sábado, 9 de febrero de 2019

Cuando lloran los animales

Después de que su cría muriera en una sabana de Kenia, esta jirafa de Rothschild
estuvo de vigilia junto al cuerpo durante días, sin comer ni beber. "Lo único que hacía
era vigilar a su bebé muerto", dice el biólogo que observó y fotografió al animal.

En una fresca tarde de verano de 2010, Robin Baird estaba realizando una investigación en la isla de San Juan, en Washington, cuando él y sus colegas de la NOAA Fisheries descubrieron que una orca residente meridional se comportaba de manera extraña. Generalmente, estos mamíferos en peligro de extinción son altamente sociales; trabajan juntos para encontrar bancos de salmones, comunicándose por sonidos que pueden viajar muchas millas de distancia. Incluso comparten sus capturas para asegurarse de que todos coman lo suficiente. Pero esta orca, una hembra de 24 años, estaba sola con su hijo de 6 años y no se alimentaba. En su boca llevaba un recién nacido muerto.

Baird, un biólogo de la Cascadia Research Collective, una organización sin ánimo de lucro, siguió a la ballena con sus colegas durante más de seis horas. A veces la perdían de vista cuando se sumergía en las oscuras aguas verdes del estrecho de Haro. Luego emergería llevando el cuerpo en su boca o sobre su cabeza. De vez en cuando lo perdía y se volvía para recuperarlo. Aunque Baird carecía de evidencia genética, los genitales y las mamas distendidas de la orca adulta sugerían que el cadáver pertenecía a su cría, que había nacido muerta o había muerto poco después del parto.

Otros investigadores han informado de avistamientos similares de cetáceos con los restos de sus crías. Desconocen el porqué. «Para estar seguros, tendríamos que preguntárselo directamente», bromea la bióloga italiana Melissa Reggente, quien narró 14 de estas observaciones con siete especies diferentes en un artículo de 2016 publicado en Journal of Mammalogy. Pero ella, Baird y algunos de sus colegas están barajando una posibilidad intrigante: estos inteligentes y gregarios animales están de duelo. 

«Pasé gran parte de mi carrera estudiando mamíferos sociales longevos, donde los comportamientos grupales son fundamentales para su supervivencia», dice Baird. «No tengo dudas de que estos animales crean fuertes lazos con los demás individuos. En casos como estos —el comportamiento de los animales hacia la muerte prematura de su propia descendencia— me sería difícil imaginar otra posibilidad que no fuese una muestra de aflicción»

Para aquellos que consideran la conciencia de la muerte como un rasgo exclusivamente humano, la idea de que otros animales lloren por los muertos puede ser difícil de imaginar. De hecho, algunos científicos siguen siendo escépticos. Pero un número cada vez mayor desafía el monopolio de nuestra especie en cuanto a la aflicción. Han identificado comportamientos de duelo no sólo en los cetáceos, sino también en los elefantes, las jirafas, los chimpancés y otros primates y, posiblemente, las tortugas, los bisontes y las aves.

En Maasai Mara, en Kenia, una cría de elefante africano toca suavemente el cráneo de un
adulto muerto. Mientras que la mayoría de los animales incluso las especies que se cree
que guardan duelo pierden interés por los cuerpos una vez que se han descompuesto,
los elefantes son famosos por rendir homenaje a los huesos de sus parientes.

RICAS VIDAS EMOCIONALES 

«Los animales inferiores, al igual que el hombre, sienten placer y dolor, felicidad y miseria, de forma manifiesta», escribió Charles Darwin en 1871. «El dolor de las hembras de mono por la pérdida de sus crías es tan intenso que invariablemente causa la muerte de algunas de ellas».

La visión de Darwin —que otras especies más allá de la humana tienen ricas vidas emocionales— no alcanzó consenso científico. «En el siglo XX, el paradigma predominante era la excepcionalidad humana, la idea de que los animales están bastante robotizados», dice Barbara J. King, profesora emérita de antropología en el College of William and Mary y autora en 2013 del libro How Animals Grieve, una completa síntesis de la investigación en torno al duelo animal. «Se pensaba que los animales vivían en el presente; que se limitaban a resolver sus problemas de supervivencia; que carecían de sentimientos más complejos».

