LO CORRECTO Y LO INCORRECTO
Quizá todos los hombres, y a buen seguro todos los hombres a excepción de los bárbaros, están dotados de algo interno que les ordena que hagan ciertas cosas y se abstengan de hacer otras, y que provoca que se enojen con ellos mismos cuando lo desobedecen. A ese algo los ingleses lo llamamos, entre otros nombres, conciencia; a aquello que nos ordena hacer lo llamamos lo correcto, y a lo que nos prohíbe, lo incorrecto.
Se cuestiona si la
conciencia estaba en el hombre cuando éste se apoderó de la tierra
o si es el resultado de otros sentimientos; sea como fuere, no
podemos ya librarnos de ese yugo, ni queremos hacerlo.
Es cierto que aquello que permite la conciencia de un hombre o una raza de hombres lo prohíbe la conciencia de otros hombres u otras razas; pero esto no es algo que nos deba preocupar. De igual modo (y así se trate de un sentido, una facultad o una ciencia) no dudamos del sentido de la vista por el hecho de que haya hombres ciegos, daltónicos y miopes; ni de la facultad de contar por el hecho de que algunos salvajes sólo sean capaces de hacerlo hasta tres; ni de la ciencia de la astronomía por el hecho de que antes de Copérnico se pensara que el sol giraba alrededor de la tierra, o porque existan aún cientos de millones de personas que sigan creyéndolo así.
De nuevo, los sentidos y las facultades se agudizan con el uso, y las ciencias avanzan con la experiencia. Así también el desarrollo de la conciencia se va produciendo a medida que las ocasiones para su ejercicio se multiplican, es decir, a medida que las relaciones sociales se vuelven más complejas, es decir, una vez más, a medida que evoluciona la civilización. Se deben buscar las imperfecciones y desigualdades de la conciencia hasta lograr que todos los hombres alcancen el punto de civilización más elevado. De este modo, hallamos que en aquellos hombres y razas más civilizados se manifiesta un desarrollo de conciencia más amplio y fuerte que en los menos civilizados; que les ordena y prohíbe un mayor número de acciones; y que sus faltas se tornan más difíciles de soportar.
En su máximo desarrollo, la conciencia demanda de los hombres que hagan lo que sea que haga felices a los demás y eviten aquello que los haga infelices. Todas las normas de conducta se extraen a partir de este principio elemental.
Encontrarán una nueva garantía de este principio quienes tengan fe en un Creador sabio del mundo y deseen ayudarlo a cumplir con su designio. «Pocas o ninguna de las personas civilizadas», dice el Sr. Herbert Spencer1, «estará en desacuerdo con que el bienestar humano está en sintonía con la voluntad Divina». La doctrina es enseñada por todos nuestros maestros religiosos; todos los escritores lo asumen en lo que atañe a su moral: de modo que podemos considerarlo con seguridad como una verdad reconocida. Sin embargo, es mejor que nos cuestionemos cuál es nuestra base para creer que un Creador sabio desea la felicidad de aquellos a quienes ha creado. A esto se puede responder (i) que la «vida» en sí misma es algo «dulce»2; (ii) que la infelicidad surge de una falta de adaptación al marco de las condiciones3; que el progreso hacia la adaptación es seguro, aunque lento; y que, si el tiempo es ilimitado, en algún momento, por muy lejano que sea, la infelicidad ha de cesar; y (iii) que a medida que los hombres aumentan su conocimiento, reconocen cada vez más a la felicidad común como su verdadero fin, lo que invita a creer que dicha felicidad es el fin del propio Creador.
FELICIDAD: DERECHOS
¿Qué es entonces la felicidad? Es la suma de las impresiones placenteras de nuestros sentidos, recibidas por el ejercicio de esos poderes de asimilación a los que llamamos facultades. Para citar una vez más al Sr. Herbert Spencer4, «Al desempeño saludable de cada función de la mente o el cuerpo se le atribuye un sentimiento placentero. Y este sentimiento placentero sólo se obtiene mediante el desempeño mismo de dicha función; es decir, por el ejercicio de la facultad correlativa. Cada facultad a su vez ofrece una emoción especial; y la suma de todas ellas constituye la felicidad».
Es cierto que aquello que permite la conciencia de un hombre o una raza de hombres lo prohíbe la conciencia de otros hombres u otras razas; pero esto no es algo que nos deba preocupar. De igual modo (y así se trate de un sentido, una facultad o una ciencia) no dudamos del sentido de la vista por el hecho de que haya hombres ciegos, daltónicos y miopes; ni de la facultad de contar por el hecho de que algunos salvajes sólo sean capaces de hacerlo hasta tres; ni de la ciencia de la astronomía por el hecho de que antes de Copérnico se pensara que el sol giraba alrededor de la tierra, o porque existan aún cientos de millones de personas que sigan creyéndolo así.
De nuevo, los sentidos y las facultades se agudizan con el uso, y las ciencias avanzan con la experiencia. Así también el desarrollo de la conciencia se va produciendo a medida que las ocasiones para su ejercicio se multiplican, es decir, a medida que las relaciones sociales se vuelven más complejas, es decir, una vez más, a medida que evoluciona la civilización. Se deben buscar las imperfecciones y desigualdades de la conciencia hasta lograr que todos los hombres alcancen el punto de civilización más elevado. De este modo, hallamos que en aquellos hombres y razas más civilizados se manifiesta un desarrollo de conciencia más amplio y fuerte que en los menos civilizados; que les ordena y prohíbe un mayor número de acciones; y que sus faltas se tornan más difíciles de soportar.
En su máximo desarrollo, la conciencia demanda de los hombres que hagan lo que sea que haga felices a los demás y eviten aquello que los haga infelices. Todas las normas de conducta se extraen a partir de este principio elemental.
Encontrarán una nueva garantía de este principio quienes tengan fe en un Creador sabio del mundo y deseen ayudarlo a cumplir con su designio. «Pocas o ninguna de las personas civilizadas», dice el Sr. Herbert Spencer1, «estará en desacuerdo con que el bienestar humano está en sintonía con la voluntad Divina». La doctrina es enseñada por todos nuestros maestros religiosos; todos los escritores lo asumen en lo que atañe a su moral: de modo que podemos considerarlo con seguridad como una verdad reconocida. Sin embargo, es mejor que nos cuestionemos cuál es nuestra base para creer que un Creador sabio desea la felicidad de aquellos a quienes ha creado. A esto se puede responder (i) que la «vida» en sí misma es algo «dulce»2; (ii) que la infelicidad surge de una falta de adaptación al marco de las condiciones3; que el progreso hacia la adaptación es seguro, aunque lento; y que, si el tiempo es ilimitado, en algún momento, por muy lejano que sea, la infelicidad ha de cesar; y (iii) que a medida que los hombres aumentan su conocimiento, reconocen cada vez más a la felicidad común como su verdadero fin, lo que invita a creer que dicha felicidad es el fin del propio Creador.
FELICIDAD: DERECHOS
¿Qué es entonces la felicidad? Es la suma de las impresiones placenteras de nuestros sentidos, recibidas por el ejercicio de esos poderes de asimilación a los que llamamos facultades. Para citar una vez más al Sr. Herbert Spencer4, «Al desempeño saludable de cada función de la mente o el cuerpo se le atribuye un sentimiento placentero. Y este sentimiento placentero sólo se obtiene mediante el desempeño mismo de dicha función; es decir, por el ejercicio de la facultad correlativa. Cada facultad a su vez ofrece una emoción especial; y la suma de todas ellas constituye la felicidad».
Para que se puedan ejercer
las facultades, es necesaria la libertad de acción, que debe ser
concedida a cada individuo hasta el límite en que su libertad no
invada la libertad de los demás.
Es evidente que la libertad de acción incluye la libertad de vivir (de acceder a los frutos de la tierra, sin los cuales la vida no puede sostenerse) y de moverse. A estas libertades individuales las llamamos «Derecho» a la vida y «Derecho» a la libertad individual.
