«Los
demás animales no pueden tener derechos porque no pueden contraer
obligaciones». Ignoro hasta dónde alcanzan las fronteras de está
tan estrecha concepción de la moral, pero en lo tocante a los
nohumanos resulta reflejar una mentalidad en alto grado acostumbrada.
La respuesta tradicional e inmediata apela al argumento de los casos
marginales:
si los derechos estuvieran sujetos a obligaciones, entonces ni los
niños pequeños, ni los ancianos seniles, ni las personas con
fuertes discapacidades psíquicas podrían tampoco contar con su
respaldo. Por lo común, el alegato sacude de tal forma la intuición
de las personas que su recurso acaba resultando conclusivo. Sea como
fuere, esta visión moral de tipo contractualista plantea a mi
entender otra serie de problemas a cuya evaluación deseo entrar en
lo que sigue.
En
primer lugar; concebir la ética como un pacto o contrato entre las
partes exige aceptar un aserto normativo previo que no podría ser
justificado desde aquel. Los contractualistas no aceptan la simple
imposición del sujeto A sobre el sujeto B. Para los
contractualistas, el sujeto A y el sujeto B deben
llegar a un arreglo mutuo cuyos parámetros representarían la parte
constituyente de la ética. Esto no obstante refleja al menos un
deber al margen del acuerdo —el deber mismo de acordar—,
momento a partir del cual queda descartada la posibilidad de reducir
por entero la ética a los dictados establecidos en el pacto.
Tal
vez sea posible concebir la moral como una serie de normas pactadas
en un acuerdo, pero sin una explicación de por qué la gente ha de
atenerse a lo pactado, las normas tendrán tanto valor como la nada.
Y si las normas se fijan con carácter obligado pero no se puede
fundamentar su obligatoriedad, entonces ya no cabe posibilidad de
convencer, sino tan solo de imponer, quedando así la
moral en las manos exclusivas de los fuertes. Este escenario
convierte al contractualismo en una simple reproducción del despotismo.
La única manera que tienen los contractualistas de eludir el hecho
es encontrando una razón que justifique el avenimiento hacia las
normas. Necesitan encontrar el deber objetivo de pactar y
respetar el pacto, lo que implica la admisión de una ética de base
lógica y extra-contractualista.
En
segundo lugar; parece claro que determinar la conducta de cada cual
de acuerdo con la de los demás nos conduce a un razonamiento
circular irremisible. El sujeto A debe contraer obligaciones
morales respecto a B en tanto que B contraiga
obligaciones morales respecto a A, pero resulta que B
sólo contraerá obligaciones morales respecto a A en tanto
que A contraiga obligaciones morales respecto a B, y
así sucesivamente, cayendo en una vorágine de órbita perpetua.
Sólo habría obligaciones en presencia derechos, pero, a su vez,
sólo habría derechos en presencia de obligaciones. Los cálculos no
salen.
Es
fácil acomodar la idea del contrato en el marco de una comunidad que
ya esté provista de derechos y obligaciones, pero si pensamos
en una sociedad emergente (y habremos de admitir que todas las
sociedades han de pasar por este estadio), la cosa se complica.
Puesto que no hay aún derechos, tampoco puede haber obligaciones.
¿Cómo entonces podrían hacer acto de presencia los derechos en un
escenario con total ausencia de obligaciones? El argumento que
justifique la aparición repentina de los unos y los otros no puede
asumir la existencia de los mismos. Sólo rompiendo esa unión
inmanente entre los derechos y las obligaciones se hace posible
sortear la paradoja. En última instancia, será
preciso abrir la puerta a unos derechos que no estén sujetos a
obligaciones, a partir de lo cual quedará por explicar la negativa a
su aplicación universal.
El
contractualismo representa una clase particular de relativismo.
Al igual que los relativistas, los contractualistas sugieren que la
ética es un puro artificio y que no existen por tanto verdades
morales objetivas y deducibles. La única diferencia entre los unos y
los otros es que, ante la supuesta falta de verdades morales
objetivas, los contractualistas proponen inventarlas. El problema al
que se enfrentan, no obstante, sigue siendo el mismo: si no existen
verdades objetivas, entonces tampoco existe la verdad del
contractualismo. Se trata de una visión abocada a su propia
refutación.
Cabe
añadir que existe una versión alternativa del precepto que nos
ocupa en el dicho aquel de que «los demás animales no pueden tener
derechos porque no poseen la facultad de reconocerlos». En este
caso, sin embargo, ni tan siquiera es necesario apelar a los casos
marginales para poder evidenciar las lagunas del razonamiento; y es
que si la cuestión fuera tal, entonces sólo cabría tener derechos
durante el estado de vigilia, en tanto que ninguno estamos en
condición de reconocer nada de nada al arropo de los brazos de
Morfeo. No habría así obstáculo al asesinato de alguien siempre
que se perpetrara durante su hora de la siesta.
Pero
también aquí es fácil advertir un bucle argumental. Si
sólo tienen derechos quienes pueden reconocerlos, entonces la
preguntar que cabe hacerse es: ¿reconocer el qué? ¿Cómo van a reconocer los animales
nohumanos algo cuya existencia se niega hasta el instante del
reconocimiento? No parece lógico pretender que nadie reconozca
aquello que no existe; y si resulta que ese algo existe sólo a
partir del reconocimiento, entonces la cuestión deriva en un
callejón sin salida cuya resolución supera en mucho lo exigible a
cualquiera anclado a la ortodoxia terrenal. Aquello que es
susceptible de ser reconocido revela una existencia independiente y
previa al reconocimiento. No se puede reconocer lo que no existe.
