La cuestión moral de los nohumanos es
un foco habitual de debates de corte anatómico,
fisiológico, metabólico y arqueológico. Uno se ve tentado de preguntar qué relación puede tener la ética con cualquiera de estos
campos, y la respuesta es bastante clara: ninguna. A pesar de ello, hay un buen
número de temas que no parecen destinados a agotarse nunca, y es esa misma asiduidad la que me anima a atenderlas un instante y corregir de paso ciertas confusiones bastante generalizadas.
Uno de los más habituales argumentos
especistas es aquel que dice que los seres humanos somos omnívoros y
que por esa razón tenemos que comer de todo. Este argumento es absurdo ya desde su misma formulación. Ni siquiera hay
horas suficientes en el día como para poder
comer de todo. Lo que
pretende decirse en realidad, claro, es que tenemos que ingerir
alimentos tanto de origen animal como de origen vegetal. Lo que ocurre es que esa división
llevada al plano nutricional es completamente arbitraria. Distinguir los alimentos por su origen animal o vegetal tiene el mismo sentido que tendría hacerlo a partir de su origen terrestre o subacuático.
Debo
decir que las categorías de «omnívoro»,
«carnívoro»,
«herbívoro»,
etc., nunca me han resultado complacientes. Pueden resultar ilustrativas a un nivel muy básico, pero se trata en realidad de simplificaciones
demasiado restrictivas. La aún más global división entre especialistas y generalistas (u
oportunistas) me
parece mucho más recomendable. El motivo es que estas otras dos categorías se avienen a
una interpretación menos rígida y tienen presentes factores
ecológicos y etológicos tan determinantes como puedan serlo los morfolóficos y
fisiológicos.
En el
plano alimenticio, un especialista —como
su propio nombre indica—
es aquel que se ha especializado en el consumo de algún tipo de
alimento muy concreto. Esto no significa que un especialista no pueda
adaptarse a un cambio. En todo caso significa que la adaptación
requerirá de un esfuerzo algo mayor. Contamos con numerosos ejemplos de
especialistas que han experimentado cambios profundos en sus hábitos
alimenticios: los perros son animales generalistas que no obstante
descienden de especialistas; los osos panda, manteniendo una fisiología
carnívora, se alimentan en la actualidad con una dieta constituida
casi por completo de bambú; Little Tike fue una leona que durante
toda su vida rechazó de forma taxativa el consumo de carne (y no ha sido la única); y se
sabe también que, en diferentes centros de explotación intensiva,
algunas vacas (animales herbívoros y altamente
especializados) han sido mantenidas con dietas que contenían sustancias de origen animal, habiendo sido forzadas en algunos casos al canibalismo. Además, el esfuerzo será particular en cada caso
dependiendo del nivel de especialización. Todos los carnívoros son
especialistas, por ejemplo, pero no todos tienen el mismo grado de
especialización.
Si los
especialistas pueden adaptarse, no es difícil imaginar que los
no-especialistas gozarán de una mayor disposición.
Todos los omnívoros somo animales generalistas, y lo que esto
vendría a significar en realidad es que estamos diseñados para la flexibilidad. Los omnívoros, por tanto, no tenemos
que comer de todo. Es más, esto sería en cierta forma lo opuesto a
su definición, porque la falta de restricciones es lo
que caracteriza al animal omnívoro. No es cierto tampoco que los
omnívoros podamos
comer de todo; aunque sea una descripción más proxima a
la realidad, en rigor los omnívoros también tenemos
nuestras limitaciones. Pero un animal generalista es un animal con un
amplio abanico de posibilidades. Y dicho sea de paso, los humanos,
gracias a nuestra tecnología y conocimiento, somos los más generalistas de entre todos los generalistas del planeta. Nuestras
posibilidades son casi infinitas, y una de ellas es la dieta vegetal.
Otro
argumento especista habitual es aquel que dice que fue el consumo de carne lo
que hizo que los cerebros humanos alcanzarán su tamaño. Antes de atenderlo, sin embargo,
quisiera hacer un par de aclaraciones que me parecen oportunas. En
primer lugar, coloquialmente se suele llamar cerebro
a lo que en realidad es el encéfalo.
