelación:
«El juez Doi dijo: "Tenemos a los delfines, a los orangutanes, a los chimpancés, a los perros, a los gatos. No sé hasta qué nivel pretende usted que la inteligencia sea insuficiente para que ese animal o cosa, o como quiera usted llamarlo, sea un ser humano bajo el código penal. Yo digo que no lo es, y esa es mi respuesta".»
En este
punto —que determinó el resultado final del juicio— hubo algo
que al juez se le antojo perfectamente obvio en relación al
significado de las palabras "otro" y "persona".
¿Qué fue? ¿Y cuánto es de obvio para el resto de nosotros? En su
respuesta, plantea la posibilidad de que ese algo sea la
inteligencia, pero lo rechaza. Esa consideración la afirma
innecesaria. La cuestión es bastante simple; no se requieren
pruebas. La palabra "persona" significa ser humano. Creo
que ésta es una visión muy natural, pero incorrecta, y las
complicaciones que nos encontramos al analizar el uso de esta
interesante palabra resultan instructivas. En primer lugar, existen
varios precedentes bien establecidos y venerados en cuanto a
calificar como "personas" a seres que no son humanos. Uno
concierne a las personas de la Trinidad, e incluso a la personalidad
del mismo Dios. Otro atañe al caso de las "personas jurídicas":
organismos corporativos como ciudades o colegios que cuentan como
personas para diversos fines, como la posibilidad de demandar y ser
demandados. Como dice Blackstone, estas "corporaciones o cuerpos
políticos... están formados y creados por las leyes humanas para
fines sociales y gubernamentales", a diferencia de las "personas
físicas", que sólo pueden ser creadas por Dios.
La ley,
si lo desea, puede crear personas; no actúa como un simple
registrador pasivo de su existencia (tal y como dejó de hecho
implícito el juez Doi cuando hizo de su fallo una cuestión de
derecho y no de facto). En tercer lugar, y en relación a una
instancia que parece más cercana al caso de los delfines, los
zoólogos usan el término en relación a los miembros individuales
de un organismo múltiple o colonial, como una medusa o un coral,
cada uno de los cuales tiene (como señala el diccionario de forma
razonable) "una vida más o menos independiente". (Es
interesante también apuntar que, en general, la "identidad
personal" se atribuye antes a la continuidad de la conciencia
que a la forma corporal en aquellas narrativas en que ambas entidades
divergen. La ciencia ficción apoya con firmeza esta visión, que
John Locke planteó por primera vez en su Ensayo
sobre el entendimiento humano.)
Nada tienen de
forzado o paradójico estos usos, ya que la palabra en su origen no
significaba "ser humano" ni nada que se le parezca. Su
significado es "máscara", y su sentido más básico y
general proviene del arte dramático. Las "máscaras" de
una obra son los personajes que aparecen en ella. Así, y citando de
nuevo al Diccionario de Oxford, tras de "máscara" vienen
los significados de "interprete o personaje que actúa; aquel
que interpreta o representa un papel; personaje, cargo o función en
el que alguien actúa; sujeto de derechos legales; persona jurídica".
Las dos últimas definiciones dejan meridianamente clara la
diferencia entre esta noción y la de ser humano. No todos los seres
humanos tienen por qué ser personas. La palabra persona
en latín no se aplica a los esclavos, aun cuando sí se reconoce a
las naciones como personas corporativas. Los esclavos no tienen texto
en la obra, por así decirlo; no figuran en ella; son sólo extras.
Existen ejemplos similares y delirantes en relación a las mujeres.
