sábado, 20 de julio de 2024

La jungla


«Nada puede sellar mi boca: no lo pueden ni la pobreza ni la enfermedad, ni los odios ni los vilipendios, ni, tampoco, las amenazas o el escarnio; no hay prisión ni hostigamiento capaz de silenciarme, ni lo conseguirá poder alguno, de este u otro mundo, entre cuantos han sido, son o pueden ser creados. Si esta noche fracaso, no me quedará sino probar mañana, sabiendo que la culpa ha de ser mía; porque si las visiones de mi espíritu llegasen a alcanzar expresión siquiera una vez, si las agonías que lo consumen pudieran ser vertidas al lenguaje humano, ninguna barrera, ni aun las de los más ciegos prejuicios, podría oponérseles, ni habría una sola alma, entre las más indolentes, que no se alzase y emprendiera la acción. Esas visiones aturullarían a los más cínicos y causarían espanto a los más egoístas; y, entonces, los que se complacen en la burla enmudecerían, y el fraude y la falsedad retrocederían a sus cavernas haciendo que la verdad saliese a la luz. Porque mi voz no es otra que la de los millones de seres que carecen de ella. Es la voz de los oprimidos que no tienen quien los consuele. Mi voz es la de los desheredados de la vida, los que no conocen tregua ni descanso; la de aquellos para quienes la existencia es una prisión, un cuarto de tortura, una tumba.»
~ Upton Sinclair ~
 
Por una larga serie de escaleras exteriores el grupo subió cinco o seis pisos, hasta llegar a lo alto del edificio. Allí encontraron el plano inclinado ascendente, que una muchedumbre de cerdos remontaba con trabajo y empujándose unos a otros. En el extremo superior del camino había una explanada donde se dejaba a los animales descansar un momento para que se refrescasen, y en seguida, por un pasadizo, penetraban en una cámara de donde ya ningún cerdo vuelve nunca.

Era una nave larga y angosta, con una galería a todo lo largo, destinada a los visitantes. En la extremidad que corresponde a la entrada había una gran rueda de acero de más de veinte pies de circunferencia, con anillas de trecho en trecho a lo largo de los bordes. A ambos lados de esta rueda había un espacio estrecho adonde iban llegando los cerdos al fin de su viaje; en medio de cada uno de ambos espacios se hallaba en pie un negro, alto y vigoroso, con el pecho y los brazos desnudos. En aquel momento los negros descansaban, porque la rueda estaba detenida mientras otros obreros la limpiaban.

Pero, trascurridos uno o dos minutos, la rueda empezó a girar lentamente, y los negros de uno y otro lado reanudaron de un salto su trabajo. Cada uno de ellos tenía a mano cadenas que aseguraban por un extremo a una pata trasera del animal que tenían más cerca, y que enganchaban por el otro extremo a uno de los anillos de la rueda. Cuando ésta giraba, el animal era violentamente arrastrado y quedaba suspendido en el aire cabeza abajo.

Al mismo tiempo, un grito de angustia, un gruñido intenso y terrible, atronaba los oídos; los visitantes se estremecían de espanto; las mujeres palidecían y trataban de retroceder. Al primer clamor del animal seguía otro, aún más angustioso, más fuerte y más continuado; porque, una vez en aquel camino de muerte, el cerdo no se detenía ya hasta perecer. Cuando el anillo adonde estaba enganchado llegaba, por el movimiento de rotación de la rueda, a lo mas alto de esta, pasaba a un trole y el animal, oscilando cabeza abajo como un péndulo, marchaba colgado del cable movible a lo largo de la cámara.

Fotografía de Jacob Riss de 1892.
En seguida, otro cerdo era enganchado y suspendido del mismo modo, y luego otro, y otro, hasta formar una doble fila de ellos, todos colgado de una pata trasera, pataleando y gruñendo desesperadamente. El ruido resultante era tremendo, aterrador y capaz de romper los tímpanos a los visitantes. Parecía que la sala no era suficiente para resistir tal estruendo, y que techo y muros se iban a venir abajo. Eran audibles toda clase de gruñidos, unos agudísimos, otros graves y sordos, alaridos, todos, de agonía. De cuando en cuando había un momento como de calma, pero en seguida se reproducía el fragor aún más horripilante.

Esto era demasiado para algunos de los presentes. Los hombres se miraban unos a otros y reían nerviosamente para ocultar su impresión; las mujeres crispaban las manos, cambiaban de color y no podían contener las lágrimas.

