Me
considero a mí mismo un defensor de los Derechos Animales —una parte del movimiento por los Derechos Animales. Este movimiento,
como yo lo concibo, se ha comprometido a una serie de objetivos,
incluyendo:
● la disolución total de la ganadería comercial.
● la eliminación total de la caza y las capturas deportivas y comerciales.
Existen, lo sé, personas que profesan creer en los Derechos Animales pero que no reconocen estos objetivos. La ganadería industrial, dicen, está mal —viola los Derechos Animales— pero la ganadería tradicional es aceptable. Las pruebas de toxicidad de los cosméticos realizadas en animales violan sus derechos, pero la importante investigación médica —la investigación contra el cáncer, por ejemplo— no lo hace. El apaleo de bebés de foca es aborrecible, pero no así la captura de focas adultas. Solía pensar que entendía estos razonamientos. Pero ya no. No se cambian instituciones injustas sólo con retocarlas.
Lo que
está mal —fundamentalmente
mal—
en la forma en que se trata a los animales¹
no son los detalles que varían en uno y otro caso. Es todo el
sistema. La desolación del ternero es patética, desgarradora; el
dolor palpitante del chimpancé con electrodos plantados en lo más profundo de su cerebro es repulsivo; la muerte lenta, tortuosa, del
mapache atrapado en el cepo es angustiosa. Pero lo que está mal no
es el dolor, no es el sufrimiento, no es la privación. Esto se
combina con lo que está mal. A veces —a
menudo—
hacen que el mal sea mucho, mucho peor. Pero no son el mal
fundamental.
El mal
fundamental es el sistema que permite ver a los animales como
nuestros recursos, como para nuestro uso —para
ser comidos, o manipulados quirúrgicamente, o explotados deportiva o
económicamente. Una vez que es aceptada esta manera de ver a los
animales —como
nuestros recursos—
el resto es tan predecible como lamentable. ¿Por qué
preocuparnos por su salud, su dolor, su muerte? Desde el momento en
que los animales existen para nosotros, para beneficiarnos de una u
otra forma, lo que a ellos les dañe no tiene verdadera importancia
—o
importa sólo si empieza a molestarnos, como cuando comernos nuestro
escalope de ternera nos hace sentir incómodos, por ejemplo. Entonces
sí, libremos al ternero de su confinamiento solitario, démosle más
espacio, un poco de paja, algunos compañeros. Pero sigamos con
nuestro escalope de ternera.
Pero
un poco de paja, más espacio y algunos compañeros no eliminarán
—ni
siquiera rozarán—
el error básico que sostiene la visión y el trato de estos animales
como nuestros recursos. Un ternero muerto para ser comido después de
vivir confinado es visto y tratado de esta manera: pero, aun con
todo, hay otros que sugieren que esta situación es (como ellos la
llaman) "más humanitaria". Corregir el error de nuestro trato a
los animales de granja requiere algo más que métodos de cría "más
humanitaria"; requiere la disolución total de la ganadería
comercial.
¿Cómo
lo hacemos, cuándo lo hacemos o, como en el caso de los animales en
la ciencia, cuándo y cómo podemos abolir su uso —estas
son en gran medida cuestiones políticas? La gente debe cambiar sus
creencias antes de cambiar sus hábitos. Suficientes personas,
en especial aquellas elegidas para cargos públicos, deben creer en
el cambio —deben
desearlo—
antes de que tengamos leyes que protejan los derechos de los
animales. Se trata de un proceso de cambio muy complicado, muy
exigente, muy agotador, llamado al esfuerzo de muchas manos en
educación, publicidad, organización política y activismo,
incluyendo lamer sobres y sellos. Como filósofo entrenado y
aplicado, me gusta pensar que el tipo de contribución que puedo
ofrecer, aunque limitado, es importante. La moneda de la filosofía
son las ideas —su
significado y fundamento racional—
no los engranajes del proceso legislativo, por decir algo, o la
mecánica de la organización comunitaria. Eso es lo que he venido
explorando a lo largo de los últimos diez años más o menos en mis
ensayos y charlas y, más recientemente, en mi libro The Case of
Animal Rights (La Cuestión de los Derechos Animales)².
Creo que las principales conclusiones a las que llegué en el libro
son correctas, puesto que están sostenidas por el peso de los
mejores argumentos. Creo que la idea de los Derechos Animales tiene
de su lado la razón, y no sólo la emoción.
Con el
espacio de que dispongo aquí sólo puedo esbozar, como un bosquejo
muy elemental, algunas de las características principales del libro.
Los temas principales —y
no deberíamos sorprendernos por ello—
implican preguntar y responder cuestiones morales profundas,
fundamentales, acerca de lo qué es la moral, cómo debe ser
entendida, y cuál es la mejor de las teorías, con todo ello tenido
en consideración. Espero poder transmitir la forma en que yo
contemplo algunos de los requerimientos necesarios para una teoría
así. El intento será (para usar el término que un crítico amigo
empleó para describir mi trabajo) cerebral, tal vez demasiado
cerebral. Pero esto resulta engañoso. Mis sentimientos acerca de
cómo son tratados los animales a veces son tan profundos y fuertes
como los de mis más volátiles compatriotas. Los filósofos también
tienen (por usar una jerga actual) un hemisferio derecho en sus
cerebros. Si podemos (o sobre todo debemos) contribuir con nuestro
hemisferio izquierdo, es porque nuestros talentos residen ahí.