Lo siguiente está sacado del libro Las
mujeres en el pensamiento político occidental,
de Susan Moller Okin:
«Un caso, presentado ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en la década de 1890, hace referencia a una mujer de Virginia que fue apartada del ejercicio del derecho a pesar de que el estatuto pertinente estaba redactado en términos de "personas". El Tribunal argumentó que, en efecto, dependía del propio Tribunal Supremo "determinar si el uso dado a la palabra 'persona' (en el Estatuto) se limita a los varones, y si se admite o no a las mujeres en el ejercicio de la abogacía en la Mancomunidad". La cuestión de si las mujeres debían ser reconocidas como parte del término "personas" continuó hasta el siglo XX... En un caso de Massachusetts de 1931... a las mujeres les fue negada la elegibilidad para servir como miembros de un jurado, a pesar de que la ley determinaba que toda "persona habilitada para el voto" era admisible para el cargo. La Corte Suprema de Massachusetts declaró: "De la omisión del término varón no puede inferirse la intención de incluir a las mujeres".» (Énfasis añadido)
¿Qué está pasando
aquí? No creo que seamos capaces de entenderlo a menos que
comprendamos cuán profundamente conectado se halla el arte dramático
con nuestra forma de pensar, de qué manera tan íntima dan forma sus
categorías a nuestras ideas. Las personas que hablan así tienen una
idea clara de la función que creen estar contemplando a su
alrededor. Saben quiénes están implicados y quiénes no. Los
intentos de introducir a nuevos personajes en la obra les irritan. Se
inclinan por rechazar estas tentativas por considerarlas obviamente
absurdas y paradójicas. La cuestión de quién es y quién no es una
persona parece entonces una cuestión bastante simple y clara. Bertie
Wooster no es un personaje en Macbeth, y fin del asunto. Mi principal
objetivo aquí es señalar que esta actitud es excesivamente tosca.
La pregunta en realidad es muy compleja, más del estilo de "¿quién
es importante?" que de "¿quién tiene dos piernas?".
Sabemos que la pregunta "¿quién es importante?" nos exige
más preguntas, empezando por "¿importante para qué?". La
vida no está compuesta de un único propósito o una única función,
sino de una multitud entretejida. Diferentes personajes importan de
diferentes maneras. Los seres que figuran en algunas obras están
ausentes en otras, y todos representamos distintos papeles y
distintos guiones. Incluso en la cotidianidad humana resulta fatal
ignorar este hecho. Insistir en que todas las relaciones pueden ser
reducidas a las escritas en una sola función —como el contrato
social, por ejemplo— resulta desastroso. Los intelectuales son
propensos a tales errores y deben cuidarse de ellos. Pero cuando
llegamos a casos más complejos, aquellos donde la alternancia es
mayor —casos como el aborto, la eutanasia o el trato hacia las
otras especies— este tipo de errores se tornan aún más
paralizantes. Es por eso que estos casos son también muy útiles para
la clarificación de los más elementales.
Está claro que, en
cuanto a las mujeres, quienes limitaron el uso del concepto "persona"
se vieron enfrentados a este problema. No querían negar por completo
que las mujeres fuesen personas, ya que las mujeres figuraban de
forma prominente en los dramas de la vida privada. La vida pública,
sin embargo, presentaba un escenario diferente, cuyas reglas y
convenciones las excluían a ellas (con excepción de las reinas)
tanto como a los elefantes o a los ángeles. El hecho de que lo
público se vea a menudo afectado por lo privado era un detalle
informal que había de quedar al margen de la decisión. Del mismo
modo, los esclavos desempeñaron sin lugar a dudas un papel
fundamental en la vida privada de la antigua Roma. En las comedias
griegas y romanas figuraban a menudo como personajes centrales
algunos esclavos de gran ingenio, tanto hombres como mujeres, que
orquestaban las intrigas y aportaban ese carácter cerebral del que
suelen carecer por desgracias los héroes y las heroínas. Sin
embargo, nada de ello les confirió derechos legales. Los límites
particulares e institucionales sirvieron para compartirmentar el
pensamiento y evitar que la gente se plantease preguntas sobre los
derechos y el estatus de aquellos que, para fines cruciales, se
mantenía por entonces ignorados.
