lunes, 21 de febrero de 2022

El niño y el zorro: tratando de entender nuestra violencia hacia los animales

Cuando era niño, uno de mis placeres secretos era sentarme durante horas a estudiar con detenimiento la colección de libros de fotografía de mi padre. Allí, en The Family of Man, Days to Remember, y otros, vi revelada la extraña y maravillasamente variopinta condición humana, al menos en la forma reflejada por los fotoperiodistas profesionales de mediados del siglo pasado: niños en Bombay levantando sus caras sonrientes hacia la lluvia; Jackie Robinson, "primer jugador negro de las Grandes Ligas de Béisbol"; el primer televisor. Había también muchas fotos inquietantes de dolor, tragedia y violencia, imágenes imborrables de asesinatos y suicidios por parte de la mafia, de terribles accidentes industriales y de "la guerra de Indochina". Pero de entre todas ellas, una imagen en particular me obsesionó más que ninguna: un grupo de personas del Medio Oeste de pie, formando un círculo, sobre la nieve, vitoreando a un niño de unos siete años que golpea a un zorro hasta la muerte con un bate de béisbol. 
 
El niño, con una sonrisa radiante, tiene sus piernas firmemente plantadas, como esperando un lanzamiento que nunca llega. El zorro, agachado, con la lengua fuera, exhausto, lo observa de forma vaga, con una mirada de desesperación o resignación visible en su descompuesto rostro. Al mismo tiempo, unas sombras sobre aquella nieve teñida de sangre revelan los pequeños y destrozados cuerpos de otros dos zorros, muertos ya. Pero lo que más llama la atención en mi cabeza son los hombres (y algunas mujeres) que, con mejillas coloradas y ropas de invierno, forman, de pie hombro con hombro, o arrodillados en la nieva, un cordón cerrado de muerte alrededor del niño y el zorro. Todos sonríen. Y es este último detalle, la imagen de unos seres humanos comunes deleitándose con la tortura de un individuo indefenso, un animal, lo que me produce más inquietud.
 
Muchos hemos visto o leído imágenes o relatos similares de espectáculos públicos donde la atrocidad se mezcla incongruentemente con el júbilo. ¿Qué tiene la condición humana para inducir a la gente común a asesinar a seres indefensos, ya sean humanos o nohumanos, con un deleite tan manifiesto? Porque es deleite lo que vemos en los rostros de los hombres blancos que rodean el cadáver sexualmente mutilado de un hombre negro ahorcado y quemado en el sur de los Estados Unidos; deleite es lo que apreciaron los espectadores en los rostros entusiastas de los hombres y mujeres hutus que balanceaban cantando sus machetes frente a sus indefensos vecinos, los tutsis; deleite es lo que aparecía grabado en las sonrisas de los oficiales de la Gestapo que reían mientras pateaban a una mujer judía desnuda encogida de miedo bajo sus pies. "En Kaunas, Lituania, donde operaba el tercer escuadrón de los Einsatzkommando", se lee en un relato de la Segunda Guerra Mundial, "los judíos fueron apaleados hasta la muerte bajo el clamor de la multitud, con las madres sosteniendo a sus hijos para que vieran el divertimento y los soldados alemanes agrupados al modo de espectadores de un partido de fútbol. Al final, mientras la sangre corría por las calles, el jefe de aquellos asesino se alzó sobre la pila de cadáveres como un héroe triunfante y tocó el himno nacional lituano con un acordeón". Un coronel del ejército alemán que aparecía en aquella escena diría más tarde: "Al principio pensé que debían estar celebrando alguna victoria o algún tipo de evento deportivo debido a los vítores, aplausos y risas incesantes". Sólo cuando se acercó y distinguió la escena se dio cuenta de su error.
 
La pregunta es, ¿cuánto más nos hace falta para juzgar la violencia de nuestra sociedad contra los demás animales como lo que verdaderamente es: una atrocidad? ¿Cuándo comenzaremos a ver algo fundamentalmente incorrecto en las fotos ubicuas y las imágenes televisivas de cazadores sonrientes alardeando junto a los cadáveres de alces y de ciervos, o de pescadores con los pulgares hacia arriba al lado de calamares, cangrejos u otras criaturas marinas apiladas y dragadas desde las profundidades y arrojadas sobre las cubiertas de los barcos para morir de asfixia o golpeadas insensiblemente con martillos y palancas? ¿En qué momento empezaremos a sospechar que algo grave está ocurriendo en nuestro mundo —que hay algo fundamental en liza— cuando descubrimos que los trabajadores de una granja de cerdos han matado a los animales enfermos o heridos balanceándolos por la cola y golpeando sus cabezas contra el hormigón, o cuando leemos en el periódico, durante el café de la mañana, que, en Puerto Rico, "perros, gatos e incluso animales de granja no deseados [son] arrojados desde puentes, aplastados deliberadamente con vehículos o descuartizados con machetes", aparentemente como una forma de divertimento?
 