El hombre, por lo tanto, cuenta con estos derechos siempre y cuando no quebrante los mismos derechos de los otros hombres. Esto goza de una aceptación tan unánime que no hubiera sido necesario probarlo aquí si su evidencia no fuese precisa para demostrar otro principio no tan admitido.
Ese otro principio es que los animales tienen los mismos derechos abstractos que el hombre a la vida y a la libertad individual.
LA CONCIENCIA Y LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES
La conciencia de las personas más civilizadas les dicta que traten a los animales con amabilidad, en otras palabras, que presten atención a la felicidad de los animales tanto como a la felicidad del resto de los hombres.
Es cierto que en muchos casos en que se vea afectado algún placer egoísta del hombre, las mismas personas altamente civilizadas seguirán practicando y defendiendo la crueldad. Sin embargo, esto sólo demuestra que, en la mayoría de los hombres, la conciencia aún no ha alcanzado su máximo esplendor. Es indudable que esa conciencia está experimentando un desarrollo constante en favor de la bondad hacia los animales. John Lawrence escribiría en 1802: «Incluso la clase más baja de la gente de este país se ha vuelto mucho más moderada y racional en sus modales y más humana en su trato hacia los animales (aunque de forma aún defectuosa) que en otros tiempos». Así hablaba hace setenta y siete años un hombre adelantado a su tiempo, cuyo corazón sangraba por el trato habitual que en su época se les reservaba a los animales. Durante mucho tiempo, y hasta bien entrada la vida de los hombres contemporáneos de mediana edad, buena parte de las leyes y prácticas inglesas con respecto a los animales fueron absolutamente infernales —ninguna otra palabra podría describirlas con la contundencia que merecen. «En el juicio de William Parker (julio de 1794)», escribe Lawrence, «...el juez Heath dijo: "Para condenar a un hombre por el trato bárbaro a una bestia, es necesario apreciar alguna mala intención contra el demandante". Así, podemos observar que si la yegua hubiese sido propiedad de este demonio, hubiera quedado impune5». Y después de referirse a otra instancia en torno a la crueldad más terrible que la mente puede concebir, Lawrence pregunta: «¿Quién impedirá a este hombre torturar a su propiedad para su propio entretenimiento y satisfacción?». Pues bien, la sentencia del juez Heath dibuja el marco de las leyes inglesas hasta el año 1822. El desarrollo lento pero constante de la conciencia nacional iniciado en aquel año se demuestra mejor con el siguiente extracto de Historia de las leyes inglesas modernas de Sir Roland Knyvet Wilson, junto con mis notas al respecto:
«La crueldad hacia los animales. — Pero el caso era diferente en cuanto a los deportes cuya brutalidad se volcaba contra los animales inferiores. Estos problemas no sólo requerían de una nueva ley, sino de un principio legislativo completamente nuevo, que fue admitido no sin altas dosis de resistencia. La primera promulgación sobre este tema se aprobó en 18226. Se aplicaba sólo al trato cruel e inapropiado hacia las bestias de carga y al ganado. En 1833, se aprobó una ley que prohibía el hostigamiento de los osos, las peleas de gallos, etc., pero sólo dentro de las cinco millas de Temple Bar, y se dictó únicamente sobre la base de que estas diversiones tendían a la ociosidad, el desorden y las molestias públicas. En 1835 se aprobó una ley que reducía las penas por maltratar al ganado, pero se prohibía de forma universal el hostigamiento de los osos y otros pasatiempos similares, conteniendo a su vez algunas disposiciones contra el hambre de los animales incautados y regulaciones aplicadas a los mataderos7. Esta es la primera ley que en su preámbulo afirma con claridad el deber de prevenir la crueldad como tal, donde se declara que "son muchas y grandes las crueldades que se practican para el gran e innecesario aumento del sufrimiento de las bestias y la desmoralización de la gente" —aunque se consideró oportuno agregar, a fin de no sugerir que estos motivos fueran suficientes para el poder legislativo— "y por las cuales las vidas y propiedades de los súbditos de Su Majestad caen en grave riesgo y ofensa". En 1849 la protección de la ley se extendió a cualquier animal8. En el debate sobre aquel decreto, Lord Redesdale se puso en pie en la Cámara de los Lores para defender las peleas de gallos "en aquellos casos en que se practicasen de manera justa y adecuada". En 1854 se aplicó una promulgación en todo el Reino Unido que prohibía el uso de perros para fines de tiro, que ya llevaba quince años en vigor en Londres. Antes de poner fin a este tema, vale la pena comentar que las leyes, tal y como están redactadas en la actualidad, no contienen ninguna definición precisa de crueldad y que se aplican sobre todos los animales por igual9, de modo que la caza, la pesca o las carreras de caballos podrían ser perfectamente suprimidas y sin cambios legislativos en caso de que la opinión pública cambiase al punto de hacer que se procesase a la gente y se encontraran jueces y jurados dispuestos a condenarla. En realidad, hace poco se acusó a un hombre por hacer un uso excesivo de las espuelas durante una carrera de caballos, aunque el hecho no pudo ser probado. La cuestión de hasta qué punto permite la ley la vivisección de animales con fines científicos está hoy en día (1875) bajo la enterada disposición del Parlamento.»
Sir R. Knyvet Wilson tenía razón. Todos sabemos que el Parlamento terminó imponiendo restricciones a la vivisección. Eso ocurrió en 1876, y se podría haber pensado que el «espíritu de la época» se habría tomado después algunos años de descanso: sin embargo, el 8 de diciembre de 1877, aparecía en el Saturday Review —un periódico poco dado a las inquietudes e indulgencias— un artículo titulado «La crueldad hacia los animales» que comienzaba con un fuerte ataque contra los torneos de caza y terminaba con la frase «todos estos hechos apuntan fuertemente a una revisión legislativa».
Vemos, por lo tanto, que no sólo en el presente siglo sino, como he dicho, a lo largo de la vida de los hombres de mediana edad de nuestros días, es decir, desde que nacieron los hombres que ni siquiera alcanzan hoy los treinta años de edad, ha habido un desarrollo constante de nuestra conciencia inglesa hacia una mayor bondad hacia los animales (al menos hacia los domésticos) —en otras palabras, hacia el fomento de su felicidad.
Y en cuanto ese desarrollo se materializa en forma de leyes que multan y encarcelan a los hombres por hacer lo que antaño se creía un derecho sobre su propiedad, es evidente que ya estamos reconociendo en silencio que al menos algunos animales tienen algunos derechos. Si estas leyes no se hubieran basado en este reconocimiento mudo, entonces representarían una violación injustificable de los derechos de los hombres.
De hecho, no creo que entre aquellos que aprueben estas leyes pueda existir nadie que discrepe en absoluto conmigo en torno a este principio abstracto, salvo en su proclama abierta y consistente y en la voluntad de llevarlo a la práctica hasta el máximo de lo posible. Podrá haber alguien que lo niegue; pero la suya será una pura cerrazón a menos que pueda explicar sobre qué otro principio sostiene él la aprobación de unas leyes que, de no estar inspiradas en los animales que protegen, deberían ser tildadas de injustas para con los hombres a quienes castigan10.
Pero, aun en el caso de que no aprobase tales leyes, seguiría obligado a reconocer el indudable progreso de un espíritu de bondad hacia los animales, de una protección que pone la atención no sólo en la seguridad de los animales domésticos sino también en su bienestar, y de una inquietud cada vez mayor entre los hombres en torno al hecho de matar animales salvajes por placer; y estoy casi seguro de que todas las partes de la discrepancia anterior estarán de acuerdo con que la conciencia más desarrollada de las generaciones venideras establecerá un estándar de derechos hacia el cual vienen marchando sin cesar las conciencias del pasado y del presente.
Y en cuanto a aquellos que crean que los hombres y los animales son la obra de un Creador sabio y deseen ayudar a éste a cumplir con su objetivo, las mismas razones que los llevan a incluir en ese fin la felicidad de los hombres les han de llevar a incluir también en él la felicidad de sus otras criaturas.
