«No trato de humanizar a los animales
[nohumanos]; Se ha de comprender que
lo demasiado humano es casi siempre prehumano, y, por tanto, es aquello que
compartimos con los [demás] animales. A fe mía que no proyecto características
humanas en el animal [nohumano]; antes al contrario, muestro la cantidad de
herencia que persiste en la humanidad.»
lo demasiado humano es casi siempre prehumano, y, por tanto, es aquello que
compartimos con los [demás] animales. A fe mía que no proyecto características
humanas en el animal [nohumano]; antes al contrario, muestro la cantidad de
herencia que persiste en la humanidad.»
Alguien que casi se muere de hambre
porque su única manera de lograr comida era causa de un dolor ajeno. Otro que se reune con sus compañeros y es capaz de transmitirles las coordenadas precisas de una ubicación particular. Un sujeto con malformaciones que es cuidado y atendido por los miembros de su grupo parental. Alguien ciego que logra sobrevivir gracias al suministro de comida de un amigo. Otro que renuncia a una parte
de su vianda para compartirla con sus semejantes. Un desdichado paralítico que es cargado por un amigo
hasta el lugar del alimento. Alguien que rescata a otro de morir ahogado. Uno que demanda y recibe la ayuda de sus prójimos para alzanzar un objetivo de exigida colaboración. Otro que se enfada y enrabieta frente a una situación de inequidad. Un grupo
que guarda silencioso luto en torno a los cuerpos de unos compañeros fallecidos...
Si estas situaciones (y tantas otras posibles) fueran descritas tal cual, sin mayores matices, pocos dudarían
en catalogarlas de empatía, lenguaje, solidaridad, compasión,
altruismo, compañerismo, conciencia moral o duelo. Pero si
advertimos que los protagonistas son
ratas, abejas, elefantes, gallinas, perros, peces, osos, chimpancés, monos capuchinos y cuervos, la cosa cambia. Surge entonces el
recelo, cuando no el rechazo más absoluto. Tanteamos respuestas
biológicas, neurológicas o genéticas que procuren ser lo más
asépticas posibles. Recurrimos a la selección natural en busca de un
trasfondo subyacente que ofrezca alguna
explicación distinta a esas conductas que rebautizamos con
nombres como "instinto", "mutualismo", "prosocialidad", "protoemociones", "ecología social" o "afecto positivo".
Reducimos los patrones observados a meros cálculos de coste y
beneficio, códigos genéticos, reacciones conductuales,
estrategias de reciprocidad, o respuestas homeostáticas.
Quien no lo haga así, corre peligro de sufrir una de las acusaciones más rehuídas por todo buen investigador profesional: antropomorfismo. ¿Qué
es el antropomorfismo? Proyectar cualidades humanas en otros seres.
La tal dedicatoria actúa con los efectos de un alérgeno entre los hombres y las mujeres del terreno de la ciencia. No en vano, el antropomorfismo se percibe como
sinónimo de poco rigor, poca seriedad, poca objetividad, o incluso
(¡Dios no lo quiera!) cierto sentimentalismo.
No es demasiado reciente el
descubrimiento de que todas las formas biológicas partimos de un
mismo antepasado; ni lo es tampoco que todas esas formas biológicas
tenemos un vínculo común en forma de unidad orgánica esencial (el
ADN); ni tampoco que la mayor parte de esa unidad es idéntica aun entre individuos de apariencia tan dispar como los hombres y las moscas, por ejemplo.
No son recientes estos descubrimientos, pero sí lo son en
contraste con los siglos precedentes viciados por las corrientes
aristotéticas, tomistas, cartesianas y conductistas de tan marcado tono antropocéntrico. De no ser así, quizá ahora no fuésemos tan
escamados ante las semejanzas que vamos encontrando con
quienes mantenemos una estrecha continuidad evolutiva mientras
aceptamos sin miramiento y hasta de buen grado las también lógicas disparidades.
Decía Charles Darwin que nuestras
diferencias con el resto de animales lo son de grado, no de clase,
pero a pesar de que las posteriores décadas de investigación en los campos de la biología, la genética, la psicología
y la neurología han venido a darle la razón, la máxima seguida
ha sido justo la contraria, tratando a las semejanzas encontradas en
individuos efectivamente semejantes como un tabú que debe manejarse
como el más peligroso de los instrumentos manejables.
