Cuando era niño,
uno de mis placeres secretos era sentarme durante horas a estudiar
con detenimiento la colección de libros de fotografía de mi padre.
Allí, en The Family of Man,
Days to Remember,
y otros, vi revelada la extraña y maravillasamente variopinta
condición humana, al menos en la forma reflejada por los
fotoperiodistas profesionales de mediados del siglo pasado: niños en
Bombay levantando sus caras sonrientes hacia la lluvia; Jackie
Robinson, "primer jugador negro de las Grandes Ligas de
Béisbol"; el primer televisor. Había también muchas fotos
inquietantes de dolor, tragedia y violencia, imágenes imborrables de
asesinatos y suicidios por parte de la mafia, de terribles accidentes
industriales y de "la guerra de Indochina". Pero de entre todas
ellas, una imagen en particular me obsesionó más que ninguna: un
grupo de personas del Medio Oeste de pie, formando un círculo, sobre
la nieve, vitoreando a un niño de unos siete años que golpea a un
zorro hasta la muerte con un bate de béisbol.
El niño, con una
sonrisa radiante, tiene sus piernas firmemente plantadas, como
esperando un lanzamiento que nunca llega. El zorro, agachado, con la
lengua fuera, exhausto, lo observa de forma vaga, con una mirada de
desesperación o resignación visible en su descompuesto rostro. Al
mismo tiempo, unas sombras sobre aquella nieve teñida de sangre
revelan los pequeños y destrozados cuerpos de otros dos zorros,
muertos ya. Pero lo que más llama la atención en mi cabeza son los
hombres (y algunas mujeres) que, con mejillas coloradas y ropas de
invierno, forman, de pie hombro con hombro, o arrodillados en la
nieva, un cordón cerrado de muerte alrededor del niño y el zorro.
Todos sonríen. Y es este último detalle, la imagen de unos seres
humanos comunes deleitándose con la tortura de un individuo
indefenso, un animal, lo que me produce más inquietud.
Muchos
hemos visto o leído imágenes o relatos similares de espectáculos
públicos donde la atrocidad se mezcla incongruentemente con el
júbilo. ¿Qué tiene la condición humana para inducir a la gente
común a asesinar a seres indefensos, ya sean humanos o nohumanos,
con un deleite tan manifiesto? Porque es deleite lo que vemos en los
rostros de los hombres blancos que rodean el cadáver sexualmente
mutilado de un hombre negro ahorcado y quemado en el sur de los
Estados Unidos; deleite es lo que apreciaron los espectadores en los
rostros entusiastas de los hombres y mujeres hutus que balanceaban
cantando sus machetes frente a sus indefensos vecinos, los tutsis;
deleite es lo que aparecía grabado en las sonrisas de los oficiales
de la Gestapo que reían mientras pateaban a una mujer judía desnuda
encogida de miedo bajo sus pies. "En Kaunas, Lituania, donde
operaba el tercer escuadrón de los Einsatzkommando", se lee en
un relato de la Segunda Guerra Mundial, "los judíos fueron
apaleados hasta la muerte bajo el clamor de la multitud, con las
madres sosteniendo a sus hijos para que vieran el divertimento y los
soldados alemanes agrupados al modo de espectadores de un partido de
fútbol. Al final, mientras la sangre corría por las calles, el jefe
de aquellos asesino se alzó sobre la pila de cadáveres como un
héroe triunfante y tocó el himno nacional lituano con un acordeón".
Un coronel del ejército alemán que aparecía en aquella escena
diría más tarde: "Al principio pensé que debían estar
celebrando alguna victoria o algún tipo de evento deportivo debido a
los vítores, aplausos y risas incesantes". Sólo cuando se
acercó y distinguió la escena se dio cuenta de su error.
La pregunta es,
¿cuánto más nos hace falta para juzgar la violencia de nuestra
sociedad contra los demás animales como lo que verdaderamente es:
una atrocidad? ¿Cuándo comenzaremos a ver algo fundamentalmente
incorrecto en las fotos ubicuas y las imágenes televisivas de
cazadores sonrientes alardeando junto a los cadáveres de alces y de
ciervos, o de pescadores con los pulgares hacia arriba al lado de
calamares, cangrejos u otras criaturas marinas apiladas y dragadas
desde las profundidades y arrojadas sobre las cubiertas de los barcos
para morir de asfixia o golpeadas insensiblemente con martillos y
palancas? ¿En qué momento empezaremos a sospechar que algo grave
está ocurriendo en nuestro mundo —que hay algo fundamental en
liza— cuando descubrimos que los trabajadores de una granja de
cerdos han matado a los animales enfermos o heridos balanceándolos
por la cola y golpeando sus cabezas contra el hormigón, o cuando
leemos en el periódico, durante el café de la mañana, que, en
Puerto Rico, "perros, gatos e incluso animales de granja no
deseados [son] arrojados desde puentes, aplastados deliberadamente
con vehículos o descuartizados con machetes", aparentemente
como una forma de divertimento?
