jueves, 15 de agosto de 2024

Si la izquierda quiere de verdad salvaguardar la democracia, debe añadir una causa más a su lista

 
 
En un fallo parcial de 6 contra 3 emitido este verano, el Tribunal Supremo aprovechó la oportunidad para echar por tierra un pilar clave de la legislación federal: la deferencia Chevron, una doctrina legal que durante los últimos 40 años ha proporcionado a las agencias gubernamentales libertad para aplicar las leyes establecidas por el Congreso. La sentencia ha dotado a las empresas de una poderosa herramienta con la que inclinar la balanza de la Administración hacia sus intereses y alejarla por añadidura de los de los ciudadanos. Se espera que ponga en peligro la capacidad de la Agencia de Protección del Medio Ambiente a la hora de limitar los contaminantes y las emisiones que contribuyen al calentamiento climático, la de la Administración de Alimentos y Medicamentos a la hora de garantizar la seguridad de los alimentos y los medicamentos, y la de la Ley de Estadounidenses con Discapacidades a la hora de proteger a las personas discapacitadas de la discriminación, entre otros muchos frentes del Estado regulador.
 
Esta grave decisión surgió a raíz del caso Loper Bright Enterprises contra Raimondo, interpuesta por algunas empresas dedicadas a la pesca comercial que pretendían acabar con las normas federales que les obligaban a pagar a observadores gubernamentales encargados de evitar los excesos. El famoso multimillonario de derechas Charles Koch, junto con una miríada de intereses corporativos, se alinearon para apoyar a los pescadores, viéndolo como una oportunidad de prender las regulaciones federales relativas a las grandes empresas. Ahora, no serán sólo los peces quienes sufrirán las consecuencias.

La sentencia ha sido ampliamente difundida y comentada como un precedente decisivo en la gobernanza estadounidense, pero pocos han destacado el importante rol que la industria pesquera ha jugado en todo ello. Dicho rol no es ninguna coincidencia, sino el emblema de una tendencia alarmante y prolongada ya: las industrias animales, incluidas las de la carne, los productos lácteos y la pesca comercial, llevan décadas tratando con éxito de socavar la democracia y las supervisiones gubernamentales con el fin de incrementar sus beneficios. Por su parte, el gobierno norteamericano, a instancias del influjo empresarial, se ha pasado las últimas tres décadas tachando de terroristas locales a los activistas que luchan contra esas mismas industrias, no porque supongan una amenaza para la vida humana (ningún ser humano ha muerto jamás a manos del activismo proanimal), sino por la amenaza que suponen para los beneficios corporativos.

Si han podido hacerlo ha sido, en gran parte, por la excesiva frecuencia con que los progresistas han pasado por alto las fechorías de las industrias animales y han comprado la imagen de los animalistas como gente marginal y extremista —personas más preocupadas por las vidas de los arenques que por el sustento de los pescadores—. Esta imagen, sin embargo, está sacada directamente del libro de tácticas de la industria animal. Durante décadas, los actores corporativos han tratado de derrotar al movimiento animalista separándolo de forma encubierta de otras causas progresistas.

"Fish Hooks and Victims" (2011), por Sue Coe.
A finales de la década de 1980, por ejemplo, la Asociación Médica Americana (AMA) promovió una estrategia para aislar y desbaratar a los activistas por los derechos de los animales con el fin de frenar sus avances y su creciente popularidad. Como detalla Sunaura Taylor, una de las autoras de este artículo, en su libro Crip [editado en español en 2021 por Ochodoscuatro], la AMA orquestó un movimiento de discapacitados y enfermos para promover la experimentación con animales y contrarrestar con ello a otro colectivo de activistas discapacitados y enfermos que se oponían a ella. El plan de la AMA, que nunca se hizo público, decía: «Para derrotar al movimiento por los derechos de los animales hay que disociar de él las capas de apoyo más superficiales, aislar las actividades más radicales del público y reducir el tamaño de sus simpatizantes».