¿Cómo
proceder? Empecemos por preguntar cuál es el estatus moral que
otorgan a los animales aquellos pensadores que niegan que los
animales tengan derechos. Después,
pondremos a prueba el valor de sus ideas al contemplar en qué forma
responden a la presión de una crítica justa. Si comenzamos
nuestro análisis de esta manera, pronto nos encontraremos con que
algunas personas no creen que tengamos deberes directos hacia los
animales, que no les debemos nada, que nada de lo que podamos hacer
con ellos está mal. Más bien, hay cosas incorrectas que puedan
involucrar a los animales, de manera que tenemos deberes relacionados
con ellos, pero ninguno hacia ellos. A estas teorías podríamos
llamarlas las teorías de los deberes indirectos. A modo ilustrativo:
supón que tu vecino le da una patada a tu perro. Tu vecino ha hecho
algo malo. Pero no hacia tu perro. El mal que ha cometido es un mal
hacia ti. Después de todo, está mal molestar a la gente, y las
patadas que tu vecino le ha dado a tu perro te molestan. Así que el
perjudicado eres tú, no tu perro. O dicho de otra manera: al patear
a tu perro tu vecino ha dañado tu propiedad. Y puesto que está mal
dañar la propiedad de otra persona, tu vecino ha hecho algo malo
—hacia
ti, por supuesto, no hacia tu perro. Tu vecino no ha sido más
injusto con tu perro de lo que hubiera sido con tu coche si le
hubiese roto el parabrisas. Los deberes de tu vecino que afectan a tu
perro son deberes indirectos hacia ti. De forma más general, todos
nuestros deberes hacia los animales son deberes indirectos hacia
nosotros mismos —hacia
la humanidad.
¿Cómo
podría justificarse esta opinión? Alguien podría decir que tu
perro no siente nada y que por eso no se ve perjudicado por la patada
de tu vecino, que no le preocupa el dolor porque no lo siente, que es
tan inconsciente como lo es tu parabrisas. Alguien podría decir
esto, pero ninguna persona racional lo hará, ya que, entre otras
consideraciones, este punto de vista se verá comprometido en caso de
que alguien sostenga la opinión de que los humanos tampoco sienten
dolor —que
los humanos tampoco se preocupan por lo que les sucede. Una segunda
posibilidad es que aunque tanto los humanos como tu perro son dañados
por la patada, sólo el dolor humano importa. Pero, de nuevo, ninguna
persona racional puede creer tal cosa. El dolor es el dolor
dondequiera que se dé. Si lo que tu vecino ha hecho que te cause
dolor está mal porque te causa dolor, no podemos ignorar o
despreciar racionalmente la relevancia moral del dolor que siente tu
perro.
Los
filósofos que sostienen la teoría de los deberes indirectos —y
hay muchos que todavía lo hacen—
entienden que deben evitar los dos defectos que acabamos de señalar:
es decir, tanto la opinión de que los animales no sienten nada, como
la idea de que sólo el dolor humano puede tener relevancia moral.
Entre estos pensadores la teoría favorecida ahora es una u otra
forma de lo que se llama contractualismo.
Esta es, en su forma más cruda, la idea esencial: la moralidad consiste en un
conjunto de normas que las personas se comprometen a
respetar de manera voluntaria, al estilo de lo que hacemos cuando firmamos un contrato (de
ahí el nombre contractualismo). Quienes entienden y aceptan los
términos del contrato gozan de un amparo directo; tienen derechos
creados y reconocidos por, y protegidos en, el contrato. Y estos
contratantes también pueden tener protección específica para otros
que, a pesar de carecer de la capacidad de entender la moral y no
poder, por tanto, firmar el contrato ellos mismos, son queridos o
apreciados por los que sí pueden hacerlo. De este modo, los niños
pequeños, por ejemplo, no pueden firmar contratos y carecen de
derechos. Pero, no obstante, están protegidos por contrato en virtud de
los intereses sentimentales de otros, sobre todo de sus padres. Así
pues, tenemos deberes que afectan a los niños, deberes respecto a
ellos, pero no deberes para con ellos. Nuestras obligaciones en su
caso son obligaciones indirectas hacia otros seres humanos, por lo
general sus padres.
En
cuanto a los animales, puesto que no pueden entender los contratos,
es obvio que tampoco pueden firmarlos; y puesto que no pueden
firmarlos, no poseen derechos. Sin embargo, al igual que con los
niños, algunos animales representan el objeto sentimental de otros.
Tú, por ejemplo, quieres a tu perro o gato. Así que aquellos
animales que cuenten con la preocupación de bastantes personas
(los animales de compañía, las ballenas, los bebés de foca, las águilas calvas
americanas), a pesar de que carecen de derechos en sí mismos, estarán
protegidos por los intereses sentimentales de la gente. No tengo, por
tanto, y de acuerdo con el contractualismo, ningún deber directo
hacia tu perro o cualquier otro animal, ni siquiera el deber de no
causarle dolor o sufrimiento; mi deber de no hacerle daño es un
deber que tengo para con aquellas personas a las que les preocupa lo
que le sucede. En cuanto a otros animales, allá donde el interés
sentimental tenga poca o ninguna presencia —como
en el caso de los animales de granja, por ejemplo, o las ratas de
laboratorio—
los deberes que tenemos se van debilitando cada vez más, tal vez
hasta desaparecer. El dolor y la muerte que padecen, aunque real, no
son injustos mientras no haya nadie que se preocupe por ellos.
El
estatus moral de los animales para el contratualismo podría
representar un punto de vista difícil de refutar si se tratase de un
enfoque teórico que se adecuase al estatus moral de los seres
humanos. Sin embargo, no cumple con este último aspecto, lo que hace
que la adecuación en cuanto al primer caso, en cuanto a los
animales, sea totalmente discutible. Consideremos lo siguiente: la
moral, de acuerdo con la (cruda) postura del contratualismo que nos
ocupa, se compone de reglas que la gente está de acuerdo en cumplir.
