miércoles, 16 de octubre de 2024

Philozoia

 
DE LA CRUELDAD ASOCIADA AL ARTE CULINARIO

Algunas personas de Europa llevan sus nociones sobre la crueldad hacia los animales tan lejos que no se permiten alimento alguno de origen animal. Muchos hombres brillantes, en diferentes momentos de su vida, se han abstenido totalmente de la carne, y ello también con considerables ventajas para su salud. El señor Lawrence1, cuya eminencia como cirujano está fuera de toda necesidad de señalamiento, vivió durante años con una dieta enteramente vegetal; Byron, el poeta, hizo lo propio, lo mismo que Percy Bysshe Shelley y tantos otros literatos. El doctor Lambe y el señor Frank Newton han publicado libros muy capaces en defensa de una dieta a base de plantas, y atribuyen al consumo de carne una tendencia a socavar la constitución por efecto de una suerte de envenenamiento paulatino. Sir Richard Philips ha publicado Dieciséis razones para abstenerse de la carne animal; y en Inglaterra existe una amplia sociedad de personas que rechazan la ingesta de nada que haya estado dotado de vida. La atenta investigación que he podido realizar sobre la salud de todas estas personas me induce a creer que la dieta natural del hombre es en efecto la compuesta de alimentos vegetales; mis propias tentativas me han proporcionado ventajas muy considerables: una fuerza mayor, un intelecto más lúcido, una capacidad mas prolongada de esfuerzo, y un espíritu mucho más elevado que cuando me nutría con una dieta mixta. Me inclino a pensar que el disgusto que algunas personas experimentan con la comida vegetal es cosa sólo pasajera; unas pocas probaturas bastarían para hacerla no sólo segura, sino agradable, pasando pronto a convertir el sabor de la carne, bajo cualquier disfraz, en algo ciertamente repulsivo. Los Carmelitas y otras órdenes religiosas, que subsisten sólo de las producciones hortícolas, viven hasta una edad más avanzada que aquellos que incluyen la carne en su alimentación, y vale decir que, en general, las personas herbívoras tienden ha mostrar disposiciones más afables que las personas que no lo son. Se ha probado que la misma cantidad de tierra es capaz de sostener a una población mayor y más fuerte con una dieta vegetal que con una dieta de carne; y la experiencia demuestra que los jugos del cuerpo son más puros y las vísceras más sanas en aquellos que se adscriben a esta sobria modalidad de subsistencia. Todos estos hechos, tomados colectivamente, apuntan a un período en el progreso civilizador en que los hombres dejarán de matar para comerse a sus semejantes mortales del reino animal, y tenderán así a materializar las dicciones de los antiguos y los oráculos sibilinos respecto de cierta edad o milenio dorado. La versión de Ovidio del discurso de Pitágoras debería ser leída por todo erudito por su elocuencia y persuasividad y, tras su lectura, la cuarta Bucólica de Virgilio, titulada «A Polión», ofrecería sin duda una inmejorable contrapartida: Ovidio describe la inocencia de una edad de oro ya pasada, mientras que Virgilio predice su retorno y nos persuade del cese de toda miseria de la creación, con el león acostado junto al cordero y los animales y los hombres dejando de depredarse mutuamente.

Puede que el retorno a ese estado paradisíaco se halle aún muy remoto, pero, entre tanto, bien haríamos en ponernos a prueba y dar un ejemplo de humanidad mediante la abstención de, cuando menos, aquellos artículos culinarios asociados a cualquier tipología de barbarismo, como la forma ordinaria en que se mata a los terneros y tantos otros de las cuales ha dado buena cuenta el señor Young
2 en su libro sobre la crueldad. Deberíamos atacar a las vendedoras del mercado de Billingsgate y otros lugares en los que se despellejan anguilas vivas, se hierven langostas a fuego lento y se engarzan peces extenúes; estas crueldades, junto con los cerdos que son matados a golpes o las aves que son apresadas y alimentadas a la fuerza hasta obtener de ellas unos hígados enfermos que son luego vendidos como un manjar, son cosas que tienen lugar todos los días.