LA RAZÓN DEL ANIMAL
Una de las dos objeciones comunes frente a los derechos de los animales es que carecen de raciocinio. A esta objeción se puede dar una respuesta doble:
(i) que si es cierta, no es relevante; (ii) y que si es relevante, no es cierta.
«La esencia de la cuestión», tal y como dice Sir Arthur Helps, está contenida en las palabras de Bentham —«La pregunta no es, "¿pueden razonar?" ni "¿pueden hablar?", sino, "¿pueden sufrir?"». La felicidad es un sentimiento. Si un animal carece de raciocinio, entonces sus funciones mentales son menores y su sentimiento más limitado que el del hombre: su felicidad, por tanto, habrá de ser más limitada. Pero ¿de qué modo justifica eso negarle aquella cantidad de felicidad que puede experimentar?
Nadie, creo, pone al animal por debajo del idiota en la escala de la razón, y la vida del idiota nos da muchos más problemas que la vida de la foca que matamos para nuestra vanidad o la del pájaro que encarcelamos para nuestro deleite. Sin embargo, al idiota no sólo le concedemos el derecho a la vida y, en la medida en que sea adecuado para él y para nosotros, a la libertad individual, sino que le proporcionamos los alimentos, la ropa, las comodidades y los placeres (ajustados a su sentir) de que no puede proveerse por sí mismo. Para la mentalidad de aquel a quien su conciencia le dicte que puede matar y encarcelar a los idiotas, el argumento, por supuesto, fracasara; pero creo que casi todos los demás estarán de acuerdo en que la objeción de que los animales carecen de raciocinio desprende la misma ausencia de fundamento.
Podemos pues desestimar tal objeción, pero es bueno mostrar no sólo su inutilidad, sino también su falsedad. Porque las semejanzas engendra sentimientos de afinidad, y cuanto mayor sea nuestro parecido con los animales inferiores, mayor será la motivación que nos induzca a imponernos normas en su trato.
Opino que cualquiera que conozca el significado de la palabra «razón» y les niegue a los animales la posesión de ese rasgo, ha de ser por fuerza un hombre carente de vista, oído y entendimiento. Me resulta inconcebible que un hombre que haya convivido con una mascota o haya leído o escuchado historias fidedignas sobre animales sea capaz de sostener, a menos que ignore el significado de los términos, que los animales tienen sólo «instinto» y que carecen de «razón».
«La conocida y perfectamente correcta definición de instinto», dice el reverendo J. G. Wood11, «es ésta —un cierto poder o disposición mental en virtud de la cual, al margen de toda instrucción o experiencia, los animales son empujados de forma infalible a hacer espontáneamente lo que sea necesario para la supervivencia del individuo o la continuación de la especie». La razón, por otro lado, puede definirse como la facultad de sacar conclusiones a partir de los hechos (supuestos). A aquel que les niegue esta facultad a los animales, le invito, como he dicho, a que tenga una mascota, o a que camine con los ojos abiertos, o a que lea o escuche historias sobre animales —historias contrastadas, por supuesto; si continúa sosteniendo que los animales carecen de razón a pesar de todo, entonces toda argumentación será inútil en su caso.
Vale la pena citar unas palabras del médico y filósofo alemán Ludwig Büchner12 sobre la mente de los animales: «Es de sobra sabido que la inteligencia de los animales ha sido hasta ahora subestimada o erróneamente interpretada simplemente porque nuestros filósofos de salón partieron siempre no de una observación imparcial y sin prejuicios de la naturaleza, sino de teorías filosóficas en las que la verdadera posición del hombre y los animales estaba totalmente distorsionada. Pero en cuanto comenzamos a abrirnos paso por una nueva senda, descubrimos que el animal debe ser colocado en un lugar intelectual, moral y artístico mucho más elevado del supuesto en el pasado, y que los gérmenes y los rudimentos aun de las facultades intelectuales más eminentes de los hombres existen y son fácilmente demostrables en los reinos más inferiores..., quedando en evidencia por numerosos ejemplos y hechos bien acreditados que las actividades, facultades, sentimientos y tendencias intelectuales del hombre están prefigurados en un grado casi increíble en las mentes de los animales13. Conocemos en ellos el amor, la fidelidad, la gratitud, el sentido del deber, el sentimiento religioso, la conciencia, la amistad, el altruismo, la piedad y el sentido de justicia e injusticia, así como el orgullo, los celos, el odio, la malicia, la astucia, el rencor, la reflexión, la prudencia, la más alta destreza, la precaución, la planificación, etc.; incluso la gula, que se creía exclusiva del hombre, ejerce cierta influencia sobre el animal. Los animales conocen y practican las leyes y disposiciones de la territorialidad, la sociabilidad, la educación y la enfermería; construyen las más maravillosas estructuras en forma de casas, grutas, redes, caminos y presas; celebran asambleas y deliberaciones públicas, incluso tribunales de justicia en torno a los infractores; y por medio de un complejo lenguaje de sonidos, señales y gestos son capaces de consensuar acciones mutuas de la manera más precisa. En resumen, la mayoría de la humanidad no conoce ni aun sospecha qué clase de criaturas son en realidad los animales».
Alguien podría quizá acusar a Büchner de tener un punto de vista imparcial. Pero si recurrimos a un hombre que ha hecho de la vida animal su estudio especializado y cuyas opiniones en torno a otros temas difieren radicalmente de las de Büchner —el reverendo J. G. Wood—, descubrimos que en un solo libro14 ha establecido extensamente la veracidad de casi todo lo mentado.
Sólo hay un único punto —el del lenguaje— en el que necesito agregar algo. Wood marca el camino para creer que los animales deben usar sus voces y sus gestos para comunicarse entre sí, y también que son capaces de comprender hasta cierto punto el habla de los hombres. Piensa que ambas facultades se encuentran en los loros, cuyos dueños no suelen permitirles que comprendan lo que dicen. Ahora bien, sería realmente difícil negar que los animales tengan esa facultad: y es que el lenguaje se aprende asociando ciertas palabras con ciertas ideas, y los animales son capaces no sólo de distinguir palabras sino también de asociarlas con determinadas ideas. Un perro, por ejemplo, distingue su propio nombre de cualquier otra palabra, mientras que un caballo de tiro puede distinguir las palabras «arre» y «so» y descubrir al poco tiempo que una ordena andar y la otra detenerse.
Algún día, algún zoólogo estará preparado para aprender el lenguaje de uno o varios animales. Necesitará un entrenamiento musical y un oído fino, pero, una vez lo tenga, podrá anotar las llamadas del perro, el gato o el pájaro al tiempo que observa su significado. El trabajo de grabar y comparar estos sonidos será largo y complicado, pero el resultado será de una utilidad y un valor inimaginables. Podrá este hombre también enseñar a los pájaros a imitar el habla humana e intentar sin descanso que asocien en sus mentes las palabras con las ideas; si tiene el suficiente éxito como para enseñarle a un pájaro a hablar con comprensión, los resultados habrán ido más allá de lo esperado; si fracasa, sus intentos seguirán siendo dignos de elogio.
Antes de abandonar esta rama del asunto, permítanme decir unas palabras sobre la relación de la teoría darwiniana del origen del hombre. Por fortuna, los derechos de los animales no dependen de ella; pero, en la medida en que resulta una teoría probable o cuando menos plausible, el hombre ha de sentir que los animales pueden ser sus propios parientes, así sea de una estirpe inconmensurable, de tal modo que su corazón pueda calentarse con un sentimiento de bondad y amabilidad reservado hasta ahora sólo para la raza humana.
