martes, 25 de agosto de 2015

De cerebros, dientes y garras


La cuestión moral de los nohumanos es un foco habitual de debates de corte anatómico, fisiológico, metabólico y arqueológico. Uno se ve tentado de preguntar qué relación puede tener la ética con cualquiera de estos campos, y la respuesta es bastante clara: ninguna. A pesar de ello, hay un buen número de temas que no parecen destinados a agotarse nunca, y es esa misma asiduidad la que me anima a atenderlas un instante y corregir de paso ciertas confusiones bastante generalizadas.

Uno de los más habituales argumentos especistas es aquel que dice que los seres humanos somos omnívoros y que por esa razón tenemos que comer de todo. Este argumento es absurdo ya desde su misma formulación. Ni siquiera hay horas suficientes en el día como para poder comer de todo. Lo que pretende decirse en realidad, claro, es que tenemos que ingerir alimentos tanto de origen animal como de origen vegetal. Lo que ocurre es que esa división llevada al plano nutricional es completamente arbitraria. Distinguir los alimentos por su origen animal o vegetal tiene el mismo sentido que tendría hacerlo a partir de su origen terrestre o subacuático.

Debo decir que las categorías de «omnívoro», «carnívoro», «herbívoro», etc., nunca me han resultado complacientes. Pueden resultar ilustrativas a un nivel muy básico, pero se trata en realidad de simplificaciones demasiado restrictivas. La aún más global división entre especialistas y generalistas (u oportunistas) me parece mucho más recomendable. El motivo es que estas otras dos categorías se avienen a una interpretación menos rígida y tienen presentes factores ecológicos y etológicos tan determinantes como puedan serlo los morfolóficos y fisiológicos.

En el plano alimenticio, un especialista —como su propio nombre indica— es aquel que se ha especializado en el consumo de algún tipo de alimento muy concreto. Esto no significa que un especialista no pueda adaptarse a un cambio. En todo caso significa que la adaptación requerirá de un esfuerzo algo mayor. Contamos con numerosos ejemplos de especialistas que han experimentado cambios profundos en sus hábitos alimenticios: los perros son animales generalistas que no obstante descienden de especialistas; los osos panda, manteniendo una fisiología carnívora, se alimentan en la actualidad con una dieta constituida casi por completo de bambú; Little Tike fue una leona que durante toda su vida rechazó de forma taxativa el consumo de carne (y no ha sido la única); y se sabe también que, en diferentes centros de explotación intensiva, algunas vacas (animales herbívoros y altamente especializados) han sido mantenidas con dietas que contenían sustancias de origen animal, habiendo sido forzadas en algunos casos al canibalismo. Además, el esfuerzo será particular en cada caso dependiendo del nivel de especialización. Todos los carnívoros son especialistas, por ejemplo, pero no todos tienen el mismo grado de especialización.

Si los especialistas pueden adaptarse, no es difícil imaginar que los no-especialistas gozarán de una mayor disposición. Todos los omnívoros somo animales generalistas, y lo que esto vendría a significar en realidad es que estamos diseñados para la flexibilidad. Los omnívoros, por tanto, no tenemos que comer de todo. Es más, esto sería en cierta forma lo opuesto a su definición, porque la falta de restricciones es lo que caracteriza al animal omnívoro. No es cierto tampoco que los omnívoros podamos comer de todo; aunque sea una descripción más proxima a la realidad, en rigor los omnívoros también tenemos nuestras limitaciones. Pero un animal generalista es un animal con un amplio abanico de posibilidades. Y dicho sea de paso, los humanos, gracias a nuestra tecnología y conocimiento, somos los más generalistas de entre todos los generalistas del planeta. Nuestras posibilidades son casi infinitas, y una de ellas es la dieta vegetal.