¿Qué gente? Pues bien, la suficiente como para que se cree una
diferencia —es
decir, el colectivo suficiente como para tener el poder
de hacer cumplir las normas trazadas en el contrato. Eso está muy
bien para los firmantes, pero no tan bien para cualquiera al que no
se le haya pedido su firma. Y no existe nada en el contractualismo
del que estamos hablando que garantice o exija que todo el mundo
contará con la oportunidad de participar por igual en la elaboración
de las normas morales. El resultado es que este enfoque ético podría
permitir las formas más flagrantes de injusticia social, económica,
moral y política, que van desde un sistema represivo de castas hasta
una discriminación sexual o racial sistemática. Todo ello, de
acuerdo con esta teoría, podría ser aceptable. ¿Que aquellos que
son víctimas de una injusticia seguirán sufriéndola como lo están
haciendo? No importa, siempre y cuando a nadie más —a
ningún contratante, o a muy pocos de ellos—
les preocupe. Esta teoría deja sin voz moral a los menos... como si,
por ejemplo, no hubiera habido nada de malo en el apartheid de
Sudáfrica en caso de que sólo algunos pocos sudafricanos blancos se
hubieran sentido molestos con ello. Una teoría tan poco aconsejable
a nivel ético respecto al trato a nuestros semejantes humanos no
puede ser más aconsejable en cuanto a la ética que debe regir el
trato a nuestros semejantes animales.
La
versión del contractualismo examinada es, como ya he señalado, una
variedad cruda, y para ser justos con la persuasión de algunos
contractualistas se debe destacar que son posibles algunas variedades
más refinadas, sutiles e ingeniosas. Por ejemplo, John Rawls, en su
libro Teoría de la Justicia, establece una versión del
contractualismo que obliga a los contratantes a ignorar las
características accidentales de un ser humano —por
ejemplo, si es blanco o negro, hombre o mujer, genial o de intelecto
modesto. Sólo ignorando tales características, piensa Rawls,
podemos asegurar que los principios de justicia que acuerden los
contratantes no estén basados en parcialidades y prejuicios. A pesar
de que una visión como la de Rawls representa una mejoría respecto
a la formas más crudas del contractualismo, sigue siendo deficiente:
niega de forma sistemñatica que tengamos deberes directos hacia aquellos
seres humanos que no posean sentido de la justicia —niños
pequeños, por ejemplo, y muchos humanos con restraso mental. Y,
sin embargo, parece razonablemente seguro que si torturásemos a un
niño pequeño o un anciano con retraso, le haríamos algo malo a él,
y no algo que sólo estaría mal si (y sólo si) molestase a otros
humanos con sentido de la justicia. Y desde el momento en que esto es
cierto en el caso de dichos seres humanos, no podemos negar
racionalmente que lo sea de igual forma en el caso de los animales.
Luego
las posturas que defienden los deberes indirectos, incluso con
mejoras, fallan a la hora de buscar nuestra aprobación racional.
Cualquiera que sea la teoría ética, debemos poder aceptarla de forma racional,
de manera que deberá reconocer que tenemos algunos deberes directos
hacia los animales de igual forma que tenemos algunos deberes
directos con los otros. Intentaré que las siguientes dos teorías
que voy a esbozar cumplan con este requisito.
A la
primera la llamo la teoría de la crueldad-amabilidad. En pocas
palabras, esta teoría dice que tenemos el deber inmediato de ser
amables con los animales y un deber directo de no ser crueles con
ellos. Pese al familiar y tranquilizador halo de estas ideas, no creo
que estos enfoques ofrezcan una adecuada teoría. Para aclarar esto,
consideremos la amabilidad. Una persona amable actúa desde cierto
tipo de motivación —la
compasión o la preocupación, por ejemplo. Y esto es una virtud.
Pero no existe ninguna garantía de que un acto amable sea
necesariamente un acto correcto. Si soy un racista generoso, por
ejemplo, me veré inclinado a actuar con amabilidad hacia los miembros
de mi propia raza, favoreciendo sus intereses por encima de los
intereses de los demás. Mi
amabilidad seria sincera y, en cierta forma, positiva. Pero
creo que es tan obvio que este tipo de actos no están exentos de
reprobación moral que sobran los argumentos —pueden,
he hecho, ser positivamente incorrectos por estar enraizados en la
injusticia. Así que la amabilidad, a pesar de su estatus de virtud
alentadora, no soporta el peso de una teoría de acción
correcta.
El
aspecto de la crueldad no es mejor. La gente o sus actos son crueles
cuando muestran falta de simpatía o, aún peor, sienten placer ante
el sufrimiento ajeno. La crueldad es un mal en todas sus formas, un
defecto humano trágico. Pero así como una persona motivada por la
amabilidad no tiene garantías de que él o ella esté actuando de modo correcto, la ausencia de crueldad no garantiza que él o ella no
esté actuando de modo incorrecto. Muchas de las personas que practican
el aborto, por ejemplo, no son personas crueles o sádicas. Pero este
hecho por sí sólo no resuelve la muy difícil cuestión
de la moralidad del aborto. El caso no es diferente cuando examinamos
la ética de nuestro trato a los animales. Así que, sí, seamos
amables y contrarios a la crueldad. Pero no debemos suponer que hacer
lo uno y rechazar lo otro va a resolver las preguntas sobre el bien y
el mal moral.
