En la actualidad, en todas las partes
del mundo civilizado, las antaño ortodoxas prácticas del
canibalismo y los sacrificios humanos son contempladas universalmente
con perplejidad y con horror. La historia pasada del desarrollo
humano, y los lentos pero seguros movimientos progresistas del
presente, hacen que sea absolutamente seguro que el hábito aún
prevaleciente de vivir a costa de la matanza y el sacrificio de las
especies inferiores —un hábito
cuya barbarie es diferente antes en grado que en clase—
será contemplado con la misma perplejidad y el mismo horror por
generaciones más ilustradas y refinadas que la nuestra. De la
certeza de ello no pretenderá tener duda razonable alguna nadie cuyo
ideal
de civilización no sea un Estado repleto de cárceles,
penitenciarías, reformatorios y asilos, o que no mida el progreso
según el atractivo pero engañoso estándar de un materialismo
ostentoso —según las estadística de mercado, la cantidad de
riqueza acumulada por una pequeña fracción de la comunidad, el
aumento de la pobreza, el número y la popularidad de las iglesias y
capillas, o incluso la cifra de escuelas, aulas o instituciones de
beneficiencia.
Al buscar en los registros de este
siglo XIX —en las actas
y procedimientos de innumerables sociedades científicas y eruditas,
especialmente las de los Congresos de Ciencias Sociales y
Sanitarias—, es igualmente
imposible dudar de que nuestros descendientes más ilustrados
(tal vez del siglo XXI de la era cristina) observarán con asombro
que, entre tanto hablar y escribir sobre moralidad y ciencias
sociales, poca o ninguna investigación seria se puede encontrar
respecto de un tema que aquellos escasos hombres más reflexivos de
todos los tiempos han estado no obstante de acuerdo en colocar en la
base misma de todo el bienestar tanto público como privado. Y es
probable que su asombro no disminuya cuando descubran que, entre toda
la gran masa de publicaciones teologico-religiosas, periodísticas o
de otra índole (suponiendo que una proporción considerable de ellas
sobreviva), no parece existir conciencia alguna de la verdad de
virtudes tales como la humanidad o la compasión universal, como
tampoco obligación ninguna de sus autores de exhibirlas para la
consideración seria del mundo. Todo ello a pesar de la existencia
contemporánea de una asociación de reformadores humanitarios de ya
largo recorrido que, aunque pocos en número y carentes de la
posición de dignidad y poder necesaria para la atención de la
humanidad, han tratado, por todos los medios a su disposición
—estrados y prensa, panfletos y
tratados, apelando a la vez a la ciencia, la razón, la conciencia,
la autoridad de pensadores más elevados, la lógica y los hechos—
de protestar contra las crueles barbaridades, el despilfarro criminal
y las influencias desmoralizadoras de la carnicería, demostrando con
su propio ejemplo, y con el de un gran número de personas de las más
diversas partes del planeta, la completa viabilidad de una Vida
Compasiva.
Cuando, además, descubran en la
literatura popular, así como en los libros y revistas científicas
de este siglo XIX, que las víctimas inocentes de la glotonería de
las clases más ricas de todas las comunidades, sometidas como
estaban a cualquier imaginable atrocidad brutal, eran sin embargo
reconocidas sin discusión por la ciencia de la época como seres
esencialmente provistos de las misma organización física y mental
que sus devoradores humanos, tan susceptibles al dolor y al
sufrimiento, dotados —cuando
menos una gran proporción de ellos— de facultades mentales y
racionales de grado muy elevado, y en absoluto desprovistos de
percepciones morales, su asombro puede que se mezcle con la
incredulidad bajo el aprecio de que tales conocimientos y tales
prácticas hubieran podido llegar a coexistir. No en cambio, es
posible que el hecho de que los signos externos de toda esa barbarie
grosera —los cuerpos enteros o desmembrados de las víctimas de la
mesa— fueran expuestos al público en las calles y vías públicas
sin que los transeúntes manifestaran repugnancia o aborrecimiento
alguno —ni siquiera entre aquellos que se tienen por más cultos y
progresistas—, es posible, decía, que tales pruebas de
extraordinaria insensibilidad por parte de todas las clases no
provoquen tanto desconcierto a la posteridad más ilustrada como el
hecho de que cada reunión pública de gobernantes o dignatarios
civiles, cada celebración eclesiástica o religiosa, parecía ser la
excusa propicia para aumentar el sacrificio y sufrimiento habitual de
unos congéneres inofensivos; y todo ello a menudo en medio de una
multitud de personas hambrientas por falta de las más básicas
necesidades de la vida.