No son pocas las personas que interpretan el mandamiento «No matarás» como una prohibición que se aplica sobre todos los animales: los brahmanes tienen esta doctrina por la más sagrada de todas, llegando al extremo de no destruir nada que esté dotado de vida. Pero, aunque los haya que se tomen esto como una exageración, habremos de estar todos de acuerdo en la perversidad de usurpar una vida bajo cualquier ausencia de necesidad. La doctrina del Nuevo Testamento es clara en cuanto a que cada transgresión tendrá un castigo proporcional en la otra vida; y el proceder de la justicia retributiva nos muestra una analogía entre la doctrina cristiana y los modos de la vida real: se nos dice que el transgresor ha de pagar hasta el último centavo de su multa para poder eludir la condena criminal. Sirva esto de advertencia para los fieles de una religión que declara la inapelabilidad de la justicia divina. Y, sobre todo, ¡ay de aquellos cuyo pecado sea la crueldad!

OBSERVACIONES EN TORNO A LOS ANIMALES, TENIENDO A ESTOS POR NUESTROS SEMEJANTES Y NUESTROS COMPAÑEROS EN EL SINO DE LA MORTALIDAD Y LAS PROBABILIDADES DE UNA VIDA PÓSTUMA

«Οθεν δ ' εκαστον εις το φως αφικετο ενταύθ'απελθεϊν, πνευμα μεν προς αο θεμα το σωμα δ ' εις γην...»

[«Que cada elemento vuelva al sitio de donde vino a la luz: el espíritu al éter y el cuerpo a la tierra...»]
3

Cuando el historiador lee en las antiguas escrituras que, en el principio de todo, Dios creó el cielo y la tierra y toda criatura viviente para que los habitaran en armonía, y cuando lee también los numerosos pasajes de la Biblia y todas las obras morales de la antigüedad que nos hablan del abrigo del creador hacia todas sus criaturas y la orden dada al hombre de que las proteja y las trate con benevolencia, al filósofo no le queda más remedio que detenerse ante las condiciones actuales del reino animal y preguntarse cómo el hombre ha podido caer en la arrogancia de creerse el apoderado exclusivo del mundo y no suponerles a los animales más propósito que servir a sus necesidades, someterse a la vil servidumbre y el maltrato de su mano, y emplearse como meros instrumentos de sus caprichos y apetitos antinaturales. Mucho más debe el filósofo, con su visión más amplia de la creación, condenar la arrogancia del fanático que se apropia el título de favorito del Cielo y se arroga un derecho divino sobre los destinos de aquellos animales conferidos a la mente errática y viciada de los hombres.

En estos tiempos de razón y humanidad, tanto el buen juicio como la bondad nos obligan a considerar a los animales como nuestros semejantes y como poseedores, también ellos, de sus justos derechos, unos derechos que, como se demostrará más adelante, no pueden ser violados sin una exposición consecuente a los castigos de la justicia deshonrada.

La analogía también nos obliga a creer que, como nosotros, el principio sintiente de los animales es de carácter individual, espiritual y, muy probablemente, inmortal. Estas consideraciones deben venir en refuerzo de la benevolencia, e inducirnos a un esfuerzo por la causa de la compasiva hacia cada una de las partes de la creación bruta, creyendo a mi vez que todo ello viene a fortalecer la creencia en nuestra propia inmortalidad.

Entre quienes basan su fe en una hermenéutica literal de la Biblia hay no pocos que objetan la doctrina de una vida póstuma para los animales sobre la base de unos pocos pasajes lóbregos extraídos del Eclesiastés y los Salmos de David, tendentes a su oposición. Sería insultar a cualquier filósofo ilustrado detenerse en la refutación de tan fútiles resistencias; mas, como no todos los hombres cuentan con autonomía de pensamiento, quizá valga la pena demostrar la insostenibilidad de este argumento construido alrededor de una supuesta autoridad escrituraria. Y es que, tanto en sí mismo como tomado en el contexto que lo precede, el alegato tiene un significado decididamente antagonista. Lejos de establecer la doctrina de que el espíritu del hombre va hacia arriba y el de la bestia va hacia abajo, como se pretende de ordinario, la intención del profeta no es otra que humillar el orgullo del hombre poniendo en duda su posesión de cualquier conocimiento sobre los diferentes destinos de los unos y de los otros.

Las palabras del texto son:

«
Y dije en mi corazón: al justo y al impío juzgará Dios; porque hay un tiempo para todo lo que se desea y para todo lo que se hace.

»
Dije en mi corazón: es así, por causa de los hijos de los hombres, para que Dios los pruebe, y para que vean que ellos mismos son semejantes a las bestias.