El cerebro es sólo una
parte del encéfalo. Es
un error tan común que en lo sucesivo me adaptaré a él para
evitar innecesarias complicaciones. Y en segundo lugar, mucha gente
cree que el ser humano posee el cerebro más grande de todo el reino
animal, lo cual es falso, como también lo es que nuestro cerebro sea el más grande en proporción al
cuerpo. El tamaño de nuestro cerebro sólo destaca en caso de que
apliquemos el cociente de encefalización,
aunque es probable que los resultados decepcionen a más de uno aquí también.
En cuanto al argumento de que la carne aumentó nuestro cerebro, ya de entrada
debe decirse que la idea, tal cual, es sencillamente ridícula. Y lo
es por dos motivos fundamentales. Por un lado, porque por más que una buena nutrición sea fundamental para el buen desarrollo de nuestro cerebro (y de cualquier órgano de nuestro cuerpo), ningún alimento
puede lograr que aumente más allá de sus
innatas posibilidades. Y por otro lado, porque una idea semejante exige
retrotraernos hasta las desfasadas teorías lamarckianas de la heredabilidad de
los caracteres adquiridos. Aun en el hipotético caso de que la
dieta influyera sobre el tamaño de nuestros cerebros, nada de esto
se transmitiría a nuestra descendencia. La idea es tan absurda como creer que la ingesta de algas nos va a provocar el desarrollo de escamas o de aletas, a nosotros o a nuestros descendientes. Nuestros cerebros no pudieron evolucionar así por la sencilla razón de que la evolución no opera así.
Esta creencia descansa sobre una mala
interpretación de una hipótesis científica lanzada hace más 20 años.
En concreto, fue formulada en 1995 por Leslie Aiello y Peter Wheeler
a partir de las observaciones que, cien años antes, había hecho sir
Arthur Keith sobre la supuesta relación inversa entre el
tamaño cerebral y el tamaño estomacal (idea bautizada como «hipótesis del tejido costoso»). Según esta hipótesis, los requerimientos
energéticos del cerebro y el sistema digestivo son tales que, para que uno
crezca, el otro tiene que menguar, y viceversa. A
partir de aquí, la conclusión parece presentarse sola: cuando el
cerebro creció, el aparato digestivo tuvo que reducirse; con la
reducción del aparato digestivo, se reducía la capacidad para absorber
nutrientes; y si la capacidad para absorber nutrientes se reducía, la
dieta mantenida hasta entonces ya no podía resultar de igual
utilidad. Frente a este panorama, a nuestros antepasados sólo les
hubieran quedado dos opciones: o aumentar en mucho la
ingesta de sus alimentos habituales (frutos, tallos, brotes, raíces y semillas), o recurrir a una nueva fuente de energía. En aquel entonces no
había agricultura, ni cocinas, ni sartenes, ni cazuelas, ni
frigoríficos, ni supermercados, ni microondas, ni libros de recetas..., así que a falta
de un mejor acceso a cereales y legumbres digeribles (fundamentales
en la dieta humana actual), la única fuente
alternativa disponible hubiera sido la carne. (Es también destacable que toda la
hipótesis parece apoyarse al mismo tiempo en una clara visión
saltacionista de la evolución, una teoría que no posee hoy por hoy el respaldo mayoritario de la
comunidad científica. Pero no merece la pena que nos detengamos en este punto.)
Esta es de forma sucinta la
hipótesis barajada por Aiello y Wheeler. Se podrá notar, sin embargo, que la teoría no atribuye a la ingesta de
carne la razón del desarrollo cerebral. De hecho, los propios Aiello
y Wheeler tuvieron cuidado en advertirlo de forma explícita. La inclusión
de carne en la dieta habría sido en todo caso una consecuencia
derivada del cambio fisiológico, no la causa. Cabe mencionar que la teoría en realidad perdió toda
su fundamentación a partir del momento en que la hipótesis de Keith fue refutada. Sea como fuere, puede apreciarse que el mito de
que comer carne nos hizo más inteligentes pretende apoyarse en una
hipótesis de la que es imposible en realidad extraer ninguna relación.