Sin embargo, el filósofo del
futuro podrá ver, afortunadamente, los signos del amanecer de un
mañana mejor en este último cuarto del siglo XIX. Encontrará, en
medio de esta bestialidad general, y a pesar de la indiferencia y la
traición a la verdad, que hubo un número creciente de disidentes y
de protestantes; que ya al comienzo de esta época hubo asociaciones
reformistas —nacidas de
la sociedad madre inglesa de 1847—
establecidas en América, Alemania, Suiza, Francia y, finalmente, en
Italia; y que en algunas de las ciudades más grandes tanto de este
país como de otras partes de Europa se han establecido también
restaurantes reformados que proporcionan a un número
considerable de personas una mejor comida y un mejor conocimiento.
Si la verdad o importancia de un
principio o sentimiento ha de medirse no por su popularidad —no
por el quod ab omnibus—,
sino por el alcance de su reconocimiento por parte de los pensadores
más depurados y serios de todos los tiempos ilustrados —por
el quod a sapientibus—,
entonces no hay principio cuyo valor haya quedado mejor establecido
que aquel que insiste en la importancia capital de una reforma
dietética radical. Lo amplio del número de hombres que, en diversos
períodos de la historia conocida de nuestro mundo, se han
manifestado, con mayor o menor fuerza, en contra de la barbarie que
representa la forma de vivir de los humanos, es un hecho que no
dejará de llamar la atención del investigador más superficial.
Pero lo más sorprendente de ese conjunto de denunciantes es la
diversidad de sus protagonistas. Buda y Pitágoras, Platón y
Epicuro, Séneca y Ovidio, Plutarco y Clemente (de Alejandría),
Porfirio y Crisóstomo, Gassendi y Mandeville, Milton y Evelyn,
Newton y Pope, Kay y Linné, Tryon y Hecquet, Cocchi y Cheyne,
Thomson y Hartley, Chesterfield y Kitson, Voltaire y Swedenborg,
Wesley y Bousseau, Franklin y Howard, Lambe y Pressavin, Shelley y
Byron, Hufeland y Graham, Gleizes y Phillips, Lamartine y Michelet,
Daumer y Struve —tales son
algunos de los más o menos afamados o meritorios nombres del pasado
que ocuparon un lugar entre los profetas de la Reforma Dietética,
hombres que, en diverso grado de aborrecimiento, rechazaron seguir un
régimen
de sangre. De muchos de quienes se rebelaron contra él, casi
puede decirse que lo hicieron a pesar de sí mismos —es
decir, a pesar de los prejuicios, las tradiciones y los sofismas más
abrigados de su educación.
El origen histórico de la doctrina
anticreofágica lo hallamos en la escuela pitagórica, en especial en
su postrero desarrollo de la filosofía platónica, de la que el
mundo occidental es deudor por representar la primera enunciación
sistemática e inculcción práctica del principio antimaterialista —la primera
manifestación histórica contra el materialismo práctico del comer y del beber. El porqué el cristianismo, que en su
origen seminal debe tanto a los principios esenios y platónicos, no
ha logrado propagar y desarrollar este espiritualismo auténtico y
vital, para desgracia de todas las épocas posteriores, y a pesar de
las convicciones de algunos de sus primeros y mejores exponentes,
tales como Orígenes o Clemente, parece explicarse, en primer lugar,
por la hostilidad de la iglesia triunfante y ortodoxa hacia el
elemento "gnóstico" que, en sus diversas formas, predominó
durante mucho tiempo en la fe cristiana y que en un momento dado
pareció destinado a ser su sentimiento dominante; y en segundo
lugar, por el crecimiento natural entre los eclesiásticos de
los principios y las prácticas materialistas en proporción al
crecimiento de su riqueza y su poder; pues, aunque las virtudes del
"ascetismo", derivadas del esenismo y el platonismo,
obtuvieron gran elogio por parte de la iglesia ortodoxa, fueron
relegadas y asignadas (teóricamente al menos) al orden eclesiástico
o a algunos de sus departamentos.