»Pues la suerte de los hijos de los hombres es la suerte de las bestias; como mueren los unos, así mueren los otros, y todos comparten un mismo aliento de vida; nada tiene el hombre por encima de la bestia: todo es vanidad.

»Todo va a un mismo lugar. Todo está hecho de polvo, y todo al polvo regresará.

»¿Quién puede demostrar que el espíritu de los hombres se eleva a las alturas y que el espíritu de las bestias desciende a las profundidades de la Tierra?

»He visto, pues, que nada hay mejor para el hombre que disfrutar de su trabajo, ya que ese es su destino. Porque ¿quién le hará ver lo que ha de suceder después de él?»
4

Si fuera lícito, de acuerdo con las justas reglas de la crítica, extraer alguna doctrina de un argumento fragmentado, o asumir un texto tomado por sí mismo como una doctrina, quizá deberíamos concluir que a todo lo que podía estar aludiendo el escribiente era a la mera dirección de los alientos, que en la bestia van efectivamente hacia abajo. O en decir de Ovidio:

«Pronaque dum spectant animalia coetera terram» [Mientras los demás animales miran al suelo cabizbajos], el hombre ocupa su mirada en la contemplación celestial, dirigiéndola hacia arriba, pues:

«Os homini sublime dedit, coelumque tueri Jussit, et erectos ad sidera tollere vultus» [Al hombre le dio un rostro levantado y le ordenó que mirara al cielo y que, erguido, alzara los ojos a las estrellas]
5.

No es posible entender en este caso ninguna alusión al alma; pero, dado que el contexto, y nada más que eso, plantea pocas dudas de que lo aludido es el futuro del espíritu, nuestro deber es adaptar nuestra interpretación a tal. Dejaré en manos de los eruditos decidir si el objeto del escritor es o no humillar nuestra ignorancia sobre el tema, poner en tela de juicio nuestro saber sobre el destino común de los hombres y las bestias, rebajar la cresta de nuestro orgullo, despojar a la arrogancia humana de las plumas de una peligrosa presunción, y demostrar que nuestra ciencia no es otra cosa que lisa y llana vanidad. E idéntico argumento podemos hallar en el Salmo 49, empleado con el mismo fin de persuadirnos de la modestia.

Si quisiera extraer de la Biblia un texto en apoyo de mi argumentación, ninguno podría ser más eminentemente calculado que el que nos ocupa, que señala el destino común de hombres y animales sobre un origen compartido a partir de los átomos materiales y un retorno paralelo al mismo polvo del que emergieron.

En el Antiguo Testamento se habla muy poco de la existencia de una vida póstuma para la especie humana, y lo que se dice al respecto, o bien está expresado de forma metafórica, por lo que es susceptible a interpretaciones cuestionables, o bien está transmitido a modo de insinuación en momentos en que se alude al cumplimiento de la justicia retributiva. En Génesis 4:9 leemos: «Ciertamente demandaré cuenta de la sangre de vuestras vidas; de todo animal la demandaré, de todo hombre, etc.». Este tema será de nuevo abordado cuando hable más particularmente de la justicia retributiva; por ahora sólo aludo a él para mostrar, bajo la representación del escritor del Génesis, la uniformidad de la ley de Dios en cuanto al derecho de los hombres y los animales. Después de un examen atento de la Biblia, estoy convencido de que los antiguos judíos no tenían una fe excesiva en las posibilidades de una vida futura; sus nociones al respecto se asemejan mucho a las de los griegos, aunque cargadas de menos mitología; y no es cosa de extrañar, pues muchas de las doctrinas de los unos y los otros derivan de las de los egipcios. En todos los países, y en proporción a su excelencia civilizatoria y mental, los hombres pensantes han insuflado a sus doctrinas de una probable existencia tras la muerte, fundándose en la creencia obvia de que la capacidad sensible de percibir no es igual a la de los objetos materiales percibidos, y que, por consiguiente, la capacidad de sensación, que es de hecho la mente presente de cada individuo, y que se llama alma cuando se considera con referencia a la futuridad, bien podría ser de una esencia tan indestructible como la del sustrato del universo material. Y mezclada con innumerables fábulas y metáforas resultantes de causas locales, la creencia platónica de que nuestra existencia no termina aquí en la Tierra ha sido muy general entre los hombres de todas las épocas y todas las culturas (aunque algo menos quizá en Siria que en Grecia). Pero recordemos también que en todos los países civilizados ha habido filósofos que han sostenido la doctrina de una vida póstuma para los animales. La escuela pitagórica, que constituyó una de las fuentes más importantes de la filosofía antigua, hizo ciertamente algunas adiciones bastante caprichosas a esta doctrina; pero, después de todo, me parece, reflexionando, que la metempsicosis, considerada como un medio de retribución penitencial, no es la explicación menos plausible del modo por el cual, según la tradición antigua, puede complacerse a Dios en el castigo de los injustos o la purificación de los imperfectos. Plutarco, en su notable ensayo Sobre las demoras de la justicia divina, describe una especie de Purgatorio tan parecido al de los cristianos que uno bien podría creer que lo hubiese sacado directamente de las Escrituras; y aún más ilustrado podemos hallar el tema en Las veladas de San Petersburgo del conde de Maistre; sea como fuere, ninguno de estos autores ha excluido a los animales de sus Campos Elíseos; y me complazco en encontrar que la creencia en la naturaleza espiritual y la existencia futura de las mentes de los animales está aumentando en Europa, acompañada en todas partes por una mejor conducta para con ellos.