Para construir un movimiento progresista de éxito que pueda hacer frente a las extraordinarias fechorías corporativas de las industrias animales, la izquierda debe presentar resistencia a esta estrategia de divide y vencerás. Al tratar la cuestión moral de los animales no humanos como una cuestión marginal, los progresistas pueden estar socavando muchas de las causas que les ocupan, al tiempo que envalentonando inadvertidamente a la derecha y fomentando una mayor erosión de la democracia, incluidos los ataques contra el Estado regulador.

En los círculos animalistas se dice a menudo que el movimiento necesita la adhesión de las clases izquierdistas. Estamos de acuerdo, pero creemos que lo contrario es igualmente cierto: para que los movimientos progresistas triunfen, necesitan incorporar los derechos de los animales en su agenda. Ampliar nuestro círculo de consideración más allá de nuestra especie ayudará a los progresistas a abordar muchos de los retos urgentes de nuestro tiempo, desde la lucha contra el cambio climático y la protección de la salud pública hasta el control del poder corporativo y la preservación de las libertades civiles, pues los problemas de los animales están invariablemente conectados a todos ellos. Dado lo mucho que está en juego, la izquierda debe ampliar su círculo de simpatizantes animalistas antes de que sea demasiado tarde.

LOS NORTEAMERICANOS AMAN A LOS ANIMALES. ¿POR QUÉ ENTONCES NUESTRAS POLÍTICAS DESTROZA SUS DERECHOS?

Los estadounidenses muestran un afecto amplio por los animales. Según una encuesta llevada a cabo en 2022 por Data for Progress, el 80 % de los ciudadanos con derecho a voto afirman que evitar la crueldad con los animales es para ellos una cuestión de gran interés moral, incluidos el 77 % de los republicanos. Según una encuesta Gallup de 2015, un tercio de los estadounidenses dice estar a favor de que los animales gocen de los mismos derechos que los humanos, una cifra superior al 25 % que lo afirmaba en 2008. Sin embargo, la explotación sistemática de los animales para la producción alimenticia y la experimentación científica rara vez es abordada por los sectores de la progresía política.

Tomemos como ejemplo un reciente caso de maltrato animal corporativo. En 2022, el Departamento de Justicia aprobó el rescate de más de 4.000 beagles criados para investigación médica en unas instalaciones rurales de Virginia gestionadas por la empresa Envigo. Los investigadores habían descubierto que los perros eran objeto de graves negligencias y malos tratos, con animales hacinados y a veces aplastados hasta la muerte en jaulas diminutas, alimentados con comida enmohecida y abandonados a languidecer en sus propios desperdicios. El pasado mes de junio, Envigo, uno de los principales proveedores mundiales de animales empleados en investigación, se declaró culpable de delitos como conspiración para infringir la Ley de Bienestar Animal, por lo que fue obligado a pagar una multa de 35 millones de dólares, la mayor jamás impuesta en un caso de bienestar animal. Envigo y su empresa matriz, Inotiv, que generó más de 500 millones de dólares en ingresos en 2022, tienen ahora prohibida la cría de perros y su comercialización.

La impactante historia acaparó titulares en el Washington Post, The Guardian, NPR y el New York Times. Sin embargo, esta victoria histórica para los derechos de los animales fue recibida con una notable indiferencia por parte de las organizaciones, los políticos y los medios de comunicación e tendencia progresista, que la ignoraron sin prestarle importancia a su conexión con cuestiones clave de su interés, como la mala praxis empresarial y los continuos ataques de las industrias animales contra el derecho público de protesta recogido en la Primera Enmienda.

Un cachorro de beagle rescatado de Envigo, una
empresa dedicada a la cría y la experimentación
animal clausurada después de que las autoridades
federales detectaran numerosas violaciones de
bienestar animal. Fotografía de Carolyn Cole.
Este silencio, sin embargo, no debería sorprendernos. Los defensores de los animales son, por utilizar una expresión popularizada por el filósofo canadiense Will Kymlicka, «huérfanos de la izquierda»: es usual que los aliados potenciales no consideren prioritaria la justicia para los animales no humanos, o incluso que se burlen de ella o que la desprecien.

