martes, 10 de abril de 2018

¿Piensas que los animales no piensan como nosotros? piénsatelo dos veces


Llevaba pensado hacer trabajos sobre ilusiones ópticas con Alex desde que estaba en el MIT Media Lab. En verano de 2005, me uní a Patrick Cavanagh, un profesor de psicología de Harvard, para poner en práctica la idea. El cerebro humano nos hace muchas jugarretas, haciendo que a veces veamos las cosas como no son. Patrick y yo nos planteamos una pregunta simple pero profunda: ¿Ve Alex el mundo literalmente como nosotros? Es decir, ¿experimenta su cerebro ilusiones ópticas como los nuestros?

Me tomé este trabajo como el próximo horizonte de mi viaje con Alex, más allá de nombrar objetos, categorías o números. Los cerebros de las aves y los humanos divergieron evolutivamente hace aproximadamente 280 millones de años. ¿La gran diferencia estructural entre los cerebros de las aves y los mamíferos hará que operen de manera igualmente diferente?

Antes de que
Erich Jarvis y sus colegas publicasen un documento histórico [pdf] en 2005, la respuesta a esta pregunta había sido un rotundo ¡sí!. Si contemplas el cerebro de un mamífero, te sorprendes de los múltiples pliegues de la enorme corteza cerebral. Se dijo que los cerebros de las aves no tenían esta corteza. Por lo tanto, su capacidad cognitiva debería ser extremadamente limitada. Este fue en esencia el argumento al que tuve que enfrentarme durante las tres décadas que pasé trabajando con Alex. Se suponía que no sería capaz de nombrar objetos y categorías, de entender
«más grande» y «más pequeño», «igual» y «diferente», porque el suyo era un cerebro de pájaro. Pero, por supuesto, Alex sí fue capaz de tales cosas. Sabía que Alex estaba demostrando una verdad profunda: que aunque los cerebros sean diferentes, y aunque pueda haber un espectro de habilidades determinado por detalles anatómicos, los cerebros y la inteligencia son un rasgo universalmente compartido en la naturaleza —la capacidad varía, pero los componentes básicos son los mismos.

Con el cambio de milenio, mi idea comenzó a ganar terreno. No se trataba sólo de mi trabajo con Alex, sino también del trabajo de otros. A los animales se les otorgó un mayor grado de inteligencia del concedido anteriormente. Un signo claro de ello fue que, en 2002, me pidieran que copresidiese un simposio en la reunión anual de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia, cuyo nombre era «Cognición aviar: cuando llamarte "cerebro de pájaro" es un cumplido». El preámbulo decía lo siguiente: «Este simposio demuestra que muchas especies aviares, a pesar de poseer arquitecturas cerebrales que carecen de muchas estructuras corticales y de tener historias evolutivas muy distintas de la humana, igualan y en ocasiones superan a los humanos con respecto a diversas tareas cognitivas». Un simposio semejante hubiese sido complicado incluso cinco años antes. Fue un progreso. El artículo de Jarvis, tres años más tarde, decía que, efectivamente, los cerebros de las aves y los mamíferos no eran tan estructuralmente diferentes después de todo. Más progreso.

Cuando en julio de 2006 Patrick y yo presentamos nuestra propuesta ante la Fundación Nacional de Ciencia con el fin de conseguir una subvención, lo hicimos con la confianza de que, al menos en algunos aspectos, Alex veía el mundo como nosotros. Nos embarcamos en un trabajo preliminar antes incluso de saber si recibiríamos los fondos. Para una primera prueba, elegimos una ilusión bien conocida. Probablemente la conozcas por los libros de texto o algunos populares artículos de psicología: dos líneas paralelas de igual longitud, ambas con flechas en los extremos, una con las flechas apuntando hacia fuera, la otra con las flechas apuntando hacia dentro. A pesar de tener la misma longitud, la línea con las flechas apuntando hacia dentro parece más larga a ojos humanos. Esa es la ilusión. Tuvimos que modificar un poco la prueba para usar las habilidades únicas de Alex; variamos el color de las dos líneas, manteniendo las flechas negras. Luego le preguntamos: «¿Qué color es más grande/más pequeño?». Inmediatamente, y repetidas veces, Alex seleccionó la que tú y yo hubiésemos elegido. Veía el mundo como nosotros, al menos con esta ilusión. Fue un paso muy prometedor.

Para junio de 2007, Patrick y yo estábamos bastante seguros de que obtendríamos la subvención, y para finales de agosto ya sabíamos que comenzaría el 1 de septiembre, un sábado. Tendríamos dinero para un año. El lunes siguiente organizamos una fiesta para celebrarlo, en el séptimo piso del William James Hall de Harvard. Me sentí especialmente feliz y aliviada por ver reducidos mis problemas financieros.