Y ahora, déjenme que resuma. La mayoría de los animales han sido privados del don de las manos y del habla, el cual parece adecuado para poder transmitir muchos y complejos pensamientos: así, tienen vetados los dos principales medios para la cultura. El tiempo de que disponen para vivir y aprender es corto: la vida de los salvajes está compuesta en algunos casos de un terror y una lucha constantes; los domésticos por su parte están bajo los dictados de aquel que a menudo es un mal dueño y rara vez es un buen maestro —el hombre. Aun así, nos vemos obligados a ver en ellos, a pesar de nuestro desprecio, y a reconocer en ellos, a pesar de nuestro orgullo, innumerables pruebas de las mismas facultades mentales y morales que reivindicamos como nuestras —a menudo (aunque no siempre) diferentes en grado , pero nunca diferentes en clase. De hecho, estamos obligados a admitir que muchos animales son más sabios y mejores que muchos hombres y aun que algunas razas de hombres al completo. Y dado que no podemos reducir estas facultades al instinto, ¿no haríamos mejor en admirar y cultivar la mente animal antes que menospreciarla y ningunearla? ¿Podemos de ahora en adelante abstenernos de emplear los supuestos defectos de esa mente como una razón para negarle al animal sus derechos como criatura sensible?
EL ALMA DEL ANIMAL
La otra objeción común frente a los derechos de los animales es que «carecen de alma», lo que significa no tanto que no tengan una mente como que cualquier mente que puedan tener desaparece con la muerte de sus cuerpos.
Esta objeción no tiene más relevancia que la anterior. Lo que en ella se expresa —«que el hecho de los animales no gocen de una vida después de la muerte es razón para negarles sus derechos en el presente»— es de un absurdo manifiesto. Bien al contrario, si los animales no tienen posibilidad de ser felices en otra vida, razón de más para garantizarles la felicidad en ésta.
Pero la objeción seguiría siendo defectuosa aun si fuese relevante. Primero, porque no es posible demostrarla, de modo que no puede ser usada para negar derecho natural alguno. Y segundo, porque aun reconociendo que los hombres tengan alma, quedaría por justificar el rechazo al mismo reconocimiento en los animales.
Si le preguntásemos al supuesto objetor por qué les niega una vida eterna a los animales, respondería15 que carecen de raciocinio o de «sentido moral» —respuesta que afectaría por igual a la eternidad de muchos hombres, mujeres y niños. Pero si le pedimos que demuestre su falta de raciocinio o sentido moral, se verá incapaz de hacerlo. Y aun en el caso de que pudiera probarlo, seguiría sin poder demostrar que la posesión en este vida de cualquiera de estos dones sea necesaria para heredar una vida después de la muerte.
De hecho, esta objeción sólo sirve para refutar aquello mismo que pretende demostrar. Porque garantiza que cualquier criatura dotada de razón y sentido moral sobrevivirá a su existencia corpórea, y considero factible demostrar que los animales cuentan con ambas facultades.
Por último, si creemos en la existencia de un Creador no sólo sabio sino también amoroso, es difícil creer que no tenga reservada una vida posterior para los animales. Para muchos de ellos, los males y las crueldades hacen de sus vidas actuales una profunda desventura, y no concibo que un ser así les niegue la compensación que está capacitado de otorgarles.
EL PUNTO DE VISTA NEOCARTESIANO
Existe aún una objeción que, sea como fuere, no resulta desdeñable. Es aquella de que los animales no pueden sentir. Si esto fuese cierto, entonces Lawrence, Bentham, Helps y yo veríamos hundirse el suelo bajo nuestros pies; un animal tiene derechos sólo si puede sentir, de lo contrario no hay ninguna razón en el mundo que nos impida hacer con él lo que nos plazca —a menos que sea propiedad de otra persona.
Esta teoría fue atribuida a Descartes por parte del profesor Huxley, quien pronunció un discurso16 en Belfast en 1874 en torno al cual escribió después un ensayo17. Pero Huxley parece haber pasado por alto un pasaje señalado ya por otros18 en el que Descartes dice estar hablando de los pensamientos y no de los sentimientos, que otorga a los animales sentimientos en la medida en que dependen de sus órganos corporales, y que su teoría no es tanto cruel con los animales como sí deferente para con los hombres. Sus seguidores, sin embargo, sí que les negaron a los animales cualquier tipo de sentimiento, por eso es que he llamado a este enfoque el punto de vista neocartesiano.
Descartes consideraba a los animales como máquinas maravillosas carentes de todo pensamiento o representación mental: cualesquiera acciones o gestos que dieran la impresión de que el animal sabía lo que sucedía a su alrededor eran sólo aquello que se da en llamar reflejos, es decir, el resulto de algunos estímulos corporales. Así, el movimiento de la cola del perro revelaba «affectus» (afección) y no «cogitatio» (pensamiento), y toda acción sujeta a un «affectus», ya sea en los animales o en nosotros mismos, era un reflejo. Hoy en día, Descartes podría decir que la luz reflejada por la carne ofrecida al perro genera unas vibraciones en sus nervios oculares que crean vibraciones en las moléculas de su cerebro que, a su vez, generan vibraciones en los músculos caudales que generan el movimiento de la cola. Eso sería todo. Los seguidores de Descartes fueron más lejos que él y dijeron que los animales ni siquiera eran capaces de sentir placer o dolor físico.
Ahora bien, dado que esta teoría está amparada en la premisa de que los animales no tienen mente, puede refutarse demostrando que sí la tienen, algo que debería ser evidente para cualquiera que no tenga los ojos cerrados, los oídos tapados y la sensatez encerrada bajo su propio engreimiento.
O puede ser respondida mediante un argumento por analogía, expuesto de forma brillante por Voltaire en un pasaje citado por Sir Arthur Helps:
«Juzga, pues, con el mismo criterio al perro que ha perdido a su amo, lo busca por todos los caminos lanzando lastimeros ladridos, entra en la casa agitado, inquieto, baja y sube, y va de estancia en estancia hasta que al fin encuentra al dueño que ama y atestigua la alegría que siente mediante gruñidos, saltos y caricias.
»Varios bárbaros atrapan a ese perro, que aventaja al hombre en ser fiel a la amistad, lo atan en una mesa y lo abren en vivo para examinarle las entrañas, descubriendo en él los mismos órganos del sentimiento que tiene el hombre. Contestadme, mecanicistas, ¿la naturaleza les concedió los órganos del sentimiento a los animales con el fin de que no sintieran? ¿Teniendo nervios, pueden ser insensibles? ¿No supone esto contradecir las leyes de la naturaleza?»
O por volver de nuevo al enfoque evolucionista, a partir del cual comenta el profesor Huxley19 que «teniendo en cuenta esa gran doctrina de la continuidad que impide suponer que cualquier fenómeno natural pueda surgir repentinamente y sin precedente alguno, sino que es el resultado de una transformación gradual, y teniendo en cuenta el hecho incontrovertible de que los animales vertebrados inferiores poseen, en una condición menos desarrollada, esa parte del cerebro que tenemos razones para creer que es el órgano de nuestra propia conciencia, parece mucho más probable que los animales inferiores, aun pudiendo estar faltos de ese tipo concreto de conciencia, la poseen en una forma proporcional a su desarrollo comparativo, y que presagian más o menos tenuemente esos sentimientos que nosotros mismos poseemos».
Creo que a estas alturas la serpiente neocartesiana está más que atajada20.
[…] Quisiera concluir con una reflexión sobre el cumplimiento de un deber con el que espero estén todos de acuerdo, el deber de hacer lo que podamos para disminuir el sufrimiento de los animales. ¿Cuánto hacemos para reducirlo? Y no me refiero a cuántas veces hemos arrojado por la ventana las migas de pan que nos han sobrado en la comida.
[…] Nada más me queda por decir salvo que no me importan las reacciones que pueda suscitar este pequeño ensayo, que en ningún caso lamentaré haberlo escrito, y que se me pagará por entero si logra despertar la reflexión seria y fructífera de algunos hombres, mujeres o niños en torno a nuestros deberes para con el resto de la creación.
Edward Byron Nicholson, 1879.
NOTAS
Es evidente que la libertad de acción incluye la libertad de vivir (de acceder a los frutos de la tierra, sin los cuales la vida no puede sostenerse) y de moverse. A estas libertades individuales las llamamos «Derecho» a la vida y «Derecho» a la libertad individual.
