domingo, 25 de enero de 2015

Crustáceos

Para muchos, los crustáceos no pasarán de ser esas cosas inertes que decoran algunos platos y banquetes, un manjar particularmente imprescindible en cualquier encuentro de celebración. Cuánto amor, paz y buenas intenciones se habrán prometido en torno a sus cadáveres. Cuánta felicidad vertida sobre una infinidad de exangües inocentes.

Pero esas fechas tan especiales para nosotros nada tienen de especial en las vidas de estos animales. Su calvario se extiende todo el año, y ya desde el momento en el que nacen están destinados a padecer una vida dura, cruel y tortuosa. Componen uno de los grupos más perseguidos y a la vez más ignorados por el especismo. Incluso los colectivos en defensa de los animales parecen haberse olvidado de estos silenciosos y discretos habitantes del siempre misterioso reino submarino. Tratemos pues de acercarnos al resarcimiento que merecen.
 
UN DISEÑO TRIUNFADOR
 
Si hablamos en su día de las moscas y los mosquitos, hoy toca hacerlo de sus parientes más cercanos. No en vano, hablar de los crustáceos es tanto como hablar de los insectos subacuáticos, pues ambos colectivos forman parte del común taxón de los artrópodos. Además, el desprecio que se otorga a los insectos es similar al dedicado a los crustáceos, víctimas propicias de las siempre despiadadas e impacables fauces del antropocentrismo. En este caso no parece sin embargo posible atribuir la causa a su tamaño, dado que su variedad es infinitamente más extensa. Aun así se los desprecia. Se los desprecia y se los explota; una explotación que se da en casi cualquier ámbito y con la misma magnitud con que, paralelamente, hacemos conveniente omisión de su existencia. Pero están ahí, y los están además desde hace mucho tiempo.
 
Los crustáceos son uno de los grupos animales más antiguos conocidos. Poco tardaron en aparecer a partir de que la vida comenzó a abrirse camino en el planeta. Ocurrió en el Cámbrico, hace 570 millones de años, cuando algunos de los primeros anélidos (gusanos) empezaron a desarrollar una estructura externa sólida: el exoesqueleto. Desde entonces se han mantenido sin apenas modificación. La especie conocida como tortugueta (Triops cancriformis), por poner un ejemplo, mantiene el mismo diseño morfológico que tenía hace más de 220 millones de años. Estaban cuando la vida emergió a tierra firme, cuando los dinosaurios dominaban el planeta, o cuando los humanos aparecieron en escena. Han sufrido cambios climáticos, extinciones masivas y el especismo de hoy en su más cruda manifestación.
 
Hablamos pues de triunfadores. Sencillos en apariencia, pero triunfadores al fin. Animales que muestran una tremenda adaptabilidad; individuos con una gran capacidad de supervivencia. No obstante, se los desprecia; y quizá el motivo sea el más simple y viejo del mundo. Porque siendo el suyo un diseño triunfador, es al mismo tiempo un diseño muy distinto al nuestro. ¿Y qué otra cosa ha caracterizado siempre al ser humano sino su eterno y gran desprecio por lo diferente?
 
UN MUNDO DE VARIEDAD
 
El grupo de especies que componen los crustáceos es tan numeroso que un artículo dedicado a ellos exige la siempre desagradable necesidad de recurrir a una generalización que en este caso resulta particularmente ignominiosa. Si extrapolásemos el asunto sobre un grupo como el de los primates, por ejemplo, sería fácil advertir el problema de describir en términos comunes a especies tan dispares como los humanos, los babuinos, los lémures o los loris. Lo mismo ocurre con los crustáceos (de hecho, el de los crustáceos es un grupo filogenético mucho más primario que el de los primates), pero, como he dicho, me veo en la triste obligación de apoyarme en este detestable auxilio. Cabría señalar tal vez, aun sin ánimo de excusa, que al especismo tampoco parece preocuparle demasiado esa mayor profundidad en los matices.

Merecerá la pena en cualquier caso que nos detengamos un momento sobre algunas destacables peculiaridades. El mayor de los crustáceos, por ejemplo, es el cangrejo gigante japonés, capaz de superar los 20 kg. de peso y alcanzar los 4 metros de longitud desde el cabo de una pierna hasta la otra. En el extremo contrario tenemos a las pulgas de agua, que con unos escasos 0,2 mm lideran la clasificación de los pequeños. Entre los crustáceos encontramos también a uno de los animales más veloces; se trata de Erugosquilla grahami, una langosta mantis australiana cuyos arpones pueden actuar a la velocidad de 5 milisegundos. No cabe olvidarse de los cangrejos ermitaños y su costumbre de emplear conchas vacías para proteger su delicado abdomen. O de los camarones limpiadores, cuya dieta de parásitos y tejidos muertos les ha llevado a crear "estaciones de limpieza" a las que acuden todo tipo de criaturas. Curioso es también el caso del cangrejo cocotero, que se ha especializado en trepar a los árboles para alcanzar las frutas que tanto le apasionan. Tenemos también al cangrejo violinista y su desproporcionada pinza. O las langostas del Caribe y su misteriosa "procesión" anual, alineadas en una extensa caravana bajo un contacto permanente y una protección mutua a lo largo de una larga migración. Y qué decir de los percebes, esos extraños crustáceos adaptados a una vida sedentaria y dotados, dicho sea de paso, del pene relativo más grande de todo el reino animal.