Tal fue lo que puede
llamarse la causa sectaria de este fatal abandono de los elementos
más espirituales de la nueva fe, operando en conjunto con las
influencias corruptivas de la riqueza y el poder. En cuanto a la
causa del fracaso y la aparente incapacidad del cristianismo para
reconocer la razón humanitaria de la vida antimaterialista,
el más significativo de todos los principios subyacentes de la
reforma dietética, no es difícil de encontrar. La hallamos, en
esencia, en la devaluación (teórica) y desconsideración de la
existencia presente frente a la futura. Las consecuencias
fatales de esta enseñanza teórica (que no ha alcanzado aún la
totalidad de su influencia, ni siquiera en la forma en que podría
haber actuado beneficiosamente) en lo que respecta al estatus y los
derechos de las especies no humanas, han sido bien señaladas por una
distinguida autoridad. "Da la impresión —escribe
el Dr. Arnold— de que los
cristianos primitivos, al poner tanto énfasis en una vida futura, y
al dejar a los seres inferiores huérfanos de esperanza [por una vida
eterna], los colocaron al mismo tiempo fuera de sus simpatías,
asentando con ello las bases para ese desprecio absoluto hacia los
[otros] animales. Su definición de virtud era la misma que la de
Paley: un bien realizado para asegurar la felicidad eterna; lo que,
por supuesto, excluía a todas las criaturas [llamadas] brutas"¹.
De ahí que el Humanitarismo y, en particular, la Dieta Humanitaria,
no encuentren espacio alguno en el religionismo o la pseudofilosofía
de ninguna de las épocas de la Edad Media —es
decir, desde el siglo V o VI hasta el XVI. De hecho, no sólo hubo un
indiferentismo negativo, sino incluso una tendencia positiva hacia
una depreciación y degradación aún mayores hacia las razas
extrahumanas, de las que el gran doctor de la teología medieval,
Santo Tomás de Aquino (con su célebre Summa Totius Theologies,
el libro de texto estándar de la iglesia ortodoxa), es uno de
los mejores exponentes. Tras el renacer de la razón y la sabiduría
en el siglo XVI, les corresponde en particular a Montaigne, que
siguiendo a Plutarco y a Porfirio, reafirmó los derechos de las
especies no humanas en general, y a Gassendi, que reivindicó el
derecho a la vida de los seres inocentes, el sumo mérito de haber
sido los primeros en disipar los prejuicios, la ignorancia y el
egoísmo largamente dominantes de los maestros típicos de la moral y
de la religión. Pues el protestantismo ortodoxo, a pesar de la
altisonancia de su nombre, ha hecho poco por protestar contra
la violación de los derechos morales de los más indefensos y
vulnerables de todos los miembros de la gran mancomunidad de seres
vivos.
Los principios de la Reforma Dietética están bien
fundamentados en las enseñanzas de (1) Anatomía y Fisiología
Comparadas; (2) Humanidades, en el doble sentido del refinamiento de
la vida y lo que comúnmente se llama "humanidad"; (3)
Economía Nacional; (4) Reforma Social; (5) Economía Doméstica e
Individual; y (6) Filosofía Higiénica. Algunos de los argumentos
afectan a distintas disciplinas, y la fuerza de cada uno de ellos
parecerá distinta en función de la inclinación particular de cada
investigador. El peso acumulado de todos ellos, para aquellos
que son capaces de formarse un juicio sosegado e imparcial, no puede
sino hacer que el tema parezca exigir y requerir la más seria de las
atenciones. Para quien ahora escribe, el argumento humanitario tiene
un valor doble, ya que se ampara en los irrefragables principios de
la justicia y de la compasión —justicia
y compasión universales—, los más esenciales principios de
cualquier sistema ético digno de ese nombre. La influencia
aparentemente limitada de este argumento —incluso
entre personas que, por lo demás, tienen una disposición compasiva
y una mayor sensibilidad hacia sus semejantes y, de manera general,
también hacia las otras especies— sólo puede atribuirse al poder
amortiguador de la costumbre y de la habituación, al poder de los
prejuicios tradicionales y los educados. Si lograran
reflexionar sobre la ética de la cuestión despojando sus mentes de
estos elementos distorsionadores, sus consideraciones se mostrarían
sin duda bajo una luz muy diferente de la acostumbrada. Pero sobre
este tema ya han incidido abundantemente otros con mucha mayor
elocuencia y habilidad que un servidor. Sólo será necesario añadir
un par de observaciones sobre este particular. Y es que las
objeciones más recurrentes contra el abandono de la dieta carnívora
sólo pueden clasificarse bajo dos títulos: el de falacias y el de
subterfugios. No son pocos los cándidos investigadores que alegan
sinceramente ciertas objeciones engañosas pero aparentemente
fuertes contra el argumento humanitario, y sólo estas falacias son
dignas de un examen serio.