El hombre, por lo tanto, cuenta con estos derechos siempre y cuando no quebrante los mismos derechos de los otros hombres. Esto goza de una aceptación tan unánime que no hubiera sido necesario probarlo aquí si su evidencia no fuese precisa para demostrar otro principio no tan admitido.
Ese otro principio es que los animales tienen los mismos derechos abstractos que el hombre a la vida y a la libertad individual.
LA CONCIENCIA Y LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES
La conciencia de las personas más civilizadas les dicta que traten a los animales con amabilidad, en otras palabras, que presten atención a la felicidad de los animales tanto como a la felicidad del resto de los hombres.
Es cierto que en muchos casos en que se vea afectado algún placer egoísta del hombre, las mismas personas altamente civilizadas seguirán practicando y defendiendo la crueldad. Sin embargo, esto sólo demuestra que, en la mayoría de los hombres, la conciencia aún no ha alcanzado su máximo esplendor. Es indudable que esa conciencia está experimentando un desarrollo constante en favor de la bondad hacia los animales. John Lawrence escribiría en 1802: «Incluso la clase más baja de la gente de este país se ha vuelto mucho más moderada y racional en sus modales y más humana en su trato hacia los animales (aunque de forma aún defectuosa) que en otros tiempos». Así hablaba hace setenta y siete años un hombre adelantado a su tiempo, cuyo corazón sangraba por el trato habitual que en su época se les reservaba a los animales. Durante mucho tiempo, y hasta bien entrada la vida de los hombres contemporáneos de mediana edad, buena parte de las leyes y prácticas inglesas con respecto a los animales fueron absolutamente infernales —ninguna otra palabra podría describirlas con la contundencia que merecen. «En el juicio de William Parker (julio de 1794)», escribe Lawrence, «...el juez Heath dijo: "Para condenar a un hombre por el trato bárbaro a una bestia, es necesario apreciar alguna mala intención contra el demandante". Así, podemos observar que si la yegua hubiese sido propiedad de este demonio, hubiera quedado impune5». Y después de referirse a otra instancia en torno a la crueldad más terrible que la mente puede concebir, Lawrence pregunta: «¿Quién impedirá a este hombre torturar a su propiedad para su propio entretenimiento y satisfacción?». Pues bien, la sentencia del juez Heath dibuja el marco de las leyes inglesas hasta el año 1822. El desarrollo lento pero constante de la conciencia nacional iniciado en aquel año se demuestra mejor con el siguiente extracto de Historia de las leyes inglesas modernas de Sir Roland Knyvet Wilson, junto con mis notas al respecto:
«La crueldad hacia los animales. — Pero el caso era diferente en cuanto a los deportes cuya brutalidad se volcaba contra los animales inferiores. Estos problemas no sólo requerían de una nueva ley, sino de un principio legislativo completamente nuevo, que fue admitido no sin altas dosis de resistencia. La primera promulgación sobre este tema se aprobó en 18226. Se aplicaba sólo al trato cruel e inapropiado hacia las bestias de carga y al ganado. En 1833, se aprobó una ley que prohibía el hostigamiento de los osos, las peleas de gallos, etc., pero sólo dentro de las cinco millas de Temple Bar, y se dictó únicamente sobre la base de que estas diversiones tendían a la ociosidad, el desorden y las molestias públicas. En 1835 se aprobó una ley que reducía las penas por maltratar al ganado, pero se prohibía de forma universal el hostigamiento de los osos y otros pasatiempos similares, conteniendo a su vez algunas disposiciones contra el hambre de los animales incautados y regulaciones aplicadas a los mataderos7. Esta es la primera ley que en su preámbulo afirma con claridad el deber de prevenir la crueldad como tal, donde se declara que "son muchas y grandes las crueldades que se practican para el gran e innecesario aumento del sufrimiento de las bestias y la desmoralización de la gente" —aunque se consideró oportuno agregar, a fin de no sugerir que estos motivos fueran suficientes para el poder legislativo— "y por las cuales las vidas y propiedades de los súbditos de Su Majestad caen en grave riesgo y ofensa". En 1849 la protección de la ley se extendió a cualquier animal8. En el debate sobre aquel decreto, Lord Redesdale se puso en pie en la Cámara de los Lores para defender las peleas de gallos "en aquellos casos en que se practicasen de manera justa y adecuada". En 1854 se aplicó una promulgación en todo el Reino Unido que prohibía el uso de perros para fines de tiro, que ya llevaba quince años en vigor en Londres. Antes de poner fin a este tema, vale la pena comentar que las leyes, tal y como están redactadas en la actualidad, no contienen ninguna definición precisa de crueldad y que se aplican sobre todos los animales por igual9, de modo que la caza, la pesca o las carreras de caballos podrían ser perfectamente suprimidas y sin cambios legislativos en caso de que la opinión pública cambiase al punto de hacer que se procesase a la gente y se encontraran jueces y jurados dispuestos a condenarla. En realidad, hace poco se acusó a un hombre por hacer un uso excesivo de las espuelas durante una carrera de caballos, aunque el hecho no pudo ser probado. La cuestión de hasta qué punto permite la ley la vivisección de animales con fines científicos está hoy en día (1875) bajo la enterada disposición del Parlamento.»
Sir R. Knyvet Wilson tenía razón. Todos sabemos que el Parlamento terminó imponiendo restricciones a la vivisección. Eso ocurrió en 1876, y se podría haber pensado que el «espíritu de la época» se habría tomado después algunos años de descanso: sin embargo, el 8 de diciembre de 1877, aparecía en el Saturday Review —un periódico poco dado a las inquietudes e indulgencias— un artículo titulado «La crueldad hacia los animales» que comienzaba con un fuerte ataque contra los torneos de caza y terminaba con la frase «todos estos hechos apuntan fuertemente a una revisión legislativa».
Vemos, por lo tanto, que no sólo en el presente siglo sino, como he dicho, a lo largo de la vida de los hombres de mediana edad de nuestros días, es decir, desde que nacieron los hombres que ni siquiera alcanzan hoy los treinta años de edad, ha habido un desarrollo constante de nuestra conciencia inglesa hacia una mayor bondad hacia los animales (al menos hacia los domésticos) —en otras palabras, hacia el fomento de su felicidad.
Y en cuanto ese desarrollo se materializa en forma de leyes que multan y encarcelan a los hombres por hacer lo que antaño se creía un derecho sobre su propiedad, es evidente que ya estamos reconociendo en silencio que al menos algunos animales tienen algunos derechos. Si estas leyes no se hubieran basado en este reconocimiento mudo, entonces representarían una violación injustificable de los derechos de los hombres.
De hecho, no creo que entre aquellos que aprueben estas leyes pueda existir nadie que discrepe en absoluto conmigo en torno a este principio abstracto, salvo en su proclama abierta y consistente y en la voluntad de llevarlo a la práctica hasta el máximo de lo posible. Podrá haber alguien que lo niegue; pero la suya será una pura cerrazón a menos que pueda explicar sobre qué otro principio sostiene él la aprobación de unas leyes que, de no estar inspiradas en los animales que protegen, deberían ser tildadas de injustas para con los hombres a quienes castigan10.
Pero, aun en el caso de que no aprobase tales leyes, seguiría obligado a reconocer el indudable progreso de un espíritu de bondad hacia los animales, de una protección que pone la atención no sólo en la seguridad de los animales domésticos sino también en su bienestar, y de una inquietud cada vez mayor entre los hombres en torno al hecho de matar animales salvajes por placer; y estoy casi seguro de que todas las partes de la discrepancia anterior estarán de acuerdo con que la conciencia más desarrollada de las generaciones venideras establecerá un estándar de derechos hacia el cual vienen marchando sin cesar las conciencias del pasado y del presente.
Y en cuanto a aquellos que crean que los hombres y los animales son la obra de un Creador sabio y deseen ayudar a éste a cumplir con su objetivo, las mismas razones que los llevan a incluir en ese fin la felicidad de los hombres les han de llevar a incluir también en él la felicidad de sus otras criaturas.
