La relación de los humanos con las abejas
se ha caracterizado siempre por la incongruencia. Por un lado, se muestra una
abierta fascinación por estos insectos con motivo de algunas de sus cualidades,
tales como la fidelidad, la lealtad, la cooperación, el orden o la disciplina. Las
abejas han inspirado cantos, cuadros y poesías, y su imagen ha servido como símbolo de, por ejemplo, comunistas, capitalistas, anarquistas, católicos, protestantes, mormones, judíos, hindúes, musulmanes, monarcas, o republicanos.
Por otro lado, la relación más directa se ha distinguido
por el desprecio más infame. Como individuos, las abejas son perseguidas y
repudiadas a causa del especismo y de las fobias; y como colectivo, son sometidas
a un perpetuo estado de esclavitud y explotación con objeto de usurparles las
sustancias de su ardua y afanosa producción.
Pero detrás de las abejas se esconde un mundo que se
extiende mucho más allá de nuestra estrecha visión antropocéntrica. En lo que sigue le echaremos un vistazo. Limitado, por supuesto, pero cordial y deferente.
LÁGRIMAS DEL DIOS RA
Es tan antigua la relación entre los humanos y las abejas que
podemos encontrar numerosas historias relacionadas con ellas ya en la cuna de
la civilización moderna. Las abejas simbolizaban el emblema de las dinastías
faraónicas del Alto y el Bajo Egipto, y numerosas representaciones suyas han
sido descubiertas en tumbas e himnos funerarios. Una de las leyendas de la
época relataba que el origen de nuestras protagonistas procedía del dios Ra, quien derramara unas lágrimas que se convirtieron en abejas al entrar
en contacto con el suelo. Otro mito en cambio las asociaba antes con Apis, el dios toro de la fertilidad. Esta fábula fue absorbida por los griegos, lo que motiva que Apis
sea hoy el nombre del más común de los géneros de las
abejas.
Su origen real resulta menos
claro. Todo parece indicar que se trata de descendientes de antiguos insectos
alados como escarabajos y moscas que desempeñaban hace millones de años las
mismas funciones polinizadoras que hoy realizan las abejas. La más plausible de
las teorías es aquella que las relaciona con los antepasados de las
actuales cucarachas, como las cucarachas peludas del desierto (Eremoblatta
subdiaphana), que siendo más antiguas evolutivamente hablando, muestran en
su etapa como ninfas una entera dependencia de los progenitores y una suerte de
unidad familiar que recuerda la organización de los insectos de dinámica social.
Las abejas pertenecen al vasto orden de los himenópteros, aparecido en la tierra en el período Triásico, hace más de 200 millones de
años. Sin embargo, los denominados «insectos sociales» (aculeados), correspondientes a este orden, son bastante más tardíos. El fósil de abeja
más antiguo conocido fue hallado en Birmania, perteneciente a una especie a la
que se denominó Melittosphex burmensis, de una antigüedad estimada en
100 millones de años, en pleno período Cretácico. Su tamaño era muy reducido,
de unos 3 mm de longitud (una quinta parte de la longitud promedio de las
abejas actuales), y guarda características que la conectan tanto con las abejas modernas como con sus parientes y eternas "enemigas": las avispas.
UNA APIS, NULLA APIS
Existe un antiguo proverbio latino que reza: «una apis, nulla apis», que vendría a significar algo así como que una única abeja, no es abeja. Esto ilustra bien la imagen de rígida organización social que asociamos indefectiblemente a las abejas, casi como negándoles cualquier sentido de individualidad. Pero la idea que subyace en este proverbio es equivocada, y lo es por dos razones.
La primera es que todos los seres sintientes apreciamos
en mucho nuestra singularidad. Esa es la razón de ser misma de la capacidad de sentir, la de hacernos conscientes de nuestra
propia existencia para valorarla y poder así movernos por la vida evitando todo
aquello que la ponga en riesgo. A partir de ahí, cada animal —cada individuo—
elegirá una u otra forma de vida en función de sus posibilidades y caraceterísticas
biológicas. Algunos verán en la soledad la mejor manera de poder sobrevivir,
mientras que otros sólo verán posible la supervivencia en
compañía de sus semejantes (de hecho, las abejas forzadas a
un estado de aislamiento social sucumben a las pocas horas, cosa que no ocurre con
los himenópteros de costumbres solitarias). No sólo las abejas viven de manera
grupal y organizada, también lo hacen los lobos, las cebras o la mayoría de
los primates, por ejemplo, no negándoseles nunca a estos otros ese sentimiento idiosincrático.