Algunos
piensa que la teoría que estamos buscando sería el utilitarismo. El
utilitarismo acepta dos principios morales. El primero es el de
igualdad: los intereses de todos cuentan, e intereses semejantes
deben contar con semejante peso y consideración. Blanco o negro,
americano o iraní, humano o animal —el
dolor o la frustración de todo el mundo cuenta, y cuenta tanto como
el dolor y la frustración de cualquiera. El segundo principio que
acepta un utilitarista es el de la utilidad: hacer aquello que
proporcione el mejor equilibrio entre la satisfacción y la
frustración de todos los afectados por las consecuencias.
Como
utilitarista, entonces, así es como debería llevar a cabo la tarea
de decidir cómo debo actuar moralmente: tengo que preguntar a los
afectados si debo escoger entre hacer una cosa o hacer otra, cuánto
se verá afectado cada individuo, y dónde es más probable que se
den los mejores resultados —qué
opción, en otras palabras, es la que posee la mayor probabilidad de
brindar buenos resultados, el mejor equilibrio entre la satisfacción
y la frustración. Esa opción, sea cual sea, es la que debo elegir.
Ahí se encuentra mi deber moral.
El gran
atractivo del utilitarismo descansa en su igualitarismo sin
concesiones: los intereses de todos cuentan y cuentan tanto como los
intereses de todos los demás. Los tipos de discriminación odiosa
que algunas formas de contractualismo pueden llegar a justificar —la
discriminación basada en la raza o el sexo, por ejemplo—
parecen en principio quedar anulados por el utilitarismo, como el
especismo, la discriminación sistemática basada en la especie de
cada uno.
La
igualdad que encontramos en el utilitarismo, no obstante, no es del
mismo tipo que tiene en mente un defensor de los Derechos Animales o
Humanos. El utilitarismo no tiene espacio para los derechos morales
igualitarios de los diferentes individuos porque no reserva ningún
espacio para su valor o importancia inherente. Lo que tiene valor
para el utilitarista es la satisfacción de intereses de un
individuo, no el individuo a quien pertenecen dichos intereses. Un
universo en el que tú puedas satisfacer tus deseos de agua, comida y
calor es, en igualdad de condiciones, mejor que un universo en el que
esos deseos se vean frustrados. Y lo mismo es cierto en el caso de un
animal con deseos semejantes. Pero ni tú ni el animal tenéis ningún
valor por derecho propio. Sólo vuestros sentimientos los tienen.
Aquí va
una analogía para ayudar a aclarar este punto de vista filosófico:
una copa contiene diferentes líquidos, a veces dulces, a veces
amargos, a veces una mezcla de los dos. El valor lo tienen los
líquidos: cuanto más dulce,
mejor; cuanto más amargo, peor. La copa, el recipiente, no
tiene ningún valor. Es lo que hay dentro, y no lo que hay fuera, lo
que tiene valor. Para el utilitarista, tú y yo somos como la copa;
no tenemos valor como individuos y, por lo tanto, tampoco valor
igualitario. Lo que tiene valor es lo que hay en nosotros, aquello
para lo que servimos de recipiente; nuestros sentimientos de
satisfacción tienen un valor positivo, nuestros sentimientos de
frustración tienen un valor negativo.
Surgen
problemas serios para el utilitarismo cuando recordamos que nos
impone servir a las mejores consecuencias. ¿Qué significa esto? No
significa las mejores consecuencias para mí, o para mi familia y
amigos, o para cualquier otra persona tomada de forma individual. No, lo
que debemos hacer es, más o menos, lo siguiente: debemos sumar
(¡como sea!) las satisfacciones y frustraciones separadas de todos
aquellos que podrían verse afectados por nuestra elección, las
satisfacciones en una columna, las frustraciones en otra. Debemos
sumar cada columna para cada una de las opciones de que disponemos.
Esto es lo quiere decirse cuando se habla de que la teoría es
agregativa. Y entonces tenemos que elegir aquella opción que muestre
más probabilidades de ofrecer un mejor balance entre las
satisfacciones y las frustraciones totales. Cualquiera que sea el
acto que dé lugar a ese resultado es el que estaremos moralmente
obligados a llevar a cabo —es
ahí donde se encuentra nuestro deber moral. Y está bastante claro
que ese acto no puede ser el mismo que daría los mejores resultados
para mí en los personal, o para mi familia o amigos, o para un animal
de laboratorio. Las mejores consecuencias agregadas para todos los
concernientes no son por fuerza las mejores consecuencias para
cada individuo.
Que el
utilitarismo sea una teoría agregativa —se
suman las satisfacciones y frustraciones de los diferentes
individuos, o se juntan, o se totalizan—
es la objeción clave en esta teoría. Mi tía Bea es vieja,
inactiva, una persona irritable, amargada, aunque carente de enfermedades físicas. Ella prefiere seguir viviendo. Además es bastante rica. Yo
podría hacer fortuna si pudiera echar mano a su dinero, dinero que
en cualquier caso tiene intención de darme cuando muera, pero que se
niega a darme ahora. Con el fin de evitar un buen bocado fiscal,
tengo la intención de donar una considerable suma de mis ganancias a
un hospital infantil local. Muchos, muchos niños se beneficiarán de
mi generosidad, y traerá mucha alegría a sus padres, familias y
amigos. Si no consigo el dinero enseguida, todas esas ambiciones se
quedarán en nada. La oportunidad única-en-la-vida de cometer un
auténtico asesinato se esfumará. ¿Por qué, entonces, no matar a
mi tía Bea? Oh, podrían cogerme, por supuesto. Pero no soy
ningún idiota y, además, podría contar con la colaboración de su
médico (que tiene ojo para este tipo de inversiones y me he enterado
de que arrastra un pasado muy turbio). La muerte se puede conseguir... de forma profesional, por así decirlo. La posibilidad de que me cojan es
muy pequeña. Y en cuanto al
sentimiento de culpa de mi conciencia, soy un tipo ingenioso que se
reconfortará lo suficiente —tumbado
en la playa de Acapulco—
contemplando la alegría y salud que he traído a tantos otros.