Por fortuna, la tendencia parece
estar cambiando y cada vez son más los científicos que rompen el
miedo al antropomorfismo, desafiando su connotación "poco
científica" y apartando las secuelas de tan absurdo
anacronismo. Reconocidas personalidades como Jane Goodall, Marc
Bekoff, Robert Sapolsky, Barbara King, George Schaller, Jaak
Panksepp, Alexandra Horowitz, Robert Travis, Pablo Herreros, Stephen
Hart, Hal Whitehead, Bernd Heinrich, Jeffrey Masson, Frans de Waal, Joyce Poole,
Jonathan Balcombe, Bernard Rollin, David Sloan Wilson y tantos y tantos otros
a quienes lamento tener que dejar en omisión, lejos de caer en el defecto del "antropomorfismo", se están limitando a llamar a
las cosas por su nombre. Resulta significativo, por cierto, que entre
ellos se cuenten los científicos que han mantenido un
contacto más cercano y prolongado con los animales.
Pero el cambio de tendencia sigue
siendo lento y sus defensores una minoría, por muy competente que ésta sea. Aún seguimos entrecomillando la empatía, la
felicidad, el llanto, el perdón, la tristeza, la depresión, el
rencor, la solidaridad, la amistad, el amor, la gratitud, el compañerismo, o
incluso la emoción o la conciencia mismas, cuando las mencionamos en
referencia a sujetos que no son de nuestra especie (o nos apresuramos como alternativa a matizar su signo pretendidamente metafórico).
Seguimos mostrando una prudencia exagerada hacia las pruebas
disponibles antes de otorgar a los nohumanos la propiedad de
sus virtudes y talentos, pruebas que, por otro lado, rara vez alcazan aquiescencia sin exorbitados niveles de selectivo escepticismo
(pocas cosas han resultado tan útiles como lo es aquí el "problema de las otras mentes").
Llama la atención que ese mismo escrúpulo no se muestre por igual a la hora de sacar conclusiones negativas. La presencia en algunos nohumanos de neuronas espejo y fusiformes, de estrecho vínculo con la empatía, así como la muestra de patrones concordantes con aquella, no resulta para algunos un hecho suficiente para incorporarla en el catálogo de sus capacidades; o la posesión de neurotransmisores y sustancias opioides asociadas a determinados sentimientos y emociones, junto con respuestas comportamentales predecibles y coherentes, es tomada como una prueba insuficiente para el sello de su concesión. Ahora bien, basta con que alguien no se reconozca en un espejo para verse declarado incapaz de "auto-conciencia", o es suficiente con que un chimpancé acepte un reparto de comida desigual para negarle todo sentido de equidad, no ya a ese chimpancé o a todos los chimpancés, sino a cualquier animal al margen de la especie deificada.
Llama la atención que ese mismo escrúpulo no se muestre por igual a la hora de sacar conclusiones negativas. La presencia en algunos nohumanos de neuronas espejo y fusiformes, de estrecho vínculo con la empatía, así como la muestra de patrones concordantes con aquella, no resulta para algunos un hecho suficiente para incorporarla en el catálogo de sus capacidades; o la posesión de neurotransmisores y sustancias opioides asociadas a determinados sentimientos y emociones, junto con respuestas comportamentales predecibles y coherentes, es tomada como una prueba insuficiente para el sello de su concesión. Ahora bien, basta con que alguien no se reconozca en un espejo para verse declarado incapaz de "auto-conciencia", o es suficiente con que un chimpancé acepte un reparto de comida desigual para negarle todo sentido de equidad, no ya a ese chimpancé o a todos los chimpancés, sino a cualquier animal al margen de la especie deificada.
Resulta irónico, además,
que nos neguemos a aceptar en otros animales
características comunes a los humanos al mismo tiempo
que nos servimos de ellos para estudiar esas
características e inferir después los resultados en nosotros. Es como ver a alguien negando el calor del fuego mientras se calienta las manos en la
chimenea. Tal y como señala el biólogo Marc Bekoff, «si
los animales [nohumanos] son
enormemente distintos a nosotros, entonces los resultados de las
investigaciones que se efectúen sobre ellos serán difícilmente
aplicables a los seres humanos».
Ya puestos, quizá cualquier expectativa respecto al resto de animales podría ser imputada de antropomorfismo, sea en el sentido que fuere. Por ejemplo, la amígdala juega un papel muy importante en la emoción del miedo humano. Es por ello usual que se dude de la capacidad de experimentar esta sensación en animales faltos de este apéndice particular. Ahora bien, los animales que carecen de amígdala llevan millones de años separados de nuestra senda evolutiva. No es descabellado pensar que hayan podido desarrollar su facultad por vías diferentes de la nuestra, y menos aún cuando hablamos de una emoción primaria y los animales en cuestión ofrecen reacciones que sugieren una motivación cuando menos parecida. Dudamos de que los animales sin amígdala puedan sufrir temor por la sencilla razón de que nosotros, los humanos, tendríamos dificultades para hacerlo (hoy sabemos que no es imposible). ¿Acaso no es éste un juicio terriblemente antropomórfico?
