viernes, 5 de junio de 2020

¿Piensa un oso en los bosques?


EN MARZO DE 1996, UNOS FUNCIONARIOS ESTATALES DE VIDA SILVESTRE DEJARON TRES OSOS NEGROS HUÉRFANOS frente a la puerta de Ben Kilham, en Lyme, New Hampshire. Con tan solo siete semanas de edad, no pesaban más de cuatro libras cada uno. Deberían haber estado en la madriguera de su madre, bajo el candor de esa etapa que va del vientre materno al mundo donde comienza la vida de cada oso. En lugar de ello, una operación de registro había provocado la huida de la mamá. Así, Kilham, un ex-estudiante de biología de la vida silvestre transformado en armero y rehabilitador de osos con licencia estatal, se convirtió en su madre adoptiva.

Crió a los cachorros con biberón y creó un cesto-madriguera en su habitación de invitados. Al llegar la primavera, Kilham condujo a las crías por el bosque, enseñándoles lo que podían comer y presentándoles a los osos salvajes. Era protector, y a la vez curioso: la dislexia había frustrado su sueño académico de estudiar el comportamiento de los animales, pero su pasión por la vida salvaje perduró. Quince meses después, Kilham liberó a los huérfanos en su hábitat natural. Dos de ellos abandonaron la zona, pero una hembra a quien bautizó como Squirty [Mocosa] se instaló en las laderas boscosas de Las Montañas Blancas, cerca de la casa de Kilham y el centro de rehabilitación.

Veintidós años después, Squirty continúa por el vecindario, y una tarde de principios de octubre Kilham me llevó varias millas por un camino de tierra hasta un claro donde pudimos encontrarla. Ahí estaba Squirty, que ahora pesa alrededor de 180 libras. También hallamos a su familia, a quien Kilham reconoce de vista. Vemos a una de sus hijas, Demi, y a su nieta, SQ2LO, nombre prosaico fruto de la transición de Kilham de simple curioso a riguroso observador, y a una bisnieta, Lightface [Cara luminosa]. Hay 22 osos en total, los cachorros retozan, el resto espera en silencio alrededor de las lindes del claro.

Kilham me deja en su camioneta y saca dos cubos de maíz seco. Con su cuerpo alto y cuadrado, el hombre me recuerda, a riesgo de un cliché ineludible, a un úrsido cuando lo contemplo verter algunos montones en círculo. No es suficiente para mantener a los osos, pero sí un bocadito de confianza que, como los plátanos empleados por Jane Goodall cuando comenzó sus estudios sobre los chimpancés, le da a Kilham la oportunidad de observarlos. Mientras los oso comen, comienza a tomar notas, tal y como viene haciendo la mayoría de las tardes a lo largo de más de una década.

Las observaciones que Kilham ha recopilado siguiendo a los osos a través de los collares de radiomarcaje, junto con los análisis genéticos de sus identidades, constituyen uno de los depósitos de información más ricos que se haya reunido jamás acerca de los osos negros. Algunos de sus hallazgos son: que los osos son bastante sociales (los osos de la pradera de Kilham representan dos clanes distintos); que tienen una sociedad de clases, un matriarcado gobernado en este caso por Squirty; que utilizan un rico sistema de comunicación; que son muy conscientes de sí mismos; y, tal vez lo más sorprendente, que rigen sus longevas relaciones en virtud de ciertas reglas de conducta.

Kilham cree que estas dinámicas, desarrolladas a los largo de su historia evolutiva, reflejan la gran inteligencia de los osos negros, una inteligencia comparable a la de los chimpancés y otros grandes simios, y que comparte muchas características con la nuestra. «Son como nosotros», dice. «Juzgan. Castigan. Son agresivos. Son amistosos. Pero el hecho de que sean osos hace que la gente los vea bajo un prisma de conflicto». Al cabo de un rato, Squirty comienza a deambular. «Se te ve buen aspecto para tener 22 años», murmura en respuesta a sus gruñidos.

