EN MARZO DE 1996, UNOS FUNCIONARIOS
ESTATALES DE VIDA SILVESTRE DEJARON TRES OSOS NEGROS HUÉRFANOS
frente a la puerta de Ben Kilham, en Lyme, New Hampshire. Con tan
solo siete semanas de edad, no pesaban más de cuatro libras cada
uno. Deberían haber estado en la madriguera de su madre, bajo el
candor de esa etapa que va del vientre materno al mundo donde
comienza la vida de cada oso. En lugar de ello, una operación de
registro había provocado la huida de la mamá. Así, Kilham, un
ex-estudiante de biología de la vida silvestre transformado en
armero y rehabilitador de osos con licencia estatal, se convirtió en
su madre adoptiva.
Crió a los cachorros con biberón y
creó un cesto-madriguera en su habitación de invitados. Al llegar la
primavera, Kilham condujo a las crías por el bosque, enseñándoles
lo que podían comer y presentándoles a los osos salvajes. Era
protector, y a la vez curioso: la dislexia había frustrado su sueño
académico de estudiar el comportamiento de los animales, pero su
pasión por la vida salvaje perduró. Quince meses después, Kilham
liberó a los huérfanos en su hábitat natural. Dos de ellos
abandonaron la zona, pero una hembra a quien bautizó como Squirty
[Mocosa] se instaló en las laderas boscosas de Las Montañas
Blancas, cerca de la casa de Kilham y el centro de rehabilitación.
Veintidós años después, Squirty
continúa por el vecindario, y una tarde de principios de octubre
Kilham me llevó varias millas por un camino de tierra hasta un claro
donde pudimos encontrarla. Ahí estaba Squirty, que ahora pesa
alrededor de 180 libras. También hallamos a su familia, a quien
Kilham reconoce de vista. Vemos a una de sus hijas, Demi, y a su
nieta, SQ2LO, nombre prosaico fruto de la transición de Kilham de
simple curioso a riguroso observador, y a una bisnieta, Lightface [Cara
luminosa]. Hay 22 osos en total, los cachorros retozan, el resto
espera en silencio alrededor de las lindes del claro.
Kilham me deja en su camioneta y saca
dos cubos de maíz seco. Con su cuerpo alto y cuadrado, el hombre me
recuerda, a riesgo de un cliché ineludible, a un úrsido cuando lo
contemplo verter algunos montones en círculo. No es suficiente para
mantener a los osos, pero sí un bocadito de confianza que, como los
plátanos empleados por Jane Goodall cuando comenzó sus estudios
sobre los chimpancés, le da a Kilham la oportunidad de observarlos.
Mientras los oso comen, comienza a tomar notas, tal y como viene
haciendo la mayoría de las tardes a lo largo de más de una década.
Las observaciones que Kilham ha
recopilado siguiendo a los osos a través de los collares de
radiomarcaje, junto con los análisis genéticos de sus identidades,
constituyen uno de los depósitos de información más ricos que se
haya reunido jamás acerca de los osos negros. Algunos de sus
hallazgos son: que los osos son bastante sociales (los osos de la
pradera de Kilham representan dos clanes distintos); que tienen una
sociedad de clases, un matriarcado gobernado en este caso por
Squirty; que utilizan un rico sistema de comunicación; que son muy
conscientes de sí mismos; y, tal vez lo más sorprendente, que rigen
sus longevas relaciones en virtud de ciertas reglas de conducta.
Kilham cree que estas dinámicas, desarrolladas a los largo de su historia evolutiva, reflejan la gran inteligencia de los osos negros, una inteligencia comparable a la de los chimpancés y otros grandes simios, y que comparte muchas características con la nuestra. «Son como nosotros», dice. «Juzgan. Castigan. Son agresivos. Son amistosos. Pero el hecho de que sean osos hace que la gente los vea bajo un prisma de conflicto». Al cabo de un rato, Squirty comienza a deambular. «Se te ve buen aspecto para tener 22 años», murmura en respuesta a sus gruñidos.
Kilham cree que estas dinámicas, desarrolladas a los largo de su historia evolutiva, reflejan la gran inteligencia de los osos negros, una inteligencia comparable a la de los chimpancés y otros grandes simios, y que comparte muchas características con la nuestra. «Son como nosotros», dice. «Juzgan. Castigan. Son agresivos. Son amistosos. Pero el hecho de que sean osos hace que la gente los vea bajo un prisma de conflicto». Al cabo de un rato, Squirty comienza a deambular. «Se te ve buen aspecto para tener 22 años», murmura en respuesta a sus gruñidos.