Entretanto, los obreros allí empleados continuaban su trabajo. Sin prestar atención alguna ni a los alaridos de los cerdos, ni a las exclamaciones de los visitantes. Uno por uno, los animales colgados, conforme iban pasando delante de ellos, recibían una rápida y tremenda cuchillada que les abría el pecho. Manando sangre, y gruñendo y pataleando todavía, continuaban su marcha arrastrados por el cable hasta que caían sumergidos de un golpe, los más de ellos aún en el estertor de la agonía, en un inmenso tanque de agua hirviendo.

Todo esto se hacia tan metódica y maquinalmente que, a pesar del horror que experimentaba, el espectador quedaba fascinado. Estaban presenciando la matanza tecnificada, la industrialización del cerdo mediante las matemáticas. Y, sin embargo, aun las personas menos sensibles no podían menos de pensar en los pobres cerdos. ¡Eran tan inocentes, habían llegado allí tan confiados, y sus protestas parecían tan humanas, tan justas!

En verdad, los pobres animales no habían hecho nada para merecer tal fin: enganchados, colgados y degollados con tanta sangre fría, sin mostrar por ellos la menor compasión, sin la menor excusa y sin el homenaje de una lágrima, era añadir el insulto a la injuria. De vez en cuando, a buen seguro, alguno de los visitantes dejaba escapar una lágrima. Pero la máquina de matar continuaba funcionando, hubiera o no espectadores. Era aquello como un horrible crimen cometido en una mazmorra y sepultado después en un profundo olvido.

No se podía contemplar largo tiempo esta escena sin sentirse inclinado a filosofar, sin empezar a encontrar símbolos y semejanzas, sin oír el alarido universal de toda la especie porcina. ¿Era posible creer que en ninguna parte de la tierra, o más allá de ella, no haya un paraíso donde los puercos vean recompensados todos sus sufrimientos? Cada uno de estos pobres animales era una criatura completa, un ser sensible. Los había blancos, negros, pardos y manchados; unos eran viejos, otros jóvenes; algunos se ofrecían a la vista grandes y colgados, otros monstruosos por lo gordos. Y todos y cada uno tenían una individualidad, una voluntad y esperanzas y deseos; cada uno de ellos estaba en la plenitud de la confianza en sí mismo, de su importancia y de su dignidad.

Confiados y tranquilos seguían su camino e iban cumpliendo su misión, en tanto que una sombra negra los amenazaba y un destino horrible les aguardaba al paso. De repente, aquella sombra se lanzaba sobre ellos y los amarraba. Inexorable, implacable, sorda a sus alaridos y protestas, ejercía sobre ellos su cruel voluntad, como su los deseos, los sentimientos de aquellos seres no existiesen en absoluto. Y los degollaba y contemplaba inalterable cómo se escapaba de ellos la vida.

[…]

Después, la expedición atravesó la calle para dirigirse al departamento donde se sacrificaban las reses vacunas, en el que cada hora cuatrocientas o quinientas de aquellas eran convertidas en carne para el consumo.

A diferencia del departamento que acababan de dejar, en este otro matadero todo el trabajo se hacia en un solo piso; y en vez de una línea de animales muertos en avance automático hacia los operarios había quince o veinte filas y los obreros pasaban de una fila a otra continuamente. Esto constituía una escena de extraordinaria actividad, un cuadro del poder humano, dignos de verse. Todo esto se efectuaba en una gran nave en forma de anfiteatro, con una galería en el centro destinada a los visitantes.
 
Fotografía de John Vachon
A uno de los lados de la gran nave corría otra galería estrecha, elevada algunos pies sobre el piso general. Hacia esta galería conducían el ganado unos hombres provistos de puyas de funcionamiento eléctrico. Una vez reunidas allí las reses, cada una de ellas era separada de las demás y apresada en una especie de celda que, formada con compuertas que caían repentinamente, o dejaban sitio al animal para revolverse. Mientras la res, en aquel estrecho encierro, mugía y pataleaba, un matarife, armado de un gran mazo, llegaba por la parte superior y aguardaba el momento oportuno para asestar un golpe de muerte.

El ruido de los martillazos, que se sucedía sin cesar; el de los cráneos, rotos del golpe, y el del pataleo de los pobres animales, retumbaba de continuo en la gran nave.