Y la segunda razón es que, en contrate con la creencia popular, la gran mayoría
de las cerca de 20 mil especies diferentes de abejas que existen en el
planeta no son de habitos sociales, sino solitarios. Lo que sucede es que nuestro mayor
conocimiento y nuestro mayor contacto proviene de las que sí lo
son, en especial de la abeja europea o abeja común (Apis mellifera), razón probable de esta percepción distorsionada.
En cualquier caso, no hay duda de que la organización y
cooperación que se produce en las colonias de estas abejas es digna de
mención. Sus sociedades pueden llegar a estar constituidas por hasta 80 mil
abejas divididas en tres castas: la reina,
los zánganos y las obreras. La reina, única hembra fértil de la
colmena, tiene casi por toda función la de poner huevos de manera permanente; los zánganos, por su parte,
son los únicos machos de toda la comunidad, nacidos por medio de partenogénesis
de los huevos no fecundados de la reina (en las abejas, dos alelos del sexo
presentes dan como resultado una hembra, mientras que un único alelo da como
resultado un macho); y por último, las obreras, hembras estériles cuya
población compone el grueso amplio de la sociedad. Ocurre a menudo que la colonia
crece hasta que la colmena se les vuelve angosta, en cuyo caso se lanzan a la búsqueda de un nuevo emplazamiento. El viejo nido queda casi
despoblado, pero no del todo, de tal suerte que sus interregnos habitantes incuban una nueva soberana y dan comienzo a una flamante dinastía.
A pesar de las inagotables puestas de las reinas, éstas
se aparean una única vez en toda su vida. Lo hacen con entre 7 y 20 zánganos
diferentes en los denominados «vuelos nupciales», una serie de rituales de
apareamiento que se prolongan durante varios días sucesivos. El semen de los
zánganos es guardado en un órgano de la reina conocido como espermateca,
pudiendo ésta después recurrir a él en cualquier momento a lo largo de su
vida útil. Estos apareamientos se producen principalmente en primavera y
en verano, y una vez sucedidos, los zánganos ya no están preparados para cumplir
ninguna otra tarea dentro de la colmena y son por ello expulsados,
a modo de empleados temporales y especializados a quienes se despide sin
remisión una vez cumplida la breve tarea encomendada. Las monarcas son
orgullosas madres solteras que no gustan de compromisos sentimentales.
UNA VIDA DEDICADA AL TRABAJO
La gestación de las reinas dura 16 días, la de las
obreras 21, y la de los zánganos 24, diferencias nímias en contraste con lo relativo a la esperanza de vida de cada una de las castas: mientras que las reinas pueden llegar superar el lustro, las
aspiraciones máximas de las obreras apenas alcanzan los 80 días. Estragos de una vida
entera dedicada al trabajo, es de suponer.
Cada una de estas "subordinadas" está encargada de una
función específica dentro de las muchas a desempeñar, siendo la experiencia (la
madurez) el factor más importante a la hora de la designación. Durante sus
primeros 21 días de vida, las obreras se ven relegadas a funciones de interior,
pudiendo ocupar puestos tales como el de limpiadora, cerera, nodriza,
bodeguera, guardiana o ventiladora. Pasados los 21 días, sus glándulas cereras
quedan atrofiadas y son "ascendidas" a tareas de exterior, como la búsqueda de
nuevos asentamientos o la recolección de polen, néctar, propóleo y agua. Son
las llamadas obreras pecoreadoras u obreras forrajeras. No
obstante, la ascensión a este rango no es automática; antes deben realizar unas
pequeñas prácticas de localización, saliendo de la colmena y alejándose cada
vez más de ella hasta ser capaces de dominar el regreso sin dificultad. Las que
consigan superar esta prueba de iniciación trabajarán en la recolección entre 7
y 10 horas diarias, a velocidades de entre 25 y 40 km/h, con aleteos de hasta
200 veces por segundo (los zumbidos han inspirado sinfonías) y distancias cuya
suma total puede ascender hasta los 800 km.