Cuando miro la enorme cabeza de Squirty a través de la puerta abierta de Kilham, pienso en Flo, la matriarca del clan de chimpancés que Goodall estudió cuando llegó a Tanzania hace ya casi 60 años. En aquel entonces, la mayor parte de la ciencia convencional negaba que los animales pudiesen pensar y sentir de manera significativa. El etólogo Frans de Waal escribe en su best-seller de 2017 ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? que los alegatos en favor de la inteligencia animal fueron calificados de «antropomorfos, románticos o anticientíficos». Los hallazgos de Goodall sobre la fabricación de herramientas, la formación de alianzas y las emociones complejas de los chimpancés ayudaron a iniciar una revolución.

Hoy en día, la ciencia se encuentra desbordada de hallazgos de este tipo. Una búsqueda de las palabras «animal» y «cognición» en Google Scholar arroja más de 190.000 publicaciones relativas a los últimos cinco años de investigación, que ha revelado un gran catálogo en torno a la inteligencia. Los cuervos pueden hacer planes de futuro y demuestran un grado de autocontrol comparable al de los grandes simios. Los cachalotes toman decisiones consensuadas en el transcurso de sus viajes. Los carboneros chinos, unas aves canoras relacionadas con los herrerillos, utilizan la sintaxis en sus comunicaciones, una propiedad lingüística que durante mucho tiempo se pensó que era exclusiva del lenguaje humano. Los experimentos muestran que los pequeños peces cebra, una especie utilizada como modelo de atributos animales, poseen recuerdos detallados y pueden aprender unos de otros. Muchas especies poseen emociones: las jirafas parecen experimentar el duelo, los abejorros muestran signos de felicidad y los cangrejos de río puede padecer de ansiedad.

Los resultados se suceden sin cesar, pero los osos han permanecido en la sombra. Aunque se sabe mucho sobre la biología de los osos y sus interacciones ecológicas —así como sobre la manera de regular las temporadas de caza— la ciencia está empezando a prestar atención a lo que ocurre en sus cabezas. A cada instante se están realizando estudios de campo o pruebas experimentales sobre la cognición de los primates, pero Kilham se halla prácticamente solo en sus estudios sobre la inteligencia de los osos. Esta investigación señala una posibilidad intrigante: ¿podría ser que gran parte de América del Norte estuviese poblada por cientos de miles de seres no humanos excepcionalmente inteligentes?

LA CUALIDAD FUNDAMENTAL de nuestra propia mente —esa mente que abarca las capacidades de pensamiento y sentimiento que constituyen la inteligencia— es la autoconciencia, la percepción de uno mismo como diferente de los demás. La autoconciencia es tan integral a nuestra propia inteligencia que nos es prácticamente imposible imaginar su ausencia. Evaluarla en los animales, sin embargo, resulta problemático.

Un enfoque común, desarrollado por el psicólogo Gordon Gallup en la década de 1970, consiste en observar si los animales se reconocen a sí mismos en un espejo. Los seres humanos, por lo general, son capaces de hacerlo desde niños, pero sólo algunas otras especies, entre ellas los delfines, algunos de los grandes simios, los elefantes asiáticos y las urracas, han superado la prueba. Dado que la prueba del espejo sólo detecta las formas de autoconciencia más cercanas a la nuestra, los investigadores no terminan de tener claro si acaso no estará mucho más extendida en el reino animal. Pero reconocerse a uno mismo es ciertamente una habilidad notable.

En el claro de Squirty hay un espejo alto con un marco de madera apoyado contra un árbol. Los osos lo ignoran esa noche, pero no siempre es así. En el libro de Kilham de 2014, In the Company of Bears [En compañía de los osos], y en la tesis que le valió el doctorado en 2015, a la edad de 63 años, describe cómo los osos han pasado por las distintas etapas del reconocimiento. Lamieron y olfatearon el espejo para determinar si el reflejo pertenecía a un extraño; miraron detrás de él; gesticularon frente a sus reflejos, repitiendo las mismas acciones una y otra vez; y finalmente, a medida que fueron logrando su reconocimiento, se inspeccionaron a sí mismos. «Los osos negros pasaron los cuatro niveles de la prueba del auto-reconocimiento en el espejo desarrollada por Gallup», escribió Kilham en su tesis, una afirmación histórica, aunque pendiente aún de superar el desafío de la revisión por pares requerida para su publicación en una revista científica. Un escéptico podría argumentar que los osos simplemente se acostumbraron a sus reflejos sin llegar realmente a reconocerse a sí mismos.