Creo que será útil
ahondar un poco más en la línea de uso aceptada de la palabra
"persona". ¿Cuánto es de íntegra su asociación con la
forma corporal humana? ¿Qué pasa con los seres inteligentes de
otros planetas, por ejemplo? ¿Podríamos llamarlos personas? Si no
es así, entonces el contacto con ellos —algo ciertamente
concebible— requerirá a todas luces que acuñemos una nueva
palabra que cubra la muy sutil labor moral que hoy cumple el término
"personas". La idea de una persona en el sentido casi
técnico requerido por la moralidad actual es la desarrollada por
Kant en su Fundamentación de la
metafísica de las costumbres. Es la
idea de un ser racional, capaz de elegir y, por lo tanto, dotado de
dignidad, merecedor de respeto y titular de derechos; alguien que
debe ser considerado siempre como un fin en sí mismo y no como un
mero medio para fines ajenos. Dado que esta definición sólo hace
referencia a las cualidades racionales y no hace mención alguna a la
forma o la ascendencia humana, el espíritu que encierra no nos
autorizaría a excluir a las inteligencias extraterrestres más de lo
que nos autoriza a excluir a los espíritus etéreos. Así pues, las
implicaciones morales de la palabra "persona" bajo nuestros
principios kantianos actuales habrán de incorporarse a cualquier
palabra que pretendamos acuñar en la inclusión de los
extraterrestres. (C. S. Lewis, que describe un planeta donde habitan
tres especies racionales distintas, les hace usar la palabra jnau
para la condición que comparten entre sí, siendo este término
naturalmente crucial para la moral de todas ellas).
Ahora
bien, si la inteligencia tiene de verdad tanta importante para la
cuestión, se genera un cierto vértigo frente a la pregunta "¿dónde
trazamos la línea?", ya que la inteligencia es una entidad
gradual. Algunos habitantes de nuestro propio planeta, incluidas las
ballenas y los delfines, han resultado ser mucho más brillantes de
lo que se creía en el pasado. Aún no está claro cuán brillantes
son en realidad. De hecho, es posible que para nosotros nunca llegue
a estarlo del todo debido a lo diferente que es el tipo de
inteligencia apropiado para un estilo de vida tan dispar. ¿Cómo
podemos lidiar con semejante tesitura?
En primer lugar,
convendría alejarse un tanto de esa antítesis unívoca, simple y
dualista de la que parte Kant en relación a las personas y las
cosas. La mayor parte del argumento de Kant está ocupado en esto, y
aunque no deja de ser el foco de su preocupación, no aprecia la
necesidad de hacer distinciones más precisas. Las cosas
se pueden emplear como medios para fines humanos de un modo que no es
aceptable con las personas.
Las cosas no tienen propósitos propios; no son sujetos, sino
objetos. Tratar a las personas como si fuesen cosas supone
explotación y opresión. Es un ultraje porque, tal y como exclama el
propio Kant, "un hombre no es una cosa". Los amos venden
esclavos; los gobernantes engañan y manipulan a los súbditos; los
empresarios tratan a sus secretarias como simples cuadernos de notas.
Al insistir en este contraste puro y marcado, Kant pudo establecer
algunos puntos morales espléndidos, vitales para nosotros aún hoy
en día, sobre el respeto incondicional debido a todo ser humano
libre y racional. Pero la luz intensa y brillante que arrojó sobre
estas situaciones oscureció por completo los casos intermedios. Un
ratón tampoco es una cosa, antes incluso de que empecemos a pensar
en los delfines.
Me parece interesante
que, así como los tribunales estadounidenses no pudieron precisar el
porqué las mujeres no eran personas, Kant tampoco pudo hacer lo
propio en relación con algo implícito en su teoría: que los
animales eran cosas. Dice en su lección sobre "Deberes hacia
los animales y los espíritus" que "no son conscientes de
sí mismos y están ahí sólo como un medio para un fin", donde
esos fines son los nuestros. Pero en realidad no los llama cosas, ni
descarta que posean intereses. De hecho, condena con énfasis la
crueldad y el maltrato hacia ellos. Pero, como tantas otras personas
humanas ancladas en una teoría moral deficitaria, ofrece unas
razones tan ingeniosas como poco convincentes. Sostiene —y esto es
algo que aún se dice en nuestro tiempo— que la única razón por
la que debemos evitar la crueldad contra los animales es porque puede
desembocar en crueldad contra los seres humanos, o porque puede
envilecernos, o porque es signo de un carácter moral inadecuado.