Cuando miro la enorme cabeza de Squirty
a través de la puerta abierta de Kilham, pienso en Flo, la matriarca
del clan de chimpancés que Goodall estudió cuando llegó a Tanzania
hace ya casi 60 años. En aquel entonces, la mayor parte de la
ciencia convencional negaba que los animales pudiesen pensar y sentir
de manera significativa. El etólogo Frans de Waal escribe en su
best-seller de 2017 ¿Tenemos suficiente inteligencia para
entender la inteligencia de los animales? que
los alegatos en favor de la inteligencia animal fueron
calificados de «antropomorfos, románticos o anticientíficos».
Los hallazgos de Goodall sobre la fabricación de herramientas, la
formación de alianzas y las emociones complejas de los chimpancés
ayudaron a iniciar una revolución.
Hoy en día, la ciencia se encuentra
desbordada de hallazgos de este tipo. Una búsqueda de las palabras «animal» y «cognición» en Google Scholar arroja
más de 190.000 publicaciones relativas a los últimos cinco años de
investigación, que ha revelado un gran catálogo en torno a la
inteligencia. Los cuervos pueden hacer planes de futuro y demuestran
un grado de autocontrol comparable al de los grandes simios. Los
cachalotes toman decisiones consensuadas en el transcurso de sus
viajes. Los carboneros chinos, unas aves canoras relacionadas con los
herrerillos, utilizan la sintaxis en sus comunicaciones, una
propiedad lingüística que durante mucho tiempo se pensó que era
exclusiva del lenguaje humano. Los experimentos muestran que los
pequeños peces cebra, una especie utilizada como modelo de atributos
animales, poseen recuerdos detallados y pueden aprender unos de
otros. Muchas especies poseen emociones: las jirafas parecen
experimentar el duelo, los abejorros muestran signos de felicidad y
los cangrejos de río puede padecer de ansiedad.
Los resultados se suceden sin cesar,
pero los osos han permanecido en la sombra. Aunque se sabe mucho
sobre la biología de los osos y sus interacciones ecológicas —así
como sobre la manera de regular las temporadas de caza—
la ciencia está empezando a prestar atención a lo que ocurre en sus
cabezas. A cada instante se están realizando estudios de campo o
pruebas experimentales sobre la cognición de los primates, pero
Kilham se halla prácticamente solo en sus estudios sobre la
inteligencia de los osos. Esta investigación señala una posibilidad
intrigante: ¿podría ser que gran parte de América del Norte estuviese poblada por cientos de miles de seres no humanos excepcionalmente
inteligentes?
LA CUALIDAD FUNDAMENTAL de nuestra
propia mente —esa mente
que abarca las
capacidades de pensamiento y sentimiento que constituyen la
inteligencia— es la
autoconciencia, la percepción de uno mismo como diferente de los
demás. La autoconciencia es tan integral a nuestra propia
inteligencia que nos es prácticamente imposible imaginar su ausencia.
Evaluarla en los animales, sin embargo, resulta problemático.
Un enfoque común, desarrollado por el
psicólogo Gordon Gallup en la década de 1970, consiste en observar
si los animales se reconocen a sí mismos en un espejo. Los seres
humanos, por lo general, son capaces de hacerlo desde niños, pero
sólo algunas otras especies, entre ellas los delfines, algunos de
los grandes simios, los elefantes asiáticos y las urracas, han
superado la prueba. Dado que la prueba del espejo sólo detecta las
formas de autoconciencia más cercanas a la nuestra, los
investigadores no terminan de tener claro si acaso no estará mucho
más extendida en el reino animal. Pero reconocerse a uno mismo es
ciertamente una habilidad notable.
En el claro de Squirty hay un espejo
alto con un marco de madera apoyado contra un árbol. Los osos lo
ignoran esa noche, pero no siempre es así. En el libro de Kilham de
2014, In the Company of Bears [En
compañía de los osos], y en la tesis que le valió el
doctorado en 2015, a la edad de 63 años, describe cómo los osos han
pasado por las distintas etapas del reconocimiento. Lamieron y
olfatearon el espejo para determinar si el reflejo pertenecía a un
extraño; miraron detrás de él; gesticularon frente a sus reflejos,
repitiendo las mismas acciones una y otra vez; y finalmente, a medida
que fueron logrando su reconocimiento, se inspeccionaron a sí
mismos. «Los osos negros pasaron los cuatro niveles de la prueba
del auto-reconocimiento en el espejo desarrollada por Gallup»,
escribió Kilham en su tesis, una afirmación histórica, aunque
pendiente aún de superar el desafío de la revisión por pares
requerida para su publicación en una revista científica. Un
escéptico podría argumentar que los osos simplemente se
acostumbraron a sus reflejos sin llegar realmente a reconocerse a sí
mismos.