«No es nada raro que los activistas de diversos movimientos de justicia social manifiesten un apoyo mutuo: las organizaciones feministas muestran a menudo su apoyo al Black Lives Matter, por ejemplo, o a los derechos de los inmigrantes, o a los derechos de los homosexuales», escribe Kymlicka, «pero los grupos en defensa de los derechos de los animales permanecen siempre excluidos de este círculo de solidaridad progresista».

En lugar de aprovechar el interés de los estadounidenses por los animales para unirse contra las empresas y prácticas que perjudican tanto a los animales como a los humanos, las organizaciones progresistas tienden a ignorar estas cuestiones, al tiempo que los izquierdistas de a pie se unen con demasiada frecuencia en un coro de desdén y desprecio dirigido a los activistas y movimientos dedicados a reducir la explotación animal. Como ha demostrado el podcast Citations Needed, los defensores de los animales suelen ser tratados como un «chiste de la cultura pop», mientras que los medios de comunicación progresistas, salvo algunas excepciones, rara vez cubren la cuestión de los derechos de los animales.

En este asunto, la izquierda se muestra completamente alineada con la derecha. Para los analistas y políticos conservadores, atacar a los vegetarianos es una forma barata y fácil de ofrecerles carne fresca proverbial a sus bases. Durante la última década, la hostilidad de la derecha hacia el movimiento LGBTQ+ y la aceptación del nacionalismo blanco han crecido en paralelo a un fetichismo histriónico por los productos animales y el desprecio hacia aquellos que han decidido evitarlos (a quienes los conservadores llaman «chicos-soja»).

El día después de que el presidente Joe Biden abandonara la carrera presidencial, el Comité Nacional Republicano Senatorial publicó un informe en torno a la nueva candidata demócrata, la vicepresidenta Kamala Harris, en donde se afirmaba su intención de prohibir la carne roja. Los indignados guerreros culturales gustan advertir que los socialistas están tratando de «quitarnos nuestras hamburguesas» (junto con las ingentes cantidades de energía que consumen las parrillas, cabe añadir) e «imponernos carne cultivada de laboratorio», sin prestarle importancia al hecho de que dicha carne ni ocupe ni vaya a ocupar pronto un lugar en las estanterías de los supermercados. En mayo, el gobernador de Florida, Ron DeSantis, aprobó una ley que penaliza la fabricación y venta de carne producida a partir de cultivos celulares, declarando en un comunicado posterior que con aquello estaba «luchando contra las élites mundiales». Alabama siguió su ejemplo, y otros estados se han empezado ya a plantear prohibiciones similares.

Estas payasadas han producido muy poca respuesta por parte de los demócratas. El senador John Fetterman, del Partido Demócrata de Pensilvania, incluso se subió al carro mediante un tuit de apoyo al enfoque de DeSantis.

Vimos una dinámica igual de extraña en 2019, después de que la representante Alexandria Ocasio-Cortez (del Partido Demócrata de Nueva York) anunciara su innovadora propuesta de un Nuevo Pacto Verde. Los republicanos montaron en cólera ante la supuesta amenaza que aquello representaba contra los carnívoros: «Quieren quitarnos las hamburguesas», proclamó de forma airada Sebastian Gorka, ex asistente de Trump. En una entrevista para el programa Desus & Mero, Ocasio-Cortez aseguró a los espectadores que su plan no implicaba «obligar a todo el mundo a hacerse vegano ni ninguna locura semejante». Más que apaciguar a sus oponentes, lo que hicieron sus comentarios fue fortalecer la imagen marginal y extremista del veganismo.

Ocasio-Cortez no está sola en su opinión de que una ética que rechace la carne y favorezca a los animales sea ir demasiado lejos. La abundancia de carne barata es una ortodoxia incuestionable en todo el espectro político; décadas de una ganadería subvencionada por el gobierno y una cultura que glorifica el consumo de carne han conducido a los derechos de los animales hacia un tercer carril de la política estadounidense, un carril de marginalidad que ha ayudado a aislar al movimiento por los derechos de los animales del ecosistema progresista general, incluso del ala izquierda el Partido Demócrata, aun cuando el freno de la ganadería industrial supondría enormes beneficios para las personas representadas por la colación demócrata.