LA RAZÓN DEL ANIMAL
Una de las dos objeciones comunes frente a los derechos de los animales es que carecen de raciocinio. A esta objeción se puede dar una respuesta doble:
(i) que si es cierta, no es relevante; (ii) y que si es relevante, no es cierta.
«La esencia de la cuestión», tal y como dice Sir Arthur Helps, está contenida en las palabras de Bentham —«La pregunta no es, "¿pueden razonar?" ni "¿pueden hablar?", sino, "¿pueden sufrir?"». La felicidad es un sentimiento. Si un animal carece de raciocinio, entonces sus funciones mentales son menores y su sentimiento más limitado que el del hombre: su felicidad, por tanto, habrá de ser más limitada. Pero ¿de qué modo justifica eso negarle aquella cantidad de felicidad que puede experimentar?
Nadie, creo, pone al animal por debajo del idiota en la escala de la razón, y la vida del idiota nos da muchos más problemas que la vida de la foca que matamos para nuestra vanidad o la del pájaro que encarcelamos para nuestro deleite. Sin embargo, al idiota no sólo le concedemos el derecho a la vida y, en la medida en que sea adecuado para él y para nosotros, a la libertad individual, sino que le proporcionamos los alimentos, la ropa, las comodidades y los placeres (ajustados a su sentir) de que no puede proveerse por sí mismo. Para la mentalidad de aquel a quien su conciencia le dicte que puede matar y encarcelar a los idiotas, el argumento, por supuesto, fracasara; pero creo que casi todos los demás estarán de acuerdo en que la objeción de que los animales carecen de raciocinio desprende la misma ausencia de fundamento.
Podemos pues desestimar tal objeción, pero es bueno mostrar no sólo su inutilidad, sino también su falsedad. Porque las semejanzas engendra sentimientos de afinidad, y cuanto mayor sea nuestro parecido con los animales inferiores, mayor será la motivación que nos induzca a imponernos normas en su trato.
Opino que cualquiera que conozca el significado de la palabra «razón» y les niegue a los animales la posesión de ese rasgo, ha de ser por fuerza un hombre carente de vista, oído y entendimiento. Me resulta inconcebible que un hombre que haya convivido con una mascota o haya leído o escuchado historias fidedignas sobre animales sea capaz de sostener, a menos que ignore el significado de los términos, que los animales tienen sólo «instinto» y que carecen de «razón».
«La conocida y perfectamente correcta definición de instinto», dice el reverendo J. G. Wood11, «es ésta —un cierto poder o disposición mental en virtud de la cual, al margen de toda instrucción o experiencia, los animales son empujados de forma infalible a hacer espontáneamente lo que sea necesario para la supervivencia del individuo o la continuación de la especie». La razón, por otro lado, puede definirse como la facultad de sacar conclusiones a partir de los hechos (supuestos). A aquel que les niegue esta facultad a los animales, le invito, como he dicho, a que tenga una mascota, o a que camine con los ojos abiertos, o a que lea o escuche historias sobre animales —historias contrastadas, por supuesto; si continúa sosteniendo que los animales carecen de razón a pesar de todo, entonces toda argumentación será inútil en su caso.
Vale la pena citar unas palabras del médico y filósofo alemán Ludwig Büchner12 sobre la mente de los animales: «Es de sobra sabido que la inteligencia de los animales ha sido hasta ahora subestimada o erróneamente interpretada simplemente porque nuestros filósofos de salón partieron siempre no de una observación imparcial y sin prejuicios de la naturaleza, sino de teorías filosóficas en las que la verdadera posición del hombre y los animales estaba totalmente distorsionada. Pero en cuanto comenzamos a abrirnos paso por una nueva senda, descubrimos que el animal debe ser colocado en un lugar intelectual, moral y artístico mucho más elevado del supuesto en el pasado, y que los gérmenes y los rudimentos aun de las facultades intelectuales más eminentes de los hombres existen y son fácilmente demostrables en los reinos más inferiores..., quedando en evidencia por numerosos ejemplos y hechos bien acreditados que las actividades, facultades, sentimientos y tendencias intelectuales del hombre están prefigurados en un grado casi increíble en las mentes de los animales13. Conocemos en ellos el amor, la fidelidad, la gratitud, el sentido del deber, el sentimiento religioso, la conciencia, la amistad, el altruismo, la piedad y el sentido de justicia e injusticia, así como el orgullo, los celos, el odio, la malicia, la astucia, el rencor, la reflexión, la prudencia, la más alta destreza, la precaución, la planificación, etc.; incluso la gula, que se creía exclusiva del hombre, ejerce cierta influencia sobre el animal. Los animales conocen y practican las leyes y disposiciones de la territorialidad, la sociabilidad, la educación y la enfermería; construyen las más maravillosas estructuras en forma de casas, grutas, redes, caminos y presas; celebran asambleas y deliberaciones públicas, incluso tribunales de justicia en torno a los infractores; y por medio de un complejo lenguaje de sonidos, señales y gestos son capaces de consensuar acciones mutuas de la manera más precisa. En resumen, la mayoría de la humanidad no conoce ni aun sospecha qué clase de criaturas son en realidad los animales».
Alguien podría quizá acusar a Büchner de tener un punto de vista imparcial. Pero si recurrimos a un hombre que ha hecho de la vida animal su estudio especializado y cuyas opiniones en torno a otros temas difieren radicalmente de las de Büchner —el reverendo J. G. Wood—, descubrimos que en un solo libro14 ha establecido extensamente la veracidad de casi todo lo mentado.
Sólo hay un único punto —el del lenguaje— en el que necesito agregar algo. Wood marca el camino para creer que los animales deben usar sus voces y sus gestos para comunicarse entre sí, y también que son capaces de comprender hasta cierto punto el habla de los hombres. Piensa que ambas facultades se encuentran en los loros, cuyos dueños no suelen permitirles que comprendan lo que dicen. Ahora bien, sería realmente difícil negar que los animales tengan esa facultad: y es que el lenguaje se aprende asociando ciertas palabras con ciertas ideas, y los animales son capaces no sólo de distinguir palabras sino también de asociarlas con determinadas ideas. Un perro, por ejemplo, distingue su propio nombre de cualquier otra palabra, mientras que un caballo de tiro puede distinguir las palabras «arre» y «so» y descubrir al poco tiempo que una ordena andar y la otra detenerse.
Algún día, algún zoólogo estará preparado para aprender el lenguaje de uno o varios animales. Necesitará un entrenamiento musical y un oído fino, pero, una vez lo tenga, podrá anotar las llamadas del perro, el gato o el pájaro al tiempo que observa su significado. El trabajo de grabar y comparar estos sonidos será largo y complicado, pero el resultado será de una utilidad y un valor inimaginables. Podrá este hombre también enseñar a los pájaros a imitar el habla humana e intentar sin descanso que asocien en sus mentes las palabras con las ideas; si tiene el suficiente éxito como para enseñarle a un pájaro a hablar con comprensión, los resultados habrán ido más allá de lo esperado; si fracasa, sus intentos seguirán siendo dignos de elogio.
Antes de abandonar esta rama del asunto, permítanme decir unas palabras sobre la relación de la teoría darwiniana del origen del hombre. Por fortuna, los derechos de los animales no dependen de ella; pero, en la medida en que resulta una teoría probable o cuando menos plausible, el hombre ha de sentir que los animales pueden ser sus propios parientes, así sea de una estirpe inconmensurable, de tal modo que su corazón pueda calentarse con un sentimiento de bondad y amabilidad reservado hasta ahora sólo para la raza humana.