Dichas objeciones científicas omiten
una cuestión importante: que en la mayor parte de la historia humana
la autoconciencia de los animales fue algo que se dio por sentado.
Muchas de las llamadas sociedades primitivas creían que los animales «tenían en esencia el mismo tipo de organismo de estimulación
que el hombre», escribe el antropólogo A. Irving Hallowell en
Bear Ceremonialism in the Northern Hemisphere. «Tienen
un lenguaje propio, […] poseen formas de organización social o
tribal, y viven una vida que es paralela en otros aspectos a la de
las sociedades humanas». Si eso suena demasiado antropomórfico
—anticientífico—
vale la pena tener en cuenta que los humanos primitivos conocían a
los animales con esa intimidad profunda que hoy se reserva sólo a
las mascotas.
Los osos fueron objeto de una
veneración especial. Los samis del norte de Escandinavia hablaban de «ese hombre viejo con abrigo de piel». Los yakutos del
noreste de Asia llamaban al oso pardo «el amado tío» y «el
abuelo». Las tribus abenaki del sur de Quebec y el oeste de
Nueva Inglaterra habrían llamado a Squirty «prima».
Los pueblos antiguos incluso llegaron a
aprender de los osos. En Journal of Ethnobiology and
Ethnomedicine, la lingüista Valeria Kolosova y sus colegas
relataron que las lenguas euroasiáticas contienen más de 1.200
nombres de plantas derivados de los osos: la gayuba de oso, el ajo de
oso, el repollo de oso, y tantos otros. «La "farmacopea" de los
nativos americanos estaba repleta de plantas que derivaban de
observar a los osos recolectando hierbas, bayas y raíces»,
escribió el equipo de Kolosova.
En Europa, sin embargo, la aversión
sustituyó a la reverencia. Las sociedades agrarias trataron a los
osos como competidores en lugar de como vecinos. Simbolizaban la
naturaleza —y del mismo
modo que se subyugaron y explotaron las tierras y las gentes
salvajes, lo mismo se hizo con los osos. Durante la Edad Media, la
tortura de osos se volvió un entretenimiento público común, y la
inteligencia de los animales se tornó en objeto de degradación
cuando fueron convertidos en artistas de circo. Mientras tanto, los
eruditos cristianos describieron a los animales como inferiores a los
humanos, a quienes según la Biblia se había diseñado a imagen de
Dios. El teólogo Tomás de Aquino caracterizó a los animales como «carentes de intelecto» y gobernados por instintos tan
irreflexivos «como el movimiento ascendente del fuego».
Tales prejuicios siguieron dando forma al pensamiento ilustrado. El
filósofo y matemático francés René Descartes, una figura
fundamental en el surgimiento de la ciencia moderna, comparó a los
animales con los juguetes de cuerda: aunque animados, eran maquinas
irracionales.
No todos los científicos tenían una
mentalidad tan cerrada. Entre ellos destacó Charles Darwin, en cuyo
ensayo La expresión de las emociones en el hombre y en los
animales argumentó que la evolución se aplicaba tanto a las
propiedades mentales como a los atributos anatómicos. (Los osos
aparecen mencionados en una nota a pie de página de Darwin sobre los
ceños fruncidos como expresión de concentración mental). Sin
embargo, a pesar de que la teoría evolutiva progresó, las
afirmaciones sobre la inteligencia animal fracasaron. Los científicos
que teorizaron sobre la inteligencia animal fueron reprendidos por
confiar en las anécdotas. Los reproches eran a veces justos, pero
resulta fácil especular sobre la incomodidad instintiva que
generaría la inteligencia animal en una sociedad basada en
narrativas sobre desiertos deshabitados y urgidos de un toque
civilizador.