Supongamos que la tía Bea es asesinada y todo lo demás sale según
lo previsto. ¿No habría hecho nada malo? ¿Nada inmoral? A uno le
cabría pensar que sí. Al utilitarismo no. Desde el momento en que
lo que he hecho ha provocado el mejor balance entre la satisfacción
y la frustración de todos los afectados por el resultado, mi acción
no sería incorrecta. De hecho, al matar a Bea, el médico y yo lo
que habríamos hecho es cumplir con nuestro deber. Un fin bueno no
justifica un medio malvado.
Este
mismo tipo de argumento puede repetirse en todo tipo de casos,
ilustrando, una y otra vez, que la posición del utilitarismo conduce
a resultados que las personas imparciales encuentran moralmente
deplorables. Matar a mi tía Bea en nombre de los mejores resultados
para los demás es incorrecto. Cualquier teoría moral adecuada
tendrá que ser capaz de explicar por qué esto es así. El
utilitarismo falla a este respecto y por eso no puede ser la teoría
que estamos buscando.
¿Qué
hacer? ¿Desde dónde podríamos volver a arrancar? El lugar desde el
que partir, a mi entender, es desde la opinión del utilitarismo en
cuanto al valor del individuo —o
mejor dicho, su falta de valor. En lugar de ello, supongamos
considerarnos a ti y a mí, por ejemplo, como poseedores de un valor
como individuos —al
que llamaremos valor inherente. Decir que tenemos ese valor
equivale a decir que somos algo más que, algo diferente de, meros
recipientes. Por otro parte, para asegurar que no dejamos paso a
injusticias tales como la esclavitud o la discriminación sexual,
debemos creer que todos los que poseen valor inherente lo tienen por
igual, al margen de su sexo, raza, religión, nacionalidad y
demás. De igual forma, debemos descartar por irrelevantes los
talentos o habilidades de cada uno, la inteligencia y la riqueza, la
personalidad o la patología, si es querido y admirado como si es
despreciado y detestable. El genio y el niño retrasado, el príncipe
y el indigente, el neurocirujano y el frutero, la Madre Teresa y el
menos escrupuloso de los vendedores de coches usados —todos
poseen valor inherente, todos lo poseen por igual, y todos tienen el
mismo derecho a ser tratados con respeto, a ser tratados de una forma
que no los reduzca a la condición de cosas, como si existieran como
recursos para otros. Mi valor como individuo es independiente de la
utilidad que yo tenga para ti. El tuyo no depende de la utilidad que
tú tengas para mí. Cualquiera de nosotros que trate al otro de
forma que no muestre respeto hacia el valor individual de los demás
está actuando de forma inmoral, violando los derechos individuales.
Algunas
de las virtudes racionales de esta teoría —que
yo he llamado la teoría de los derechos—
deberían ser evidentes. A diferencia del (crudo) contractualismo,
por ejemplo, la teoría de los derechos, en principio, se
niega a tolerar privilegios
morales en nadie y a todas las formas de discriminación
racial, sexual o social; y a diferencia del utilitarismo, esta
teoría, en principio, niega que podamos justificar con buenos
resultados medios malvados que violen los derechos individuales
—niega,
por ejemplo, que pudiera ser ético asesinar a mi tía Bea para
cosechar consecuencias beneficiosas para otros. Se sancionaría así
el trato irrespetuoso hacia el individuo en nombre del bien social,
al que para la teoría de los derechos no —categóricamente
no—
está permitido.
La
teoría de los derechos, así lo creo yo, es la teoría moral más
satisfactoria desde un prisma racional. Supera a todas las otras teorías en
cuanto al nivel en que ilumina y explica el fundamento de nuestros
deberes hacia los demás —el
terreno de la moralidad humana. A este respecto tiene de su lado las
mejores razones, los mejores argumentos. Por supuesto, si fuera
posible demostrar que sólo los seres humanos están incluidos dentro
del alcance de su aplicación, entonces una persona como yo, que cree
en los derechos de los animales, se vería obligado a buscar en otro
lugar.
Pero los
intentos por limitar su alcance a los humanos lo único que pueden
demostrar es que son racionalmente defectuosos. Los animales, es
cierto, carecen de muchas de las habilidades que poseen los humanos.
No pueden leer, resolver problemas matemáticos avanzados, construir
una librería, o preparar baba ganoush³.
Sin embargo, tampoco pueden hacerlo muchos seres humanos, y aun así
no decimos (y no deberíamos decir) que ellos (estos humanos) tengan
por ello menor valor inherente, menor derecho a ser tratados con
respeto, que el resto. Son las similitudes
entre aquellos humanos que presentan este valor de forma más clara,
menos controvertida (quienes leen esto, por ejemplo), y no las
diferencias, las que tienen importancia. Y
la similitud verdaderamente crucial, la similitud básica, es ésta: cada uno de nosotros somos sujetos de una vida,
seres conscientes cuyo bienestar individual nos importa sea cual sea
nuestra utilidad para los otros. Queremos y preferimos cosas, creemos y
sentimos cosas, recordamos y esperamos cosas. Y todas estas
dimensiones de nuestra vida, incluyendo nuestro placer y dolor,
nuestra felicidad y sufrimiento, nuestra satisfacción y frustración,
nuestra continuidad existencial o nuestra muerte prematura —todo
ello marca la diferencia cualitativa en cuanto a cómo vivimos y cómo
experimentamos nuestra vida como individuos. En tanto que lo mismo es
cierto respecto de aquellos animales que nos conciernen (aquellos que
comemos y capturamos, por ejemplo), ellos también deben ser vistos
como sujetos de una vida, con un valor inherente propio.