Son muchas las creencias populares que giran en torno a
las abejas. Algunas verdaderas; otras, no tanto. Por ejemplo, suele decirse que
las abejas son sordas, y en efecto, carecen de órganos auditivos. También
es más o menos cierta la creencia de que sienten pavor por los relámpagos, pero
es muy natural, toda vez que tienen una extraordinaria sensibilidad a los campos
electromagnéticos. Por contra, aquella que afirma que no pueden distinguir la
nieve es completamente falsa. Esta creencia viene motivada por la habitual
aparición de abejas muertas cuando el suelo está nevado. Pero el motivo de estas tragedias no se debe a su visión, sino a su
pulcritud. Las abejas mantienen la colmena en un estado higiénico impecable,
una disciplina que las empuja a no defecar jamás dentro del nido y que las hace
salir siempre al exterior para satisfacer sus necesidades fisiológicas (también
salen al exterior cuando presienten su propia muerte). Ocurre sin embargo que
las abejas no soportan temperaturas inferiores a los 7ºC, por lo que dichas excursiones resultan potencialmente peligrosas durante los meses invernales.
las abejas no soportan temperaturas inferiores a los 7ºC, por lo que dichas excursiones resultan potencialmente peligrosas durante los meses invernales.
¿Y qué hay de la creencia de que mueren cuando pican a
alguien? Pues es cierta, aunque no exenta de matizaciones. El ovopositor está
transformado en un aguijón que emplean como herramienta defensiva (y conviene
resaltar esto último, porque el aguijón de las abejas no es en modo alguno un
arma de ataque; una abeja que no se sienta amenazada no nos hará absolutamente
nada). Dicho aguijón tiene forma de arpón, de tal forma que al clavarse en
alguien queda anclado en la piel del infortunado. Al retirarse
la abeja, el arpón se separa de ella, y al estar éste conectado a la vesícula
de veneno del insecto, parte del abdomen se desagarra con él. Puede ocurrir que
el aguijón no llegue a anclarse, de manera que la abeja saldría ilesa; o puede
también que el desgarro no llegue a ser tan grave como para provocar su muerte.
Cabe por tanto la posibilidad de que la experiencia no resulte fatal para la abeja,
aunque estas excepciones son en verdad inusuales. (Merece la
pena agregar que tampoco todas las especies de abejas cuentan con
aguijón).
Las abejas son quizá los insectos más estudiados
por la comunidad científica, y a nada que hemos podido observar un poco por
debajo de la superficie, nos hemos encontrado con un universo extraordinario. Hoy conocemos, por ejemplo, que pueden llegar a fabricar y
procesar conceptos abstractos, que sienten dolor, que poseen emociones, que se
estresan, que se deprimen, que analizan, o que incluso pueden volverse pesimistas. Pero si
hablamos del estudio de las abejas, estamos forzados a detenernos en un
nombre propio: Karl von Frisch. Este etólogo austriaco pretendía
en origen descifrar los secretos que ocultaba la muy notable capacidad de
orientación de nuestras protagonistas, algo que hoy sabemos (más o menos) que
se debe al reconocimiento de puntos de referencia del entorno, su sensibilidad hacia los campos magnéticos de la tierra y, sobre todo, a la posición del sol.
Pero esta primera investigación terminó por conducirlo mucho más lejos de lo
que jamás hubiese imaginado. Von Frisch descubrió que las abejas
se comunican entre sí a través de un complejo lenguaje simbólico y que poseen la facultad de transmitirse
indicaciones geofráficas con extraordinaria precisión, ya sea en referencia a la comida,
el agua o la búsqueda de un nuevo asentamiento. Cuando una exploradora encuentra una
rica fuente de alimento o un lugar propicio para establecer un nuevo nido,
regresa a la colmena y da instrucciones detalladas a sus compañeras, haciéndolo
además con tal eficiencia que éstas son capaces de encontrar dichos lugares
al instante y sin la ayuda física de nadie.
Pero, ¿cómo lo hacen? Pues de una manera muy poco
convencional: ¡bailando! En realidad, las danzas de las abejas eran bien
conocidas desde mucho tiempo atrás, pero sólo Karl von Frisch consiguió identificar
los diferentes tipos y descifrar el mensaje que escondía cada uno de ellos. La danza
de rotación consiste en una serie de singulares giros que sirven para
informar de la presencia de comida en las proximidades más cercanas a la
colmena (la abeja mensajera está impregnada al mismo tiempo del alimento en
cuestión para que las compañeras lo identifiquen). La danza de meneo por
su parte es más compleja que la anterior, tanto en ejecución como en
interpretación, y permite transmitir información detallada de lugares de
interés más alejados. La velocidad de la danza indica la distancia a la que se
encuentra el lugar, mientras que el dibujo trazado transmite información
relativa a la gravedad o la posición del sol. Por último, otras tales como
la danza de zarandeo y la danza de temblequeo se llevan a cabo
con el fin de reclutar compañeras para el desempeño de trabajos que requieran eventualmente una mayor y más urgente ocupación.