Las nociones más definidas en cuanto al tema de la vida póstuma las encontramos en las enseñanzas de Jesucristo, así como en las exposiciones de los concilios eclesiásticos que siguieron su obra. Ahora bien, permítaseme observar que Jesús sólo desarrolló esta doctrina en su competencia particular con los hombres; fue expresamente mudo en lo que atañe a los animales. Aquellos que, para desventaja de sus semejantes mortales, le añaden construcciones injustificadas a su doctrina, son culpables de presunciones de un aprecio caritativo francamente depauperado.

Es sobre el sentido común y las tradición populares sobre lo que se apoyan los filósofos más sólidos a la hora de hacer valer sus argumentos; a ese respecto, recuérdese que la más amplia gama de las creencias populares está de nuestra parte, pues toda el Asia central, incluidos los brahmanes y todos los filósofos orientales, creen en las almas de los animales, mientras que la incredulidad respecto de esta doctrina, calculada para complacer el orgullo del hombre sobre una falsa comparación con los brutos, es uno de los muchos ejemplos de esa miserable arrogancia tan desgraciadamente propia de los profesores del cristianismo de la Europa occidental.

Hasta ahora hemos estado considerando la cuestión de la futuridad de los animales con referencia a la autoridad y a la opinión de los antiguos; pero el filósofo capaz y dispuesto a usar esos poderes de razonamiento que Dios le ha concedido encuentra que todos los argumentos extraídos por analogía tienden a apoyar la opinión de que los animales y los hombres tienen un destino común en lo que afecta a su sino postrimero; y aunque es cierto que los materialistas abusan un tanto de esta analogía en aras de subvertir la doctrina de la Materia y el Espíritu y persuadirnos de que incluso el hombre mismo carece en realidad de mente, que no sería si no el resultado pasajero de un refinado orden material, los filósofos de fe más profunda nos muestran la mayor probabilidad de que el principio sintiente sea espitirual e inmortal tanto en los hombres como en los animales. Sea como fuere, nadie se ha esforzado en trazar una línea de distinción entre ellos, excepto sobre bases que aniquilarían el primer principio del sano razonamiento y nos envolverían en un fanatismo paradójico y extraordinariamente absurdo.

Nada hay contrario al cristianismo en la idea de que los animales tengan reservada una vida tras su muerte; de ser así, los cristianos ni siquiera se habrían detenido a considerar su posibilidad. Bien al contrario, lo que tenemos es que la creencia en el alma de los animales ha sido sostenida por un sinnúmero de teólogos de gran reputación, siendo una óptica que no hace si no ampliar nuestras nociones sobre la magnificencia de Dios.