El pasado noviembre, los residentes del condado de Sonoma (California) fueron convocados a las urnas para emitir su voto con respecto a la descrita como Medida J, una iniciativa electoral pionera cuyo objetivo era prohibir las llamadas operaciones concentradas de alimentación animal (CAFO, por sus siglas en inglés), o lo que comúnmente conocemos como granjas industriales. Según la Coalition to End Factory Farming [Coalición por el fin de las granjas industriales], un grupo de apoyo a la medida, su aprobación obligaría a varias docenas de explotaciones ganaderas a cerrar o reducir su tamaño en un plazo máximo de tres años. Aunque varias organizaciones de salud pública e incluso algunos políticos demócratas (entre los que destaca el senador Cory Booker, de Nueva Jersey) han pedido la eliminación progresiva de las CAFO —de gran perjuicio para los animales, los trabajadores y el medio ambiente—, el Partido Demócrata del condado de Sonoma se declaró en oposición a la medida.

También caben mencionar los casi seis años de campaña de la industria porcina para la invalidación de la Proposición 12 del estado de California, una ley que exige que los animales mantenidos habitualmente en jaulas diminutas puedan disponer de un espacio mínimo para moverse. El caso de la industria porcina contra la Proposición 12, presentado ante el Tribunal Supremo el año pasado, amenazó con anular la voluntad de una abrumadora mayoría de los votantes californianos y con derribar cientos de normativas estatales y locales progresistas de todo el país. Sin embargo, nada de eso impidió que el gobierno de Biden presentara un escrito en apoyo del derecho de la industria porcina a confinar a las cerdas preñadas en jaulas apenas más grandes que sus propios cuerpos. (La Proposición 12 terminó siendo reafirmada, pero la industria porcina continúa explorando otras vías de invalidación.)

Por desgracia, el movimiento por los derechos de los animales puede tener una parte de culpa en su propio aislamiento. La corriente principal en la defensa del veganismo tiende a hacer demasiado hincapié en lo individual de las elecciones del consumidor, reduciendo lo que debería ser un movimiento de liberación a poco más que un estilo de vida definido por la lista de la compra.

Aunque animamos ciertamente a la gente a comprar productos a base de avena o frutos secos como alternativa a los productos lácteos, o a comprar cosméticos no testados en animales, en última instancia, nuestra visión particular del veganismo está enmarcada en una agenda de transformación social de mayor alcance. Como ya hemos escrito en otras ocasiones, creemos que los activistas por los derechos de los animales deberían conectar su lucha con la problemática más amplia de la explotación corporativa y la maximización de los beneficios; en otras palabras: con aquellas fuerzas del mercado que amplifican las disparidades socioeconómicas y están precipitando a la humanidad a las fauces de un profundo abismo ecológico.

Los progresistas, por su parte, deberían atender las formas en que el especismo, el dogma de la superioridad humana, sirve de refuerzo a otra clase de jerarquías como el racismo, el colonialismo, el capacitismo y el sexismo. Aunque al movimiento por los derechos de los animales le queda aún un largo camino por recorrer en la consecución de sus objetivos, lo contrario también es cierto: los progresistas deben reconocer que la explotación animal tiene graves implicaciones que no pueden ya ser ignoradas por más tiempo.

LA GRANDES EMPRESAS CÁRNICAS LIDERAN UNA OFENSIVA PARA SOCAVAR LA DEMOCRACIA Y CRIMINALIZAR LA DISIDENCIA

Las terribles repercusiones de la industria animal para el medio ambiente y la salud humana son bien conocidas: emisiones de metano artífices del calentamiento global, deforestación, contaminación hídrica, pérdida de biodiversidad, resistencia a los antibióticos, enfermedades zoonóticas que podrían desencadenar futuras pandemias, efectos catastróficos de la sobrepesca en los sistemas biológicos de los océanos...; la lista es interminable. Alrededor de estas industrias se suele suceder también la explotación de los trabajadores, en su mayoría inmigrantes y personas de color —e incluso niños—, que cobran salarios miserables y soportan tasas extremadamente altas de lesiones y traumas psicológicos dentro de la pesca comercial, las granjas industriales y las plantas de envasado de carne. Vox ha informado sobre el devastador impacto de la industria porcina en las comunidades negras de las zonas rurales de Carolina del Norte, donde los cerdos superan en número a la población local en una proporción de 35 a 1, una población enferma a causa de las enormes lagunas de heces porcinas y otros contaminantes ambientales.