Dichas objeciones científicas omiten una cuestión importante: que en la mayor parte de la historia humana la autoconciencia de los animales fue algo que se dio por sentado. Muchas de las llamadas sociedades primitivas creían que los animales «tenían en esencia el mismo tipo de organismo de estimulación que el hombre», escribe el antropólogo A. Irving Hallowell en Bear Ceremonialism in the Northern Hemisphere. «Tienen un lenguaje propio, […] poseen formas de organización social o tribal, y viven una vida que es paralela en otros aspectos a la de las sociedades humanas». Si eso suena demasiado antropomórfico —anticientífico— vale la pena tener en cuenta que los humanos primitivos conocían a los animales con esa intimidad profunda que hoy se reserva sólo a las mascotas.

Los osos fueron objeto de una veneración especial. Los samis del norte de Escandinavia hablaban de «ese hombre viejo con abrigo de piel». Los yakutos del noreste de Asia llamaban al oso pardo «el amado tío» y «el abuelo». Las tribus abenaki del sur de Quebec y el oeste de Nueva Inglaterra habrían llamado a Squirty «prima».

Los pueblos antiguos incluso llegaron a aprender de los osos. En Journal of Ethnobiology and Ethnomedicine, la lingüista Valeria Kolosova y sus colegas relataron que las lenguas euroasiáticas contienen más de 1.200 nombres de plantas derivados de los osos: la gayuba de oso, el ajo de oso, el repollo de oso, y tantos otros. «La "farmacopea" de los nativos americanos estaba repleta de plantas que derivaban de observar a los osos recolectando hierbas, bayas y raíces», escribió el equipo de Kolosova.

En Europa, sin embargo, la aversión sustituyó a la reverencia. Las sociedades agrarias trataron a los osos como competidores en lugar de como vecinos. Simbolizaban la naturaleza —y del mismo modo que se subyugaron y explotaron las tierras y las gentes salvajes, lo mismo se hizo con los osos. Durante la Edad Media, la tortura de osos se volvió un entretenimiento público común, y la inteligencia de los animales se tornó en objeto de degradación cuando fueron convertidos en artistas de circo. Mientras tanto, los eruditos cristianos describieron a los animales como inferiores a los humanos, a quienes según la Biblia se había diseñado a imagen de Dios. El teólogo Tomás de Aquino caracterizó a los animales como «carentes de intelecto» y gobernados por instintos tan irreflexivos «como el movimiento ascendente del fuego». Tales prejuicios siguieron dando forma al pensamiento ilustrado. El filósofo y matemático francés René Descartes, una figura fundamental en el surgimiento de la ciencia moderna, comparó a los animales con los juguetes de cuerda: aunque animados, eran maquinas irracionales.  

No todos los científicos tenían una mentalidad tan cerrada. Entre ellos destacó Charles Darwin, en cuyo ensayo La expresión de las emociones en el hombre y en los animales argumentó que la evolución se aplicaba tanto a las propiedades mentales como a los atributos anatómicos. (Los osos aparecen mencionados en una nota a pie de página de Darwin sobre los ceños fruncidos como expresión de concentración mental). Sin embargo, a pesar de que la teoría evolutiva progresó, las afirmaciones sobre la inteligencia animal fracasaron. Los científicos que teorizaron sobre la inteligencia animal fueron reprendidos por confiar en las anécdotas. Los reproches eran a veces justos, pero resulta fácil especular sobre la incomodidad instintiva que generaría la inteligencia animal en una sociedad basada en narrativas sobre desiertos deshabitados y urgidos de un toque civilizador.

Los sesgos en contra de la inteligencia animal se trasladaron a América del Norte, donde Estados Unidos y Canadá convertirían la naturaleza en un dominio de la administración de la vida silvestre centrada en la caza y la pesca y, más tarde, en la biología de la conservación. La inteligencia animal no fue una prioridad para la agenda de ninguna disciplina de investigación. El conductismo, una teoría que veía a los animales como poco más que máquinas cartesianas, dominaba el ámbito académico. «Otras especies», escribió el conductista B. F. Skinner en 1974, son «conscientes en el sentido de estar bajo el control de los estímulos».