Estos actos de violencia extrema y despiadada contra los demás animales son de hecho la norma en todas las sociedades del mundo. En Francia, los gourmets adinerados aún pueden organizar una comida privada de hortelano al armagnac —un ave cantora en peligro de extinción a la que, por tradición, le son sacados los ojos antes de ser alimentada a la fuerza durante semanas para ser por fin ahogada en una copa de brandy. En España, más de 11.000 toros son torturados y asesinados cada año de forma ritual bajo el clamor de miles de seres humanos. En Oriente Medio, los musulmanes celebran el Eid y el Ramadán cortando las gargantas de cientos de miles de cabras vivas entre vítores, mientras éstas se retuercen de dolor hasta que mueren desangradas. En 2006, los funcionarios de la provincia sudoccidental de Yunnan, en China, "mataron a más de 50.000 perros en cinco días", luego de que se presentaran algunos casos aislados de rabia en la provincia. "Los perros que paseaban junto a sus dueños fueron arrebatados y apaleados en el lugar... Otros equipos entraron en las aldeas por la noche, haciendo ruido para que los perros ladrasen, para lincharlos luego hasta la muerte". En algunos casos, los dueños se vieron obligados a colgar a sus propios perros frente a sus casas, a la vista de sus hijos. Dos años después, los funcionarios chinos ordenaron un progromo similar con los gatos de Beijing, durante los preparativos de los Juegos Olímpicos. Cientos de miles de gatos fueron capturados, metidos en jaulas de alambre y conducidos a lo que los observadores chinos llamaron "campos de exterminio", establecidos en la periferia de la capital. Allí, fueron directamente asesinados o dejados morir lentamente de hambre o enfermedad. Miles más fueron enviados a Cantón para, según parece, ser asesinados por su carne —en los restaurantes chinos se sirven gatos.
 
Pero incluso estos progromos organizados palidecen en magnitud frente a un sistema fluido y planetario de exterminio cotidiano —el gigantesco aparato mecanizado y tecnológicamente avanzado cuya única función es producir, destruir y procesar los cuerpos y las mentes de miles de millones de seres vivos cada año. Esta violencia se ha normalizado y naturalizado de tal manera que sólo nos damos cuenta de su existencia cuando el aparato falla inesperadamente, amenazando la salud pública o los objetivos de la industria. Sólo entonces un sistema oscuro de asesinatos en masa emerge brevemente del trasfondo de la vida rutinaria para penetrar en la conciencia del público, así sea en forma de espectáculo. Eso fue lo que ocurrió en 2001, cuando los animales de granja en Gran Bretaña enfermaron de fiebre aftosa (una enfermedad puramente comercial —la mayoría de los animales infectados se recuperan por sí solos), y los estados ingleses e irlandeses ordenaron la matanza masiva de seis millones de vacas y ovejas; sólo cuando los cuerpos de los animales fueron arrojados a enormes fosas e incinerados, produciendo un humo que oscureció el cielo británico hasta más allá del Canal, el sistema oculto y rutinario de violencia masiva salió a la luz de forma abrupta. Tres años después, se produjo una ruptura similar en la narrativa convencional de las matanzas cuando la industria avícola de Asia se vio enfrentada a un brote de virus H5N1. En cuestión de semanas, 220 millones de patos, gansos y pollos, tanto enfermos como sanos, fueron quemados vivos, asfixiados, estrangulados, disparados y apaleados —asesinados con una violencia salvaje y despiadada, como si hubiesen tenido la culpa de una enfermedad terrible que en realidad era fruto de un confinamiento miserable y un trato brutal. 
 