Lo que no es tan sabido es que las grandes empresas cárnicas también se dedican a socavar la democracia. La ganadería mundial es un negocio de 2 billones de dólares, con una gran inyección además de subvenciones públicas, y sus empresas ejercen una feroz presión global a la hora de salvaguardar sus intereses. Las empresas cárnicas y lácteas y los grupos comerciales del sector han gastado millones de dólares en las últimas décadas para desbaratar la acción climática y bloquear las normativas sobre bienestar animal. Sus campañas se han dedicado a difundir desinformación, al tiempo que financian a políticos y, como detalló recientemente Vox, a científicos universitarios para la promoción de su agenda particular.

Dicha agenda se centra cada vez más en la supresión de los derechos recogidos en la Primera Enmienda, ya sea presionando para que sea ilegal que las alternativas lácteas basadas en plantas utilicen la palabra «leche» en su comercialización o para criminalizar las investigaciones encubiertas en las granjas industriales bajo el soporte de las llamadas leyes mordaza. La industria mantiene estrechas relaciones con las fuerzas del orden y en los últimos años ha ayudado a desplegar una fuerza policial desproporcionada contra los activistas por los derechos de los animales.

La represión del activismo por parte del gobierno de los Estados Unidos se remonta a muchas décadas atrás, incluida el ahora famoso programa de vigilancia y sabotaje COINTELPRO del FBI contra el feminismo, el pacifismo y el Black Power de los años sesenta y setenta. Más recientemente, las campañas por los derechos de los animales han sido un «canario en las minas de carbón» de la represión gubernamental, convirtiéndose en 1987 en el primer objetivo de la nebulosa acusación de «terrorismo local», según documenta el periodista Will Potter en su libro de 2011 Los verdes somos los nuevos rojos [editado en español en 2013 por Plaza y Valdés]. Sin embargo, los progresistas han guardado relativo silencio sobre este historial, quizá porque consideraban que los derechos de los animales eran marginales y estaban desconectados de otra clase de problemáticas, sin prever que los ataques contra las libertades civiles y las protestas de los activistas por los derechos de los animales se extenderían inevitablemente a otros terrenos.

A partir de la década de 1990, las investigaciones encubiertas empezaron a sacar a la luz el maltrato y el abandono generalizados de perros, gatos y primates utilizados en el ámbito de la experimentación animal, incluido el Huntingdon Life Sciences, por entonces el mayor laboratorio de experimentación de toda Europa, de donde se extrajeron imágenes ahora tristemente célebres que mostraban a trabajadores de laboratorio golpeando en la cara a unos cachorros de beagle. Huntingdon Life Sciences probaba todo tipo de sustancias en los animales, incluidos limpiadores domésticos, tintes, materiales ignífugos, pesticidas y cosméticos; fue una de las empresas que formó parte de la fusión que en 2015 daría origen a Envigo —la misma corporación que hasta hace poco criaba y maltrataba a miles de beagles en Virginia—. La experimentación con animales era, y sigue siendo, parte de una industria internacional multimillonaria compuesta de una red compleja y expansiva de empresas farmacéuticas, fabricantes de productos químicos, agencias gubernamentales y granjas de cachorros al estilo de las granjas industriales como la administrada por Envigo.