Algunos
se resisten a la idea de que los animales tengan un valor inherente. "Sólo los humanos tienen tal valor", declaran. ¿Cómo podría
ser defendida esta visión tan estrecha? ¿Diremos que sólo los
seres humanos poseen la inteligencia necesaria, o la autonomía, o la
razón? Pero hay muchos, muchos seres humanos que no cumplen con
estos estándares y sin embargo son vistos como
poseedores razonables de un valor más allá de su utilidad para los demás. ¿Diremos
que sólo los seres humanos pertenecen a la especie correcta, la
especie Homo sapiens?
Pero esto es puro especismo. ¿Se dirá, entonces, que todos los
humanos —y
sólo ellos—
poseen almas inmortales? Entonces nuestros oponentes tendrán mucho
trabajo por delante. A mí mismo me cuesta creer que existan almas
inmortales. Siento el deseo personal y profundo de contar con una. Pero no
desearía que mi postura en torno a una polémica cuestión ética
estuviera sostenida sobre la aún más polémica cuestión de quién
o qué tiene un alma inmortal. Eso sería excavar un hoyo más
profundo, no salir de él. Desde un punto de vista racional, es mejor resolver las
cuestiones morales sin hacer más suposiciones controvertidas de las
necesarias. La cuestión de quién tiene valor inherente es una
cuestión diferente, una cuestión que se resuelve mucho más
razonablemente sin introducirse en la idea de las almas inmortales.
Bien,
quizá algunos dirán que los animales tienen valor inherente, sólo
que menos del que tenemos nosotros. Una vez más, sin embargo, se
puede demostrar que los intentos por defender este punto de vista
carecen de justificación racional. ¿Cuáles podrían ser las bases
para nuestro mayor valor inherente frente a los animales? ¿Su falta
de razón, o de autonomía, o de intelecto? Sólo en caso de que
estemos dispuestos a aceptar la misma sentencia en el caso de los
seres humanos con iguales deficiencias. Pero no es cierto que este
tipo de seres humanos —el
niño retrasado, por ejemplo, o las personas con trastornos mentales—
tengan menor valor inherente que tú o que yo. En ese caso, tampoco podemos sostener racionalmente la opinión de que los animales que
son iguales a ellos en su condición de sujetos que experimentan una
vida tengan un menor valor inherente. Todos
los que poseen valor inherente lo poseen por igual,
ya sean animales humanos o no humanos.
El valor inherente, por tanto, pertenece por igual a aquellos que sean sujetos que experimentan una vida / Si es algo que pertenece a otros —como rocas y ríos, árboles y glaciares, por ejemplo— no lo sabemos ni lo sabremos nunca. Pero tampoco tenemos la necesidad de saberlo para lo que afecta a la cuestión de los Derechos Animales. No necesitamos saber, por ejemplo, cuántas personas son elegibles al voto en las próximas elecciones presidenciales para saber si nosotros lo somos. Del mismo modo, no necesitamos saber cuántos individuos tienen valor inherente para saber que algunos lo tienen. Cuando tratamos la cuestión de los Derechos Animales, por tanto, lo que necesitamos saber es si aquellos animales que, en nuestra cultura, son de ordinario comidos, cazados y utilizados en laboratorios, por ejemplo, son como nosotros en su condición de sujetos de una vida. Y esto sí que lo sabemos. Sabemos que muchos —literalmente miles de millones— de estos animales son sujetos de una vida en el sentido más explícito y que poseen por tanto valor inherente como nosotros. Y puesto que, con el fin de llegar a la mejor teoría sobre nuestros deberes hacia los demás, debemos reconocer nuestro igual valor inherente como individuos, la razón —no el sentimiento, no la emoción— la razón nos exige reconocer el mismo valor inherente a estos animales y, con ello, el mismo derecho a ser tratados con respeto.
Estas son, a muy grandes rasgos, las formas y sensaciones de la cuestión de los Derechos Animales. Muchos de los detalles de los argumentos de apoyo se han perdido. Estos se encuentran en el libro al que he aludido antes. Aquí los detalles deben ser mendigados, y debo, para terminar, limitarme a señalar cuatro puntos finales.
En primer lugar, la teoría que subyace en la cuestión de los Derechos Animales muestra que el movimiento en favor de los Derechos Animales es una parte, no un antagonista, del movimiento en favor de los Derechos Humanos. La teoría racional que motiva los Derechos Animales es la misma que motiva los Derechos Humanos. Por eso, los partidarios del movimiento por los Derechos Animales son aliados de la lucha por asegurar el respeto a los Derechos Humanos —los derechos de las mujeres, por ejemplo, o de las minorías, o los trabajadores. El movimiento por los Derechos Animales está cortado por el mismo patrón moral que estos.
