RESUMEN
Algunos filósofos y científicos
influyentes han propuesto un marco, a menudo llamado
neocartesianismo, según el cual el sufrimiento animal sería tan
solo aparente. Basándose en la actual neurociencia y la filosofía
de la mente, los neocartesianos desafían la postura dominante de lo
que llamaremos continuidad evolutiva, la opinión de que los seres
humanos se encuentran en un continuo no-jerárquico con las demás
especies y que, por tanto, no es probable que sean los únicos que
experimenten la afección negativa del dolor de una forma consciente.
Argumentamos que algunos neocartesianos han malinterpretado la
ciencia subyacente o se han apropiado de forma tendenciosa de algunos
puntos de vista controvertidos dentro de la filosofía de la mente.
Discutimos pruebas recientes que refutan la tesis de una simple
correlación neuroanatómica estructuro-funcional sobre la que se
sustentan muchas de las premisas neocartesianas, estrechamente
relacionadas con una reciente controversia en torno al dolor en los
peces, y que sitúan la epistemología que subyace al debate entre el
neocartesianismo y la continuidad evolutiva en una nueva perspectiva
que refuerza la posición de la segunda.
I. INTRODUCCIÓN
El
"neocartesianismo" que nos ocupa está representado por la
opinión de que el dolor de los animales1 es tan solo
aparente o, en su defecto, moralmente insignificante. Notables
neocartesianos del pasado siglo, como C.S. Lewis (1969), John Hick
(1966) y Peter Harrison (1989), al igual que algunos de sus
predecesores, intentaron desarrollar una teodicea que resolviera el
problema del sufrimiento animal, un caso especial dentro del problema
del mal que no puede abordarse apelando a las capacidades humanas
características (por ejemplo, el libre albedrío). Sin embargo,
pensadores no religiosos como Peter Carruthers (1992), Daniel Dennett
(1997) y Bob Bermond (1997) avanzaron una postura similar. En los
últimos 20 años, el neocartesianismo ha sido promulgado, desde un
marco religioso, por Michael Murray (2008) y el discípulo de John
Hick, William Lane Craig (2011). Desde el bando secular, encontramos
a Peter Carruthers (2000, 2005), mientras que Jim Rose (Rose et
al., 2014), Brian Key (2016) y otros han defendido el
neocartesianismo en el particular caso de los peces.
El
neocartesianismo actual suele apelar a las diferencias entre el
cerebro de los humanos y el de los animales, citando específicamente
la mayor corteza prefrontal (CPF) de los primeros o, en el caso de
los peces, la falta de una ínsula o corteza cingulada anterior
(CCA). Argumentamos que los neocartesianos se equivocan al afirmar
que la CPF o la CCA tienen un rol excepcional en la percepción del
dolor en los seres humanos. Discutimos las recientes pruebas
experimentales que refutan estas afirmaciones y las relacionamos con
el actual debate sobre el dolor en los peces, sosteniendo que los
argumentos a favor del dolor en los peces son razonablemente sólidos.
Esbozaremos brevemente algunas
pruebas de autoconciencia en el reino animal antes de analizar, en
primer lugar, las teorías de la conciencia como pensamiento de orden
superior, a las que han apelado algunos neocartesianos, y después,
la visión ciega y lo efectos de la lobotomía frontal, citadas como
analogías motivadoras y probatorias del neocartesianismo.
Mostraremos el fracaso de estos intentos por fundamentar el
neocartesianismo en la neurociencia y la filosofía de la mente
contemporáneas, y destacaremos cómo los nuevos hallazgos refuerzan
la idea de la continuidad evolutiva, la postura de que los humanos se
encuentran en un continuo no-jerárquico con las demás especies y
que no es por tanto probable que sean los únicos en experimentar de
un modo consciente los afectos negativos del dolor.
La idea de que muchos animales
experimentan el dolor de un modo consciente sigue estando bien
respaldada por un argumento de analogía general, cosa que, a su vez,
proporciona una explicación parsimoniosa de muchos comportamientos
animales. Los neocartesianos no han ofrecido ninguna prueba válida
de lo contrario. En conjunto, las consideraciones que aquí se
exponen constituyen un sólido argumento empírico y acumulativo en
contra del neocartesianismo o, cuando menos, desplazan la carga de la
prueba sobre sus defensores.
II. LA CPF Y LA RESILIENCIA
NEUROFUNCIONAL
II.1. LA CORTEZA PREFRONTAL
Michael
Murray2 sugiere que la mayoría de los animales, aunque
sintientes, podrían no experimentar el dolor como una sensación
desagradable debido a la (supuesta) dependencia entre la aversión al
dolor y la corteza prefrontal (CPF):
«...[E]n los seres humanos la vía "afectiva" termina en la corteza prefrontal, la última región del cerebro de los mamíferos en evolucionar (motivo por el que sólo está presente en los primates humanoides [sic]). Así pues, las pruebas de que disponemos tienden a indicar que la vertiente afectiva del dolor no es experimentada por otros organismos más allá de los humanos y otros primates humanoides.» (Murray 2008, 68)
Según Murray, sólo los "primates
humanoides" cuentan con CPF. Es probable que Murray se refiera a
los homínidos, ya que afirma que los primeros "primates
humanoides" hicieron su aparición hace aproximadamente 10
millones de años (Murray 2008, 68). De ser así, la versión
neocartesiana de Murray pretende aplicarse sobre todo animal que no
sea homínido en virtud de diferencias relativas a la CPF.