Estos actos de violencia
extrema y despiadada contra los demás animales son de hecho la norma
en todas las sociedades del mundo. En Francia, los gourmets
adinerados aún pueden organizar una comida privada de hortelano al
armagnac —un ave cantora en peligro de extinción a la que, por
tradición, le son sacados los ojos antes de ser alimentada a la
fuerza durante semanas para ser por fin ahogada en una copa de
brandy. En España, más de 11.000 toros son torturados y asesinados
cada año de forma ritual bajo el clamor de miles de seres humanos.
En Oriente Medio, los musulmanes celebran el Eid y el Ramadán
cortando las gargantas de cientos de miles de cabras vivas entre
vítores, mientras éstas se retuercen de dolor hasta que mueren
desangradas. En 2006, los funcionarios de la provincia sudoccidental
de Yunnan, en China, "mataron a más de 50.000 perros en cinco
días", luego de que se presentaran algunos casos aislados de
rabia en la provincia. "Los perros que paseaban junto a sus
dueños fueron arrebatados y apaleados en el lugar... Otros equipos
entraron en las aldeas por la noche, haciendo ruido para que los
perros ladrasen, para lincharlos luego hasta la muerte". En
algunos casos, los dueños se vieron obligados a colgar a sus propios
perros frente a sus casas, a la vista de sus hijos. Dos años
después, los funcionarios chinos ordenaron un progromo similar con
los gatos de Beijing, durante los preparativos de los Juegos
Olímpicos. Cientos de miles de gatos fueron capturados, metidos en
jaulas de alambre y conducidos a lo que los observadores chinos
llamaron "campos de exterminio", establecidos en la
periferia de la capital. Allí, fueron directamente asesinados o
dejados morir lentamente de hambre o enfermedad. Miles más fueron
enviados a Cantón para, según parece, ser asesinados por su carne
—en los restaurantes chinos se sirven gatos.
Pero incluso
estos progromos organizados palidecen en magnitud frente a un sistema
fluido y planetario de exterminio cotidiano —el gigantesco aparato
mecanizado y tecnológicamente avanzado cuya única función es
producir, destruir y procesar los cuerpos y las mentes de miles de
millones de seres vivos cada año—. Esta violencia se ha normalizado y
naturalizado de tal manera que sólo nos damos cuenta de su
existencia cuando el aparato falla inesperadamente, amenazando la
salud pública o los objetivos de la industria. Sólo entonces un
sistema oscuro de asesinatos en masa emerge brevemente del trasfondo
de la vida rutinaria para penetrar en la conciencia del público, así
sea en forma de espectáculo. Eso fue lo que ocurrió en 2001, cuando
los animales de granja en Gran Bretaña enfermaron de fiebre aftosa
(una enfermedad puramente comercial —la mayoría de los animales
infectados se recuperan por sí solos—), y los estados ingleses e
irlandeses ordenaron la matanza masiva de seis millones de vacas y
ovejas; sólo cuando los cuerpos de los animales fueron arrojados a
enormes fosas e incinerados, produciendo un humo que oscureció el
cielo británico hasta más allá del Canal, el sistema oculto y
rutinario de violencia masiva salió a la luz de forma abrupta. Tres
años después, se produjo una ruptura similar en la narrativa
convencional de las matanzas cuando la industria avícola de Asia se
vio enfrentada a un brote de virus H5N1. En cuestión de semanas, 220
millones de patos, gansos y pollos, tanto enfermos como sanos, fueron
quemados vivos, asfixiados, estrangulados, disparados y apaleados
—asesinados con una violencia salvaje y despiadada, como si
hubiesen tenido la culpa de una enfermedad terrible que en realidad
era fruto de un confinamiento miserable y un trato brutal—.