Es apenas una pequeña y breve pincelada del variado mundo de los crustáceos. Y todo ello sin contar con la riqueza de la individualidad, pues no sólo las especies difieren entre sí, sino también los individuos. Cada cangrejo, cada langosta, cada gamba o langostino, encierra un universo genuino tras de sí. Un principio básico que no deberíamos obviar con la facilidad con que lo hacemos.

¡PELIGRO, DESCARTES HA VUELTO!

Los crustáceos cuentan con un cuerpo dividido en tres partes: la cabeza, el torax y el abdomen, aunque por lo general los dos primeros suelen estar fusionados en lo que se da en llamar cefalotorax. Cada una de estas partes está al mismo tiempo dividida en diferentes segmentos, cuyo número suele ser el principal elemento diferenciador entre los distintos grupos de crustáceos. También el número de patas sirve como caracterizador, y a estas extremidades se suman en muchas especies los pleópodos, que sirven para formar una corriente de agua dirigida hacia las branquias y que algunas hembras usan también para el transporte de sus huevos. En la cabeza presentan un par de antenas y antenulas, ambas con funciones sensoriales altamente opertativas. Cuentan con una vista extraordinaria asistida por unos ojos compuestos y situados de ordinario sobre unos pedúnculos flexibles. Como ejemplo de la buena vista de los crustáceos cabe citar a la galera (Squilla mantis), que posee el sistema de visión más complejo conocido en el mundo, pudiendo llegar a ver en doce colores (los humanos, por ejemplo, vemos los colores a través de la combinación de sólo tres colores básicos detectables), así como distinguir diferentes polarizaciones de luz.
 
La inmensa mayoría de crustáceos son acuáticos, y muy en especial, marinos. Pero existen excepciones, de tal forma que podemos encontrar no sólo especies de agua dulce, sino también terrestres. La mayoría de estos últimos forman parte del orden de los isópodos, siendo tal vez el más popular de todo ellos el conocido como "bicho bola" o "cochinilla". Ahora bien, los más famosos crustáceos del mundo son por supuesto los decápodos. Su principal distintivo (spoiler en el nombre) lo representan sus 5 pares de patas, aunque en muchos casos el par anterior está modificado en favor de unas "pinzas" cuyo nombre formal es quelas. A este orden es al que pertenecen, entre otros, los cangrejos, las langostas, los centollos, los camarones, las gambas y los langostinos.
 
¿Y qué hay en cuanto a su capacidad para sentir dolor? ¿Sienten dolor los crustáceos? Pues aunque pudiera parecer una pregunta superada, lo cierto es que el tema fue motivo de una encendida disputa hace apenas unos años. El caso comenzó en Noruega, cuando el gobierno solicitó a la Escuela de Veterinaria y Ciencia de Oslo que estudiara la capacidad de sentir dolor de las langostas en respuesta al deseo de aplicar nuevas leyes de protección animal en dependencia de ese factor paticular. Al final, dicha escuela, por boca de la bióloga Wenche Farstad, declaró que debían «sentir algo, pero no dolor», y que aquellos que parecían signos de dolor «tan sólo eran reflejos». Esto suscitó la reacción no solo del movimiento por lo Derechos Animales, sino también de algunos miembros de la comunidad científica, que llevaron a cabo nuevas pruebas y llegaron a resoluciones radicalmente diferentes. Robert Elwood, experto en comportamiento animal de la Queen’s University de Belfast, por ejemplo, concluyó que las «reacciones» de las que hacía mención Farstad eran «consistentes con la interpretación de la experiencia del dolor», mientras que el neurobiólogo Tom Abrams afirmó que «poseen una extensa colección de sentidos» y que no albergaba duda alguna de que «son capaces de sentir dolor». En la misma línea se pronunciaron Jelle Atema, bióloga marina del laboratorio Biológico Marino de Woods Hole, en Massachusstes, o el Dr. Jaren G. Horsley, zoólogo experto en invertebrados y con una larga trayectoria en el estudio de los crustáceos, quien aseguró que «poseen un sofisticado sistema nervioso que, entre otras cosas, les permite percibir y sentir las acciones que los lastiman». De hecho, Horley sostiene la posibilidad de que estos animales soporten niveles más altos de sufrimiento que los humanos debido a que no cuentan «con un sistema nervioso autonómico capaz de entrar en estado de shock», lo que haría que la afección se prolongase «hasta que el sistema nervioso quede destruido».
 