Esto significa que si somos capaces de demostrar, por ejemplo, que al
descargar nuestro mal genio contra un perro evitaremos hacerlo contra
nuestra familia, y logramos al mismo tiempo un certificado que nos
acredite como personas de un carácter moral elevado, nada fáciles
de envilecer, entonces podremos seguir haciéndolo con la conciencia
tranquila. Apalear perros, bien gestionado, podría así considerarse
una forma legítima de terapia, al nivel de la jardinería, la
alfarería y la costura. En ningún caso se les concedería una
consideración directa a los instrumentos físicos empleados, ya que
todos ellos serían objetos, no sujetos. Nada tiene de abyecto
golpear objetos.
A pesar de la crueldad
atroz que los seres humanos muestran hacia los animales en todo el
mundo, no parece probable que alguien contemple el asunto de este
modo. Los brotes de respeto, ternura, camaradería e incluso
veneración que se alternan con la insensibilidad más irreflexiva,
parecen conformar el perfil típico de la actitud humana. También es
posible advertir la misma alternancia en las relaciones entre los
propios seres humanos. No puede por tanto ser una actitud restringida
sólo a las cosas. Incluso la crueldad en sí misma, cuando es
deliberada, parece requerir que sus objetos no sean meros
instrumentos físicos, sino elementos capaces de responder como
personajes específicos de la obra teatral. En términos más
generales, el atractivo de actividades como la caza o las corridas de
toros parece depender de la sensación de burla y derrota que se
extrae de una presa u oponente consciente, un "otro" capaz
de poner resistencia en el juego o la función. El guión requiere de
personajes nohumanos que puedan interpretar bien o mal su papel. Moby
Dick no es un extra. Y es probable que la crueldad deliberada
requiera de este elemento de consideración al otro para el
envilecimiento. El "otro" no siempre es otro ser humano.
Por supuesto, que la
crueldad produce envilecimiento es algo que goza de una admisión muy
extendida, y este hecho sirvió al abogado de Le Vasseur para
fundamentar una defensa alternativa. Llamó la atención sobre el
estatus de empleado estatal de su cliente, lo que le confería
autoridad para actuar como lo hizo en defensa de un "otro"
que en este caso era el Estado, cuyos valores sociales se habían
visto perjudicados por el trato dedicado a los delfines. Este alegato
fue rechazado sobre la base de que, a ojos de la ley, la crueldad
hacia los animales es sólo una infracción menor, mientras que el
robo es un delito grave. En consecuencia, la elección entre dos
males no cabía resolverla en favor del robo, el delito más grave.
Es interesante que este argumento no se oponga a tratar a los Estados
Unidos como a "otro" o a "otra persona" —que no
insista en que una persona es sólo un ser humano—, sino que se
apoye en la afirmación de que este "otro" encuentra sus
valores mucho más afectados por el robo que por la crueldad hacia
los delfines.
Si ya este tipo de
argumentos no son fáciles de manejar ni siquiera en relación con
personas normales y corrientes, no digamos ya en referencia a una
nación. ¿Qué grado de mal le corresponde a la crueldad? Una vez
admitido que el punto de vista de la víctima no cuenta, que el daño
sólo puede cometerse contra el acusado o alguna entidad de la que
forme parte, nos vemos obligados a alejarnos de las consideraciones
clave del argumento y a formularlo de manera forzada y de acuerdo con
motivos que no son realmente los cruciales. ¿La crueldad es
forzosamente depravada? Parece oportuno plantearle esta pregunta a
esta clase de perspectivas, en parte con juicio empírico, en
relación a la facilidad con que la gente puede caer en la
depravación, y en parte quizá con juicio estético, a fin de
descubrir hasta qué punto son los actos crueles forzosamente
desagradables y repulsivos. En tal caso, estos actos parecen
semejarse a otros que son repulsivos sin ser inmorales, como comerse
a personas que no han sido asesinadas o contemplar atrocidades sobre
las cuales no se tiene ningún control. El tema está más próximo a
la pornografía que al aborto y la eutanasia. (En los debates sobre
permisividad llevados a cabo en la década de 1960 se produjeron
algunos casos de solapamiento, como cuando una galería de arte de
Londres organizó un espectáculo en el que algunos peces eran
electrocutados como parte de la exposición y los esfuerzos por
prohibirlo fueron acusados de ser una expresión de censura carente
de sensibilidad estética.)