Con el nuevo milenio, las campañas de grupo Stop Huntingdon Animal Cruelty (SHAC) cobraron gran impulso en el Reino Unido y los Estados Unidos, provocando el hundimiento de la reputación pública y el precio de las acciones de la empresa. Frente a ello, la industria y el gobierno no tardaron en entrar en acción. Como explica Alleen Brown en The Intercept: «Las industrias peleteras y biomédicas llevaban años presionando al Departamento de Justicia y a los legisladores para que persiguieran a los ecoactivistas, que habían perpetrado daños a sus propiedades, habían celebrado audaces manifestaciones denunciando sus actividades empresariales y les habían provocado millones de dólares en costes». Los grupos industriales aprovecharon los atentados del 11 de septiembre de 2001 para hacer progresar su agenda de costumbre. Sólo unos meses después de la caída de las torres gemelas, el FBI identificó al movimiento por los derechos de los animales como la amenaza terrorista nacional número uno de los Estados Unidos.

"Flick of a Switch" (1998), por Sue Coe.
En 2004, el entonces director adjunto de contraterrorismo del FBI, John E. Lewis, declaró ante el Comité Judicial del Senado que existía una amenaza creciente de extremistas por los derechos de los animales frente a quienes las leyes antiterroristas vigentes resultaban inadecuadas: no podían hacer frente a las tácticas sobre el terreno utilizadas por grupos como el SHAC —es decir, la denuncia de las irregularidades de la industria y la promoción de las actividades clandestinas (como liberar animales de las instalaciones de cría o los laboratorios, algunos actos vandálicos, la activación de bombas fétidas y de humo, etc.)—.

Pero la solicitud de más poderes no impidió que las autoridades federales persiguieran a los activistas del SHAC con las leyes ya existentes en la mano. En 2006, un grupo de acusados, conocido como «los siete del SHAC», fueron condenados en virtud de la Ley de Protección de Empresas de Animales, una ley de 1992 que tipifica como delito el denominado «terrorismo contra empresas de animales». Ninguno de ellos participó directamente en ningún acto ilegal, aunque sí en protestas y en la distribución de material informativo por Internet, un material que, según los fiscales, amenazaba a los socios de Huntingdon, cosa que para la acusación era prueba irrefutable de conspiración criminal. Los activistas fueron encarcelados y condenados a penas de hasta seis años sólo por actividades relacionadas con la libertad de expresión.

Estos activistas estaban en el punto de mira porque sus actividades y convicciones —que iban más allá de la objeción al maltrato animal, cuestionando la idea de que los animales no humanos pueden ser tratados como mercancías en cualquier circunstancia— amenazaban las prácticas y los beneficios de la industria. Como bien dejó claro el senador James Inhofe (del Partido Republicano de Oklahoma) en 2005, las autoridades temían que los activistas por la liberación animal «empezaran a dirigir sus acciones sobre la industria maderera, la militar o alguna otra industria controvertida».

Para evitar esa posible escalada, la Ley de Protección de Empresas de Animales fue modificada hasta convertirse en 2006 en la Ley de Terrorismo contra Empresas de Animales, que ampliaba los poderes del gobierno y definía como terroristas a todos aquellos que participasen en actividades interestatales potencialmente dañinas para las empresas de explotación animal, incluidos daños económicos como la pérdida de beneficios —una definición lo suficientemente amplia como para abarcar un sinfín de formas pacíficas de protesta—.

Hoy, las fuerzas del orden y los legisladores de ambos partidos están aplicando estas innovadoras tácticas represivas sobre las nuevas generaciones de activistas. En 2017, la división antiterrorista del FBI identificó a los «extremistas de la identidad negra» como una amenaza de tendencia ascendente, citando como prueba de ello la mayor atención a la brutalidad policial y las injusticias raciales. Esta extralimitación se puede apreciar de forma notable en Georgia, donde más de 40 activistas implicados en el movimiento contra la «Cop City» —unas instalaciones de entrenamiento policial presupuestadas en 90 millones de dólares que arrasarán una buena parte del bosque South River de Atlanta— se enfrentan a cargos de terrorismo local por presuntos allanamientos y daños a la propiedad. Son las primeras personas en ser procesadas en virtud de un estatuto estatal de 2017 creado para imponer sanciones más punitivas (hasta 35 años de prisión) a fin de, en palabras de la ACLU [la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles], «castigar con más severidad, por el simple hecho de acompañarse de expresiones críticas contra las políticas gubernamentales, delitos contra la propiedad que ya eran previamente ilegales».