De acuerdo con la definición más
comúnmente aceptada, la CPF comprende las regiones anteriores de la
corteza cerebral que reciben proyecciones del núcleo talámico
mediodorsal (Fuster, 2015). Según esta definición, todos los
mamíferos disponen de CPF.
Murray (2014) cita dos trabajos
que parecen discutir el concepto de zona de proyección (Preuss,
1995; H.J. Markowitsch y Pritzel, 1979). No obstante, ambos trabajos
apoyan la presencia de una CPF en toda la clase de los mamíferos3.
Murray (2014) afirma asimismo:
«...Aun en el caso de que los no-primates tengan CPF, la CPF humana es completamente diferente de la de cualquier otro tipo de organismo [sic]. De hecho, un estudio reciente sobre la neuroanatomía de los primates describe la CPF humana como "absoluta, evidente y enormemente" diferente... (Rilling, 2014). Si esas diferencias (que quedan destruidas con una lobotomía) son las que hacen posible la sensación aversiva del dolor, entonces quizás los animales carezcan de ella.»
Pero
Rilling escribe: "Entonces, ¿tienen los humanos una corteza
prefrontal mayor que otras especies de primates? Sí, absoluta,
evidente y enormemente" (Rilling, 2014, pág. 48). El
hecho de que la CPF humana tenga un tamaño relativo mayor no implica
el monopolio de la afección negativa del dolor o que ésta sea
"completamente diferente" de las CPF nohumanas, cosa que
Rilling no dice en ningún momento. Además, sabemos que pueden darse
grandes similitudes funcionales entre regiones cerebrales de
diferentes especies aun cuando dichas regiones presentan un tamaño
relativo muy dispar (véase, por ejemplo, Butler y Hodos, 2005)4.
Cabe también que se haga una
distinción entre la CPF granular y la agranular. Se ha argumentado
que la CPF agranular, presente en (por ejemplo) los roedores, no es
homóloga a la CPF granular de los primates (E. Murray et al.,
2016)5. La CPF granular puede que sea exclusiva de los
primates, pero no es exclusiva de los homínidos. Así pues, las
afirmaciones sobre su papel especial en la experiencia del dolor no
sirven para fundamentar las tesis neocartesianismo que pretenden
negarle aquella a todos los animales nohumanos. Sea como
fuere, no nos consta que haya sido presentada aún ninguna prueba de
que la corteza granular juegue un rol especial en la percepción del
dolor. Además, no es precisa una homología evolutiva para las
funciones compartidas, cuestión que trataremos más adelante6.
Una reciente revisión de la
literatura en torno a la CPF de roedores y primates (Laubach et
al., 2018) destaca algunas variaciones referenciales respecto de
homólogos interespecíficos del término "CPF". En
particular, se señala que:
«Para los neurocientíficos que estudian a los humanos y a los primates nohumanos, la corteza prefrontal (CPF) suele significar las partes granuladas y orbitales de la corteza frontal [sic]. Estos investigadores suelen utilizar variaciones del término corteza cingulada anterior (CCA) para referirse a las áreas agranuladas de la corteza frontal medial. Por el contrario, los investigadores que estudian a los roedores tienden a utilizar el término CPF para referirse a las mismas áreas frontales mediales que suelen llamarse CCA en los primates. Existe un potencial de confusión cuando el mismo término anatómico es empleado para diferentes áreas en distintas especies.» (2)
Añade a esto otra complicación el hecho de que algunos
consideren a su vez que la CCA de los humanos forma parte de la CPF
(por ejemplo, Preuss, 1995). Pero aun aceptando que la "CPF de
los roedores" se refiriera a un área homóloga a la CCA de los
humanos y que la CCA de los humanos no forme parte de la CPF humana,
los neocartesianos siguen enfrentándose a un problema: que la CCA
muestra una asociación significativa con la afección negativa del
dolor (Fuchs et al., 2014). Sea como fuere, en el caso del
paciente R que analizaremos a continuación, tanto la CPF como la CCA
se hayan destruidas, a pesar de lo cual el paciente muestra una
autoconciencia (AC) intacta así como una percepción hiperpática
del dolor y reacciones afectivas fuertes e inequívocas hacia él. De
tal modo, la precisión descriptiva y comparativa de la CPF (o CCA)
de roedores y humanos tiene escasa importancia para el debate.