Y ahora, déjenme que resuma. La mayoría de los animales han sido privados del don de las manos y del habla, el cual parece adecuado para poder transmitir muchos y complejos pensamientos: así, tienen vetados los dos principales medios para la cultura. El tiempo de que disponen para vivir y aprender es corto: la vida de los salvajes está compuesta en algunos casos de un terror y una lucha constantes; los domésticos por su parte están bajo los dictados de aquel que a menudo es un mal dueño y rara vez es un buen maestro —el hombre. Aun así, nos vemos obligados a ver en ellos, a pesar de nuestro desprecio, y a reconocer en ellos, a pesar de nuestro orgullo, innumerables pruebas de las mismas facultades mentales y morales que reivindicamos como nuestras —a menudo (aunque no siempre) diferentes en grado , pero nunca diferentes en clase. De hecho, estamos obligados a admitir que muchos animales son más sabios y mejores que muchos hombres y aun que algunas razas de hombres al completo. Y dado que no podemos reducir estas facultades al instinto, ¿no haríamos mejor en admirar y cultivar la mente animal antes que menospreciarla y ningunearla? ¿Podemos de ahora en adelante abstenernos de emplear los supuestos defectos de esa mente como una razón para negarle al animal sus derechos como criatura sensible?
EL ALMA DEL ANIMAL
La otra objeción común frente a los derechos de los animales es que «carecen de alma», lo que significa no tanto que no tengan una mente como que cualquier mente que puedan tener desaparece con la muerte de sus cuerpos.
Esta objeción no tiene más relevancia que la anterior. Lo que en ella se expresa —«que el hecho de los animales no gocen de una vida después de la muerte es razón para negarles sus derechos en el presente»— es de un absurdo manifiesto. Bien al contrario, si los animales no tienen posibilidad de ser felices en otra vida, razón de más para garantizarles la felicidad en ésta.
Pero la objeción seguiría siendo defectuosa aun si fuese relevante. Primero, porque no es posible demostrarla, de modo que no puede ser usada para negar derecho natural alguno. Y segundo, porque aun reconociendo que los hombres tengan alma, quedaría por justificar el rechazo al mismo reconocimiento en los animales.
Si le preguntásemos al supuesto objetor por qué les niega una vida eterna a los animales, respondería15 que carecen de raciocinio o de «sentido moral» —respuesta que afectaría por igual a la eternidad de muchos hombres, mujeres y niños. Pero si le pedimos que demuestre su falta de raciocinio o sentido moral, se verá incapaz de hacerlo. Y aun en el caso de que pudiera probarlo, seguiría sin poder demostrar que la posesión en este vida de cualquiera de estos dones sea necesaria para heredar una vida después de la muerte.
De hecho, esta objeción sólo sirve para refutar aquello mismo que pretende demostrar. Porque garantiza que cualquier criatura dotada de razón y sentido moral sobrevivirá a su existencia corpórea, y considero factible demostrar que los animales cuentan con ambas facultades.
Por último, si creemos en la existencia de un Creador no sólo sabio sino también amoroso, es difícil creer que no tenga reservada una vida posterior para los animales. Para muchos de ellos, los males y las crueldades hacen de sus vidas actuales una profunda desventura, y no concibo que un ser así les niegue la compensación que está capacitado de otorgarles.
EL PUNTO DE VISTA NEOCARTESIANO
Existe aún una objeción que, sea como fuere, no resulta desdeñable. Es aquella de que los animales no pueden sentir. Si esto fuese cierto, entonces Lawrence, Bentham, Helps y yo veríamos hundirse el suelo bajo nuestros pies; un animal tiene derechos sólo si puede sentir, de lo contrario no hay ninguna razón en el mundo que nos impida hacer con él lo que nos plazca —a menos que sea propiedad de otra persona.
Esta teoría fue atribuida a Descartes por parte del profesor Huxley, quien pronunció un discurso16 en Belfast en 1874 en torno al cual escribió después un ensayo17. Pero Huxley parece haber pasado por alto un pasaje señalado ya por otros18 en el que Descartes dice estar hablando de los pensamientos y no de los sentimientos, que otorga a los animales sentimientos en la medida en que dependen de sus órganos corporales, y que su teoría no es tanto cruel con los animales como sí deferente para con los hombres. Sus seguidores, sin embargo, sí que les negaron a los animales cualquier tipo de sentimiento, por eso es que he llamado a este enfoque el punto de vista neocartesiano.
Descartes consideraba a los animales como máquinas maravillosas carentes de todo pensamiento o representación mental: cualesquiera acciones o gestos que dieran la impresión de que el animal sabía lo que sucedía a su alrededor eran sólo aquello que se da en llamar reflejos, es decir, el resulto de algunos estímulos corporales. Así, el movimiento de la cola del perro revelaba «affectus» (afección) y no «cogitatio» (pensamiento), y toda acción sujeta a un «affectus», ya sea en los animales o en nosotros mismos, era un reflejo. Hoy en día, Descartes podría decir que la luz reflejada por la carne ofrecida al perro genera unas vibraciones en sus nervios oculares que crean vibraciones en las moléculas de su cerebro que, a su vez, generan vibraciones en los músculos caudales que generan el movimiento de la cola. Eso sería todo. Los seguidores de Descartes fueron más lejos que él y dijeron que los animales ni siquiera eran capaces de sentir placer o dolor físico.
Ahora bien, dado que esta teoría está amparada en la premisa de que los animales no tienen mente, puede refutarse demostrando que sí la tienen, algo que debería ser evidente para cualquiera que no tenga los ojos cerrados, los oídos tapados y la sensatez encerrada bajo su propio engreimiento.
O puede ser respondida mediante un argumento por analogía, expuesto de forma brillante por Voltaire en un pasaje citado por Sir Arthur Helps:
«Juzga, pues, con el mismo criterio al perro que ha perdido a su amo, lo busca por todos los caminos lanzando lastimeros ladridos, entra en la casa agitado, inquieto, baja y sube, y va de estancia en estancia hasta que al fin encuentra al dueño que ama y atestigua la alegría que siente mediante gruñidos, saltos y caricias.
»Varios bárbaros atrapan a ese perro, que aventaja al hombre en ser fiel a la amistad, lo atan en una mesa y lo abren en vivo para examinarle las entrañas, descubriendo en él los mismos órganos del sentimiento que tiene el hombre. Contestadme, mecanicistas, ¿la naturaleza les concedió los órganos del sentimiento a los animales con el fin de que no sintieran? ¿Teniendo nervios, pueden ser insensibles? ¿No supone esto contradecir las leyes de la naturaleza?»
O por volver de nuevo al enfoque evolucionista, a partir del cual comenta el profesor Huxley19 que «teniendo en cuenta esa gran doctrina de la continuidad que impide suponer que cualquier fenómeno natural pueda surgir repentinamente y sin precedente alguno, sino que es el resultado de una transformación gradual, y teniendo en cuenta el hecho incontrovertible de que los animales vertebrados inferiores poseen, en una condición menos desarrollada, esa parte del cerebro que tenemos razones para creer que es el órgano de nuestra propia conciencia, parece mucho más probable que los animales inferiores, aun pudiendo estar faltos de ese tipo concreto de conciencia, la poseen en una forma proporcional a su desarrollo comparativo, y que presagian más o menos tenuemente esos sentimientos que nosotros mismos poseemos».
Creo que a estas alturas la serpiente neocartesiana está más que atajada20.
[…] Quisiera concluir con una reflexión sobre el cumplimiento de un deber con el que espero estén todos de acuerdo, el deber de hacer lo que podamos para disminuir el sufrimiento de los animales. ¿Cuánto hacemos para reducirlo? Y no me refiero a cuántas veces hemos arrojado por la ventana las migas de pan que nos han sobrado en la comida.
[…] Nada más me queda por decir salvo que no me importan las reacciones que pueda suscitar este pequeño ensayo, que en ningún caso lamentaré haberlo escrito, y que se me pagará por entero si logra despertar la reflexión seria y fructífera de algunos hombres, mujeres o niños en torno a nuestros deberes para con el resto de la creación.
Edward Byron Nicholson, 1879.
NOTAS
1
– Social
Statics (ed. 1868), pág. 81
2 – De
nuevo Aristóteles, Ética,
IX. 9. «Y
la vida es una de esas cosas que son buenas y dulces... Y si la vida
misma es buena y dulce —y
además parece que todos los hombres la persiguen...».
3 – Véase Social Statics,
pág. 73, y el resto del capítulo titulado «La
evanescencia del mal».
4 – Social Statics,
pág. 92.
5 – El hombre fue juzgado por crueldad hacia una yegua.