Ya puestos, quizá cualquier expectativa respecto al resto de animales podría ser imputada de antropomorfismo, sea en el sentido que fuere. Por ejemplo, la amígdala juega un papel muy importante en la emoción del miedo humano. Es por ello usual que se dude de la capacidad de experimentar esta sensación en animales faltos de este apéndice particular. Ahora bien, los animales que carecen de amígdala llevan millones de años separados de nuestra senda evolutiva. No es descabellado pensar que hayan podido desarrollar su facultad por vías diferentes de la nuestra, y menos aún cuando hablamos de una emoción primaria y los animales en cuestión ofrecen reacciones que sugieren una motivación cuando menos parecida. Dudamos de que los animales sin amígdala puedan sufrir temor por la sencilla razón de que nosotros, los humanos, tendríamos dificultades para hacerlo (hoy sabemos que no es imposible). ¿Acaso no es éste un juicio terriblemente antropomórfico?
¿Y qué sentido tiene, además, el
concepto que encierra el "antropomorfismo"? Hablar de
una atribución de características humanas es dar
por sentado que existe tal cosa como "características humanas". Pero no es el caso. Cualquier rasgos que uno tome por muestra lo hallará privado en algunos de nosotros o presente en otros animales. Nada hay que poseamos sin excepción y en excluiva. Habrá quienes otorguen la etiqueta a aquellas cualidades que sólo estén presentes entre nuestra especie. Pero esa es una arbitrariedad que eleva además a "características
humanas" el virtuosismo musical de Mozart o el
talento artístico de Miguel Ángel. Y no. Yo soy humano y tales aptitudes me son del todo ajenas,
muy a mi pesar.
Contemplo por ello como un absurdo el
significado que pretende dársele a la idea del antropomorfismo, y lo
que sí resulta fácil de apreciar es el profundo antropocentrismo
que se esconde tras de ello. Hablamos con alegría de unas "características humanas" que sabemos irreales pero que
aceptamos complacidos en honor de una ficticia conjunción uniforme
y homogénea a la que distinguir y aislar después de todo aquello que quede al margen de ese perfil prefabricado.
Es el mismo mecanismo de especificidad que ha permitido soslayar los
problemas éticos que suscita nuestra actual relación con el resto de
animales. La misma arrogante idea que el filósofo John Gray llama "trascendentalismo de lo humano". Nada hay en nosotros
que justifique el monopolio; lo construimos, lo imaginamos, para que en lugar de vernos obligados a
cambiar nuestro círculo moral podamos conservar el
que traemos ya de serie. Debemos respetar a los humanos y no así los nohumanos porque somos humanos y todos nosotros
tenemos características humanas que los nohumanos no poseen. Punto
final. Resulta significativo que el término antropomorfismo tuviese por función original describir la costumbre de
representar a las deidades con morfología de apariencia humana. Muy significativo.
«Si
quitas la religión y la metafísica y piensas en la especie humana
en términos estrictamente naturalistas, verás que "la
humanidad"
es un producto de la imaginación.»
~ John N. Gray ~
Desde luego, carece de rigor y seriedad atribuir a alguien (o a
algo) características que le sean ajenas a su naturaleza, pero poco tiene esto que ver con muchas de las
cosas catalogadas de ordinario de "antropomorfismo", que en
ningún caso responderían a lecturas de índole interespecífica. Mucho
más recomendable sería poner cuidado en lo que el
filósofo y científico holandés Koert van Mensvoort ha bautizado
como "antropomorfobia" (el temor u odio a reconocer en los
nohumanos las características que queremos definir como humanas) y
sobre todo, al antropocentrismo, mucho más nocivo (y real) tanto para los nohumanos como para los
progresos de la ciencia.
Tal vez sea pedirle demasiado a
una comunidad que se mueve aún bajo expresiones como "humanos
y animales". No pierdo la esperanza por el buen hacer, en cualquier caso.
«No
estoy recurriendo al antropomorfismo. Parte del reto de entender el
comportamiento de una especie es que, si se parece tanto a nosotros, es
por algo. Eso no es proyectar los valores humanos. Es reconocer en
esa especie las generalidades que compartimos con ellos.»
comportamiento de una especie es que, si se parece tanto a nosotros, es
por algo. Eso no es proyectar los valores humanos. Es reconocer en
esa especie las generalidades que compartimos con ellos.»
~ Robert Sapolsky ~
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