domingo, 9 de noviembre de 2014

Henry S. Salt


La educación, en el más amplio sentido del término, siempre ha sido, y siempre será, la condición previa e indispensable para el progreso humanitario. Excelentes son las palabras de John Bright sobre este tema (olvidemos por el momento que era pescador). «La humanidad en el trato a los animales [nohumanos] es asunto de suma importancia. Si yo fuera maestro en una escuela haría que una parte muy importante de mi labor consistiera en inculcar a cada niño la obligación de ser buenos con todos los animales. Resulta imposible decir cuánto sufrimiento hay en el mundo debido a la barbaridad que supone la crueldad que la gente muestra para con lo que llamamos criaturas inferiores.»

Pero cabe dudar que la lección de humanidad llegue a impresionar de especial manera a los jóvenes, mientras el tono general de sus mayores y sus maestros sea de cínica indiferencia, cuando no de absoluta hostilidad, hacia el reconocimiento de los derechos de los animales. Es la sociedad en su conjunto, y no una clase en particular, la que necesita ilustración y amonestación. En rigor, debe revolucionarse y ampliarse la concepción misma y el alcance de lo que se conoce como «educación liberal». Pues si criticamos el espíritu estrecho y poco científico de lo que se conoce por «ciencia», hemos de admitir honradamente que nuestras «humanidades» académicas, las literae humaniores de nuestras universidades y colegios, así como gran parte de nuestra cultura y refinamiento modernos, apenas son menos deficientes en ese espíritu vivificante de compasiva hermandad sin la que todos los logros que pueda idear la mente del hombre son como la capa prestada de una civilización imperfectamente realizada con la que se cubriera una bárbara tribu a medias salida del salvajismo. Este divorcio que se da entre el «humanismo» y los sentimientos humanos es uno de los más sutiles peligros que acechan a la sociedad. Pues si concedemos que el amor debe ser temperado y orientado por la sabiduría, aún más necesario es que a la sabiduría la informe y vitalice el amor.

No son, así pues, tan sólo nuestros hijos quienes necesitan ser educados en el adecuado trato de los animales [nohumanos], sino nuestros científicos, nuestros hombres de letras. Ya que, pese al vasto progreso de las ideas humanitarias durante el presente siglo, hay que confesar que los exponentes populares del pensamiento occidental son todavía en su mayor parte incapaces de apreciar la profunda verdad de esas palabras de Rousseau que deberían constituir la base de un sistema de instrucción ilustrado: «¡Hombres, ser humanos! Es vuestro primer deber. ¿Qué sabiduría hay para vosotros fuera de la humanidad?».

Pero, ¿cómo ha de iniciarse este cambio en la educación, y aún menos consumarse? Como todas las reformas de gran alcance que promueven unos cuantos creyentes ante la pública indiferencia, sólo podrá llevarse a cabo gracias a la energía y la resolución de quienes son partidarios de él. Los esfuerzos que las diversas sociedades humanitarias llevan a cabo en estos momentos en direcciones especiales, centrándose cada una en atacar un abuso determinado, deben complementarse y reforzarse por una cruzada —una cruzada intelectual, literaria y social― contra la causa central de la opresión, esto es: contra la falta de consideración que existe respecto a la afinidad natural que hay entre el hombre y los animales [nohumanos], y la consiguiente negación de sus derechos. Hemos de insistir en que se tome en consideración toda esta cuestión y en que se trate de ella con total sinceridad, y no hemos de permitir que se sigan eludiendo los temas más importantes porque no viene bien a la conveniencia o los prejuicios de la gente que se siente cómoda prestarles atención.