Los sesgos en contra de la inteligencia
animal se trasladaron a América del Norte, donde Estados Unidos y
Canadá convertirían la naturaleza en un dominio de la
administración de la vida silvestre centrada en la caza y la pesca
y, más tarde, en la biología de la conservación. La inteligencia
animal no fue una prioridad para la agenda de ninguna disciplina de
investigación. El conductismo, una teoría que veía a los animales
como poco más que máquinas cartesianas, dominaba el ámbito
académico. «Otras especies», escribió el conductista B.
F. Skinner en 1974, son «conscientes en el sentido de estar bajo
el control de los estímulos».
Cuando los científicos comenzaron a
tomar en serio los pensamientos y sentimientos de los animales, se
hizo más común viajar a África para estudiar a los chimpancés que
pararse a reflexionar sobre aquellos osos que habitaban en las
afueras de las ciudades.
TAMPOCO AYUDA QUE LOS OSOS,
grandes, poderosos y caros de cuidar, sean inadecuados para el
estudio en cautividad. «Ninguna universidad tendría en su
laboratorio osos como tiene ratas, perros o primates», dice
Gordon Burghardt, un etólogo de la Universidad de Tennessee, en
Knoxville. «Para aquellos que están interesados en los osos su
única preocupación es cómo gestionarlos para fines cinegéticos».
Conocido por su investigación pionera
en el juego de los animales y la cognición de los reptiles,
Burghardt estudió a mediados de la década de 1970 la inteligencia
de dos cachorros huérfanos de oso negro cautivos. «Estos
animales son muy inteligentes», dice. «Están a la par con
los chimpancés en muchas capacidades cognitivas». Sin embargo,
los cachorros crecieron rápidamente y fueron pocos los
investigadores que siguieron su camino.
Las observaciones posteriores a menudo
vinieron de personas ajenas al mundo académico. Entre ellos se
encontraban el fallecido Charlie Russell, un naturalista canadiense
que crió cachorros de oso pardo en la península de Kamchatka, en
Rusia; Steve Stringham, uno de los discípulos de Burghardt, que
ahora organiza excursiones por la naturaleza en Alaska; la difunta
Else Poulsen, una cuidadora de zoológico que escribió sobre las
emociones de los osos; Lynn Rogers, ex biólogo de vida silvestre del
estado de Minnesota, que ahora ofrece seminarios sobre el
comportamiento de los osos; y Bill Kilham.
Lo que estas figuras comparten es su
inusual proximidad con los osos. Para Barbara Smuts, una
investigadora de la Universidad de Michigan que ha estudiado las
relaciones sociales de los babuinos, los chimpancés y los delfines,
esa familiaridad supera la falta de credenciales institucionales de
Kilham. «Posee una gran sensibilidad hacia los osos», dice
ella. «No es algo que deba ser descartado sólo por el hecho de
no poder cuantificarlo. Es un verdadero naturalista».
Las primeras experiencias de Kilham con
Squirty y el resto de cachorros le llevaron a interesarse por otros
osos. Con el permiso del Departamento de Caza y Pesca de New
Hampshire, se comunicó y siguió por radio a docenas de ellos y,
finalmente, estableció este lugar de alimentación en el que nos
encontrábamos sentados mientras oscurecía. La noche se nos
presentaba en general tranquila. Los adultos están ya conservando
sus energías para el invierno. Sin embargo, los cachorros se
muestran inquietos, y dos ellos, subidos a un árbol, comienzan a
gemir. «Llaman a su madre», dice Kilham, que comienza a
traducirme la escena. «Aquí viene. Se dirigirá a ellos con
bufidos y gruñidos —imita
los sonidos de la osa— para
que bajen. Se sentará en la base del árbol haciendo ruidos y ellos
bajarán. Quiere que la sigan, así que emitirá un ruido y se
alejará. Es una sintaxis de lenguaje corporal y oral. Pero tiene que
enseñarles el significado de esos sonidos. No es instintivo».
Esta mera interacción fugaz ya refleja
una gran cognición. Mamá, según el relato de Kilham, no se expresa
de manera refleja, sino que entiende el estado mental de sus
cachorros y se comunica de manera intencional. Usa una sintaxis que
combina y ordena «palabras» y le enseña a sus cachorros su
significado. Pero, ¿las vocalizaciones de la mamá revelan lo que se
conoce como «teoría de la mente», la capacidad para
razonar acerca de las intenciones de otros individuos y que muchos
científicos aún consideran exclusiva de los humanos? ¿Cómo puede
Kilham estar tan seguro de las intenciones de la madre?