Al margen de las funciones comunicativas, las danzas
juegan un papel muy importante también en la estabilización de la temperatura
interna de los nidos (unos 34ºC), una tarea primordial. Si la temperatura cae, las abejas se apelotonan
en masa y danzan para producir calor, al tiempo que se sirven del agua para los casos en que la temperatura asciende en demasía. Por otro lado, también son
empleadas diversas sustancias químicas como medios de comunicación. Los
hidrocarburos presentes en el revestimiento ceroso de la cutícula, por ejemplo, representan la
principal seña de identidad de los miembros de una colonia compartida, y la misma
función básica desempeña el olor característico segregado por las conocidas
como glándulas de Nassanoff . La transmisión del olor que producen estas glándulas sirve a su vez como una voz de alarma en situaciones de caos o desorientación, y es habitual en momentos de retirada observar a
algunas abejas levantando el abdomen en la entrada de la colmena para enviar el
olor a sus compañeras y ordenarles el ingreso.
El mundo íntimo de las abejas se nos está revelando fascinante, y una pequeña parte de él le otorgaría a Karl von Frisch el Premio Nobel en 1973.
El mundo íntimo de las abejas se nos está revelando fascinante, y una pequeña parte de él le otorgaría a Karl von Frisch el Premio Nobel en 1973.
LA SALIVA DE LAS ESTRELLAS
Es tal la cantidad de talentos impresionantes reconocidos hoy
en las abejas que un sintetizado artículo como éste requiere la siempre compleja y
desagradable tarea de discriminación. Por ejemplo: las abejas han demostrado ser capaces de resolver
problemas lógicos; tienen una extraordinaria memoria que les permite recordar
hechos concretos durante el resto de su vida; son capaces de aprender
categorías y secuencias diferentes; conocen la manera de automedicarse mediante
resinas vegetales con las que combaten la presencia de agentes infecciosos;
algunas de sus soluciones geométricas pueden competir con el más ilustre de los
arquitectos; comprenden el concepto de cero; y sabemos que pueden realizar cálculos matemáticos que en realidad
se ven obligadas a resolver a cada instante. Esto último es de particular importancia en el caso de las abejas forrajeras. Las obreras
dedicadas a la recolección varían la cantidad de material que transportan a la
colmena en función de la distancia que separa a ésta de la fuente de recursos.
Asimismo, las encargadas de alimentar a la reina regulan la cantidad de
comida que le suministran a ésta de acuerdo con del mayor o menor éxito de la cosecha.
Son muchos y diversos los productos
que emplean y elaboran las abejas, como es de sobra conocido. Su dieta está compuesta en esencia de
néctar y de polen, el primero como fuente de carbohidratos y el segundo, de
proteínas. La jalea real es una sustancia segregada por las glándulas
hipofaríngeas de las obreras, y como su propio nombre indica, se trata de un privilegio únicamente reservado a la realeza (sólo las larvas en sus primeros 3 días de vida pueden degustar este
manjar a fin de acelerar su desarrollo). El propóleo lo obtienen de
las yemas de los árboles, siendo transportado al nido para su procesado y posterior empleo con función de material sellante. La cera representa el
componente principal de las estructuras que conforman la colmena. Es segregada por
cuatro pares de glándulas cereras ubicadas debajo el abdomen, pasando
después a ocho pequeñas bolsas situadas más abajo, en donde queda
solidificada para su posterior moldeado con la boca. La resina —además de las funciones medicinales mencionadas antes—
sirve también como refuerzo de las estructuras y para precintar la colmena y
cerrar puntuales aberturas que puedan convertirse en foco de incómodas corrientes. Y por último, la miel, ese elemento al que Plinio el Viejo llamaba «la saliva de las estrellas». Se trata de una sustancia predigerida por las
propias abejas a partir del néctar, y su función principal es servir como reserva alimenticia para los meses invernales o los periodos de escasez.
Mucho tiempo se tardó en averiguar de dónde provenía la
miel de las abejas, creyéndose en inicio que la extraían de alguna planta que sólo ellas debían conocer. El propio Carlos
Linneo, padre de la taxonomía moderna, se vio sumido en esta equivocación, concediendo a la abeja común el nombre de Apis mellifera (abeja
recolectora de miel). Tres años después, consciente de su error, trató de renombrándola como Apis mellifica
(abeja productora de miel), pero las reglas de nomenclatura zoológica hacen
prevalecer el primer nombre designado.