Una gorila occidental de llanura pasó dos
días acunando y acicalando a su bebé
muerto. "Intentó reanimarlo, pero no
pudo", dice el fotógrafo Anup Shah. Él
y Fiona Rogers pasaron semanas
documentando a la familia
de esta
gorila en la República Centroafricana.
Hubo excepciones a esta visión. En 1972, Ursula Moser Cowgill, bióloga y antropóloga de la Universidad de Yale, informó de que dos pequeños primates cautivos llamados potos y a quienes describió como «deprimidos», dejaban la comida para un compañero muerto, aun a riesgo de morirse de hambre. Por la misma época, en Tanzania, Jane Goodall observó cómo un joven chimpancé llamado Flint dejó de comer y se volvió demacrado y letárgico a raíz de la muerte de su madre, Flo. Murió un mes después. «Todo su mundo había girado en torno a Flo», escribió la primatóloga, «y cuando se fue, la vida se le torno vacía y sin sentido».

Incluso hoy en día, muchos investigadores se mantienen alejados del lenguaje de las emociones. «"Aflicción" es una palabra que se percibe como prohibida entre los científicos», dice el biólogo Giovanni Bearzi, presidente de Dolphin Biology and Conservation, una organización de investigación sin ánimo de lucro con sede en Italia. «Nuestra capacidad de entender las cosas desde el punto de vista de un animal es bastante limitada».

Algunos científicos se preguntan si es posible el duelo en criaturas que carecen de una noción de la mortalidad. «Tienes que entender "estoy vivo" para comprender que alguien está muerto», dice Alex Piel, un primatólogo de la Universidad John Moores de Liverpool. «Ahí es donde surgen los problemas: la mayoría de los animales, hasta donde sabemos, carece de tal conciencia».

Ese argumento exaspera a Carl Safina, un ecologo de la Universidad de Stony Brook y autor de Beyond Words: What Animals Think and Feel. «Hay muchos animales que, en un sentido operativo, entienden la muerte», dice —por ejemplo, los depredadores deben entender la diferencia entre la vida y la muerte cuando matan a sus presas. Además, dice, «los humanos tenemos muchos conceptos de mortalidad —la armonía kármica, la vida eterna, etc.— la mayoría de los cuales entran en conflicto, lo que indica que la mayoría de ellos están equivocados». Y sin embargo, todos nos afligimos.

King dice que, en los últimos años, la investigación sobre el duelo animal ha «explotado» —como parte de un «giro animal» más grande producido entre los académicos que abogan por ampliar el rango de las vidas y las culturas estudiadas. La tecnología también ha ayudado, incluidas cámaras de monitoreo remoto en santuarios de vida salvaje. «Tenemos acceso a comportamientos que antes no teníamos», dice Piel. En este clima de cambio, son cada vez más los científicos que defienden públicamente el duelo animal. 

Empujando a una hembra muerta, este macho de cebra de Burchell está "tratando
de despertarla", sugiere el fotógrafo Christophe Courteau. Si bien los científicos no
han documentado el duelo en las cebras, los ejemplos de este tipo están creciendo.
 
PROGRESO CIENTÍFICO 

Zoe Muller, una bióloga de la vida silvestre de la Universidad de Bristol y fundadora del Proyecto Jirafas de Rothschild, en Kenia, recuerda cómo una mañana de 2010 se encontró con 17 jirafas que corrían al azar y se mostraban perturbadas en una zona de la sabana que normalmente no frecuentaban. Resultó que una cría herida había muerto, y los adultos se habían reunido con su madre. Se quedaron junto a ella durante dos días, a menudo empujando al animal muerto con sus hocicos.

En la tercera mañana, Muller regresó. La madre parecía estar sola, alerta, a la sombra de una acacia. En una inspección más cercana, la bióloga se dio cuenta de que las hienas se habían aproximado y se habían comido el cadáver de la cría. «La madre aún seguía de pie junto al cuerpo», recuerda, «a pesar de que estaba medio devorado». Aunque las jirafas se alimentan casi constantemente, «ella no comía. No bebía. Lo único que hacía era vigilar a su bebé muerto».

Muller interpretó el comportamiento de la jirafa como aflicción. No obstante, en aquel momento fue reacia a expresarlo públicamente, sabiendo que «algunos científicos son muy estrictos con lo de no antropomorfizar». Desde entonces, «mi postura personal ha cambiado. Ahora estoy mucho más abierta a reconocer la aflicción en los nohumanos. Las jirafas, los humanos, todos somos mamíferos. Nuestro sistema emocional está impulsado en buena medida por las hormonas, y es probable que las hormonas hayan evolucionado de manera similar en todos los mamíferos».

Así pues, una forma de estudiar la aflicción es medir los cambios en los niveles hormonales de los supervivientes. De eso es de lo que se percató la ecóloga del comportamiento Anne Engh mientras estudiaba a los papiones chacma del delta del Okavango, en Botswana. Uno de estos papiones, una hembra adulta y de alto rango llamada Sylvia, se había ganado el sobrenombre de Reina del Mal. «Hacía todo lo posible por mostrarse detestable ante las otras hembras», dice Engh, que ahora trabaja en el Colegio Kalamazoo. «Amenazaba a cualquiera sólo por estar allí, y porque podía».