Frente a este asunto, y al margen del tema en sí, llaman poderosamente la atención dos cosas. Por una parte, que aún en pleno siglo XXI se den opiniones como las de Farstad, tan próximas a aquellas de Descartes para justificar los chillidos de los perros a los que se mutilaba en vivo; y por otra, descubrir que los pobres crustáceos, sujetos, claro, de todas las pruebas mencionadas, no se libran de padecimientos ni siquiera en el ejercicio de su teórica defensa.
 
QUÉ DURO ES NACER CRUSTÁCEO…

La dieta de los crustáceos es muy variopinta, pero en términos generales puede decirse que la inmensa mayoría se alimenta de los pequeños organismos que conforman lo que se conoce como plancton. Muchas otras especies se nutren de algas o detritos, y las hay también que son carnívoras (sobre todo carroñeras) e incluso parásitas. La mayoría de los crustáceos son dioicos, lo que significa que tienen los sexos separados, salvo los percebes y balanos, que actúan como machos y hembras a la vez. Y también en lo que respecta a su esperanza de vida dan muestras de una extrema variedad, desde los camarones y langostinos, que apenas llegan a uno o dos abriles, hasta algunas especies de bogavantes y langostas, que pueden llegar a superar el siglo.
 
El ciclo de vida de los crustáceos pasa por tres fases principales: el embrión, la larva y el adulto. Las larvas de los crustáceos son conocidas como nauplios, y algunas especies presentan dos fases adicionales llamadas zoea y mysis, donde se muestran como una versión escalada de sus progenitores. Ya como adultos, los crustáceos necesitan mudar su caparazón con regularidad (al igual que las serpientes con la piel) para poder en esencia seguir desarrollándose y aumentando de tamaño.
 
La vida de los crustáceos es terriblemente dura, y lo es incluso antes de nacer. Ya como embriones, en el interior del huevo, tan sólo unos pocos afortunados alcanzan la eclosión. En la mayoría de especies, tanto los huevos como las larvas pasan su desarrollo en suspensión, quedando a expensas de las corrientes e integrados en la singular comunidad que representa por el plancton. Allí, muchos embriones y larvas serán devorados por pequeños peces, cefalópodos, ballenas y un sinfín de animales subacutáticos, incluyendo a otros crustáceos. Los pocos que superen esta fase y consigan madurar no verán reducido el número ni el grado de peligros, si acaso la forma. Aquellos crustáceos de pequeño tamaño adaptados a una vida natatoria, como el krill, se verán continuamente acosados por todo tipo de peces y cetáceos; los destinados a habitar el lecho serán perseguidos a su vez por especies bentónicas como rayas, pulpos y morenas; y aquellos que osen emerger fuera del agua o moren cerca de la costa verán sumados a su lista de depredadores otros animales como pájaros, reptiles y mamíferos terrestres.

Así pues, observar a algún crustáceo adulto ―y ni qué decir de aquellos con una cierta edad― es estar en presencia de un auténtico superviviente. Un individuo que habrá tenido que superar todo tipo de pruebas en el transcurso de una vida entera viendo perecer a un número incontable de hermanos y compañeros de fatiga. Y los humanos, con nuestros loados cerebros y nuestras proclamadas dotes para la empatía, la virtud, el raciocinio, ¿seremos acaso capaces de compadecernos ante estos pobres desdichados y ahorrarles cuando menos innecesarias complicaciones añadidas? Pues no...

Y es que a pesar de todo lo dicho, todo lo narrado y todo lo explicado, el mayor de los peligros, la mayor amenaza para cualquier crustáceo, se presenta siempre en forma humana. A manos del hombre, los crustáceos se verán sometidos a todo tipo de usos y perjuicios, ya sea con fines de experimentación (los crustáceos vivos suelen ser el reclamo principal para ciertos animales sometidos a pruebas de laboratorio), deporte (la pesca), ocio (la acuariofilia, donde no sólo son empleados como componente estético, sino también alimenticio) y, por supuesto, gastronómico, para lo que millones y millones de individuos no sólo son capturados y asesinados, sino sometidos
también a una de las muertes más cruentas
que uno pueda imaginar: ser  cocido vivo.
Estas víctimas ni tan siquiera serán contabilizadas individualmente, sino en kilos o toneladas. Una prueba más de ese desprecio mencionado en el arranque. ¿O es acaso es concebible uno mayor? ¿Se imaginan lo terrible que sería que las víctimas de algún drama humano fueran contadas de igual manera y que en vez de hablar tantos miles o millones se hablara de tantos kilos de seres humanos? 

Llegamos al final de nuestro viaje con un buen puñado de cosas pendientes de contar y descubrir. Espero al menos que este breve paseo por la vida de los crustáceos incite a algunos a reflexionar. A reflexionar, sobre todo, en torno a lo injusto de buscar la felicidad propia a costa de la infelicidad de los demás. A muchos, esa reflexión puede suponerles nada menos que la vida.

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