Cuando los científicos comenzaron a tomar en serio los pensamientos y sentimientos de los animales, se hizo más común viajar a África para estudiar a los chimpancés que pararse a reflexionar sobre aquellos osos que habitaban en las afueras de las ciudades.

TAMPOCO AYUDA QUE LOS OSOS, grandes, poderosos y caros de cuidar, sean inadecuados para el estudio en cautividad. «Ninguna universidad tendría en su laboratorio osos como tiene ratas, perros o primates», dice Gordon Burghardt, un etólogo de la Universidad de Tennessee, en Knoxville. «Para aquellos que están interesados en los osos su única preocupación es cómo gestionarlos para fines cinegéticos».

Conocido por su investigación pionera en el juego de los animales y la cognición de los reptiles, Burghardt estudió a mediados de la década de 1970 la inteligencia de dos cachorros huérfanos de oso negro cautivos. «Estos animales son muy inteligentes», dice. «Están a la par con los chimpancés en muchas capacidades cognitivas». Sin embargo, los cachorros crecieron rápidamente y fueron pocos los investigadores que siguieron su camino.

Las observaciones posteriores a menudo vinieron de personas ajenas al mundo académico. Entre ellos se encontraban el fallecido Charlie Russell, un naturalista canadiense que crió cachorros de oso pardo en la península de Kamchatka, en Rusia; Steve Stringham, uno de los discípulos de Burghardt, que ahora organiza excursiones por la naturaleza en Alaska; la difunta Else Poulsen, una cuidadora de zoológico que escribió sobre las emociones de los osos; Lynn Rogers, ex biólogo de vida silvestre del estado de Minnesota, que ahora ofrece seminarios sobre el comportamiento de los osos; y Bill Kilham.

Lo que estas figuras comparten es su inusual proximidad con los osos. Para Barbara Smuts, una investigadora de la Universidad de Michigan que ha estudiado las relaciones sociales de los babuinos, los chimpancés y los delfines, esa familiaridad supera la falta de credenciales institucionales de Kilham. «Posee una gran sensibilidad hacia los osos», dice ella. «No es algo que deba ser descartado sólo por el hecho de no poder cuantificarlo. Es un verdadero naturalista».

Las primeras experiencias de Kilham con Squirty y el resto de cachorros le llevaron a interesarse por otros osos. Con el permiso del Departamento de Caza y Pesca de New Hampshire, se comunicó y siguió por radio a docenas de ellos y, finalmente, estableció este lugar de alimentación en el que nos encontrábamos sentados mientras oscurecía. La noche se nos presentaba en general tranquila. Los adultos están ya conservando sus energías para el invierno. Sin embargo, los cachorros se muestran inquietos, y dos ellos, subidos a un árbol, comienzan a gemir. «Llaman a su madre», dice Kilham, que comienza a traducirme la escena. «Aquí viene. Se dirigirá a ellos con bufidos y gruñidos —imita los sonidos de la osa— para que bajen. Se sentará en la base del árbol haciendo ruidos y ellos bajarán. Quiere que la sigan, así que emitirá un ruido y se alejará. Es una sintaxis de lenguaje corporal y oral. Pero tiene que enseñarles el significado de esos sonidos. No es instintivo».

Esta mera interacción fugaz ya refleja una gran cognición. Mamá, según el relato de Kilham, no se expresa de manera refleja, sino que entiende el estado mental de sus cachorros y se comunica de manera intencional. Usa una sintaxis que combina y ordena «palabras» y le enseña a sus cachorros su significado. Pero, ¿las vocalizaciones de la mamá revelan lo que se conoce como «teoría de la mente», la capacidad para razonar acerca de las intenciones de otros individuos y que muchos científicos aún consideran exclusiva de los humanos? ¿Cómo puede Kilham estar tan seguro de las intenciones de la madre?

Es sólo una anécdota, pero ilustrativa e intrigante a pesar de todo (y es sólo una de muchas). Tampoco el trabajo original de Jane Goodall, dice Ellen Furlong, directora del Laboratorio de Cognición Comparada en la Universidad Wesleyana de Illinois, «se ajustó a los estándares de la investigación cognitiva. Pero fue innovador —un punto de partida fundamental».