En el instante en que el animal cae, matarife repite la operación con otro. Entretanto, un segundo obrero, por medio de una palanca, hace que se incline el piso de la celda, y la res, todavía luchando y forcejeando en el estertor de la agonía, resbala al lecho de sacrificio, donde un hombre le engancha una cadena a una de las partes traseras, y, con otro movimiento de la palanca, el cuerpo del animal sale colgando, elevado por los aires.

Al lado de la gran nave había quince o veinte de estas celdas. Un par de minutos bastaban para derribar, heridas de muerte, las quince o veinte reses allí encerradas, hacerlas resbalar y salir colgando. Una vez vacíos los toriles, otro lote de animales entraba a llenarlos de nuevo, de modo que de cada uno de estos encierros fluía de continuo una corriente de reses sacrificadas, que los operarios debían retirar y lanzar hacia la gran nave.

Era aquello un espectáculo tal, que, una vez visto, jamás podría olvidarse. Los obreros trabajaban con una furiosa actividad; corrían, literalmente, de un lado a otro, y a nada podía compararse aquel ir y venir y aquella agitación, como no fuera a un partido de fútbol.

Sin embargo, todo ello era simplemente un trabajo especializado en extremo, en el que cada operario tenía su misión particular, consistente, por lo general, en practicar sobre cada res no más de dos o tres cortes específicos, de modo que los hombres recorrían la fila de quince o veinte reses para dar en cada cuerpo los cortes que le correspondían.

Primero llegaba el degollador, para sangrar al animal. La operación consistía en una sola cuchillada, tan rápido, que sólo se veía el fulgor de la hoja al blandir el cuchillo, y, antes de que el observador pudiera darse cuenta de ello, el obrero pasaba a la fila inmediata, según un torrente de sangre roja, manando de las reses, caía al suelo, donde, a pesar de los continuos esfuerzos de los empleados por empujar el líquido hacia los sumideros, había siempre una capa de sangre de media pulgada de espesor. El piso, por fuerza, debía de estar muy resbaladizo; pero, viendo cómo corrían de un lado para otro los operarios, nadie lo hubiera creído.

Durante algunos minutos, los animales permanecían suspendidos para que se desangrasen, sin que, por ello, se perdiera en absoluto el tiempo, ya que, en cada fila, había varios cuerpos suspendidos y siempre alguno dispuesto para continuar en él las operaciones sucesivas. Se dejaba entonces que la res cayese al suelo y en seguida llegaba el decapitador, que, de dos o tres rápidas cuchilladas, separaba la cabeza del tronco. Otro obrero daba inmediatamente un corte en la piel, y, casi al mismo tiempo, media docena de otros operarios, trabajando en rápida sucesión, dejaban la res desollada. Después de esto, el cuerpo quedaba suspendido otra vez, y, entretanto, un hombre examinaba la piel para asegurarse de que estaba entera, sin cuchilladas ni perforaciones, y otro la enrollaba en seguida y la hacía desaparecer por una de las trampillas del suelo, mientras la res despellejada seguía su camino.

 
Unos obreros la abrían en canal, otros la descuartizaban, otros separaban las entrañas, otros limpiaban y lavaban el interior. Los había que, en seguida, lanzaban, por medio de mangas, chorros de agua hirviendo sobre todas las porciones, y quienes cortaban los pies y hacían las operaciones finales. Por último, como en el departamento de los cerdos, el resultado de todo esto pasaba a las cámaras frigoríficas donde permanecía el tiempo necesario. Conducidos a estas cámaras, los visitantes podían ver las reses, colgadas en orden perfecto y cuidadosamente marcadas con el sello de los inspectores del Gobierno. Algunas, sacrificadas por un procedimiento especial, llevaban el signo rabínico como certificación de que aquella carne era kosher, es decir, apta para el consumo por los israelitas ortodoxos. Los visitantes eran conducidos a continuación a otros departamentos del edificio donde podía verse el resultado de todas las porciones que habían desaparecido bajo el piso de la nave principal. Así vieron los saladeros, los talleres de enlatado, las naves donde se envasaba y embalaba, y, por último, las secciones destinadas al arreglo de las carnes más selectas, que serían expedidas en vagones frigoríficos, destinadas al consumo en todo el orbe civilizado.

Upton Sinclair, 1906.

Después de que su cría muriera en una sabana de Kenia, esta jirafa de Rothschild estuvo de vigilia junto al cuerpo durante
Panorámica de los mataderos de Chicago en 1900, autor: George R. Lawrence
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Fragmento de la novela La jungla (fotografías añadidas)

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