Este
tipo de debates en torno a los orígenes del desarrollo del cerebro
humano son en realidad bastante absurdos. Por más que Darwin se equivocara en algunos puntos (pocos), el pilar fundamental de su teoría sigue
siendo cierto: los cambios evolutivos son el fruto de las
competencias inter y extra-específicas. Siempre parece querer
dársele a la inteligencia humana un origen casi místico, cuando no
hay motivo para creer que se desarrollara de modo diferente a como
lo han hecho el global de los caracteres evolutivos. ¿Las jirafas tienen
los cuellos largos por comer acacias? No. Las jirafas tienen los
cuellos largos porque los antepasados de las jirafas con los cuellos
más largos aventajaron a sus competidores. Los atributos humanos
responden a las mismas leyes de la selección natural. Desde tiempos
remotos somos una especie muy dependiente de nuestras
capacidades comunicativas y sociales, todo lo cual
requiere de unas buenas dotes cognitivas. Las mutaciones genéticas
provocarían ocasionalmente individuos más encefalizados e
inteligentes que aventajarían a sus congéneres en cuanto a las
necesidades de la especie. A mayor ventaja, más posibilidades de
supervivencia; y a mayores posibilidades de supervivencia, más
posibilidades de aparearse y dejar una descendencia numerosa que
heredaría y transmitiría las características del progenitor (también se puede formular en el marco de una teoría de selección de grupo o cualquieras otras unidades de selección). O dicho
en palabras de los destacados paleoantropólogos Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez:
«Estamos tan convencidos de que la inteligencia es un don que nos hace superiores a cualquier otra forma viviente que no nos preocupamos por su valor adaptativo. Sin embargo, la expansión cerebral es una especialización como la de cualquier otro órgano, y la selección natural la ha favorecido porque presentaba ventajas en el contexto del nicho ecológico de los homínidos en los que se produjo. […] Es una teoría muy respetable la de que la expansión del cerebro y de la inteligencia […] representa una adaptación a la vida social, un medio en el que uno tiene que cooperar y competir a la vez con los mismos individuos. Las habilidades necesarias […] incluyen desde luego una buena memoria, para recordar complicadísimos organigramas sociales (quién es quién); además, al menos entre nosotros los humanos, existe cierta capacidad para intuir las intenciones del prójimo y adelantarse a sus actos, junto con la de representarse mentalmente situaciones hipotéticas (no sólo recordar situaciones pasadas), valorarlas, y obrar en consecuencia; es decir, pensar.»
Cambiando
de tercio, es también ya clásico que algunos especistas señalen
la presencia de caninos como un supuesto argumento en favor de la ingesta de animales (aclaro otra confusión habitual: en rigor, los humanos no
tenemos colmillos). Para responder a esta idea nos basta con
recordar que son muchas las especies herbívoras que poseen también dientes caninos, que en casos como el hipopótamo alcanzan tallas verdaderamente formidables. La explicación es muy sencilla: los caninos no sólo se
emplean como armas predadoras, sino también defensivas e incluso
intimidatorias. (En realidad no hace falta buscar una razón de ser
para cada uno de nuestros atributos. Muchos caracteres plesiomórficos
se mantienen como meros reductos vestigiales, y este podría ser uno
de los casos, toda vez que los humanos modernos parecen no haberles
dado nunca a estos dientes ningún uso significativo.)
«La naturaleza es una obra de arte, pero Dios es el único artista que existe,
y el hombre no es más que un obrero de mal gusto.»
~ George Sand ~
Pero
ni los argumentos de corte biológico ni los errores en los mismos
son exclusivos de los defensores del especismo. También es habitual contemplar
a muchos animalistas emplearlos y cometerlos con igual asiduidad.
Hacer omisión de ellos no se correspondería con una actitud honesta,
así que será necesario prestarles idéntica atención en aras de un talante equitativo.