Soy consciente de que la reflexión anterior será impopular entre aquellos que sacan provecho de la credulidad de los hombres: es evidentemente el interés de los impostores teológicos de contraer la vista de sus incautos, mientras halagan su vanidad y juegan con sus esperanzas; no sea que, al obtener una perspectiva más amplia y liberada de la religión y la naturaleza, sus mentes, iluminadas por una filosofía más desprendida, se eleven por encima de los hechizos de la brujería espiritual y pongan audazmente en duda el derecho de cualquier hombre a dictarles un credo a sus semejantes, o a erigir un sistema fraudulento de robo empírico sobre la inteligencia postrada y la credulidad de aquellos que han sido ingeniosamente engañados. Pero es de esperar que los días de la farsa popular estén pasando y que, en virtud del vínculo entre el conocimiento y la tolerancia, la sociedad empiece a asentar su futuro sobre pilares mucho más firmes. De todos los medios conocidos para mejorar la condición de la humanidad, la más infalible es la educación de los jóvenes en la virtud; por desgracia, esto no parece ser del todo comprendido: los peores ejemplos de maldad y crueldad suelen ser puestos a la vista de los niños, excitando así sus órganos cerebrales con las actividades más viciosas, en una etapa de la vida en que las impresiones se plasman de forma más fuerte y más duradera. Si deseamos dar a las propensiones de los niños una dirección que produzca luego adultos de carácter virtuoso, deberíamos evitarles toda escena de crueldad y derramamiento de sangre; los juegos y libros que refieren la destrucción de la vida animal deberían ser prohibidos; y látigos, flechas, lanzas, trampas, pistolas y todo juguete que represente un instrumento de destrucción debería ser retirado de las guarderías. El niño debería ser educado en la protección y el cuidado de todas las criaturas vivientes como un medio de dar ejercicio temprano a sus mejores propensiones y debilitar, por falta de uso, las partes de nuestra naturaleza tendentes a la ferocidad. Casi todas las lecciones morales prácticas que nuestros niños aprenden en las escuelas públicas son defectuosas en este particular: todas están necesitadas de una reforma educativa; y cuando esto se haga a la manera propuesta, el buen efecto no tardará en manifestarse; los sistemas del fanatismo religioso se hundirán en la insignificancia, o se convertirán en meras anécdotas curiosas de la historia anticuaria. La habituación y excitación precoz de los sentimientos de bondad y generosidad darán como resultado practicas de moralidad y benevolencia, y la Ciencia, yendo de la mano de la Virtud en una marcha sin resistencias, pisoteará la Superstición y sus atrocidades hasta convertirlas en átomos, esparciendo las bendiciones del conocimiento y la compasión sobre una Tierra en paz.

«Quo semel est imbuta recens servabit odorem Testa diu.»

[«Un cántaro nuevo conserva largo tiempo la fragancia que lo impregnó por primera vez.»]
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TODOS SOMOS CRIATURAS COMPAÑERAS, CADA UNA HECHA PARA TODAS Y TODAS PARA CADA UNA

Prevalece entre los pensadores más superficiales la errónea noción de que los animales inferiores fueron creados para su exclusivo uso a manos de los hombres; y habiendo esto degenerado en la opinión de que tenemos derecho a hacer con ellos lo que nos plazca, se eleva como fuente inagotable de abusos y de crueldades. Urge pues combatirla con argumentos razonados. Carece de importancia a este respecto que la mente de los filósofos y naturalistas ilustrados deba alzarse por encima de tan estrechas visiones de la creación: la mayor parte de la humanidad no se compone de filósofos, y es entre los ignorantes y superficiales donde hallamos por lo general los actos de criminalidad más inhumanos. Dirijamos pues a los Institutos de Medicina las siguientes consideraciones conferenciales:

En primer lugar, observemos que hay clases enteras de animales en la tierra, el mar y el aire con una nula contribución a los intereses de unos hombres sin dominio alguno sobre ellos. A medida que investigamos su historia natural, descubrimos de qué modo asisten por turnos al sustento, el bienestar, el malestar o la destrucción de unos y de otros, lo mismo que ciertas tribus hacen con el hombre. Los estafilínidos y los carábidos, por ejemplo, son los tigres del mundo de los insectos, desempeñando, entre los diminutos habitantes del moho, un papel similar al de los leones y los lobos en el bosque o los lucios y los tiburones en el océano. En todo el universo, al menos hasta donde el saber humano es capaz de penetrar, todos los animales tienen, en común con su congénere humano, una influencia recíproca sobre los destinos de todos los demás; el más fuerte depreda al más débil; y todos están por fin destinados, tras su muerte, a servir de alimento a los gusanos más insignificantes, antes de la unión final de sus restos con el polvo alumbrador de la Tierra. Así, decir que todas las especies han sido creadas para una sola es invertir monstruosamente el orden justo del razonamiento; en cambio, una doctrina que nos enseñe a considerar a todos como creados para todos, como parte de un sistema comprensivo de apoyo mutuo, es por el contrario una doctrina más ilustrada y más conforme con el correcto ejercicio del buen filosofar. Porque, dado que Dios el Creador de todo es uno, se antoja difícil conceder la posibilidad de algo aislado y fuera del alcance de la influencia de todo lo demás. Así razona el naturalista, mientras que el astrónomo, señalando la inmensidad de los cielos estrellados, refuerza el argumento mediante la probabilidad, apoyada en la analogía, de que el hombre y el globo que lo habita no sean más que una mota infinitesimal de polvo en medio de los mundos innumerables que se elevan sobre su cabeza, moradas, tal vez, de seres vivos de una variedad inconmensurable de formas y de caracteres, muchos de los cuales podrían ser tan superiores a nosotros como nosotros lo somos al más pequeño de los zoófitos.

