miércoles, 3 de febrero de 2016

Observaciones en torno a un especismo menos estándar


Cerdos aplastados, gatos estrangulado, gallinas decapitadas, perros mutilados... No hay día en que los medios de información dejen de abrumarnos con sucesos de este terrorífico tenor. Son escalofriantes, e incluso aquellos acostumbrados a lidiar cada día con los horrores del especismo nos vemos embargados del mayor de los espantos. No obstante, temo a mi vez que esos sentimientos de horror puedan estar nublando algunas consideraciones que encuentro de importancia capital.

Lo primero que cabe apuntar es que estos acontecimientos no difieren moralmente en nada de aquello que sucede a cada rato en las granjas, los mataderos, los laboratorios y los barcos pesqueros de todo el mundo. Resulta alentador que la sociedad reaccione con tan profundo disgusto ante este tipo de episodios, pero también deja en evidencia la profunda disociación en la que viven la inmensa mayoría de sus integrantes. Entre morir a manos de un joven descerebrado o hacerlo degollado por el cuchillo de un matarife no existen diferencias significativas, a pesar de lo cual muchos de quienes condenan lo primero forman parte del público que demandan con deleite lo segundo.

Los especistas que actúan de este modo dicen observar una diferencia sustancial entre matar a un animal por diversión y matar a un animal para comer. El argumento es sin duda confortable, pero inverosímil. Primero, porque la explotación cotidiana de los animales no sólo se da por cuestiones alimenticias; y segundo, porque cuesta creer que aún sobrevivan ignorantes respecto de la adecuación de las dietas enteramente vegetales. Los alimentos de origen animal no son necesarios en absoluto, de manera que las granjas y los mataderos también responden a una simple apetencia personal carente de todo factor de requerimiento. Se trata de una verdad tan incómoda como incuestionable, y admitida ésta, habrá de admitirse también que el tema se reduce entonces a un debate estéril en torno a las preferencias subjetivas que cada cual tiene respecto de la forma en que disfruta a costa de los otros animales.

Las siguientes observaciones atañen a la comunidad "animalista" y a esa costumbre suya por prestar una atención tan destacada (a menudo íntegra) a los casos de este marchamo particular.

Por un lado, la indignación del público brinda una inmejorable oportunidad para plantear el veganismo y poner sobre la mesa el problema de base de nuestra relación con el resto de los animales, tal y como yo acabo de (intentar) hacer. Por desgracia, contemplo apesadumbrado que no es ésta la manera habitual de su abordaje. Si nos quedamos en la superficie, en las características más singulares de este tipo de sucesos, lo único que estaremos haciendo será sumarnos al discurso popular y perdiendo así no sólo la ocasión de romper con los prejuicios de la gente, sino fomentándolos aún más.

Por otra parte, el público indignado suele catalogar a los actores de esta clase de noticias como "psicópatas" o "perturbados". Yo admito la posibilidad. Es evidente que dentro de la esencia familiar de estas noticias se desprende cierto aroma de excepción. No es en absoluto común que la gente se dedique a estrangular gatos, aplastar cerdos o prender fuego a perros vivos, ni lo es tampoco adoptar la crueldad contra los animales como un fin último y no como un vehículo para otra clase de goces aledaños. Cabe por tanto que estas personas estén movidas por alguna clase de trastorno, pero en nada justificaría eso la prevalencia pública que se les brinda a estos sucesos.

Al contrario. Cualquier problema psíquico actuaría en todo caso como un factor atenuante, y ningún sentido tiene perseguir los actos de un psicópata con mayor ahínco que aquellos semejantes perpetrados por personas con las facultades perfectamente intactas. Cafres y perturbados vamos a sufrirlos siempre. Ni todas las denuncias, ni todas las protestas, ni todas las penas legales del mundo van a lograr su contención. Luchar contra ello probablemente sea enfrascarse en una lucha quijotesca y sempiterna. No deberíamos prestar nuestras miras a aquello que quizá ni siquiera tenga remedio, sino a aquello que sí lo tiene. El mayor problema no es que haya gente enferma cometiendo atrocidades; el mayor problema es que haya gente sana y cabal cometiendo o auspiciando atrocidades idénticas a todos los niveles.

Además, no es raro que quienes acometen este tipo de excéntricas barbaridades aspiren a esa misma notoriedad que se les brinda. No es casualidad que tantos de estos casos salgan a luz por la propia difusión de los autores. Creo que es importante también tener esto presente porque, de ser cierto, ofrecer publicidad a estas noticias implicaría otorgar aquello mismo que buscan sus artífices, prestando así, por añadidura, un flaco favor a los nohumanos. No sugiero con esto que se omitan tales casos; pero las denuncias no son incompatibles con una prudente discreción.

Las reacciones de la gente ante esta desgracia de ocurrencias develan la unánime importancia que se da a los animales y lo inadmisible de su muerte y sufrimiento innecesarios. Son reacciones que invitan a la esperanza, pero haríamos bien en tratar de exprimir las conciencias que vienen reveladas bajo el manto de su manifestación. Una actitud visceral no nos va a servir de nada. Son las locuras del cuerdo las que demandan nuestra consagración más acuciante.

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