En
respuesta al argumento de los caninos, por ejemplo, muchos
animalistas aprovechan para destacar que las denticiones que se
asemejan más a la humana se encuentran en los grandes primates
antropomorfos, apuntando a continuación que la dieta de estos
animales es vegetariana. El mayor problema de esta observación es
que, aun siendo predominantemente vegetal, la dieta de nuestros
parientes más cercanos sí incluye sustancias de origen animal, por más que
sea en una proporción exigua en la mayoría de los casos. Hay otros
comentarios más sutiles que podrían hacerse respecto de esta
argumentación concreta, pero lo anterior me parece que encierra una
razón suficiente para su renuncia.
Otros
animalistas, por el contrario, es en el aparato digestivo donde fijan
su atención para tratar de defender la condición vegetariana. Nuestro intestino, dicen, es mucho más
largo que el de los animales carnívoros, encontrándose mucho más próximo
al de los herbívoros. Sin dejar de ser cierto, tampoco lo es menos
que nuestro sistema digestivo es en realidad bastante pequeño si lo
enfrentamos a una comparativa proporcional con el resto de primates
(este factor de hecho es otro de los puntos
sobre los que se apoyaba la teoría de Aiello y Wheeler mencionada
más arriba). O dicho de otro modo: desde un punto de vista fisiológico, los humanos somos los
primates más preparados para el consumo de alimentos de origen
animal. Nótese además que este razonamiento sólo sugeriría la reducción del
consumo de carne, no su abstención.
Otro
argumento habitual apunta a la leche. "Los
seres humanos —se dice— somos los únicos animales que consumen leche pasado el
periodo de lactancia, de manera que es una práctica antinatural, más aun cuando la leche proviene de otros animales". Esta idea presenta
dos problemas empíricos. En primer lugar, la lactosa de la leche es
digerible sólo a través de la sintetización de la lactasa, una enzima
que desarrollan todos los mamíferos durante sus primeros
años de existencia (el periodo de lactancia), pero que desaparece tras el destete. Sin embargo, los seres humanos contamos con la
peculiaridad de haber experimentado una mutación genética conocida como «persistencia de la lactasa», que nos
ha permitido seguir produciendo lactasa pasada niñez. Se
trata de una adaptación relativamente reciente y aislada, motivo por el cual existe aún un alto porcentaje de la población con intolerancia a la lactosa. No obstante, no puede decirse
que todas aquellas personas en las que sí se presenta esta
particularidad no den muestras de una "naturaleza" dispuesta para el consumo
de la leche.
(Y ya que hablamos de genética, cabría apuntar de igual manera que, en comparación con los otros primates, los humanos portamos muchas más copias de un gen que ayuda a procesar los almidones, lo que sería indicativo de una mayor predisposición para el consumo de alimentos vegetales. Por cierto que a este mismo hecho se le otorga hoy una mayor revelancia en las hipótesis sobre el desarrollo evolutivo del encéfalo de nuestra especie.)
(Y ya que hablamos de genética, cabría apuntar de igual manera que, en comparación con los otros primates, los humanos portamos muchas más copias de un gen que ayuda a procesar los almidones, lo que sería indicativo de una mayor predisposición para el consumo de alimentos vegetales. Por cierto que a este mismo hecho se le otorga hoy una mayor revelancia en las hipótesis sobre el desarrollo evolutivo del encéfalo de nuestra especie.)
En
segundo lugar, no somos la única especie que consume leche de otros
animales en la edad adulta. Por lo pronto, ofrecérsela a los animales "domésticos" es una costumbre de lo más antigua, arraigada y extendida.
Alguien podría argüir que, aunque esto sea cierto, se trata de una práctica forzada por los propios seres
humanos y no por la plena disposición de los nohumanos. No es sin embargo inusual
que algunos animales nohumanos se sientan tan atraídos por la leche que lleguen incluso a asaltar voluntariamente los recipientes de su suministro. De interés notable es el caso de los petirrojos y herrerillos que a principios del siglo XX no sólo empezaron a
nutrirse de la leche que los repartidores dejaban en las puertas de
las casas británicas, sino que aprendieron a agujerear las tapas que fueron colocadas en las botellas por razón de aquellos mismos hurtos.