Al evaluar las afirmaciones sobre la inteligencia de criaturas cuyos comportamientos son sugerentes pero están poco estudiados, Furlong aconseja considerar el nicho ecológico y el ciclo vital de los animales. Estos dan forma a las capacidades de cada linaje. Los osos negros son omnívoros generalistas, consumen una rica variedad de alimentos y se adaptan fácilmente a las condiciones locales, un estilo de vida pensado para nutrir la flexibilidad cognitiva. Otro gran factor de influencia en el caso de los osos, dice Kilham, es su sociabilidad.

Es un término que rara vez se aplica a los osos. Salvo las descripciones referentes a las relaciones entre las madres y sus cachorros y los banquetes que los grizzlies celebran con motivo de las migraciones de los salmones, a los osos generalmente se los describe como animales solitarios. Es todo lo contrario, argumenta Kilham. Ha observado, al igual que Lynn Rogers, que los osos negros se encuentran con frecuencia y que, a veces, llegan a congregarse alrededor de la comida. Y dado que Kilham ha llevado a cabo identificaciones genéticas de los osos que viven cerca de su centro de rehabilitación, goza de la posibilidad de rastrear sus árboles genealógicos. Ha identificado una jerarquía matrilineal encabezada por Squirty, que preside una extensa familia con territorios superpuestos que se extienden a lo largo de varias millas de distancia.

Además de los parientes de Squirty, hay otro clan presente en el claro. Kilham señala a dos descendientes de Moose [Alce], un viejo oso que permitió a Squirty vivir en su territorio cuando Kilham liberó a la joven huérfana. Squirty lo comparte ahora con el clan de Moose, y no es por coincidencia, afirma Kilham. Está devolviendo la generosidad de Moose, no porque haya algún plan genéticamente programado que rija el intercambio, sino por obligación. Es el tipo de relación que hace posibles las jerarquías sociales, la comunicación intencional y la autoconciencia. Se conceden favores que luego se devuelven.

Eso, a menudo, significa comida. El hogar de Squirty es rico en roble rojo; el territorio que habita el clan de Moose es rico en hayas. Cuando proliferan las bellotas, Squirty permite que los osos no emparentados accedan a su terreno; cuando las bellotas escasean y brotan las hayas, el clan de Moose sigue su ejemplo. Es más sensato que andar guerreando por el control territorial. «Tienen muy presentes a aquellos que han compartido algo con ellos», opina Kilham, «y lo recuerdan el resto de su vida».

A principios de la década de 1970, el biólogo evolucionista Robert Trivers teorizó por primera vez sobre la manera en que podrían haber evolucionado los sistemas de intercambio de este tipo, lo que fue denominado como «altruismo recíproco» y aclamado como una ventana a los orígenes de las sociedades humanas. Quizá los oso negros representen otra de esas ventanas. 

QUIZÁ. Es importante recordar que todo esto es sólo una teoría. Sin embargo, las demandas de Kilham han dado resultado. Richard Wrangham, uno de los primatólogos más importantes del mundo, ha visitado a Kilham y considera que In the Company of Bears es «una brillante revelación». El prestigioso biólogo y conservacionista George Schaller, que formó parte del comité de disertación de Kilham, acredita a Kilham porque «no trata de humanizar a los osos, sino que sus descripciones reflejan con exactitud lo que estos hacen y piensan como osos».