En los últimos años, numerosos estados han ampliado o han intentado ampliar los estatutos sobre terrorismo local de formas igualmente preocupantes. Este mismo año, sin ir más lejos, algunos demócratas neoyorquinos respondieron a las protestas a favor de Palestina proponiendo leyes que elevaran el bloqueo de calles o puentes públicos a la categoría de terrorismo doméstico.

Si Donald Trump llega al poder el año que viene, es probable que los activistas se enfrenten a una mayor hostilidad por parte del gobierno. El ex presidente ha expresado su apoyo a elevar a categoría de organización terrorista a los antifas (abreviatura de antifascistas) —sin importar que se trate de un ethos y no de un colectivo real—, así como su deseo de utilizar la Ley de Insurrección, una ley que se remonta a 1807, para desplegar el ejército contra las manifestaciones que no resulten de su agrado. Los poderes potenciales del gobierno para criminalizar a los manifestantes no serían tan agudos si la gente no hubiera mirado para otro lado cuando hace décadas se puso a los activistas por los derechos de los animales en el blanco inaugural de estos ataques. 
«La represión sin precedentes contra los activistas por los derechos de los animales bajo la acusación de "terroristas" se ha convertido en el modelo posterior al 11-S para la criminalización de toda protesta», nos dijo Will Potter. «Este es el nuevo libro de estrategias empresarial. La lección más importante que podemos sacar de ello es que, a menos que contraataquemos, cualquiera estaremos en peligro».

LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES PUEDEN AYUDAR A CONSTRUIR UN MOVIMIENTO PROGRESISTA UNIFICADO

La derecha ha entendido a la perfección la conexión que comparten todas las causas progresistas; de ahí sus esfuerzos por incluir la compasión hacia los animales dentro de una guerra cultural más amplia, al tiempo que ataca a los sindicatos, a los ecologistas, a los inmigrantes, a los homosexuales y los transexuales, a las feministas, a los expertos en «teoría crítica de la raza», a los defensores de la perspectiva «DEI» [Diversidad, Equidad e Inclusión], y a los estudiantes que se manifiestan por el fin del conflicto de Gaza. La izquierda debe responder del mismo modo, tratando estas cuestiones como causas interconectadas y necesitadas de soluciones holísticas.

"A Cut Above the Rest" (1992), por Sue Coe.
Hay precedentes de este enfoque. La defensa de los animales no siempre ha estado aislada de otras causas, ofreciendo la historia numerosos ejemplos a seguir por parte de los activistas contemporáneos. De hecho, uno de los primeros veganos estadounidenses de los que se tiene constancia fue Benjamin Lay, autor de uno de los primeros libros norteamericanos contra la esclavitud, que desafió las jerarquías raciales y de género y cuyo audaz activismo inspiró a la iglesia cuáquera su posicionamiento a favor de la abolición. Su compasión por los animales era tan intensa que no sólo se negaba a comérselos, sino también a viajar a caballo, yendo a todas partes a pie.

Como documentan Bill Wasik y Monica Murphy en su nuevo libro Our Kindred Creatures: How Americans Came to Feel the Way They Do About Animals, el movimiento por el bienestar animal del siglo XIX gozó de un gran impulso a raíz del éxito en la lucha contra la esclavitud: muchos reformistas de la época consideraban que la abolición de la esclavitud, los derechos laborales, la reforma democrática, el sufragio femenino y la preocupación por los animales eran causas que estaban interrelacionadas. Las primeras campañas estadounidenses contra la vivisección, iniciadas a finales del siglo XIX, estaban dirigidas por mujeres que asociaban su propia subordinación al estado de los animales sometidos a las prácticas experimentales. En aquella época, las mujeres ejercían poco control sobre sus propios cuerpos, y era usual que los médicos varones prescribiesen cirugías invasivas como ovariectomías e histerectomías para diagnósticos tales como la histeria.