"Mientras sigamos reduciendo a aquellos semejantes dotados de una fisiología distinta a recursos de apropiación humana", observa Carl Boggs, "cualquier cosa será virtualmente posible". A lo que, sin embargo, podemos agregar: y cualquier cosa estará permitida. La esencia interna del fascismo y el totalitarismo, de la barbarie, no radica en la ideología como tal, sino en aquellas acciones voluntarias cuyo propósito es mostrar que no hay límite para lo que puede hacerse con algunos individuos, o incluso con clases enteras de individuos. Lo que vincula en última instancia la foto de aquellos estadounidenses del Medio Oeste asesinando zorros con las crónicas sobre el asesinato de judíos en Kaunas por parte del Einsatzkommando III —o más bien, lo que nos permite reconocer la atrocidad como atrocidad, ya sea perpetrada contra seres humanos o contra otros animales— no es el deleite, la crueldad, o el simple desdén de los asesinos, ni tampoco el terror, la angustia y el sufrimiento impotente de las víctimas indefensas, sino la forma en que ambos se unen en un modo de acción cuya función simbólica es demostrar la superioridad absoluta de un grupo sobre el otro. Como escribe Jacques Semelin en relación a los orígenes, la naturaleza y los usos políticos del genocidio y la masacre, es la "situación de impunidad" del perpetrador lo que le permite sentir placer "no sólo al hacer sufrir a los demás, sino al disfrutar de esa sensación de poder sobre una víctima que está completamente a su merced". Ser testigo de una atrocidad, ejercer el poder de aniquilar a aquellos que no tienen ningún poder en absoluto, es ver ontologizada o materializada una relación que, hasta entonces, sólo podía expresarse ideológicamente, es decir, bajo la idea de la inutilidad del otro, de su falta de un derecho a la existencia. Fue esta ideología la que definió la reacción del Estado fascista sobre sus enemigos en las décadas de 1930 y 1940, y es esta ideología, esta relación, la que se halla en el núcleo profundo de nuestras relaciones actuales con los otros seres del planeta, esos "otros" a quienes reducimos bajo esa etiqueta singular y completamente fraudulenta de "el animal". 
 
John Sanbonmatsu, 2011.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: The Boy and the Fox: Understanding Our Violence to Animals

1 comentario:

  1. Hola, Igor:

    Terrible y brillantemente escrito está este ensayo que nos traes traducido. Uno tiene la sensación de que, como en otros ámbitos, por muy bien documentada, estudiada y argumentada que esté una postura o estado del saber, el grueso de la sociedad siempre permanecerá en la ignorancia y en una pasividad manifiesta, voluntaria o no, por la incapacidad mayoritaria de reflexionar y de cuestionarse aquello que conoce y que le han inculcado. Y así, tristemente, seguimos en una espiral inercial, un bucle inerte que conduce a todos los no-humanos al abismo mientras se alardea de progreso y valores humanos.

    A modo de nota presente, cabe resaltar cuántos individuos y organismos supuestamente defensores de los Derechos Humanos han encontrado en la reciente invasión de Ucrania un motivo para censurar, despedir y boicotear a personas humanas de origen ruso sin implicación alguna en el conflicto. Es esa «impunidad», que denuncia el texto, el motivo fundamental de por qué tanta gente se une a un linchamiento colectivo sin mayor obra ni beneficio que sentirse en el «lado correcto» y «poderoso» contra otros individuos y colectivos que, circunstancialmente, no pueden defenderse ni resistir nuestro tratamiento.

    Las raíces del especismo, del fascismo y de estos comportamientos endogrupales de violencia «sin límites» parecen responder a una desinhibición colectiva cuando un grupo supuestamente mayoritario de individuos consideran que una acción mala se vuelve justificable por alguna otra razón arbitraria. La cosificación puede estar más o menos presente contra cualquier sujeto, pero es cuando un colectivo desea venganza de algún tipo cuando reluce su lado más hostil.

    «¿Qué nos han hecho los animales?», cupiera preguntarse. Quizás, algunos consideran justa su venganza porque los animales compiten por los mismos recursos, pueden ser molestos o porque, en resumen, simplemente existen y no han «pedido permiso» para existir.

    La naturaleza humana es tan perversa que, sin lugar a dudas, hubiera preferido que nuestro intelecto nunca hubiese despegado de su atención a necesidades básicas y nuestra curiosidad jamás hubiera alcanzado mayores miras que la búsqueda instintiva de alimento para crecer y reproducirnos.

    Parece que cuanto más se desarrolla la cognición también lo hace el espectro multifactorial de acciones y respuestas del sujeto. Ello nos convierte en la mayor amenaza para otros y para nosotros mismos. El ser humano acabará autoextinguiéndose en un acto supremo de su demostración de supremacía.

    Un saludo cordial.

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