Ellen Furlong dice que los hallazgos de Kilham deberían incitar a los científicos cognitivos a «entrar en ellos y separar los mecanismos de los comportamientos». Aunque rara vez se han practicado con osos los rigurosos experimentos realizados con otros animales mejor estudiados como cuervos o arrendajos —como las pruebas de razonamiento causal o las tareas de ocultación de alimentos que miden la conciencia de un ave sobre lo que saben otros— existen algunos estudios similares. La mayoría proviene de Jennifer Vonk, experta en psicología compara de la Universidad de Oakland, en Michigan, y directora del Laboratorio de Orígenes Cognitivos. Vonk trabajó anteriormente en la Universidad del Sur de Mississippi, cerca de un pequeño zoológico que contaba con cuatro osos negros. Les enseñó a usar una interfaz de pantalla táctil, lo que le permitió llevar a cabo varios experimentos. Pudo probar su sentido numérico, por ejemplo, presentando a los osos dos combinaciones de puntos y recompensándolos cuando seleccionaban la cantidad mayor. Vonk ajustó después el tamaño de los puntos para asegurarse de que los osos realmente contaban los puntos y no se limitaban a medir el área de la superficie, presentando conjuntos que enfrentaban unos pocos puntos grandes con muchos puntos pequeños. En efecto, los osos podían discernir cantidades.

En otro conjunto de experimentos, Vonk pudo demostrar que los osos tenían la capacidad de discriminar entre imágenes pertenecientes a distintas categorías conceptuales: primates y animales ungulados, carnívoros y herbívoros, animales y paisajes. En un estudio publicado en Animal Cognition, Vonk describió a un oso del zoológico de Detroit que era capaz de reconocer las fotos de objetos —un balón de fútbol, una pala, una regadera— que el animal había visto con anterioridad, así como podía hacerlo también con las fotografías de los objetos novedosos. Estas tareas parecen rudimentarias, pero no están destinadas a medir la inteligencia. Lo que hacen es identificar potenciales: potencial aritmético, conceptual, de abstracción, etc. Los osos negros «parecen mostrar habilidades cognitivas acordes con las de los grandes simios», escribió Vonk en otra revista, Animal Behavior and Cognition.

Las anécdotas abren más líneas de investigación. Kilham describe cómo en verano los osos trepan a los robles para examinar las bellotas en ciernes, como si estuvieran comprobando qué tipo de cosecha traerá el otoño. ¿Podrían estar haciendo planes de futuro? Un grupo de investigadores rusos ha documentado que los osos pardos consumen arcilla con el fin aparente de prevenir las diarreas causadas por una dieta rica en salmón. ¿Cómo aprendieron a hacerlo? Cuando, en el estado de Nueva York, una osa negra comenzó a abrir las tapas a prueba de osos de los cubos de basura, el resto de osos locales tardaron poco en seguir su ejemplo. ¿Les enseñó ella a hacerlo?

Estas preguntas no afectan a las emociones, muy difíciles de estudiar empíricamente; hasta hace poco, hablar de los sentimientos de los animales se consideraba anticientífico. Ya no ocurre así, dice Furlong, y hoy en día las emociones se reconocen como una adaptación evolutiva básica y generalizada. «Aún queda mucho más por aprender sobre las emociones», dice, «pero estamos avanzando en esa dirección».

En su libro Carnivore Minds, el psicólogo y ecólogo Gay A. Bradshaw, mejor conocido por haber documentado la ruptura social que tiene lugar entre los elefantes africanos cuando han visto matar a los miembros de su familia, sugiere que los osos también pueden verse profundamente afectados por la muerte. Es sólo una hipótesis, pero merece la pena investigarla. Lynn Rogers, cuyos miles de fragmentos de vídeo con osos están siendo recopilados por Gordon Burghardt, describe a una osa que se movía agitada junto a su hermano muerto, aun cuando el resto de los osos lo ignoraban. La hermana olfateó a su hermano «durante un tiempo muy prolongado», recuerda Rogers, y luego arrastró su cuerpo 15 metros antes de alejarse por fin, lanzando una última mirada atrás.

EL DÍA DESPUÉS DE VISITAR la pradera de Squirty, la hermana de Kilham, Phoebe, que supervisa las operaciones cotidianas del Centro Kilham para Osos, me lleva de excursión por los bosques de los alrededores. Señala una charca cubierta de lentejas de agua, donde los osos se refrescan en los días calurosos de verano —se acercan con un caminar vigoroso que deja huellas particularmente profundas e individualmente identificables—, y un pino rojo cercano revela una suerte de palimpsesto de arañazos marcado a la altura de los osos. Estas huellas y arañazos, así como los depósitos de olor, forman parte del repertorio de comunicación de los úrsidos. No sólo vocalizan y gesticulan; también dejan mensajes. Phoebe compara los rasguños con el código hobo.