Es sólo una anécdota, pero
ilustrativa e intrigante a pesar de todo (y es sólo una de muchas).
Tampoco el trabajo original de Jane Goodall, dice Ellen Furlong,
directora del Laboratorio de Cognición Comparada en la Universidad
Wesleyana de Illinois, «se ajustó a los estándares de la
investigación cognitiva. Pero fue innovador —un
punto de partida fundamental».
Al evaluar las afirmaciones sobre la
inteligencia de criaturas cuyos comportamientos son sugerentes pero
están poco estudiados, Furlong aconseja considerar el nicho
ecológico y el ciclo vital de los animales. Estos dan forma a las
capacidades de cada linaje. Los osos negros son omnívoros
generalistas, consumen una rica variedad de alimentos y se adaptan
fácilmente a las condiciones locales, un estilo de vida pensado para
nutrir la flexibilidad cognitiva. Otro gran factor de influencia en
el caso de los osos, dice Kilham, es su sociabilidad.
Es un término que rara vez se aplica a
los osos. Salvo las descripciones referentes a las relaciones entre
las madres y sus cachorros y los banquetes que los grizzlies celebran
con motivo de las migraciones de los salmones, a los osos
generalmente se los describe como animales solitarios. Es todo lo
contrario, argumenta Kilham. Ha observado, al igual que Lynn Rogers,
que los osos negros se encuentran con frecuencia y que, a veces,
llegan a congregarse alrededor de la comida. Y dado que Kilham ha
llevado a cabo identificaciones genéticas de los osos que viven
cerca de su centro de rehabilitación, goza de la posibilidad de
rastrear sus árboles genealógicos. Ha identificado una jerarquía
matrilineal encabezada por Squirty, que preside una extensa familia
con territorios superpuestos que se extienden a lo largo de varias
millas de distancia.
Además de los parientes de Squirty,
hay otro clan presente en el claro. Kilham señala a dos
descendientes de Moose [Alce], un viejo oso que permitió a
Squirty vivir en su territorio cuando Kilham liberó a la joven
huérfana. Squirty lo comparte ahora con el clan de Moose, y no es
por coincidencia, afirma Kilham. Está devolviendo la generosidad de
Moose, no porque haya algún plan genéticamente programado que rija
el intercambio, sino por obligación. Es el tipo de relación que
hace posibles las jerarquías sociales, la comunicación intencional
y la autoconciencia. Se conceden favores que luego se devuelven.
Eso, a menudo, significa comida. El
hogar de Squirty es rico en roble rojo; el territorio que habita el
clan de Moose es rico en hayas. Cuando proliferan las bellotas,
Squirty permite que los osos no emparentados accedan a su terreno;
cuando las bellotas escasean y brotan las hayas, el clan de Moose
sigue su ejemplo. Es más sensato que andar guerreando por el control
territorial. «Tienen muy presentes a aquellos que han compartido
algo con ellos», opina Kilham, «y lo recuerdan el resto de
su vida».
A principios de la década de 1970, el
biólogo evolucionista Robert Trivers teorizó por primera vez sobre
la manera en que podrían haber evolucionado los sistemas de
intercambio de este tipo, lo que fue denominado como «altruismo
recíproco» y aclamado como una ventana a los orígenes de las
sociedades humanas. Quizá los oso negros representen otra de esas
ventanas.
QUIZÁ. Es importante recordar
que todo esto es sólo una teoría. Sin embargo, las demandas de
Kilham han dado resultado. Richard Wrangham, uno de los primatólogos
más importantes del mundo, ha visitado a Kilham y considera que In
the Company of Bears es «una brillante revelación».
El prestigioso biólogo y conservacionista George Schaller, que formó
parte del comité de disertación de Kilham, acredita a Kilham porque «no trata de humanizar a los osos, sino que sus descripciones
reflejan con exactitud lo que estos hacen y piensan como osos».
Ellen Furlong dice que los hallazgos de
Kilham deberían incitar a los científicos cognitivos a «entrar
en ellos y separar los mecanismos de los comportamientos».
Aunque rara vez se han practicado con osos los rigurosos experimentos
realizados con otros animales mejor estudiados como cuervos o
arrendajos —como las
pruebas de razonamiento causal o las tareas de ocultación de
alimentos que miden la conciencia de un ave sobre lo que saben otros—
existen algunos estudios similares. La mayoría proviene de Jennifer
Vonk, experta en psicología compara de la Universidad de Oakland, en
Michigan, y directora del Laboratorio de Orígenes Cognitivos. Vonk
trabajó anteriormente en la Universidad del Sur de Mississippi,
cerca de un pequeño zoológico que contaba con cuatro osos negros.