Sea como fuere, poco importaba y ha importado siempre conocer o
desconocer la procedencia de la miel y el resto de productos de las abejas. Por desgracia para ellas, los humanos hemos codiciado desde tiempos
inmemoriales estas sustancias que reunen y elaboran con tanto esfuerzo y sacrificio. Las abejas han sido reducidas bajo nuestra perspectiva a meros
instrumentos necesarios para la obtención de sus ansiados frutos, víctimas de explotación y robos al amparo de ese eufemismo llamado «apicultura», aquello que el autor británico del
siglo XVII, Moses Rusden, describió como «esa crueldad infligida a tan humildes y
laboriosas criaturas». Cabe señalar no obstante que también otros animales
practican estos hurtos, incluidas las propias abejas, que no dejan pasar la
oportunidad de robar la miel de una colmena que haya caído en desgobierno. Pobre en valores demostrará ser sin embargo quien consiga ver en esto
algún tipo de justificación para sí mismo.
Más difícil resultará encontrar en otras especies análogos del resto de formas de explotación sumadas a la tradicional apicultura.
Hoy las abejas son empleadas como instrumentos de investigación, objetos de
laboratorio, armas militares, indicadores sanitarios, y detectores de artefactos explosivos; a las abejas les es extraído su veneno (la apitoxina) como
método analgésico y antiinflamatorio en algunos tratamientos médicos; y más
recientemente, estos insectos están siendo empleados también como medidores de carácter ecológico. Inspirados quizá en la popular idea atribuida a Albert Einstein
de que sin abejas al ser humano sólo le quedarían 4 años de existencia, muchos
grupos ambientalistas y gobiernos de diversos países se han alarmado y tomado
ciertas medidas por motivo del descenso que la población mundial de abejas ha
venido sufriendo a causa de los pesticidas. Como se puede apreciar, incluso el
más generoso gesto que hayamos mostrado nunca hacia estos animales esconde en
realidad motivaciones de carácter egoísta.
Desde Virgilio, Séneca, Columela u Horacio hasta Emily Dickinson,
Edward Lear, Walt Whitman, Le Corbusier, W. S. Gilbert, Gaudi, Paul Theroux,
pasando por Trajano, Shakespeare, Napoleón, Thoreau o incluso el afamado
personaje de sir Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, la lista de
personas y personalidades que a lo largo de la historia se han sentido de una u
otra forma atraídas por la admiración que pueden llegar a despertar estos
increibles animales es inagotable, una admiración que choca frontalmente
con la cantidad infinita de injusticias y desprecios que les hemos venido dedicando de
manera continuada. Ojalá llegue el día en que consigamos deshacernos de las
cadenas especistas que impiden que esa admiración alcance
la empatía necesaria para el respeto que tanto se merecen. O en palabras de la doctora
Claire Preston: «En la crecientemente sombría historia de nuestra especie,
capaz de transformar la máquina de la vida en herramienta de muerte, las abejas
insisten con su decorosa conducta en que aprendamos a mirar más allá de
nuestros intereses».
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Muchas gracias♡♡♡
ResponderEliminarInteresante reflexión, pero en definitiva discrepo sobre lo del esclavismo con las abejas.. la obtención de miel, polen, propoleo, incluso veneno, comprende una serie de procesos de manejo y cuidado, donde lo mas importante es la salud y bienestar de la colmena, lo que garantiza la producción (cosa totalmente contraria al esclavismo). Ademas se supone que ud. extrae los excedentes de producción, de lo contrario pone en riesgo la colmena. Por último, considero su extremismo por encima de nuestra naturaleza humana, por poco y no propone que hagamos fotosíntesis. Cordial saludo..
ResponderEliminarMuy buenas.
Eliminar¿Garantizar la producción es contrario al esclavismo? (!) Me declaro perplejo... ¿Qué otra cosa busca el esclavista si no garantizar la producción?
La miel, el polen, el propoleo y el veneno no comprende ningún manejo ni cuidado por nuestra parte. Las abejas vienen produciéndolos por sí solas desde hace millones de años. Lo único que requiere nuestro manejo es robárselo.
Si cree usted que dejar de consumir animales está “por encima de nuestra naturaleza humana”, entonces es que tiene usted una muy pobre imagen de la “naturaleza humana”. En cualquier caso, los millones de personas que practican el “extremismo” que aquí se pregona son la prueba palpable del error de su creencia.
Un saludo.