Desde este prisma, el paisaje de los osos es un lugar grabado de señales sociales. Eso convierte a los bosques en algo que podríamos llamar un vecindario, en lugar de un simple hábitat; esta idea nos conduce a considerar a sus residentes como individuos que piensan y siente, y no como a meras criaturas. Chris Darimont, un científico conservacionista de la Universidad de Victoria, en la Columbia Británica, sugiere que la gente debería apreciar los problemas asociados a los hábitats de la vida salvaje desde una perspectiva distinta: la degradación ambiental no sólo afecta a la tendencia de las poblaciones animales; también representa una experiencia mísera para los animales que la sufren. Cuando un bulldozer arrasa un bosque para dejar espacio a la construcción de residencias humanas, lo que destruye fundamentalmente son muchos hogares. Darimont también enfatiza que, a la hora de considerar a los animales y la ética de nuestra relación con ellos, es suficiente con saber que sufren. La compasión no está sujeta a la inteligencia.

Es una apreciación justa —si bien es cierto que la inteligencia, medida de algún modo, parece sumar algún valor al cálculo moral. Pocos de nosotros equipararíamos los apuros de una medusa con los de una ballena varada. Así pues, ¿qué clase de respeto ético le debemos a un oso?

Para empezar, deberíamos esforzarnos por reemplazar el miedo que desprende nuestra cultura hacia los osos por un espíritu comprensivo y respetuoso. Tal respeto es incompatible con le hecho de matar osos por deporte o lucro —y aunque en muchos lugares es poco probable que se llegue a prohibir la caza de osos, los no-cazadores deberían tener representación en los comités estatales encargados de regular la caza. Podrían así dar voz a quienes no hablan el lenguaje humano.

Pero la caza no es la única amenaza para los osos: igual de importante es aprender a vivir con ellos. Ningún oso debería morir porque alguien no aseguró su basura. Tal vez deberíamos gastar una pequeña fracción de los miles de millones de dólares nacionales destinados a infraestructuras públicas en recipientes a prueba de osos, como un gesto de generosidad hacia el prójimo. ¿Y qué ocurre cuando nuestros esfuerzos de coexistencia resultan insuficientes y dañamos o matamos accidentalmente a los osos? Tenemos la obligación de cuidar a las víctimas, de mostrarles compasión, tal y como lo han hecho los Kilham durante décadas.

Phoebe me lleva a dar de comer a los cachorros. Ha sido un mal año: los árboles de la región han producido pocos frutos y los osos se alejan mucho en busca de comida. Muchas madres han sido atropelladas por los coches o se han introducido en las propiedades de terratenientes de gatillo fácil.

Para finales de otoño, el centro albergará a 60 huérfanos, pero en este día descrito sólo hay nueve. A medida que nos acercamos, todos menos uno se retiran a la seguridad de los árboles. Nuestra solitaria anfitriona se llama Trebo. De una altura que nos llega hasta las rodilla y con la característica media luna blanca en el pecho, fue encontrada en primavera después de una tormenta de hielo. «Es la jefa», dice Phoebe. «Si ella dice que tenemos que irnos, tenemos que irnos». Trebo se aprieta contra Phoebe, olfateando sus piernas y luego las mías, y grita, pero los otros osos permanecen escondidos.

Al cabo de un rato aparece un cachorro macho corriendo hacia nosotros. «Es una carga falsa», explica Phoebe. «No está enfadado. Simplemente significa "sigue andando"».

Sin embargo, mientras nos alejamos, el cachorro macho nos sigue, aparentemente reacio a decirnos adiós. Trato de no mirarlo a los ojos, ya que se considera un gesto desafiante. Pero no puedo dejar de cautivarme con la profundidad que encuentro en ellos. 

Brandon Keim, 26 de febrero de 2019.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: Does a Bear Think in the Woods?


2 comentarios:

  1. ¡¡¡¡¡mUUUY hermoso texto!!! la empatía hacia todos los animales no humanos, aunque no posean ni una característica "humana", debería ser el imperativo moral de toda la humanidad.

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  2. Interesantísimo article y muy bien narrative. Gracias.

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