6 – El Fiscal General se opuso, haciendo referencia a su discurso de
1821 contra un proyecto de ley en torno a los malos tratos hacia los
caballos. Hansard me comenta que en ese año «el
Fiscal General se opuso a introducir el proyecto de ley como un nuevo
principio del derecho penal».
Vale la pena recuperar el discurso del Sr. Monck en aquel mismo
debate: «el
Sr. Monck consideró que el proyecto de ley era completamente
innecesario. Su opinión surgió de ese espíritu judicial tan
prevalente hoy en día. Si se aprueba un proyecto de ley que proteja
a los caballos y los asnos, no sorprenderá después encontrar a
algún otro miembro que proponga un proyecto de ley que proteja a los
perros [uno de los miembros dijo aquí "y a los gatos"].
Pensó que era mejor que tales asuntos no fueran objeto de
legislación».
El proyecto de ley de 1821 salió adelante por una diferencia de 3
votos, pero se convirtió en una ley de omisión habitual. En cuanto
a los animales no incluidos en la Ley de 1822, su situación se
mantuvo idéntica a la de 1794. El 17 de septiembre de 1832, una
mujer de Guildhall fue acusada de desollar una docena gatos vivos.
«La
detenida, que dijo recibir 3 peniques por cada una de las pieles, fue
puesta en libertad; Sir Peter Laurie dijo no estar en condiciones de
poder condenarla, ya que nadie se había identificado como dueño de
los gatos. La mujer había estado detenida antes por el mismo cargo,
y declaró que aquel era su medio de sustento».
El 17 de noviembre fue condenada por la misma crueldad a tres meses
de trabajos forzados, pero el motivo no aparece señalado —tampoco
en este caso se identificó a ningún dueño.
7 – «El
señor Pease opinó que el proyecto de ley podía resultar
comprometedor. Advirtió que su aprobación traería reacciones
negativas, dado que estaba orientado a eliminar buena parte de las
terribles crueldades que se practicaban cada día con los animales.
Hubiera sido el último hombre en el
mundo en apoyar una medida que redujese el divertimento de las clases
pobres; pero fue persuadido de que eso no sucedería».
¡La parte que he puesto en cursiva representa la máxima expresión
de humanidad de que era capaz el Parlamento hace 44 años!
8 – No
exactamente. La ley de 1849 protege a «cualquier
toro, oso, tejón, perro, gallo u otro tipo de animal, ya sea de
carácter doméstico o salvaje»
de las peleas y los hostigamientos, pero no protege a los animales
salvajes de otro tipo de maltratos. Es cierto que repite a menudo la
expresión «cualquier
animal»,
pero en la cláusula 29 se establece que «la
palabra "animal" se ha de interpretar como caballo, yegua,
toro, buey, vaca, novillo, cabestro, ternero, mula, asno, oveja,
cordero, cerdo, lechón, cabra, perro, gato o cualquier otro animal
doméstico».
9 – No exactamente. La Ley de 1854, haciendo referencia a la de 1849,
establece que «la
palabra animal de aquella y ésta Ley significará cualquier animal
doméstico, ya se trate de las clases o especies enumeradas
concretamente en la cláusula 29 de dicha Ley, o de cualquier otra
clase o especie, sea o no cuadrúpeda».
Sería interesante saber si los faisanes llegaron a estar alguna vez
dentro de esa lista, pero los zorros y los peces desde luego no lo
estaban. Y hace poco, cuando unos perros destrozaron a un ciervo
durante un torneo de caza, el magistrado sostuvo que no había caso,
ya que los ciervos eran animales fera
naturae, «de
naturaleza salvaje».
10
– Un amigo sugiere la posibilidad de fundamentarlo en que
la crueldad hacia los animales puede generar crueldad hacia los
hombres. Yo creo que eso nos conduciría a «un
nuevo principio del derecho penal»,
y dudo que eso sea posible; para llevarlo a cabo de manera
consistente, deberíamos multar y encarcelar a todo hombre que haya
derrochado su dinero o roto alguna de sus ventanas —no
sea que a veces (movido por una confusión entre el «meum»
y el «tuum»)
se ponga a malgastar y a romper dinero y ventanas ajenas.
11 – Man and Beast,
I. pag. 41 —ed.
1874.
12
– Man in the Past, Present,
and Future, traducción de W. S. Dallas
(1872), págs. 135-6.
13
– He saltado del texto de Büchner a su
nota, con referencias al próximo volumen (aún no publicado) de su
Physiological Essays.
14
– Man and Beast.
En el prefacio dice: «cito
más de trescientas anécdotas originales, todas acreditadas por los
autores, y los propios documentos se hayan en mi poder».
Si alguien desea conocer lo que para mí
es un ejemplo de evidencia, puede tomar como muestra la historia del
perro Nipper del doctor J. Brown descrita en el capítulo «Sympathy».
El lector también puede consultar los capítulos 2 y 3 del vol. I de
El origen del hombre,
de Darwin, titulado «Comparación
de los poderes mentales del hombre y los animales inferiores».
Ignoro a que se refiere Büchner cuando habla de religión
en los animales, a menos que, como dice Bacon (Essaies,
edición de texto paralelo de Arber, págs. 338-9) el hombre sea para
el perro «un
Dios o
Melior Natura».
Hartley (Observations on Man,
1791, pág. 415) ha dicho: «Parece
que ocupamos el lugar de Dios para ellos, somos sus vicegerentes, y
hasta nos ofrecen sus honores».
Hartley añade «y
estamos obligados por lo mismo a ser sus protectores y benefactores».
Darwin (El origen del hombre,
I. pág. 68) dice a su vez: «La
conducta del perro cuando de nuevo ve a su amo después de una
ausencia, y añadiré la de un mono con su guarda, a quien idolatra,
son muy diferentes de las que estos animales tienen con sus
semejantes. En este último caso los transportes de alegría parecen
ser menos intensos y en todas las acciones se echa de ver mayor
igualdad. Estas reflexiones son las que han hecho aventurar al
profesor Braubach (Religion,
Moral
& Philosophie der Darwin'schen
Artlehre, 1869, pág. 53) que el perro
mira a su amo como a un dios».
15
– No me resisto a
citar un párrafo de gran riqueza extraído del primer capítulo de
Man and Beast:
«El
escritor de la segunda carta comentó que, sea como fuere, no estaba
dispuesto a caer en la indignidad de compartir la eternidad con un
ácaro del queso... Le respondí que, en primer lugar, no era
probable que fuera consultado sobre el tema; y en segundo lugar, que
dado que ya se había dignado a compartir con ellos su vida terrenal,
ningún daño podría hacerle a su dignidad compartir con ellos
también el más allá».
16
– Publicado en Nature
el 3 de septiembre de 1874.
17
– Publicado en Fortnightly
Review en noviembre de 1974.
18
– Por el profesor Mivart, Lessons from
Nature, pág. 200; ignoro si se trata
de la primera persona en mencionarlo. Las palabras que cita son «Je
en lui repose pas meme le sentiment, en tant qu'il depend des organes
du corps; ainsi mon opinion n'est pas si cruelle aux animaux».
En otros lugares, Descartes les niega el sentimiento
(«sentiment»)
a los animales, pero en ninguno de los pasajes que he llegado a
consultar queda claro si se refiere tanto a los sentimientos
corporales como a los mentales.
19
– Nature
X. pág. 365. Me gustaría mucho tratar los fenómenos mostrados por
las ranas del profesor Huxley y el «Sargento
F.»,
que el profesor Huxley cree que si Descartes estuviera vivo podría
emplear en su favor. Pero esto estaría fuera de lugar, ya que el
profesor viene a resumir la opinión que aquí se ha discutido.
20 – N. del T.:
Referencia a Macbeth,
de William Shakespeare: «Dimos
un tajo a la serpiente sin matarla. Sanará y se repondrá, mientras
nuestra pobre inquina sigue expuesta a sus colmillos.»
________________________________________
Traducción: Igor Sanz
Texto original: The Rights of an Animal
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