Otro argumento especista habitual es aquel que dice que fue el consumo de carne lo que hizo que los cerebros humanos alcanzarán su tamaño. Antes de atenderlo, sin embargo, quisiera hacer un par de aclaraciones que me parecen oportunas. En primer lugar, coloquialmente se suele llamar cerebro a lo que en realidad es el encéfalo. El cerebro es sólo una parte del encéfalo. Es un error tan común que en lo sucesivo me adaptaré a él para evitar innecesarias complicaciones. Y en segundo lugar, mucha gente cree que el ser humano posee el cerebro más grande de todo el reino animal, lo cual es falso, como también lo es que nuestro cerebro sea el más grande en proporción al cuerpo. El tamaño de nuestro cerebro sólo destaca en caso de que apliquemos el cociente de encefalización, aunque es probable que los resultados decepcionen a más de uno aquí también.

En cuanto al argumento de que la carne aumentó nuestro cerebro, ya de entrada debe decirse que la idea, tal cual, es sencillamente ridícula. Y lo es por dos motivos fundamentales. Por un lado, porque por más que una buena nutrición sea fundamental para el buen desarrollo de nuestro cerebro (y de cualquier órgano de nuestro cuerpo), ningún alimento puede lograr que aumente más allá de sus innatas posibilidades. Y por otro lado, porque una idea semejante exige retrotraernos hasta las desfasadas teorías lamarckianas de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. Aun en el hipotético caso de que la dieta influyera sobre el tamaño de nuestros cerebros, nada de esto se transmitiría a nuestra descendencia. La idea es tan absurda como creer que la ingesta de algas nos va a provocar el desarrollo de escamas o de aletas, a nosotros o a nuestros descendientes. Nuestros cerebros no pudieron evolucionar así por la sencilla razón de que la evolución no opera así.

Esta creencia descansa sobre una mala interpretación de una hipótesis científica lanzada hace más 20 años. En concreto, fue formulada en 1995 por Leslie Aiello y Peter Wheeler a partir de las observaciones que, cien años antes, había hecho sir Arthur Keith sobre la supuesta relación inversa entre el tamaño cerebral y el tamaño estomacal (idea bautizada como «hipótesis del tejido costoso»). Según esta hipótesis, los requerimientos energéticos del cerebro y el sistema digestivo son tales que, para que uno crezca, el otro tiene que menguar, y viceversa. A partir de aquí, la conclusión parece presentarse sola: cuando el cerebro creció, el aparato digestivo tuvo que reducirse; con la reducción del aparato digestivo, se reducía la capacidad para absorber nutrientes; y si la capacidad para absorber nutrientes se reducía, la dieta mantenida hasta entonces ya no podía resultar de igual utilidad. Frente a este panorama, a nuestros antepasados sólo les hubieran quedado dos opciones: o aumentar en mucho la ingesta de sus alimentos habituales (frutos, tallos, brotes, raíces y semillas), o recurrir a una nueva fuente de energía. En aquel entonces no había agricultura, ni cocinas, ni sartenes, ni cazuelas, ni frigoríficos, ni supermercados, ni microondas, ni libros de recetas..., así que a falta de un mejor acceso a cereales y legumbres digeribles (fundamentales en la dieta humana actual), la única fuente alternativa disponible hubiera sido la carne. (Es también destacable que toda la hipótesis parece apoyarse al mismo tiempo en una clara visión saltacionista de la evolución, una teoría que no posee hoy por hoy el respaldo mayoritario de la comunidad científica. Pero no merece la pena que nos detengamos en este punto.)

Esta es de forma sucinta la hipótesis barajada por Aiello y Wheeler. Se podrá notar, sin embargo, que la teoría no atribuye a la ingesta de carne la razón del desarrollo cerebral. De hecho, los propios Aiello y Wheeler tuvieron cuidado en advertirlo de forma explícita. La inclusión de carne en la dieta habría sido en todo caso una consecuencia derivada del cambio fisiológico, no la causa. Cabe mencionar que la teoría en realidad perdió toda su fundamentación a partir del momento en que la hipótesis de Keith fue refutada. Sea como fuere, puede apreciarse que el mito de que comer carne nos hizo más inteligentes pretende apoyarse en una hipótesis de la que es imposible en realidad extraer ninguna relación.