Pero puede que estos ejemplos resulten insatisfactorios por la persistencia de la intervención humana. Ocurre empero que algunas aves y moscas gustan de succionar la leche impregnada en las ubres de diversos ungulados, y están bien registrados los casos de determinadas aves marinas y gatos salvajes que han convertido casi en un hábito beberse la leche que derraman los pinnípedos que crían en su mismo territorio. Finalmente, creo que
tiene perfecta cabida aquí la relación mutualista que mantienen
ciertas hormigas y pulgones. Las hormigas mantienen, protegen y hasta
crían a los pulgones que a cambio de estos servicios obsequian a las
primeras con una sustancia nutritiva conocida como ligamaza. No se
trata de leche, claro, pero no deja de ser una
secreción azucarada.
Hay
otros muchos argumentos de índole semejante y uso no menos usual, pero considero que la mayoría son aún más irreflexivos. Algunas personas, por ejemplo, opinan
que nuestra carencia de garras sugeriría que no estamos preparados
para capturar y comer presas; pero ni las serpientes, ni los
tiburones, ni las arañas, ni muchos otros animales carnívoros y
predadores cuantan con ellas tampoco. Además, las dotes intelectuales que han ideado nuestras armas no son menos "naturales" que las garras u otros atributos. Los hay también —incluyendo a
activistas de renombre como Gary Yourofsky— quienes plantean como prueba de nuestra falta de "instinto predador" que
si un niño pequeño fuera colocado junto a un conejo y una manzana,
jugaría con el conejo y se comería la manzana. Yo dudo de que un niño
pequeño se comiera la manzana a voluntad, y dudo también de
que una cría de león enfrentada a la misma situación se comiera al animal.
He
querido tratar un momento estos temas por su recurrencia tan común, pero conviene recordar que
ninguno de ellos tiene relevancia alguna las cuestiones éticas y que bien podríamos guardarlos en el cajón de lo ignorable. Empleados como argumento moral responden al valor de una falacia naturalista. Ni ser omnívoros
ni tener caninos nos justifica explotar a los otros animales, y si lo
hiciera, lo haría en la misma medida en que justificase explotar a otros humanos, que también son animales. Lo mismo ocurre respecto de nuestros ancestros. En los yacimientos fosilíferos se han encontrado indicios de canibalismo e
incluso infanticidio. ¿Es este un argumento en favor del
canibalismo o el infanticidio? Y aunque no hubiese sido así, los
animales consumidos hoy son distintos de los consumidos en aquel entonces. ¿Por qué no incluir a la especie humana en el menú contemporáneo?
La naturaleza no va a ofrecer
ninguna justificación para la explotacion especista,
pero tampoco para lo contrario. Este tipo de enfoques son equivocados y falaces vengan de donde vengan, y por
eso he creído oportuno atender también aquellos que se lanzan desde voces en defensa de los animales. Tan equivocado es apelar a la naturaleza para defender el
especismo como para criticarlo. Lo que hagan otras especies no es un
argumento en pro de nada. Puede que los animales con quienes
mantenemos un parentesco más estrecho y una morfología más
semejante sean vegetarianos en un grado dominante, pero todos los grandes
primates consumen excrementos con regularidad y no veo por eso que nadie haga defensa de la coprofagia. O puede que no coman mucha carne,
pero tampoco comen garbanzos y nadie veo que se oponga a las legumbres.
La
verdad y la razón no están de parte de nadie, y tampoco toma
partido la naturaleza. Lo que debemos
hacer no depende de lo
que fuimos, lo que somos o lo que aspiremos o queramos ser.
«Cuando la naturaleza formó nuestra
especie, nos dio unos cuantos instintos,
el amor propio para nuestra
conservación, la benevolencia para la conservación
de los otros, el
amor que es común con todas las demás especies y el don
inexplicable
de combinar mas ideas que todos los demás animales
juntos; después de
habernos dado así nuestro lote, nos dijo:
"ahora, arreglaros como podáis".»
~ Voltaire ~
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Fantástico, muchas gracias. Qué placer aprender cosas nuevas.
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