Les enseñó a usar una interfaz de pantalla táctil, lo que le
permitió llevar a cabo varios experimentos. Pudo probar su sentido
numérico, por ejemplo, presentando a los osos dos combinaciones de
puntos y recompensándolos cuando seleccionaban la cantidad mayor.
Vonk ajustó después el tamaño de los puntos para asegurarse de que
los osos realmente contaban los puntos y no se limitaban a medir el
área de la superficie, presentando conjuntos que enfrentaban unos
pocos puntos grandes con muchos puntos pequeños. En efecto, los osos
podían discernir cantidades.
En otro conjunto de experimentos, Vonk
pudo demostrar que los osos tenían la capacidad de discriminar entre
imágenes pertenecientes a distintas categorías conceptuales:
primates y animales ungulados, carnívoros y herbívoros, animales y
paisajes. En un estudio publicado en Animal Cognition, Vonk
describió a un oso del zoológico de Detroit que era capaz de
reconocer las fotos de objetos —un
balón de fútbol, una pala, una regadera—
que el animal había visto con anterioridad, así como podía hacerlo
también con las fotografías de los objetos novedosos. Estas tareas
parecen rudimentarias, pero no están destinadas a medir la
inteligencia. Lo que hacen es identificar potenciales: potencial
aritmético, conceptual, de abstracción, etc. Los osos negros «parecen mostrar habilidades cognitivas acordes con las de los
grandes simios», escribió Vonk en otra revista, Animal
Behavior and Cognition.
Las anécdotas abren más líneas de
investigación. Kilham describe cómo en verano los osos trepan a los
robles para examinar las bellotas en ciernes, como si estuvieran
comprobando qué tipo de cosecha traerá el otoño. ¿Podrían estar
haciendo planes de futuro? Un grupo de investigadores rusos ha
documentado que los osos pardos consumen arcilla con el fin aparente
de prevenir las diarreas causadas por una dieta rica en salmón.
¿Cómo aprendieron a hacerlo? Cuando, en el estado de Nueva York,
una osa negra comenzó a abrir las tapas a prueba de osos de los
cubos de basura, el resto de osos locales tardaron poco en seguir su
ejemplo. ¿Les enseñó ella a hacerlo?
Estas preguntas no afectan a las
emociones, muy difíciles de estudiar empíricamente; hasta hace
poco, hablar de los sentimientos de los animales se consideraba
anticientífico. Ya no ocurre así, dice Furlong, y hoy en día las
emociones se reconocen como una adaptación evolutiva básica y
generalizada. «Aún queda mucho más por aprender sobre las
emociones», dice, «pero estamos avanzando en esa
dirección».
En su libro Carnivore Minds,
el psicólogo y ecólogo Gay A. Bradshaw, mejor conocido
por haber documentado la ruptura social que tiene lugar entre los
elefantes africanos cuando han visto matar a los miembros de su
familia, sugiere que los osos también pueden verse profundamente
afectados por la muerte. Es sólo una hipótesis, pero merece la pena
investigarla. Lynn Rogers, cuyos miles de fragmentos de vídeo con
osos están siendo recopilados por Gordon Burghardt, describe a una
osa que se movía agitada junto a su hermano muerto, aun cuando el
resto de los osos lo ignoraban. La hermana olfateó a su hermano «durante un tiempo muy prolongado», recuerda Rogers, y
luego arrastró su cuerpo 15 metros antes de alejarse por fin,
lanzando una última mirada atrás.
EL DÍA DESPUÉS DE VISITAR la
pradera de Squirty, la hermana de Kilham, Phoebe, que supervisa las
operaciones cotidianas del Centro Kilham para Osos, me lleva de
excursión por los bosques de los alrededores. Señala una charca
cubierta de lentejas de agua, donde los osos se refrescan en los días
calurosos de verano —se
acercan con un caminar vigoroso que deja huellas particularmente
profundas e individualmente identificables—,
y un pino rojo cercano revela una suerte de palimpsesto de arañazos
marcado a la altura de los osos. Estas huellas y arañazos, así como
los depósitos de olor, forman parte del repertorio de comunicación
de los úrsidos. No sólo vocalizan y gesticulan; también dejan
mensajes. Phoebe compara los rasguños con el código hobo.
