En la actualidad, en todas las partes
del mundo civilizado, las antaño ortodoxas prácticas del
canibalismo y los sacrificios humanos son contempladas universalmente
con perplejidad y con horror. La historia pasada del desarrollo
humano, y los lentos pero seguros movimientos progresistas del
presente, hacen que sea absolutamente seguro que el hábito aún
prevaleciente de vivir a costa de la matanza y el sacrificio de las
especies inferiores —un hábito
cuya barbarie es diferente antes en grado que en clase—
será contemplado con la misma perplejidad y el mismo horror por
generaciones más ilustradas y refinadas que la nuestra. De la
certeza de ello no pretenderá tener duda razonable alguna nadie cuyo
ideal
de civilización no sea un Estado repleto de cárceles,
penitenciarías, reformatorios y asilos, o que no mida el progreso
según el atractivo pero engañoso estándar de un materialismo
ostentoso —según las estadística de mercado, la cantidad de
riqueza acumulada por una pequeña fracción de la comunidad, el
aumento de la pobreza, el número y la popularidad de las iglesias y
capillas, o incluso la cifra de escuelas, aulas o instituciones de
beneficiencia.