Alex estuvo un poco apagado aquella semana, aunque nada fuera de lo común. Las aves habían sufrido una infección el mes anterior, pero ahora estaban bien. El veterinario les había dado a todas un certificado de buena salud. En la tarde del miércoles 5,
Adena Schachner se nos unió a mí y a Alex en el laboratorio. Era una estudiante de posgrado del departamento de psicología en Harvard que investigaba el origen de las habilidades musicales. Pensamos que sería interesante que trabajara con Alex. Aquella noche, quisimos ver qué tipo de música sería de su agrado. Adena puso un disco de los ochenta, y Alex se lo pasó muy bien, moviendo la cabeza al ritmo del compás. Adena y yo bailamos con algunas de las canciones mientras Alex se balanceaba junto con nosotras. Nos prometimos a nosotras mismas tomarnos el trabajo musical más en serio la próxima vez.

Al día siguiente, jueves 6, Alex no mostró mucho interés por trabajar fonemas con los dos estudiantes de la sesión de la mañana.
«Alex no ha cooperado. Se ha dado la vuelta», escribieron en el registro de trabajo de Alex. A media tarde se mostró mucho más implicado, esta vez con una simple tarea consistente en elegir correctamente cuál de las tazas de colores tenía una nuez debajo.

A las siete menos cuarto, como de costumbre, se encendieron las luces suplementarias, lo que indicaba que nos quedaban unos pocos minutos para limpiar. Después se apagaban las luces principales y teníamos que poner a las aves en sus jaulas: primero Wart, luego Alex, y luego el siempre reacio Griffin.

Tú ser buena. Te quiero me dijo Alex.

Yo también te quiero le respondí.

¿Estarás mañana?

le dije—. Estaré mañana.

A la mañana siguiente, después de revisar mi correo electrónico, me serví una taza de café. Mientras saboreaba su rico aroma, una idea cruzó mi mente, tal y como ocurría de vez en cuando. Se trataba de algo que mi amiga Jeannie dijo en una ocasión: si hubiese escogido un loro gris diferente aquel día de 1977, Alex podría haber pasado una vida anónima y discreta en la habitación de invitados de alguna persona. No fue así, por supuesto, y aquí estábamos, con todo un historial de logros asombrosos a nuestras espaldas, y listos para viajar al siguiente horizonte y más allá de nuestro trabajo juntos. Y teníamos un buen puñado de recuerdos. Me permití saborear todo aquello también, una sensación de felicidad, emoción y seguridad que había eludido desde los emocionantes días en el Media Lab. ¡Sí! Luego volví a mi ordenador.

Entre tanto, me había llegado otro correo electrónico. En el apartado del asunto había una sola palabra:
«Tristeza». Se me fue helando la sangre a medida que fui leyendo el mensaje. «Lamento informarte de que uno de los loros fue encontrado muerto en el fondo de su jaula esta mañana cuando José fue a limpiar la estancia... no estoy seguro de cuál... es la que está en la esquina posterior izquierda de la habitación». El mensaje era de K.C. Hayes, el veterinario jefe de las instalaciones para el cuidado de los animales de la Universidad de Brandeis. 

Entré en estado de pánico. ¡No... no... no! La que está en la esquina posterior izquierda de la habitación. ¡Esa es la jaula de Alex! Estaba jadeando, tratando de evitar un miedo creciente. Tal vez esté confundiendo su derecha con su izquierda. Tal vez se haya equivocado. Tal vez no sea Alex. ¡No puede ser Alex! Aunque me aferré a esa débil esperanza cuando agarré el teléfono, sabía que K.C. no se había equivocado. Sabía que Alex estaba muerto. Incluso antes de que pudiera marcar, un segundo correo electrónico de K.C. sonó en la pantalla. El mensaje era simple: «Me temo que es Alex».

Cuando contacté con K.C., las lágrimas y el dolor apenas me permitieron hablar. Me dijo que había envuelto a Alex en un trozo de tela y que lo había metido en el refrigerador que había al final del pasillo del laboratorio. Me puse unos vaqueros y una camisa y salté a mi coche. Nunca sabré cómo logré conducir, dado mi estado. Llamé a Arlene Levin-Rowe [la administradora del laboratorio], porque no quería que entrase en el laboratorio sin que estuviese preparada. La alcancé cuando llegaba al parking situado al pie de la colina donde está el laboratorio.
«Alex está muerto, Alex está muerto», gemí. «Pero tal vez, tal vez se hayan equivocado. Tal vez no sea Alex. Por favor, ve a averiguarlo, Arlene».¿Qué estaba diciendo? Sabía que K.C. no se había equivocado. Sabía que Alex estaba muerto.

Cuando llegué al laboratorio, casi una hora después, Arlene y yo nos abrazamos y lloramos durante un buen rato. Nos embargaban oleadas y oleadas de dolor y desesperación, un torrente de incredulidad compartida.
«Alex no puede estar muerto», susurró Arlene entre lágrimas. «Era más grande que la vida».