Este tipo de debates en torno a los orígenes del desarrollo del cerebro humano son en realidad bastante absurdos. Por más que Darwin se equivocara en algunos puntos (pocos), el pilar fundamental de su teoría sigue siendo cierto: los cambios evolutivos son el fruto de las competencias inter y extra-específicas. Siempre parece querer dársele a la inteligencia humana un origen casi místico, cuando no hay motivo para creer que se desarrollara de modo diferente a como lo han hecho el global de los caracteres evolutivos. ¿Las jirafas tienen los cuellos largos por comer acacias? No. Las jirafas tienen los cuellos largos porque los antepasados de las jirafas con los cuellos más largos aventajaron a sus competidores. Los atributos humanos responden a las mismas leyes de la selección natural. Desde tiempos remotos somos una especie muy dependiente de nuestras capacidades comunicativas y sociales, todo lo cual requiere de unas buenas dotes cognitivas. Las mutaciones genéticas provocarían ocasionalmente individuos más encefalizados e inteligentes que aventajarían a sus congéneres en cuanto a las necesidades de la especie. A mayor ventaja, más posibilidades de supervivencia; y a mayores posibilidades de supervivencia, más posibilidades de aparearse y dejar una descendencia numerosa que heredaría y transmitiría las características del progenitor (también se puede formular en el marco de una teoría de selección de grupo o cualquieras otras unidades de selección). O dicho en palabras de los destacados paleoantropólogos Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez:

«Estamos tan convencidos de que la inteligencia es un don que nos hace superiores a cualquier otra forma viviente que no nos preocupamos por su valor adaptativo. Sin embargo, la expansión cerebral es una especialización como la de cualquier otro órgano, y la selección natural la ha favorecido porque presentaba ventajas en el contexto del nicho ecológico de los homínidos en los que se produjo. […] Es una teoría muy respetable la de que la expansión del cerebro y de la inteligencia […] representa una adaptación a la vida social, un medio en el que uno tiene que cooperar y competir a la vez con los mismos individuos. Las habilidades necesarias […] incluyen desde luego una buena memoria, para recordar complicadísimos organigramas sociales (quién es quién); además, al menos entre nosotros los humanos, existe cierta capacidad para intuir las intenciones del prójimo y adelantarse a sus actos, junto con la de representarse mentalmente situaciones hipotéticas (no sólo recordar situaciones pasadas), valorarlas, y obrar en consecuencia; es decir, pensar.»

Cambiando de tercio, es también ya clásico que algunos especistas señalen la presencia de caninos como un supuesto argumento en favor de la ingesta de animales (aclaro otra confusión habitual: en rigor, los humanos no tenemos colmillos). Para responder a esta idea nos basta con recordar que son muchas las especies herbívoras que poseen también dientes caninos, que en casos como el hipopótamo alcanzan tallas verdaderamente formidables. La explicación es muy sencilla: los caninos no sólo se emplean como armas predadoras, sino también defensivas e incluso intimidatorias. (En realidad no hace falta buscar una razón de ser para cada uno de nuestros atributos. Muchos caracteres plesiomórficos se mantienen como meros reductos vestigiales, y este podría ser uno de los casos, toda vez que los humanos modernos parecen no haberles dado nunca a estos dientes ningún uso significativo.)

«La naturaleza es una obra de arte, pero Dios es el único artista que existe, 
y el hombre no es más que un obrero de mal gusto.»
~ George Sand ~

Pero ni los argumentos de corte biológico ni los errores en los mismos son exclusivos de los defensores del especismo. También es habitual contemplar a muchos animalistas emplearlos y cometerlos con igual asiduidad. Hacer omisión de ellos no se correspondería con una actitud honesta, así que será necesario prestarles idéntica atención en aras de un talante equitativo.

