lunes, 29 de octubre de 2018

Y hablando de farsas...


«¿No tienen derechos las ratas de alcantarilla? Las paradojas del animalismo divino». Así reza el título de una reciente publicación aparecida en la web de The Conversation bajo la firma de José Manuel Errasti Pérez, profesor titular de Psicología de la Personalidad de la Universidad de Oviedo. Aunque no es fácil dar respuesta a un artículo de tan difuso asidero, trataré de ofrecer en las próximas líneas algunos breves comentarios críticos en torno a lo que representa una nueva arremetida contra las corrientes generales dentro de la defensa de los animales.

El primero de los problemas que presenta el texto es que no deja nada claro a quién se supone que va dirigido. El propio autor arranca su escrito advirtiendo de lo vago y dilatado que resulta el concepto de "animalismo"; sin embargo, lejos de tratar de solventar este obstáculo, lo que hace es servirse de él para lanzar una suerte de alusión general que de tan global acaba por no aludir realmente a nadie. Menciona, sí, las "manifestaciones populares" del animalismo, pero lo hace sin más concreción que una inacabada retahíla de referencias aleatorios, lo que consigue que la presunta aclaración termine por no aclarar absolutamente nada.

Ese escenario de ambigüedad le es útil para introducir el ejemplo con que trata de ilustrar su tesis: la poca supuesta consideración que el animalismo otorga a ciertos animales como las ratas o los insectos. La acusación sería pertinente si estuviese dirigida a —pongamos por caso— las personas dedicadas por entero al asunto de las adopciones; pero resulta del todo inapropiada respecto del veganismo o los Derechos Animales, que jamás han excluido a especia alguna de sus reivindicaciones. De hecho, algunos de los focos comunes atienden asuntos como el consumo de miel o los experimentos de laboratorio, cuyos afectados principales han cobrado siempre la figura de insectos y de ratas. Así pues, el autor se cobra su imprecisión de una forma poco o nada convincente.

El señor Errasti parece sentir una preocupación particular por las "ratas de alcantarilla". La falta de atención concedida a estos individuos sería para él una demostración clara del germen emocional del animalismo. Según dice, el hecho de que el animalista sufra sólo por el dolor animal causado por los humanos pondría de manifiesto que su motivación es de carácter "sentimentalista". No obstante, más parece que esa idea lo que refleja es una contradicción de firma propia: si la motivación del sujeto animalista fuese en efecto de naturaleza sentimentalista, entonces poco habría de importarle la fuente del dolor animal; si la fuente se vuelve relevante al juicio, entonces no puede ser la mera compasión el motor que mueva la acción animalista. Es un profundo contrasentido, en resumidas cuentas, que se acuse a alguien de "sentimentalista" por el hecho de no mostrarse afectado por simples tendencias hedonistas. Pero el señor Errasti puede estar tranquilo. En la vasta inmensidad del universo animalista cabe de todo, incluidas aquellas iniciativas de ayuda a las ratas callejeras de las que afirma no existir constancia.

Buena parte del artículo está dedicada a la idea de los "númenes". Sin embargo, toda ella es eludible a la vista de su nula trascendencia con respecto al objeto teórico del ensayo. Se antoja un relleno ampuloso de función decorativa sin más propósito que ocupar un contenido objetivamente vacuo. La pejiguera conclusión final apuntaría a un especismo animalista condicionado por una visión parcial y subjetiva de los animales. Aunque el autor parece ignorar que su observación es de hecho común dentro del propio seno animalista, su denuncia aún sería digna de aprecio si tuviese por finalidad corregir el animalismo y no lograr su descrédito total.

Su extensa letanía en torno a la naturaleza y la vida en las ciudades modernas también destila futilidad. Seis párrafos de tediosa insustancialidad que, a lo sumo, pretenden advertirnos de que la imagen que hoy tenemos de los demás animales está distorsionada por nuestro alejamiento de la naturaleza y las películas de Disney. Ni exprimiendo al máximo mi ingenio soy capaz de adivinar la trascendencia de esta presunción. ¿Afecta en algo al dolor y el daño que produce la explotación? ¿El valor de un crimen depende de la imagen que se tenga de sus víctimas? En cualquier caso, cabría preguntarle al autor cuál es la fórmula que le permite sortear esa distorsión que nos atribuye a los demás habida cuenta de la facilidad que demuestra para juzgar al resto de animales sin atisbo de vacilación.

El señor Errasti confiere a los humanos una categoría especial por considerar que estos, además de sintientes, son seres políticos, racionales y lingüísticos. Afirma (nunca hace otra cosa) que sólo los humanos son sujetos políticos e históricos (sea lo que sea lo que eso quiera decir) y que "sólo en el marco de esta condición histórica y política tiene sentido hablar de derechos". El autor parece obviar dos cosas aquí: por un lado, que la razón, la política y el lenguaje no son cualidades ajenas al resto de los animales; y por otro, que no son pocos los seres humanos a quienes sería difícil dibujar bajo ese perfil de sujetos político-lingüístico-histórico-racionales. El señor Errasti refleja a la perfección el paradigma antropocéntrico: se inventa una imagen idealista de una entidad artificial llamada "seres humanos" a partir de la cual desarrolla todo su criterio de relación entre estos y los otros animales. Falta además el razonamiento que descubra la supuesta relevancia de las mencionadas cualidades. Falta el argumento (una laguna constante) que justifique que un mismo interés —el interés por la vida, por ejemplo— sea tratado de forma distinta en función de las características superficiales de su depositario.

(En este punto cabría añadir que, contrariamente a la opinión del autor, los animalistas sí distinguen en los humanos ciertas capacidades cognitivas de orden superior; capacidades no relevantes para la consideración moral, pero sí para el reconocimiento de una agencia moral que es el elemento que motiva que la atención se fije en el daño particular originado por la acción de los humanos.)

Por último, otro de los problemas fundamentales del autor es su declarada visión contractualista. Son multitud ya quienes han ofrecido una atinada critica del contractualismo aun desde el marco de los Derechos Animales, de modo que no veo necesidad de extenderme en este punto. Bastará con recordar que también aquí son muchos los seres humanos con una manifiesta insuficiencia para responder a las condiciones que exigiría un contrato de ese corte. Al margen de la legitimidad del contractualismo, al señor Errasti aún le quedaría por ofrecer una explicación razonada y razonable de por qué la integración excepcional de estos humanos marginales no podría ser aplicada sobre los otros animales. Al señor Errasti le resta justificar el especismo, en definitiva.

Hasta aquí las partes del artículo mínimamente acreedoras de atención. Todo el resto está completado con una colección no desdeñable de descalificaciones gratuitas. Con una periodicidad que se diría casi estudiada, dedica a los animalista apelativos tan variopintos como "sentimentalistas", "religiosos", "infantiles" o "cándidos", amén de acusarlos (con escasa originalidad) de tener la costumbre de presentarse desde un plano de "superioridad moral", locución que jamás he comprendido y cuya formulación, bien al contrario, siempre me ha parecido el síntoma incontenible de un cierto complejo de inferioridad.

He de agradecer al señor Errasti que expresara la palabra "farsa" al final del texto; me ha ahorrado el trabajo de buscar un nombre a la imagen que proyecta el mismo.

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