El teólogo, sin embargo, insiste en recurrir a ciertas tradiciones y textos pervertidos como prueba del dominio que, sobre los animales, les fue otorgado a los primeros padres y desde el origen mismo de los tiempos. Pero tal argumento cae con prontitud en cuanto se reflexiona sobre el poder similar que el hombre ha gustado ejercer también con los de su propio género; el fuerte ha forzado siempre al orden de los débiles a una subyugación jerarquizada, y ello también por autorización divina, así fuera real o pretendida. El rey, el jefe, el capitán, el magistrado, el amo, etc., demuestran la inclinación perpetua hacia un sistema de control general sobre las voluntades individuales, un control que, empleado con corrección, asienta las bases de la sociedad, pero cuyo abuso ha sido siempre motivo de crueldad y de opresión. Así sucede con el reino animal: de nuestra sagacidad superior ha devenido el poder de someterlos a nuestra voluntad, y si ese poder es ejercido con decoro, entonces puede llegar a ser producto de mucho bienestar, tanto para ellos como para nosotros, en el vestir y el beber sus vellones y leches sobrantes a cambio de la protección y multiplicación de sus generaciones. Pero cuando abusamos de los privilegios que nuestra superioridad nos ha conferido, sobrecargándolos de trabajo o maltratándolos, no sólo deterioramos su carácter y destruimos su felicidad, sino que invitamos a un golpe de la justicia retributiva al exponernos a los males de que son capaces sus naturalezas corrompidas. Así, el perro, fiel cuando el hombre lo instruye en las virtudes de la amistad y el compañerismo, puede, por incompetencia, convertirse en el peor de sus enemigos; y el inofensivo y dócil toro que trabaja en nuestros campos, se vuelve, por obra del bruto que lo atormenta, más peligroso que la indómita hiena de los desiertos.

Pero a nadie cabe sorprenderle mucho la tonta noción de que los animales carecen de alma y han sido hechos para el uso exclusivo de los hombres cuando se observa el modo en que las mujeres, en algunos de los mejores países del mundo, siguen siendo reconocidas sin más propósito que la servidumbre esclava conyugal, privadas por añadidura, bajo la opinión popular y la fe pública, de cualquier expectativa respecto de las posibilidades de una vida póstuma. Vale así afirmar que las mujeres son a menudo tratadas de forma más degradante en los países cristianos que en los mahometanos, en los que se ven cuando menos libres del estigma de poseer un cuerpo sin alma.

Añado además, en honor de los turcos, que la degradante distinción entre los destinos de los dos sexos nunca ha sido general en ese país ni es extraíble de entre las páginas de El Corán; de modo que, en éste caso, como en tantos otros, muy probablemente la percepción no sea más que una nueva calumnia impuesta por los cristianos sobre sus vecinos musulmanes.