En respuesta al argumento de los caninos, por ejemplo, muchos animalistas aprovechan para destacar que las denticiones que se asemejan más a la humana se encuentran en los grandes primates antropomorfos, apuntando a continuación que la dieta de estos animales es vegetariana. El mayor problema de esta observación es que, aun siendo predominantemente vegetal, la dieta de nuestros parientes más cercanos sí incluye sustancias de origen animal, por más que sea en una proporción exigua en la mayoría de los casos. Hay otros comentarios más sutiles que podrían hacerse respecto de esta argumentación concreta, pero lo anterior me parece que encierra una razón suficiente para su renuncia.

Otros animalistas, por el contrario, es en el aparato digestivo donde fijan su atención para tratar de defender la condición vegetariana. Nuestro intestino, dicen, es mucho más largo que el de los animales carnívoros, encontrándose mucho más próximo al de los herbívoros. Sin dejar de ser cierto, tampoco lo es menos que nuestro sistema digestivo es en realidad bastante pequeño si lo enfrentamos a una comparativa proporcional con el resto de primates (este factor de hecho es otro de los puntos sobre los que se apoyaba la teoría de Aiello y Wheeler mencionada más arriba). O dicho de otro modo: desde un punto de vista fisiológico, los humanos somos los primates más preparados para el consumo de alimentos de origen animal. Nótese además que este razonamiento sólo sugeriría la reducción del consumo de carne, no su abstención.

Otro argumento habitual apunta a la leche. "Los seres humanos —se dice somos los únicos animales que consumen leche pasado el periodo de lactancia, de manera que es una práctica antinatural, más aun cuando la leche proviene de otros animales". Esta idea presenta dos problemas empíricos. En primer lugar, la lactosa de la leche es digerible sólo a través de la sintetización de la lactasa, una enzima que desarrollan todos los mamíferos durante sus primeros años de existencia (el periodo de lactancia), pero que desaparece tras el destete. Sin embargo, los seres humanos contamos con la peculiaridad de haber experimentado una mutación genética conocida como «persistencia de la lactasa», que nos ha permitido seguir produciendo lactasa pasada niñez. Se trata de una adaptación relativamente reciente y aislada, motivo por el cual existe aún un alto porcentaje de la población con intolerancia a la lactosa. No obstante, no puede decirse que todas aquellas personas en las que sí se presenta esta particularidad no den muestras de una "naturaleza" dispuesta para el consumo de la leche. 

(Y ya que hablamos de genética, cabría apuntar de igual manera que, en comparación con los otros primates, los humanos portamos muchas más copias de un gen que ayuda a procesar los almidones, lo que sería indicativo de una mayor predisposición para el consumo de alimentos vegetales. Por cierto que a este mismo hecho se le otorga hoy una mayor revelancia en las hipótesis sobre el desarrollo evolutivo del encéfalo de nuestra especie.) 

En segundo lugar, no somos la única especie que consume leche de otros animales en la edad adulta. Por lo pronto, ofrecérsela a los animales "domésticos" es una costumbre de lo más antigua, arraigada y extendida. Alguien podría argüir que, aunque esto sea cierto, se trata de una práctica forzada por los propios seres humanos y no por la plena disposición de los nohumanos. No es sin embargo inusual que algunos animales nohumanos se sientan tan atraídos por la leche que lleguen incluso a asaltar voluntariamente los recipientes de su suministro. De interés notable es el caso de los petirrojos y herrerillos que a principios del siglo XX no sólo empezaron a nutrirse de la leche que los repartidores dejaban en las puertas de las casas británicas, sino que aprendieron a agujerear las tapas que fueron colocadas en las botellas por razón de aquellos mismos hurtos. Pero puede que estos ejemplos resulten insatisfactorios por la persistencia de la intervención humana. Ocurre empero que algunas aves y moscas gustan de succionar la leche impregnada en las ubres de diversos ungulados, y están bien registrados los casos de determinadas aves marinas y gatos salvajes que han convertido casi en un hábito beberse la leche que derraman los pinnípedos que crían en su mismo territorio. Finalmente, creo que tiene perfecta cabida aquí la relación mutualista que mantienen ciertas hormigas y pulgones. Las hormigas mantienen, protegen y hasta crían a los pulgones que a cambio de estos servicios obsequian a las primeras con una sustancia nutritiva conocida como ligamaza. No se trata de leche, claro, pero no deja de ser una secreción azucarada.