Por encima de todo debe hacerse frente al sentimiento de ridículo que actualmente se atribuye al supuesto «sentimentalismo» de la defensa de los derechos de los animales y conseguir que desaparezca. El miedo a esta absurda acusación priva a la causa de la humanidad de muchos colaboradores que, de otro modo, aportarían su trabajo a la misma, y es en parte responsable del tono innecesariamente tímido y apologético que con harta frecuencia adoptan las personas humanitarias. Debemos plantar cara a este sentimiento de ridículo y atribuirlo a nuestra vez, sin vacilación, a aquellos que realmente lo merecen. Debemos volver el arma de la risa contra los verdaderos «maniáticos» y «negociadores de caprichos»; los memos que no pueden dar mejor razón para infligir sufrimiento a los animales [nohumanos] que la de que es «mejor para ellos mismos»; los devoradores de carne que mantienen la pía creencia de que los de animales [nohumanos] nos han sido «enviados» como alimento; las mujeres estúpidas que se imaginan que el cadáver de un ave es un artículo que favorece su tocado; el deportista imbécil que jura que el vigor de la raza inglesa depende de la práctica de la caza del zorro, y los científicos semi-ilustrados que no son conscientes de que la vivisección tiene consecuencias morales y espirituales, a la vez que físicas. Que muchos de nuestros argumentos son mera esgrima superficial y no tocan las profundas simpatías emocionales que sirven de base a la causa de la humanidad, es un hecho que no disminuye su importancia polémica. Pues es éste uno de esos casos en los que quien alza la espada perecerá por la espada, y los ingeniosos hombres de mundo que se mofan del sentimentalismo enfermizo de quienes son consecuentes con su humanitarismo quizá descubran que son ellos —cogidos como se hallan en una postura ambigua y totalmente insostenible— los más enfermizos sentimentales de todos.

[…] La educación puede sólo dirigirse con éxito a aquéllos cuya mente muestra, en algún grado, una natural predisposición para recibirla. He hablado de la deseabilidad de una cruzada intelectual contra las principales causas del trato injusto de los animales [nohumanos], pero no debe entenderse que lo que ocurre es que yo creo, como parecen creer algunas personas humanitarias, que un mundo endurecido podría convertirse milagrosamente gracias a las prédicas de un nuevo San Francisco, si es que una personalidad como la suya pudiera de algún modo desarrollarse en medio del comercialismo de este siglo XIX nuestro. En esta sociedad moderna, infinitamente compleja, los grandes males no pueden remediarse del todo por medios simples, ni siquiera por el entusiasmo que consume al profeta, puesto que toda forma particular de injusticia no es sino parte de un mal que yace mucho más profundo: las tendencias egoístas, agresivas, que en gran parte son todavía inherentes a la raza humana.

Sólo con el gradual progreso de un sentido culto de la igualdad podremos remediar estos desafueros, y no ha de ser el objeto de nuestra cruzada tanto el de convenir a nuestros oponentes (que, por las propias incapacidades y limitaciones de sus facultades, nunca podrán convertirse realmente), como arrojar clara luz sobre este confuso problema, para poder discriminar por fin, sin lugar a error, entre nuestros enemigos y nuestros aliados. En todas las controversias sociales, los temas se ven en gran medida oscurecidos por la gran confusión de nombres y frases y contraargumentos que se blanden en uno y otro sentido, de modo que son muchas las personas que, siendo por simpatía e inclinación naturales amigos de la reforma, se hallan clasificados entre sus enemigos, a la vez que a no pocos de sus enemigos, con similar inconsciencia, se los sitúa en el campo opuesto. Exponer sus temas de manera clara, y atraer y consolidar de ese modo un genuino cuerpo de apoyo, es quizá el mejor servicio que las personas humanitarias pueden hacer al movimiento que desean promover.

Quiero hacer hincapié, en conclusión, que este ensayo no es un llamamiento ad misericordiam a quienes practican, o disculpan que otros practiquen, los actos contra los que se suscita aquí la protesta. No es una petición de «clemencia» (entre comillas) para las «bestias irracionales» cuyo único crimen consiste en no pertenecer a la noble familia del Homo sapiens. Se dirige antes bien a quienes ven y sienten que, como bien se ha dicho, «el gran avance del mundo, a través de las edades, se mide por el aumento de la humanidad y la disminución de la crueldad»
que el hombre, para ser verdaderamente hombre, tiene que dejar de abjurar de esta comunidad con toda la naturaleza viviente y que la realización de los derechos humanos que se aproxima tendrá inevitablemente que traer tras de sí la realización, posterior pero no menos cierta, de los derechos de las razas animales inferiores.

Henry S. Salt, 1894.
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