Sylvia tenía una compañera estable: su hija adulta, Sierra. Las dos pasaban la mayor parte de su tiempo juntas, acicalándose la una a la otra y manejando a los bebés de las demás. Un día, en presencia de Engh, unos leones atacaron a los miembros del grupo mientras buscaban tubérculos en una zona de hierba alta. Sierra fue asesinada, junto con un macho con el que se estaba apareando. Después de aquello, Sylvia pasaba mucho tiempo sola, mirándose los pies. «Si hubiese sido una humana», dice la ecóloga, «habría dicho que estaba deprimida».

Aquello llevó a Engh a revisar los datos hormonales de Sylvia y de otros papiones que habían perdido a parientes cercanos —datos que su equipo había recolectado rutinariamente utilizando muestras fecales durante aproximadamente un año. Lo que descubrió, y documentó en 2006 en Proceedings of the Royal Society B, fue que incluso un mes después de las muertes, las hembras mostraban aumentos significativos de unas hormonas del estrés llamadas glucocorticoides. Al cabo de dos meses, los niveles habían vuelto a la normalidad. 

Los papiones chacma se acicalan más a menudo tras la muerte de un
compañero, una conducta que reduce los niveles de las hormonas del estrés.
 
ACICALAMIENTO Y AFLICCIÓN 

Engh descubrió también que los papiones se acicalaban con mayor frecuencia y con un mayor número de compañeros después de sufrir una pérdida. (El contacto físico estimula la liberación de la hormona oxitocina, que inhibe la liberación de glucocorticoides.) «Parecían estar tratando activamente de formar nuevas amistades», dice.

Eso es lo que hizo Sylvia: después de que su hija muriera, diversificó su propia red de acicalamientos. «En particular, se centró en una hembra de bajo rango que tampoco parecía contar con ningún amigo cercano en aquel momento. Se trataba de una hembra a la que antes hubiese ignorado por completo», dice Engh. «Y junto con aquello, se produjo una disminución de sus niveles de glucocorticoides».

¿Es aflicción?
«Todavía vacilo un poco al decirlo», comenta Engh. «Pero ocurre algo similar en los humanos. Las mujeres que pierden a sus cónyuges y cuentan con el apoyo de amistades cercanas presentan mejores niveles de glucocorticoides que las mujeres que están más aisladas socialmente. Así pues, es probable que haya un paralelismo».

No todas las especies se prestan a este tipo de investigación cuantitativa, por lo que la pregunta, en última instancia, puede permanecer abierta. Aún así, fascina. En 2016, Bearzi se hallaba en el golfo griego de Corinto junto con un grupo de estudiantes de la Universidad de Texas A&M cuando vieron a un delfín listado adulto rodeando a un adolescente muerto y luchando por mantenerlo a flote.
«Daba la impresión de estar protegiendo y tratando de resucitar al animal —dice Bearzy— como si dijera: "Vamos. Nademos juntos. Volvamos con el grupo"».

En momentos como ese, ¿cómo podemos saber qué es lo que está pasando realmente? Medir las hormonas del estrés o la actividad cerebral podría arrojar datos valiosos, dice Bearzi.
«Pero la mayoría de las veces no es posible, y no abogo por realizar investigaciones invasivas sobre cetáceos en duelo». Una alternativa, sugiere, podría ser el uso de micrófonos submarinos que registren los cambios del comportamiento acústico.

Lo que más recuerda Bearzi de aquella tarde en Grecia es la manera visceral en que reaccionaron todos. Los estudiantes no habían sido entrenados para pensar en las emociones de los animales, dice. Sin embargo, describieron sus observaciones en el lenguaje del dolor psicológico.
«Está agotado», dijo uno de los estudiantes a la cámara. «Se está poniendo en peligro. Parece que el instinto de conservación le haya desaparecido momentáneamente por estar sufriendo por su ser querido».

Bearzi tuvo una reacción similar. «Como ser humano, me cuesta poco asociar el sufrimiento de los animales con la muerte de otro animal», dice. «Y tal vez no sea tan complicado. Quizás tenga que ver con el tipo de aflicción que sentimos los humanos. Puede que no se trate exactamente de lo mismo, pero parece estar relacionado». 

Un delfín listado adulto de sexo desconocido asiste a una hembra adolescente muerta
en el golfo de Corinto, en Grecia, tratando aparentemente de mantenerla a flote.
 
Barry Yeoman, 20 de enero de 2018.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: When Animals Grieve

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