El razonamiento parece
fallar en el algún punto. La característica distintiva de los actos
censurados por motivos puramente estéticos debería ser que sus
efectos se limitan a quienes los han llevado a cabo. Ningún otro ser
sintiente sale perjudicado en ellos. Ese es el tipo de problema al
que se enfrentan los anarquistas cuando reciben la marginación de la
sociedad, por ejemplo. Pero la crueldad no plantea este tipo de
problemas, ya que la presencia de ese "otro" perjudicado se
torna esencial. En nuestro caso ese "otro" se diría que es
el delfín. ¿Es posible pensar de otra manera? ¿Es posible
presentar una objeción de tipo indirecto contra la crueldad,
alegando, por ejemplo, que es algo de mal gusto?
Así parece
actuar la ley en este caso. Y al hacerlo, se enfrenta a una
dificultad común, aquella que surge en cuanto la opinión pública
empieza a cambiar. Los estándares legales no son completamente
independientes de los estándares morales. Fluyen de ellos y se
cristalizan en formas diseñadas para expresar ciertas ideas morales
selectas. Cuando las percepciones cambian radicalmente, las leyes se
transforman. Pero a menudo se producen sacudidas y discrepancias a
resultas de un ritmo de cambio diferente. Las nuevas percepciones
morales requieren que los cristales se rompan y se vuelvan a
recomponer, y ese es un proceso que lleva tiempo. Los cambios de este
tipo han alterado repetidas veces las reglas que rodean al tema
crucial que nos concierne: la marcada división del mundo en personas
y propiedades. El cambio de talante frente a la esclavitud es un
ejemplo claro de ello, al que volveremos más adelante. Pero vale la
pena destacar primero que los descubrimientos más reveladores y
objetivos también pueden marcar la diferencia. Cuando nuestra
civilización desarrolló su perspectiva en relación a esa barrera
por especies que sigue conservando, los animales nohumanos mejor
desarrollados eran aún unos desconocidos. Leyendas aparte, se
suponía que las ballenas y los delfines eran muy parecidos a los
peces. Los grandes simios ni siquiera fueron descubiertos hasta el
siglo XVIII, y hasta las últimas décadas apenas se ha tenido ningún
conocimiento real sobre sus vidas. Respecto de las criaturas más
familiares también se tenía una ignorancia general, al mismo tiempo
que se descartaban de forma irreflexiva las evidencias disponibles;
no hubo reconocimiento ni fe hacia sus capacidades sociales. Las
principales tradiciones intelectuales de nuestra cultura nunca
previeron la necesidad de pulir su tosca, extrema y lúgubre
dicotomía entre los hombres y las bestias. A pesar de los esfuerzos
de muchos pensadores inquietos, desde Plutarco hasta Montaigne, y
desde Blake hasta John Stuart Mill, ningún otro modelo se llegó a
desarrollar jamás. Si unos extraterrestres aterrizasen mañana, los
abogados, los filósofos y los sociólogos tendrían que ponerse a
discurrir a toda prisa. (No es que espere la llegada de los
extraterrestres, pero forman parte del mobiliario imaginativo de
nuestra era, de modo que es legítimo echar mano de ellos para
despertarnos de nuestro dogmático letargo.) La ciencia ficción,
aunque útil en ocasiones, se ha desmarcado a menudo del problema al
hacer que sus extraterrestres no sean otra cosa que científicos con
antenas verdes, seres dotados de un tipo de "inteligencia"
que sería de inmediato admitida en el Instituto Tecnológico de
Massachusetts —solo que un poquito superior, claro. Pero el hecho
de que los delfines y los gorilas sean incapaces de desarrollar tesis
doctorales nos permite salir al paso con respecto a los terrícolas
no humanos. Las "personas" y sus correspondientes derechos
pueden continuar siendo definidos bajos los términos de este tipo de
inteligencias, de tal modo que podamos así seguir envenenando a
discreción a las palomas del parque en cualquier momento que nos
plazca.