Hay otros muchos argumentos de índole semejante y uso no menos usual, pero considero que la mayoría son aún más irreflexivos. Algunas personas, por ejemplo, opinan que nuestra carencia de garras sugeriría que no estamos preparados para capturar y comer presas; pero ni las serpientes, ni los tiburones, ni las arañas, ni muchos otros animales carnívoros y predadores cuantan con ellas tampoco. Además, las dotes intelectuales que han ideado nuestras armas no son menos "naturales" que las garras u otros atributos. Los hay también —incluyendo a activistas de renombre como Gary Yourofsky— quienes plantean como prueba de nuestra falta de "instinto predador" que si un niño pequeño fuera colocado junto a un conejo y una manzana, jugaría con el conejo y se comería la manzana. Yo dudo de que un niño pequeño se comiera la manzana a voluntad, y dudo también de que una cría de león enfrentada a la misma situación se comiera al animal.

He querido tratar un momento estos temas por su recurrencia tan común, pero conviene recordar que ninguno de ellos tiene relevancia alguna las cuestiones éticas y que bien podríamos guardarlos en el cajón de lo ignorable. Empleados como argumento moral responden al valor de una falacia naturalista. Ni ser omnívoros ni tener caninos nos justifica explotar a los otros animales, y si lo hiciera, lo haría en la misma medida en que justificase explotar a otros humanos, que también son animales. Lo mismo ocurre respecto de nuestros ancestros. En los yacimientos fosilíferos se han encontrado indicios de canibalismo e incluso infanticidio. ¿Es este un argumento en favor del canibalismo o el infanticidio? Y aunque no hubiese sido así, los animales consumidos hoy son distintos de los consumidos en aquel entonces. ¿Por qué no incluir a la especie humana en el menú contemporáneo?

La naturaleza no va a ofrecer ninguna justificación para la explotacion especista, pero tampoco para lo contrario. Este tipo de enfoques son equivocados y falaces vengan de donde vengan, y por eso he creído oportuno atender también aquellos que se lanzan desde voces en defensa de los animales. Tan equivocado es apelar a la naturaleza para defender el especismo como para criticarlo. Lo que hagan otras especies no es un argumento en pro de nada. Puede que los animales con quienes mantenemos un parentesco más estrecho y una morfología más semejante sean vegetarianos en un grado dominante, pero todos los grandes primates consumen excrementos con regularidad y no veo por eso que nadie haga defensa de la coprofagia. O puede que no coman mucha carne, pero tampoco comen garbanzos y nadie veo que se oponga a las legumbres.

La verdad y la razón no están de parte de nadie, y tampoco toma partido la naturaleza. Lo que debemos hacer no depende de lo que fuimos, lo que somos o lo que aspiremos o queramos ser. 

«Cuando la naturaleza formó nuestra especie, nos dio unos cuantos instintos, 
el amor propio para nuestra conservación, la benevolencia para la conservación 
de los otros, el amor que es común con todas las demás especies y el don inexplicable 
de combinar mas ideas que todos los demás animales juntos; después de 
habernos dado así nuestro lote, nos dijo: "ahora, arreglaros como podáis".»

1 comentario:

  1. Fantástico, muchas gracias. Qué placer aprender cosas nuevas.

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