En la constitución general de la
vida de nuestro planeta, el sufrimiento y la muerte, se objeta, son
circunstancias normales y constantes —el
fuerte se aprovecha cruel e implacablemente del débil en una
sucesión ininterrumpida—, a lo que sigue la pregunta: ¿por qué
debería la especie humana crear una excepción a la regla y luchar
en contra de la Naturaleza? A esto hay que responder, primero,
que, aunque se ha venido librando ciertamente una incesante y
cruel guerra intestina en este globo atómico nuestro desde el origen
mismo de la vida hasta hoy, también ha habido sin embargo un
progreso lento pero no por ello incierto hacia la erradicación de
los fenómenos más despiadados; segundo, que aunque los
carnívoros representan un alto porcentaje de los seres vivos,
los no-carnívoros son sin embargo mayoría; y por último y
más importante, que el hombre, por su origen y fisiología,
no pertenece a los primeros, sino a los segundos. Además, y al
margen de todo ello, en la medida en que el hombre se jacta —y
dada su buena situación
hasta el momento, se jacta con justicia— de ser la criatura más
elevada de toda la ascendencia gradual y coordinada de seres vivos,
así también está, en igual proporción, obligado a probar con su
conducta su derecho a ese lugar y poder superlativo y a certificar su
afirmada superioridad moral y psicológica. En resumen, sólo
demostrando ser un gobernante
benéfico y pacificador
del mundo —y no un tirano egoísta— se podrá hacer digno del
título de preeminencia.
Si la falacia filosófica (el eidolon
specûs) se desvanece así bajo un examen más profundo,
la siguiente objeción a tener en cuenta, superficial pero no del
todo antinatural, respecto a que la abolición de la matanza para
comida impediría la fabricación de materiales de uso ordinario para
la vida social, está en realidad basada en una aprehensión
contraída hacia los hechos. Porque es suficiente y razonable
responder que, así como toda la historia de la civilización muestra
un avance lento pero en general continuo hacia unas artes más
refinadas, así también nos ha demostrado que la demanda crea la
oferta y que sólo la ausencia de la primera hace que tantas
sustancias y efectivos aún latentes en la naturaleza permanezcan sin
uso ni investigación. Nadie que conozca la historia de la ciencia y
sus descubrimientos puede dudar de que los recursos de la naturaleza
y el ingenio mecánico del hombre son prácticamente ilimitados.
Incluso en ausencia de demanda, excepto entre los anticreófagos, ya
se han propuesto, y en algunos casos empleado, algunas sustancias
no-animales como sustitutas de las pieles producidas a partir de las
víctimas del matadero; y no hay ninguna razón para dudar de que una
demanda global de tales sustitutos traería consigo una competencia
activa de inventores y de fabricantes. Además, hay que tener
presente que el proceso de conversión de la fracción carnívora de
la comunidad (es decir, la más adinerada) a una dieta incruenta,
será, con toda seguridad, muy lento y paulatino.
En cuanto a esa falacia popular —quizás
la más popular (el eidolon fori)—,
de escasa exactitud filosófica o aun sentido común, presente en
interpelaciones como "¿Y qué va a ser entonces de los
animales?" o
"¿Para qué iban a ser creados sino para su sacrificio y su
consumo?", apenas puede ser tomada en serio. La respuesta breve,
por supuesto, es que esos seres, torturados de mil maneras distintas,
han sido traídos a la existencia y mantenidos en ella única y
exclusivamente por obra del egoísmo humano. Si se dejaran de criar
para enviarlos al matadero, dejarían de existir. Fueron "creados",
en efecto, pero por la mano del hombre, que ha modificado
enormemente, y en ningún caso en beneficio de sus indefensos
sufragáneos, sus formas y organismos originales, engendrando así al
buey, la oveja o el cerdo domésticos, muy alejados hoy de la nobleza
y el vigor de bisonte, el muflón y el jabalí.