Para rastrear el verdadero origen de la noción de que los animales fueron creados para el hombre, debemos acudir a fuentes diferentes: debemos mirar la estructura y las funciones de nuestros propios órganos cerebrales; debemos fijar la vista en el historial del orgullo humano, donde hallaremos de seguro solución al aparente enigma que envuelve este pedazo de arrogante presunción; por otra lado, la justicia del remedio no nos será menos convincente, en lo que atañe a los animales, al hallar el mismo amor propio, las mismas ridículas pretensiones de trascendencia, en la conducta que los hombres se reservan para sí. El emperador de China mantiene subyugados a setenta millones de sus semejantes sólo con declararse hermano del Sol y la Luna y afirmarse en que su imperio es de naturaleza celestial. En la India, las castas superiores predican la doctrina de que las inferiores apenas sí son dignas de servirles como esclavas: Vishnu ha sido ya dotado de una enorme variedad de encarnaciones a fin de preservar la fe y la autoridad de sus adoradores; para un brahmán, sentarse a la mesa con un pobre hindú de casta degradada sería tanto como invocar la ira de Shiva y padecer una transmigración ignominiosa. En la propia Europa, hasta hace pocos años, prevalecían idénticas supersticiones, cuyos restos son aún visibles en los títulos de «gracia» y «mayor cristiandad» conferidos a los poderes temporales, así como en los tontos epítetos de nobleza que aún les prodigan sus soeces y serviles aduladores a aquellos que se las dan de una cortés «superioridad» respecto de las gentes el pueblo llano. Antes de que las sucesivas revoluciones convencieran al mundo de que la espada de la Justicia se mostraba no menos eficaz sobre los honorables lomos de sus excelencias, los patricios, que sobre los cráneos de la plebe, Europa, como Asia, se sumergía en la supersticiosa fe de una gracia de Dios gradada en función de la escala de importancia que los distintos órdenes del pueblo tenían otorgada por merced divina. Y cuando esta máxima fue exportada al otro lado del Atlántico, o se vio extendida por el continente africano, el pretendiente al cristianismo no vio nada que pudiese repugnar a las santas leyes del Padre de todos en la idea de que aquellos de cabezas lanudas y pieles oscuras no tuviesen más fin que trabajar sin recompensa para sus hermanos de tez blanquecina. El operar de esta clase de nociones lo hallamos remontado hasta las más tempranas páginas de los registros de la historia: los judíos se tenían a sí mismos por el pueblo escogido por Dios, y trataban a los gentiles con el mismo proceder que los inquisidores medievales dedicarían a los herejes: dándoles muerte en religiosa prueba de su superioridad. Volney
7, en sus Ruinas, ha expuesto de forma admirable los orgullos de casta, clan y secta a los que estoy aquí aludiendo, fuente del mismo juicio defectuoso y el mismo corazón corrompido que aspira a poner la vida y el destino del resto de las criaturas bajo el dominio absoluto de los hombres. Felizmente, estas cosas comienzan a ser mejor comprendidas en nuestro tiempo. El cristianismo, que cuando deriva de su fuente más pura, la palabra de su fundador, es el más excelente de todos los códigos morales, no puede ser por más tiempo un instrumento de opresión, pareciendo antes bien designado a convertirse en una religión de aplicación universal. A menudo me recreo comparando su progreso con las sucesivas metamorfosis de un insecto volador. En su primer amanecer, los apóstoles primitivos, cual gusanos silentes, se arrastraron con honda humildad sobre la superficie del mundo oscurecido para operar nada más que como predicadores de la nueva doctrina redentora; y lo mismo que los gusanos, fueron destruidos y perseguidos por doquier hasta que lograron por fin extenderse en virtud de la excelencia de su pábulo; he ahí la representación del estadio larvario. Pasado el tiempo, el cristianismo, temiendo las tormentas de la adversidad y las incursiones de los bárbaros, se cubrió, como antes lo hicieran los místicos de Oriente, con una investidura de caracteres simbólicos; las iglesias, los conventos y las abadías dieron prueba del ascenso de la religión hasta el estado de crisálida. Y hoy, por fin, podría estar a las puertas de emerger de su áspera envoltura para, como la mariposa, elevarse con sus alas recién expandidas y echarse a volar, sin acoso de rapaces humanas, desde el ecuador hasta los polos, para alzarse al fin, recogiendo la luz de cada estrella del intelecto, como las abejas recolectan la miel de cada florero, como el vínculo de caridad definitivo entre todas las criaturas de la existencia.

Thomas Forster, 1839.

NOTAS DEL TRADUCTOR

1 – Se refiere a John Lawrence, autor, entre otros, de A philosophical and practical treatise on horses and on the moral duties of man towards the brute creation [Un tratado filosófico y práctico en torno a los caballos y los deberes morales del hombre para con los brutos], publicado en dos volúmenes entre 1796 y 1798.
2 – Se refiere a Thomas Young, autor en 1804 de An essay on humanity to animals [Un ensayo sobre la compasión hacia los animales].
3 – Eurípides, Las suplicantes,Teseo 530.
4 – Eclesiastés 3:17-22.
5 – Ovidio, Las metamorfosis, Libro primero.
6 – Horacio, Epístolas, I, 2.
7 – Se refiere a Constantin François de Chasseboeuf, conde de Volney, y a su obra de 1791 Las ruinas de Palmira o meditaciones sobre las revoluciones de los imperios.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: Philozoia

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