La pregunta es, ¿por
qué este tipo de inteligencia debería ser tan importante y por qué
debería marcar los límites de nuestra consideración moral? Con
frecuencia se supone que el deber lo tenemos sólo para con aquellos
seres dotados de la facultad del habla. El porqué de esta
suposición, sin embargo, no está nada claro. Es probable que, en
esencia, Bentham estuviese en lo cierto en su Introducción
a los principios de la moral y la legislación:
"La pregunta no es... ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?"
Pero los chimpancés, los gorilas y los delfines presentan ahora un
problema adicional, y es que hay quienes han tratado de enseñarles
un determinado tipo de habla, al parecer con cierto éxito. Estas
iniciativas podrían habernos instruido mucho sobre las nuevas
categorías requeridas para una clasificación más sutil por nuestra
parte de los seres de este mundo. Por desgracia, el proyecto se está
oscureciendo a causa de la encarnada oposición de personas que se
obstinan en las viejas categorías y ven su curso como un intento
ilícito por traspasar la frontera de contrabando. Esta reacción es
extremadamente interesante. ¿Cuál es la amenaza? Es poco probable
que estos elocuentes simios y cetáceos se hagan con el mando del
gobierno. Lo único que podría ocurrir es que nos resulte mucho más
difícil excluirlos de nuestras consideraciones éticas. En
particular, su empleo como sujetos experimentales podría empezar a
contemplarse de una forma muy distinta. ¿Es posible amurallar la
frontera por medio de una negativa resuelta e inquebrantable a la
admisión de que estos animales hablan?
Es comprensible que
la gente haya pensado de esta manera, pero no es probable que ésta
sea la solución al problema. Lo que convierte a las demás criaturas
en nuestros semejantes, en sujetos con derecho a una consideración
básica, no es su capacidad intelectual, sino su hermandad emocional.
Y si buscamos los atributos que justificarían una demanda más
elevada, haciendo que ciertas criaturas se aproximen al mismo grado
de consideración debida a los humanos, encontramos que el más
relevante parece ser ese tipo de complejidad sensitiva, social y
emocional que se expresa en la formación de relaciones profundas,
delicadas y estables. El don de imitar algunas de las habilidades
intelectuales que son importantes para los humanos es sin duda un
buen indicativo de lo anterior, pero no es algo crucial. Ya sabemos
que tanto los simios como los delfines poseen este tipo de
complejidad social y emocional. Si buscamos los elementos que hacen
de las "personas" sujetos dignos de consideración moral,
creo que podemos arrojar algo de luz comparando a estas sensibles
criaturas con los ordenadores de última generación, programados de
tal manera que, de acuerdo con el uso polémico actual, bien pueden
ser calificados de "inteligentes".
Estos ordenadores no perturban nuestro sueño bajo inquietud moral
alguna, ni lograrían hacerlo por muy "inteligentes" que
llegaran a ser, a menos que un buen día se nos revelasen como
conscientes, sensibles y dotados de emociones. Si así ocurriera, nos
veríamos enfrentados al grave problema al que tuvo que enfrentarse
el doctor Frankenstein. (El
ansia con que Frankenstein condujo sus investigaciones al desastre es
algo sobre lo que deberían reflexionar los creadores de monstruos
contemporáneos.) Pero aquellos que enfatizan la inteligencia de los
ordenadores no encuentran razón alguna para llamarlos personas o
reconocerlos como miembros de la comunidad moral. El habla, por lo
tanto, tampoco sirve de alegato en el caso de los simios. Lo
fundamental es el hecho ya evidente, y que el habla apenas viene a
imposibilitar su negativa, de que son seres sociales dotados de una
gran sensibilidad.