En segundo lugar, después de haber expuesto las líneas generales de la teoría de los derechos, puedo ahora decir por qué sus implicaciones para la agricultura y la ciencia, entre otras áreas, son claras y contundentes. En el caso de la utilización de los animales para la ciencia, la teoría de los derechos es de un abolicionismo categórico. Los animales de laboratorio no son nuestros catadores; no somos sus reyes. Debido a que estos animales son tratados rutinariamente, sistemáticamente, como si su valor fuera reducible a su utilidad para los demás, son rutinariamente, sistemáticamente, tratados con total falta de respeto, y sus derechos son rutinariamente, sistemáticamente, violados. Y esto es igual de cierto tanto sin son usados para investigaciones triviales, duplicadas, innecesarias o insensatas, como si son usados para estudios que mantienen promesas reales de beneficio para los humanos. No podemos justificar hacer daño o asesinar a un ser humanos (mi tía Bea, por ejemplo) sólo por este motivo. Tampoco podemos hacerlo incluso en el caso de una humilde criatura como una rata de laboratorio. No basta con el refinamiento y la reducción de los que suele hablarse, no basta con jaulas más grandes y limpias, no basta con un uso más generoso de anestésicos o la eliminación de cirugías múltiples, no basta con asear el sistema. Hay que remplazarlo por completo. Lo mejor que podemos hacer con el uso de animales para la ciencia es —no usarlos. Ahí es donde se encuentra nuestro deber, de acuerdo con la teoría de los derechos.
El valor inherente, por tanto, pertenece por igual a aquellos que sean sujetos que experimentan una vida / Si es algo que pertenece a otros —como rocas y ríos, árboles y glaciares, por ejemplo— no lo sabemos ni lo sabremos nunca. Pero tampoco tenemos la necesidad de saberlo para lo que afecta a la cuestión de los Derechos Animales. No necesitamos saber, por ejemplo, cuántas personas son elegibles al voto en las próximas elecciones presidenciales para saber si nosotros lo somos. Del mismo modo, no necesitamos saber cuántos individuos tienen valor inherente para saber que algunos lo tienen. Cuando tratamos la cuestión de los Derechos Animales, por tanto, lo que necesitamos saber es si aquellos animales que, en nuestra cultura, son de ordinario comidos, cazados y utilizados en laboratorios, por ejemplo, son como nosotros en su condición de sujetos de una vida. Y esto sí que lo sabemos. Sabemos que muchos —literalmente miles de millones— de estos animales son sujetos de una vida en el sentido más explícito y que poseen por tanto valor inherente como nosotros. Y puesto que, con el fin de llegar a la mejor teoría sobre nuestros deberes hacia los demás, debemos reconocer nuestro igual valor inherente como individuos, la razón —no el sentimiento, no la emoción— la razón nos exige reconocer el mismo valor inherente a estos animales y, con ello, el mismo derecho a ser tratados con respeto.
Estas son, a muy grandes rasgos, las formas y sensaciones de la cuestión de los Derechos Animales. Muchos de los detalles de los argumentos de apoyo se han perdido. Estos se encuentran en el libro al que he aludido antes. Aquí los detalles deben ser mendigados, y debo, para terminar, limitarme a señalar cuatro puntos finales.
En primer lugar, la teoría que subyace en la cuestión de los Derechos Animales muestra que el movimiento en favor de los Derechos Animales es una parte, no un antagonista, del movimiento en favor de los Derechos Humanos. La teoría racional que motiva los Derechos Animales es la misma que motiva los Derechos Humanos. Por eso, los partidarios del movimiento por los Derechos Animales son aliados de la lucha por asegurar el respeto a los Derechos Humanos —los derechos de las mujeres, por ejemplo, o de las minorías, o los trabajadores. El movimiento por los Derechos Animales está cortado por el mismo patrón moral que estos.
En segundo lugar, después de haber expuesto las líneas generales de la teoría de los derechos, puedo ahora decir por qué sus implicaciones para la agricultura y la ciencia, entre otras áreas, son claras y contundentes. En el caso de la utilización de los animales para la ciencia, la teoría de los derechos es de un abolicionismo categórico. Los animales de laboratorio no son nuestros catadores; no somos sus reyes. Debido a que estos animales son tratados rutinariamente, sistemáticamente, como si su valor fuera reducible a su utilidad para los demás, son rutinariamente, sistemáticamente, tratados con total falta de respeto, y sus derechos son rutinariamente, sistemáticamente, violados. Y esto es igual de cierto tanto sin son usados para investigaciones triviales, duplicadas, innecesarias o insensatas, como si son usados para estudios que mantienen promesas reales de beneficio para los humanos. No podemos justificar hacer daño o asesinar a un ser humanos (mi tía Bea, por ejemplo) sólo por este motivo. Tampoco podemos hacerlo incluso en el caso de una humilde criatura como una rata de laboratorio. No basta con el refinamiento y la reducción de los que suele hablarse, no basta con jaulas más grandes y limpias, no basta con un uso más generoso de anestésicos o la eliminación de cirugías múltiples, no basta con asear el sistema. Hay que remplazarlo por completo. Lo mejor que podemos hacer con el uso de animales para la ciencia es —no usarlos. Ahí es donde se encuentra nuestro deber, de acuerdo con la teoría de los derechos.
En cuanto a la ganadería comercial, la teoría de los derechos adopta una postura abolicionista similar. El error moral fundamental aquí no es que los animales sean mantenidos en confinamiento o aislamiento estresante, o que se les cause dolor y sufrimiento, o que sus necesidades y preferencias sean ignoradas o descuidadas. Todo esto es un error, por supuesto, pero no es el error fundamental. Son los síntomas y efectos del más profundo y sistemático error que permite ver y tratar a estos animales como carentes de un valor independiente, como recursos para nuestro uso —como, de hecho, un recurso renovable. Dar a los animales de granja más espacio, ambientes más naturales, más compañeros, no corrige el error fundamental, no más de lo que dar a los animales de laboratorio más anestesia o jaulas más grandes y limpias corregiría el error fundamental en su caso. Nada que no sea la disolución total de la ganadería comercial lo hará, al igual que, por razones similares que no voy a desarrollar aquí en detalle, la moral no requiere ninguna otra cosa que no sea la eliminación total de la caza y captura con fines comerciales y deportivos. Por tanto, las implicaciones de la teoría de los derechos, tal y como he dicho, son claras y contundentes.