Sabíamos que teníamos que llevar a Alex al veterinario para una autopsia. Karen Holmes, una de las veterinarias en prácticas, nos saludó con abrazos de simpatía. Nos llevó a la sala de luto, donde colocamos a Alex en el sofá, aún envuelto, aún en su transportín, junto a nosotras. Karen me preguntó si quería ver a Alex una vez más, pero no lo hice. Años atrás vi a mi suegro en su ataúd. Durante mucho tiempo no pude disipar la imagen de él allí tendido, sin vida. Decidí entonces que nunca volvería a mirar la muerte, y me mantuve firme en esa determinación, incluso cuando murió mi padre.

Quería recordar al Alex que había dejado en la jaula la noche anterior. Al Alex travieso y lleno de vida. Al Alex que había sido mi amigo y colega durante tantos años. Al Alex que había asombrado al mundo de la ciencia, haciendo un sinfín de cosas que se suponía que no podría llegar a hacer. Ahora había muerto, cuando se suponía que tampoco debía hacerlo, dos décadas antes de alcanzar su esperanza de vida. Maldito seas, Alex.

Quería recordar al Alex cuyas últimas palabras dedicadas a mí fueron: «Tú ser buena. Te quiero».

Me levanté, apoyé la mano en la puerta y susurré:
«Adiós, pequeño amigo». 

Científicamente hablando, la mayor lección que Alex me enseñó, que nos enseñó a todos nosotros, es que las mentes de los animales son mucho más parecidas a las mentes humanas de lo que la mayoría de los científicos del comportamiento creían —o, lo que es más importante, de lo que incluso estaban dispuestos a admitir que pudiera ser remotamente posible. Ahora bien, no estoy diciendo que los animales sean humanos en miniatura con poderes mentales de pocos octanos, aunque cuando Alex se pavoneaba por el laboratorio y daba órdenes a todo el mundo, daba la apariencia de ser un Napoleón con plumas. No obstante, los animales son mucho más que aquellos autómatas irracionales que la ciencia tradicional consideró durante tanto tiempo. Alex nos enseñó cuán poco sabemos sobre las mentes de los animales y cuánto nos queda aún por descubrir. Esta idea tiene profundas implicaciones filosóficas, sociológicas y prácticas. Afecta a la visión que tenemos de la especie Homo sapiens y su lugar en la naturaleza.

Hubo un tiempo en que creímos que sólo los humanos usaban herramientas; no era así, tal y como demostró Jane Goodall cuando descubrió a sus chimpancés usando palos y hojas como herramientas. Muy bien, sólo los humanos elaboramos herramientas entonces; de nuevo, no era así, tal y como descubrieron Goodall y otros más adelante. Sólo los humanos tenían lenguaje; sí, pero se han descubierto elementos lingüísticos en mamíferos nohumanos. Cada vez que se ha encontrado a algún animal nohumano haciendo lo que se suponía que era una cualidad exclusiva de los humanos, los defensores de la doctrina «los humanos son únicos» han ido cambiando las reglas.

Finalmente, estas personas admitieron que las raíces evolutivas de algunas de las más apreciadas habilidades cognitivas humanas podían encontrarse en los animales nohumanos, pero sólo en mamíferos con grandes cerebros, en particular los simios. Al hacer las cosas que hizo, Alex nos enseñó que esto tampoco era cierto. Una criatura no primate, no mamífera, con un cerebro del tamaño de una nuez, podía aprender elementos de comunicación al menos tan bien como los chimpancés. Este nuevo canal de comunicación abrió una ventana a la mente de Alex, revelándome a mí y a todos nosotros el sofisticado procesamiento de información —pensamiento— que ocultaba esa pequeña cabeza de plumas grises y blancas.

Existe un vasto mundo de cognición animal ahí fuera, no sólo en los loros grises africanos, sino también en otras criaturas. Es un mundo muy desaprovechado por la ciencia. Es evidente que los animales saben mucho más de lo que pensamos y que piensan mucho más de lo que sabemos. Eso fue, en esencia, lo que Alex (y un número creciente de proyectos de investigación) nos enseñó. Nos enseñó que nuestra vanidad nos había cegado frente a la verdadera naturaleza de las mentes, animales y humanas; que hay mucho más que aprender sobre las mentes de los animales de lo que admitían las doctrinas heredadas. ¡No es de extrañar que Alex y yo tuviesemos que enfrentarnos a tantas críticas!

Tuvimos que enfrentarnos también a una ráfaga de reglas cambiantes. Las aves no pueden aprender a etiquetar objetos, dijeron. Alex lo hizo. Vale, pero las aves no pueden aprender a generalizar. Alex lo hizo. De acuerdo, pero no pueden aprender conceptos. Alex lo hizo. Bien, pero ciertamente no pueden distinguir entre
«igual» y «diferente». Alex lo hizo. Y así sucesivamente.

Alex les enseñó a estos escépticos el alcance de las mentes animales, pero fueron aprendices lentos y reacios.
 


Irene Pepperberg, 2008.
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Traducción: Igor Sanz

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