«Para algunas mujeres victorianas, la imagen de un animal atado a una mesa de vivisección tenía un extraño y aterrador parecido con la mujer ginecológicamente viviseccionada», escribe la historiadora Diane Beers. «En la reivindicación de sus derechos, las mujeres vieron en esta análoga opresión compartida con los animales un poderoso motor para la denuncia contra el lado oscuro de una profesión de marcado sesgo patriarcal».

A finales del siglo XX se produjo una similar polinización cruzada de causas progresistas. El movimiento moderno por los derechos de los animales tomó forma en la cresta de una ola de campañas que exigían derechos para grupos históricamente marginados, lo que llevó a algunas personas a tomar consciencia de la opresión de que también sufrían las criaturas no humanas; en 1970 se acuñó el término especismo. La campaña del SHAC se inspiró en la lucha por los derechos civiles y las movilizaciones contra el apartheid, que se sirvieron de los boicots y las desinversiones para infligirles costes económicos a sus oponentes. Los activistas del SHAC presionaron con éxito a docenas de proveedores, aseguradoras y prestamistas para que cortaran sus vínculos con Huntingdon y dificultar con ello que la empresa siguiera funcionando como de costumbre. Esta treta financiera, inspirada en generaciones anteriores de manifestantes, es lo que hizo que la campaña fuera tan eficaz y tan amenazante.

A pesar del largo historial de represiones y vilipendios, el movimiento por los derechos de los animales ha sobrevivido. Paralelamente, millones de personas de a pie muestran su oposición al sufrimiento de los animales, aun cuando muchas de ellas continúan consumiendo productos de origen animal y se niegan aún a reconocer que el sufrimiento de su querida mascota es análogo al sufrimiento de un animal criado para fines de investigación, por no hablar de los cerdos, las vacas, los pollos o los peces muertos de su plato.

Con ayuda, puede que empiecen a conectar los nexos comunes, no sólo entre el sufrimiento de las distintas especies animales, sino también entre la explotación de los animales y los sistemas de opresión en general. Recordemos la reciente indignación bipartidista que causó la gobernadora republicana de Dakota del Sur, Kristi Noem, al jactarse en su autobiografía de haberle pegado un tiro a su perrito Cricket por haberse resistido al adiestramiento. ¿Y si los progresistas hubieran aprovechado toda esa ira y conmoción para explicar que el desprecio de Noem por la vida del perrito no se trata de un caso aberrante, sino de algo asociado a la violencia y el desprecio al derecha a la vida que se aprecia también en otros ámbitos, como en los ataques contra la autonomía reproductiva, los derechos de los inmigrantes o la democracia misma tal y como la conocemos?

Llama también la atención que el asesinato de Noem, frío pero aislado, provocara muchas más protestas públicas que las revelaciones sobre el desprecio de Envigo por la vida de los animales o la noticia de las inversiones del candidato a la vicepresidencia y falso populista, el senador republicano por Ohio, J. D. Vance, en una empresa de biotecnología que realiza pruebas con animales vivos de las que salen monos con las patas y los genitales calcinados y, al menos en una caso, muertos por un equipo de laboratorio defectuoso. Esta noticia, lo mismo que la de Envigo, ofrece la oportunidad de relacionar el maltrato animal con la necesidad de frenar a los abusos empresariales en general.

Dado lo mucho que hay en juego, incluida la amenaza de una segundo mandato de Trump, la izquierda debe aprovechar cualquier oportunidad para hacer crecer sus movimientos. En lugar de perpetuar la narrativa de que los activistas por la liberación animal son extremistas ajenos a otros daños sistémicos o faltos de sintonía con ellos, ha llegado el momento de reconocer que los norteamericanos que se preocupan por los animales son en realidad muchos más de los se pensaba. Si lo hacemos, reforzaremos causas como la lucha a favor de la sostenibilidad medioambiental, el movimiento por la justicia racial, la lucha contra el capacitismo, la rebelión contra el poder corporativo y —quizás lo más urgente— la protección de nuestro derecho al disentimiento.

Astra Taylor & Sunaura Taylor, 7 de agosto de 2024.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: If the left is serious about saving democracy, there’s one more cause to add to the list

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