"Mientras
sigamos reduciendo a aquellos semejantes dotados de una fisiología
distinta a recursos de apropiación humana", observa Carl Boggs,
"cualquier cosa será virtualmente posible". A lo que, sin
embargo, podemos agregar: y cualquier cosa estará permitida. La
esencia interna del fascismo y el totalitarismo, de la barbarie, no
radica en la ideología como tal, sino en aquellas acciones
voluntarias cuyo propósito es mostrar que no hay límite para lo que
puede hacerse con algunos individuos, o incluso con clases enteras de
individuos. Lo que vincula en última instancia la foto de aquellos
estadounidenses del Medio Oeste asesinando zorros con las crónicas
sobre el asesinato de judíos en Kaunas por parte del Einsatzkommando
III —o más bien, lo que nos permite reconocer la atrocidad como
atrocidad, ya sea perpetrada contra seres humanos o contra otros
animales— no es el deleite, la crueldad, o el simple desdén de los
asesinos, ni tampoco el terror, la angustia y el sufrimiento
impotente de las víctimas indefensas, sino la forma en que ambos se
unen en un modo de acción cuya función simbólica es demostrar la
superioridad absoluta de un grupo sobre el otro. Como escribe
Jacques Semelin en relación a los orígenes, la naturaleza y los
usos políticos del genocidio y la masacre, es la "situación de
impunidad" del perpetrador lo que le permite sentir placer "no
sólo al hacer sufrir a los demás, sino al disfrutar de esa
sensación de poder sobre una víctima que está completamente a su
merced". Ser testigo de una atrocidad, ejercer el poder de
aniquilar a aquellos que no tienen ningún poder en absoluto, es ver
ontologizada o materializada una relación que, hasta entonces, sólo
podía expresarse ideológicamente, es decir, bajo la idea de la
inutilidad del otro, de su falta de un derecho a la existencia. Fue esta ideología la que definió la reacción del Estado fascista
sobre sus enemigos en las décadas de 1930 y 1940, y es esta
ideología, esta relación, la que se halla en el núcleo profundo de
nuestras relaciones actuales con los otros seres del planeta, esos
"otros" a quienes reducimos bajo esa etiqueta singular y
completamente fraudulenta de "el animal".
John
Sanbonmatsu, 2011.
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Texto original: The Boy and the Fox: Understanding Our Violence to Animals
Traducción: Igor Sanz
Texto original: The Boy and the Fox: Understanding Our Violence to Animals
Hola, Igor:
ResponderEliminarTerrible y brillantemente escrito está este ensayo que nos traes traducido. Uno tiene la sensación de que, como en otros ámbitos, por muy bien documentada, estudiada y argumentada que esté una postura o estado del saber, el grueso de la sociedad siempre permanecerá en la ignorancia y en una pasividad manifiesta, voluntaria o no, por la incapacidad mayoritaria de reflexionar y de cuestionarse aquello que conoce y que le han inculcado. Y así, tristemente, seguimos en una espiral inercial, un bucle inerte que conduce a todos los no-humanos al abismo mientras se alardea de progreso y valores humanos.
A modo de nota presente, cabe resaltar cuántos individuos y organismos supuestamente defensores de los Derechos Humanos han encontrado en la reciente invasión de Ucrania un motivo para censurar, despedir y boicotear a personas humanas de origen ruso sin implicación alguna en el conflicto. Es esa «impunidad», que denuncia el texto, el motivo fundamental de por qué tanta gente se une a un linchamiento colectivo sin mayor obra ni beneficio que sentirse en el «lado correcto» y «poderoso» contra otros individuos y colectivos que, circunstancialmente, no pueden defenderse ni resistir nuestro tratamiento.
Las raíces del especismo, del fascismo y de estos comportamientos endogrupales de violencia «sin límites» parecen responder a una desinhibición colectiva cuando un grupo supuestamente mayoritario de individuos consideran que una acción mala se vuelve justificable por alguna otra razón arbitraria. La cosificación puede estar más o menos presente contra cualquier sujeto, pero es cuando un colectivo desea venganza de algún tipo cuando reluce su lado más hostil.
«¿Qué nos han hecho los animales?», cupiera preguntarse. Quizás, algunos consideran justa su venganza porque los animales compiten por los mismos recursos, pueden ser molestos o porque, en resumen, simplemente existen y no han «pedido permiso» para existir.
La naturaleza humana es tan perversa que, sin lugar a dudas, hubiera preferido que nuestro intelecto nunca hubiese despegado de su atención a necesidades básicas y nuestra curiosidad jamás hubiera alcanzado mayores miras que la búsqueda instintiva de alimento para crecer y reproducirnos.
Parece que cuanto más se desarrolla la cognición también lo hace el espectro multifactorial de acciones y respuestas del sujeto. Ello nos convierte en la mayor amenaza para otros y para nosotros mismos. El ser humano acabará autoextinguiéndose en un acto supremo de su demostración de supremacía.
Un saludo cordial.