Mis
dos últimos puntos tratan sobre filosofía, mi profesión. Ésta no
es, por supuesto, una sustituta de la acción política. Las palabras
que he escrito aquí y en otros lugares no cambian nada por sí
mismas. Es lo que hacemos con las ideas que expresan las palabras
—nuestros
actos, nuestros acciones—
lo que cambia las cosas. Todo lo que la filosofía puede hacer, y
todo lo que yo he intentado hacer, es ofrecer una visión sobre los
objetivos que deberían buscar nuestras acciones. Y el porqué. Pero
no el cómo.
Por último, recuerdo a mi reflexivo crítico, aquel que mencioné antes, quien me reprendió por ser demasiado cerebral. Bien, he sido cerebral: la teoría de los deberes indirectos, el utilitarismo, el contractualismo —cosas que rara vez despiertan grandes pasiones. También me viene al recuerdo, no obstante, la imagen de otra amiga colocada frente a mí en una ocasión —la imagen de la bailarina como expresión de una disciplinada pasión. Las largas horas de sudor y trabajo, de soledad y de práctica, de duda y fatiga: esta es la disciplina de su arte. Pero también hay pasión en ello, el feroz empeño por sobresalir, por hablar a través de su cuerpo, por hacerlo bien, por penetrar en nuestras mentes. Esta es la imagen que quisiera dejar de la filosofía, no la de algo "demasiado cerebral", sino la de una disciplinada pasión. De la disciplina ya hemos visto suficiente. En cuanto a la pasión: hay veces, y no es infrecuente, en que las lágrimas acuden a mis ojos cuando veo, o leo, o escucho la miserable situación en que se encuentran los animales a manos de los seres humanos. Su dolor, su sufrimiento, su soledad, su inocencia, su muerte. Ira. Rabia. Lástima. Angustia. Indignación. Toda la creación gime bajo el peso del mal que los humanos infligimos a estas mudas e impotentes criaturas. Es nuestro corazón, no nuestra cabeza, el que clama por el fin de todo esto, el que demanda que superemos, por ellos, los hábitos e impulsos que hay detrás de su opresión sistemática. Todos los grandes movimientos, está escrito, pasan por tres fases: ridículo, discusión, adopción. Es la consecución de esta tercera fase, la adopción, la que tanto requiere de nuestra pasión y nuestra disciplina, nuestros corazones y nuestras cabezas. El destino de los animales está en nuestras manos. Dios quiera que estemos a la altura.
Por último, recuerdo a mi reflexivo crítico, aquel que mencioné antes, quien me reprendió por ser demasiado cerebral. Bien, he sido cerebral: la teoría de los deberes indirectos, el utilitarismo, el contractualismo —cosas que rara vez despiertan grandes pasiones. También me viene al recuerdo, no obstante, la imagen de otra amiga colocada frente a mí en una ocasión —la imagen de la bailarina como expresión de una disciplinada pasión. Las largas horas de sudor y trabajo, de soledad y de práctica, de duda y fatiga: esta es la disciplina de su arte. Pero también hay pasión en ello, el feroz empeño por sobresalir, por hablar a través de su cuerpo, por hacerlo bien, por penetrar en nuestras mentes. Esta es la imagen que quisiera dejar de la filosofía, no la de algo "demasiado cerebral", sino la de una disciplinada pasión. De la disciplina ya hemos visto suficiente. En cuanto a la pasión: hay veces, y no es infrecuente, en que las lágrimas acuden a mis ojos cuando veo, o leo, o escucho la miserable situación en que se encuentran los animales a manos de los seres humanos. Su dolor, su sufrimiento, su soledad, su inocencia, su muerte. Ira. Rabia. Lástima. Angustia. Indignación. Toda la creación gime bajo el peso del mal que los humanos infligimos a estas mudas e impotentes criaturas. Es nuestro corazón, no nuestra cabeza, el que clama por el fin de todo esto, el que demanda que superemos, por ellos, los hábitos e impulsos que hay detrás de su opresión sistemática. Todos los grandes movimientos, está escrito, pasan por tres fases: ridículo, discusión, adopción. Es la consecución de esta tercera fase, la adopción, la que tanto requiere de nuestra pasión y nuestra disciplina, nuestros corazones y nuestras cabezas. El destino de los animales está en nuestras manos. Dios quiera que estemos a la altura.
Tom Regan, 1985.
NOTAS DEL TRADUCTOR
1 – Como es costumbre, Tom Regan se refiere a los animales nohumanos como «animales», reservando para los humanos una categoría diferente. Tal y como hago siempre, no puedo dejar de destacar el error de esta forma de expresión y sus connotaciones antropocéntricas.
3 – Paté o crema de berenjenas típico de la cocina árabe.
Traducción: Igor Sanz
Buenas noches, Igor. Simplemente advertir de que el enlace de "Los únicos trabajos de Regan que han sido traducidos son Jaulas vacías y En defensa de los derechos de los animales (disponibles en esta otra entrada)" ya no lleva a li buscado.
ResponderEliminarMuchas gracias siempre y un saludo
Gracias, Paris.
EliminarLo que ocurre es que trasladé la colección bibliográfico a una página independiente. Ya he cambiado el enlace.
Un saludo.