No creo que estas
deliberaciones sean sólo cosa de locos o extremistas. Parecen
bastante extendidas hoy en día, y es probable que a todos nos
invadan en algún momento, por más que no sepamos bien qué hacer
con ellas. Si esto es así, y si la ley no les confiere todo su
valor, entonces se habrá llegado al punto en que la legislación ha
de ser modificada a fin de poner remedio a su conflicto con la moral.
Existe un precedente obvio, un precedente al que trataron de apelar
aquellos que habían liberado a los delfines:
«Tras sacar a los delfines de los tanques, los liberadores dejaron un mensaje que los identificaba como el "ferrocarril submarino", una referencia al ferrocarril subterráneo, la red de liberación de esclavos que los abolicionistas organizaron en los días previos a la Guerra Civil. A lo largo de la década de 1850, hubo ocasiones en que los jurados se negaron a condenar a las personas acusadas de liberar a los esclavos de forma subrepticia. Ese era el tipo de reivindicación que Le Vasseur y Sipman estaban demandando... No se consideraban criminales. De hecho, consideraban que, si había algún crimen, ese era el de mantener a los delfines —criaturas inteligentes y altamente conscientes, sin antecedentes penales de ninguna clase— en un confinamiento y aislamiento perpetuo, en pequeños tanques de hormigón fabricados para llevar a cabo sobre ellos experimentos reiterados.»
Si volvemos a los
extraterrestres por un momento y nos planteamos si acaso los más
inteligentes de ellos tendrían derecho a mantener bajo estas mismas
condiciones a los seres humanos que los visitasen, por estúpidos que
estos pudieran ser, creo que hasta al mayor enemigo de los
astronautas podría empezar a comprender el punto de vista de Le
Vasseur y Sipman. Atrincherar las leyes en torno al termino "persona"
no parece suficiente recurso para rechazarlo. Necesitamos nuevas
ideas, nuevos conceptos y nuevas palabras, y no estamos menos dotados
para lograrlo que las gentes de 1850.
Mary Midgley, 1985.
________________________________________
Traducción: Igor Sanz
Texto original: Persons and Non-Persons
Muy buena reflexión y muy difídsl de comentar, ya que ir desde Kant o Descartes a la Samantha de Her o ala Joi de Blade Runner 2049, pasando por los delfinos (y las ratas, no lo olvidemos) tiene chicha filosófica para rato. ¡Lo del cine es únicamente mío!
ResponderEliminarLo que si tengo muy claro es que el nivel de mezcla entre derecho duro y puro y una cierta filosofía del derecho (y etc,), no dá para taner muy clara la carta de ciudadanía, ni siquiera como aproximación al concepto de "persona", aplicado aun ser humano. Ya no digamos a un ser vivo no humano, en versión homínido como mínimo. Se le pueden dar derechos civiles y no considerarlo un crimen, pero dentro de un sistema evolutivo tal como está planteado (o eso parece) por lo de ahora, el "crimen" contra un animal irracional no tiene demasiado que ver, para mi, en relación con el crimen sobre un ser humano. Se ponga como se ponga el emisor de la etiqueta crimen. O más bien de su apliccaión práctica (social).El derecho a la a vida, tanto puede ser considerado como un constructo social, o como una emanación de algún tipo de ley divina (natural).
El derecho a mi identidad, como ser pensante y pensador de otros seres pensantes no depende para nada de lo que piense, de mi y de ellos, un determinado sector social.
A estes niveles de debate el problema no pasa por ser o no personas, solamente por como vivencio yo que me dejen moribundo para defender a un delfín (o una rata) en base a un presupuesto teórico totalmente inaccesible para mi sistema genéticomental.
y sobre la dotación en refelación al 1850, puede que estemos con más capacidad de análisis (o no), pero seguro estamos ahogados en un exceso de información no esencial, así como en una ola de egoismo barato que tira para atrás.
digamos que awquí la discusión en términso de potencia y acto, ya no digamso ideas paltónica hace tiempo perdieron todo su sentido. El avance tecnológico es imparable y favoredor de confusión, para esta versión actual de homo sapiens, tan tan mediocre.