Los
derechos están sin duda sujetos a reconocimientos y obligaciones;
pero esos reconocimientos y esas obligaciones no incumbe al
detentador de los derechos, sino a aquellos facultados para su
identificación y comprensión. Los derechos no atañen a los
pacientes morales tanto como a los agentes morales.
Nótese además que la unión inexorable de los derechos y las
obligaciones haría inútil esta clasificación tradicional: los
pacientes morales y los agentes morales serían una y la misma cosa.
Con
todo y con eso, soy capaz de entender el porqué se muestran tan
extendidas las opiniones que reducen la ética a la idea de un mero
acuerdo comunal. Primero, porque no es extraño que la moral se
confunda con la política; y segundo, porque el código particular de
cada cultura se nos describe siempre como "su moral". Las
propias normas religiosas encarnan este hecho a la perfección
—siendo las religiones, por cierto, un fiel reflejo de la
mentalidad contractualista: un sistema de leyes impuesto a
través del miedo, la fuerza y/o la coacción.
Pero
si estamos de acuerdo en que la moral representa la conducta
correcta, entonces habremos de admitir a su vez que sólo la lógica
puede actuar como el juez cabal que discierna lo correcto de lo
incorrecto. Esto hace de la ética un elemento derivado de la lógica;
y si reconocemos la existencia objetiva de la lógica, entonces
estaremos obligados a aceptar la existencia objetiva de la ética. La
moral debe ser entonces identificada,
no diseñada. Cada religión, cada cultura y cada periodo de la
historia posee su propio código característico, pero ese código no
representa tanto su moral como su
interpretación
de la moral.
(Aún creo posible refutar el contratualismo desde su propio marco proclamativo. Advirtamos no en vano que en nuestras sociedades no se legitima que matemos a los asesinos, que robemos a los ladrones, o que violemos a los violadores. Si los derechos individuales estuviesen sujetos a obligaciones con carácter de reciprocidad, ¿cómo es posible que aquellos que incumplen las obligaciones mantengan intactos sus derechos? Parece evidente que aun desde las estrecheces de una visión contractualista los derechos se revelan con una fundamentación independiente.)
Llegados a este punto, aún valdría preguntar si acaso los derechos en concreto son un artificio. Mas la respuesta sigue siendo negativa, porque los derechos refieren a deberes, a obligaciones (no de los pacientes, sino de los agentes), y si esas obligaciones existen objetivamente, entonces también existen los derechos. ¿Tengo la obligación de respetar al sujeto A? Entonces el sujeto A tiene el derecho a ser respetado por mí. Eso es lo que representan los derechos, una suerte de insignia garante de completa protección; un recordatorio acerca de las obligaciones que los agentes morales tienen para con sus titulares. No parece necesario, por otro lado, entrar a discutir si tenemos o no obligaciones en relación al resto de los animales. No parece necesario porque, a la luz de los hechos, su admisión unánime es a todo punto incuestionable o no habría de lo contrario leyes en favor del "Bienestar Animal" ni medidas de contención a su "maltrato". Ocurre empero que los derechos en realidad no proponen nada esencialmente diferente; tan sólo una obligación o protección de carácter particular, no-consecuencialista, inmutable e inalienable.
(Aún creo posible refutar el contratualismo desde su propio marco proclamativo. Advirtamos no en vano que en nuestras sociedades no se legitima que matemos a los asesinos, que robemos a los ladrones, o que violemos a los violadores. Si los derechos individuales estuviesen sujetos a obligaciones con carácter de reciprocidad, ¿cómo es posible que aquellos que incumplen las obligaciones mantengan intactos sus derechos? Parece evidente que aun desde las estrecheces de una visión contractualista los derechos se revelan con una fundamentación independiente.)
Llegados a este punto, aún valdría preguntar si acaso los derechos en concreto son un artificio. Mas la respuesta sigue siendo negativa, porque los derechos refieren a deberes, a obligaciones (no de los pacientes, sino de los agentes), y si esas obligaciones existen objetivamente, entonces también existen los derechos. ¿Tengo la obligación de respetar al sujeto A? Entonces el sujeto A tiene el derecho a ser respetado por mí. Eso es lo que representan los derechos, una suerte de insignia garante de completa protección; un recordatorio acerca de las obligaciones que los agentes morales tienen para con sus titulares. No parece necesario, por otro lado, entrar a discutir si tenemos o no obligaciones en relación al resto de los animales. No parece necesario porque, a la luz de los hechos, su admisión unánime es a todo punto incuestionable o no habría de lo contrario leyes en favor del "Bienestar Animal" ni medidas de contención a su "maltrato". Ocurre empero que los derechos en realidad no proponen nada esencialmente diferente; tan sólo una obligación o protección de carácter particular, no-consecuencialista, inmutable e inalienable.
Decir
que los demás animales no pueden tener derechos porque no pueden
adquirir obligaciones equivale a decir que no pueden recibir atención
veterinaria porque no pueden ejercer la medicina. La ética no es un
club privado que exija superar un examen de selectividad como
condición para el acceso a sus favores. Esta es una perspectiva muy
cómoda para quienes ya poseen derechos reconocidos, pero dudo
que esas mismas personas estuviesen de acuerdo con ella en caso de
que tuvieran que ganarse el reconocimiento a fuerza de tributos
arbitrarios.
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