Queda aún por abordar una falacia un
tanto joven. Recientemente se ha creado una asociación —algo
intempestiva, cabe decir— formada por algunos sanitarios
reformistas que apelan a razones humanitarias para su defensa de una
"reforma de los mataderos", presentando como una de sus
propuesta la posibilidad de evitar el salvajismo y la brutalidad del
oficio de carnicero mediante un uso parcial o general de métodos de
matanza menos lentos y repugnantes que el cuchillo y el hacha
tradicionales. Ninguna persona humanitaria rechazará acoger
cualquier signo, por débil que sea, de un despertar de conciencias
en la sociedad, o más bien en la parte más reflexiva de la misma, a
las obligaciones que demanda la compasión global, ni dejará de
encomiar las reivindicaciones que muestren alguna
piedad o alguna
consideración hacia las especies sometidas, así como aquellas de
las que hace reclamo la justicia; ninguna persona humanitaria rehuirá
cualquier tipo de propuesta que ayude a mitigar la enorme suma de
atrocidades a las que los animales inferiores se ven permanentemente
sometidos por razón de la avaricia, la gula y la crueldad de los
humanos. Pero, al mismo tiempo, ninguna persona humanitaria
seria podría aceptar el sofisma de que un intento por paliar una
crueldad y un sufrimiento innecesarios pueda ser algo
satisfactorio para la conciencia y la razón. En vano las personas
con algún escrúpulo de conciencia respecto de la práctica atroz de
la carnicería pueden pretender la erradicación de sus crueldades
sin dejar de complacer su apetito por los lujos de la mesa. La
inmensidad de las demandas de los carniceros —demandas
que aumentan constantemente a medida que aumentan los recursos
pecuarios, estimulados por el ejemplo pernicioso de las clases
elevadas—; el gran volumen de tráfico ferroviario y marítimo² de
"ganado vivo" (así llamado de un modo complaciente), cuyos
espantosos horrores se han tratado de describir a menudo, pero
siempre de forma insuficiente; la absoluta imposibilidad de
supervisar con eficacia ese tráfico y esas matanzas —aun
suponiendo que hubiera un mínimo deseo auténtico de hacerlo—; y
el inveterado indiferentismo de los órdenes legislativos y las
clases influyentes, todo ello declara la inutilidad de tales
expectativas y la indulgencia de tan cómoda esperanza. Es, en
resumen, y lo mismo que otras propuesta de remiendo, un intento por
aplicar bálsamos sobre una herida irremediablemente enconada y
gangrenada sin otro fin que aplicar una "unción complaciente"
sobre las afecciones de la conciencia. "Los males desesperados,
o son incurables, o se alivian con desesperados remedios"³. El
apestoso flujo de la crueldad debe ser detenido desde su
fuente. La fuente y el origen de este mal —el matadero— debe ser
abolido. Delendum, est Macellum.
Uno de los más elocuentes profetas
de la Vida Compasiva ha dicho que son muchos los pasos a dar en el
camino hacia la cumbre de la Reforma Dietética, y que ninguno de los
pasos que se dé estará carente de importancia e influencia. El paso
de dejar atrás para siempre la barbarie de sacrificar a nuestros
semejantes, los mamíferos y las aves, es, sobra decirlo, el más
importante e influyente de todos.
Howard Williams, 1883.
NOTAS
Howard Williams, 1883.
NOTAS
1 – Citado por Sir Arthur Helps en
Animals and their Masters (Strahan, 1873). Sobre este tema,
Arnold también observa: "Sabemos que son amables, cariñosos,
mansos, conscientes y perseverantes; pero al negarles
cualquier interés por el futuro —por
carecer de ambiciones egoístas y calculadas—,
negamos también que sean virtuosos. Sin embargo, si podemos hablar
de un caballo 'vicioso', ¿por qué no también de un caballo
'virtuoso'?"
2 – Que las indescriptibles
atrocidades infligidas en la escena final del matadero están lejos
de ser los únicos sufrimientos a los que se exponen las víctimas de
la mesa es un hecho que, a día de hoy, debería ser innecesario
reiterar. Los espantosos padecimientos que se dan durante el "paso
intermedio", en especial cuando se da con mal tiempo y fuertes
tormentas, han sido relatados una y otra vez incluso por espectadores
poco proclives a dejarse afectar por los espectáculos del
sufrimiento de los animales inferiores. Miles de bueyes y ovejas, año
tras año, son arrojados vivos al mar durante su viaje desde
los Estados Unidos. En el año 1879, según informes oficiales,
14.000 perecieron de este modo, mientras que 1.240 fueron
desembarcados muertos y 450 fueron sacrificados en el muelle nada más
desembarcar debido a sus fatales heridas. —Para
algunos detalles instructivos sobre este tema, véase The Perfect
Way in Diet, de la Dra. Anna Kingsford, entre otras obras
recientes sobre la Dieta Humanitaria. También se remite al lector a
una conferencia reciente de la misma capaz y elocuente autora
dirigida a los estudiantes del Girton College, en Cambridge, para
otros aspectos del argumento humanitario.
3 –
N. del T.: Cita de William Shakespeare (Hamlet [Acto IV,
Escena 3], 1603).
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Texto original: The ethics of diet
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Traducción: Igor Sanz
Texto original: The ethics of diet
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