Desde este prisma, el paisaje de los
osos es un lugar grabado de señales sociales. Eso convierte a los
bosques en algo que podríamos llamar un vecindario, en lugar de un
simple hábitat; esta idea nos conduce a considerar a sus residentes
como individuos que piensan y siente, y no como a meras criaturas.
Chris Darimont, un científico conservacionista de la Universidad de
Victoria, en la Columbia Británica, sugiere que la gente debería
apreciar los problemas asociados a los hábitats de la vida salvaje
desde una perspectiva distinta: la degradación ambiental no sólo
afecta a la tendencia de las poblaciones animales; también
representa una experiencia mísera para los animales que la sufren.
Cuando un bulldozer arrasa un bosque para dejar espacio a la
construcción de residencias humanas, lo que destruye
fundamentalmente son muchos hogares. Darimont también enfatiza que,
a la hora de considerar a los animales y la ética de nuestra
relación con ellos, es suficiente con saber que sufren. La compasión
no está sujeta a la inteligencia.
Es una apreciación justa —si
bien es cierto que la inteligencia, medida de algún modo,
parece sumar algún valor al cálculo moral. Pocos de nosotros
equipararíamos los apuros de una medusa con los de una ballena
varada. Así pues, ¿qué clase de respeto ético le debemos a un
oso?
Para empezar, deberíamos esforzarnos
por reemplazar el miedo que desprende nuestra cultura hacia los osos
por un espíritu comprensivo y respetuoso. Tal respeto es
incompatible con le hecho de matar osos por deporte o lucro —y
aunque en muchos lugares es poco probable que se llegue a prohibir la
caza de osos, los no-cazadores deberían tener representación en los
comités estatales encargados de regular la caza. Podrían así dar
voz a quienes no hablan el lenguaje humano.
Pero la caza no es la única amenaza
para los osos: igual de importante es aprender a vivir con ellos.
Ningún oso debería morir porque alguien no aseguró su basura. Tal
vez deberíamos gastar una pequeña fracción de los miles de
millones de dólares nacionales destinados a infraestructuras
públicas en recipientes a prueba de osos, como un gesto de
generosidad hacia el prójimo. ¿Y qué ocurre cuando nuestros
esfuerzos de coexistencia resultan insuficientes y dañamos o matamos
accidentalmente a los osos? Tenemos la obligación de cuidar a las
víctimas, de mostrarles compasión, tal y como lo han hecho los
Kilham durante décadas.
Phoebe me lleva a dar de comer a los
cachorros. Ha sido un mal año: los árboles de la región han
producido pocos frutos y los osos se alejan mucho en busca de comida.
Muchas madres han sido atropelladas por los coches o se han
introducido en las propiedades de terratenientes de gatillo fácil.
Para finales de otoño, el centro
albergará a 60 huérfanos, pero en este día descrito sólo hay
nueve. A medida que nos acercamos, todos menos uno se retiran a la
seguridad de los árboles. Nuestra solitaria anfitriona se llama
Trebo. De una altura que nos llega hasta las rodilla y con la
característica media luna blanca en el pecho, fue encontrada en
primavera después de una tormenta de hielo. «Es la jefa»,
dice Phoebe. «Si ella dice que tenemos que irnos, tenemos que
irnos». Trebo se aprieta contra Phoebe, olfateando sus piernas y
luego las mías, y grita, pero los otros osos permanecen escondidos.
Al cabo de un rato aparece un cachorro
macho corriendo hacia nosotros. «Es una carga falsa»,
explica Phoebe. «No está enfadado. Simplemente significa "sigue
andando"».
Sin embargo, mientras nos alejamos, el
cachorro macho nos sigue, aparentemente reacio a decirnos adiós.
Trato de no mirarlo a los ojos, ya que se considera un gesto
desafiante. Pero no puedo dejar de cautivarme con la profundidad que
encuentro en ellos.
Brandon Keim, 26 de febrero de
2019.
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Traducción: Igor Sanz
Texto original: Does a Bear Think in the Woods?
¡¡¡¡¡mUUUY hermoso texto!!! la empatía hacia todos los animales no humanos, aunque no posean ni una característica "humana", debería ser el imperativo moral de toda la humanidad.
ResponderEliminarInteresantísimo article y muy bien narrative. Gracias.
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