Por último, aunque pudiera haber algo
excepcional y relevante en la CPF de los humanos, de ello no se
infiere que no pueda haber otras estructuras distintas desempeñando
un papel funcional semejante en las demás especies. Las aves, por
ejemplo, cuentan con el nidopalio caudolateral. Se cree que no es
homólogo a la CPF de los mamíferos (siéndolo mas bien a los
ganglios basales), ya que, durante su desarrollo, el palio deriva de
la superficie inferior del techo del prosencéfalo fetal (y no del
superior, como ocurre con la corteza de los mamíferos; Marzluff y
Angello, 2012, 26; Rose y Colombo, 2005). Sin embargo, se cree que su
función es tan análoga a la CPF de los mamíferos que ha sido
denominada "corteza prefrontal aviar" (Güntürkün, 2005).
Está claro que la evolución puede encontrar soluciones múltiples a
idénticos problemas7. Dada la importancia de la función
alguedónica, no debería sorprendernos encontrar una amplia variedad
de canales para la misma a lo largo de la historia natural.
II.2. EL PACIENTE R, LA
AUTOCONCIENCIA Y LA PERCEPCIÓN DEL DOLOR
El paciente R,
alias Roger (Philippi et al., 2012), nos proporciona un ángulo
novedoso para la evaluación de ciertas versiones de las hipótesis
neocartesianas. Roger tiene un daño profundo en la CPF, así como en
la CCA y la ínsula, bilateralmente. Se lo ha sometido a numerosas
pruebas de autoconciencia (AC), algunas estándares y otras
novedosas, con resultados positivos en todas ellas. Los autores del
estudio, de 2012, concluyeron que la AC es probablemente fruto de la
interacción de múltiples regiones cerebrales, con cierta
redundancia, y no un fenómeno enteramente sujeto a una región particular8. El caso de Roger, al igual que otros casos
presentes en la literatura (Damasio et al., 2013), parece
demostrar de manera bastante concluyente que la CPF, la CCA y la
ínsula no son necesarias para la AC, incluyendo la más
sofisticado forma de AC, cuya presencia en los animales resulta
intrascendente para lo que nos ocupa.
El trabajo de seguimiento hecho
sobre la percepción del dolor de Roger (Feinstein et al.,
2016) permite a su vez poner en valor las afirmaciones en cuanto al
carácter necesario de ciertas regiones cerebrales para la
experiencia afectiva del dolor. Para empezar, cabe tener presente que
la experiencia del dolor ha venido siendo asociada a un conjunto de
regiones cerebrales denominado "matriz del dolor"; por otra
parte, el llamado sistema límbico, que incluye la ínsula anterior y
la CCA dorsal, ha sido vinculado al aspecto emocional del dolor.
Estas áreas también parecen estar implicadas en el dolor social, lo
cual viene en refuerzo de la asociación (Eisenberger et al.,
2003).
De este modo, bien podrían modificarse
las afirmaciones neocartesianas y articularlas en torno a la ínsula
anterior y la CCA en lugar de hacerlo sobre la CPF, ya que las
primeras regiones tienen una asociación mucho mayor con la afección
negativa del dolor. No obstante, tanto la ínsula anterior como la
CCA están presentes en toda la clase de los mamíferos, de tal
manera que su recurso sería de poca ayuda para los defensores del
neocartesianismo (Fuster, 2015; Zilles, 1985). (Es sin embargo en
esencia el alegato fundamental respecto del caso de los peces,
discutido más adelante.)
Roger presenta un daño bilateral
casi completo (90%) de la corteza insular y un daño bilateral
completo de la CCA (99%) y de la amígdala (100%). Sin embargo, sus
capacidades cognitivas siguen siendo prácticamente normales (la
excepción la representa una amnesia anterógrada severa fruto de un
daño profundo en el lóbulo temporal medial, incluido el hipocampo).
De acuerdo con las dos versiones del neocartesianismo mencionadas
hasta ahora, la respuesta emocional al dolor de Roger debería ser
reducida o nula. No obstante, lo que se descubre es justo lo
contrario: la respuesta de Roger al dolor no sólo está intacta,
sino que tiende a ser hiperpática. A diferencia de estudios
anteriores con pacientes con lobotomía, el dolor de Roger fue medido
no sólo a través de autoinformes, sino también mediante reacciones
de retirada, respuestas automáticas, expresiones faciales y
vocalizaciones, todo ello en condiciones ciegas (Feinstein et al.,
2016). Feinstein y sus colegas concluyeron:
«El caso de Roger determina que la experiencia emocional del dolor puede ser instanciada por estructuras cerebrales al margen de las tradicionalmente presumidas como críticas para la afección dolorosa, destacando así el amplio carácter diseminado del procesamiento del dolor en el cerebro.» (1510)
El caso de Roger es quizás el mejor
documentado, pero no el único. Como indica Rudrauf (2014):
«Se han descrito otros pacientes con encefalitis por herpes simple, con daños cerebrales casi idénticos a los de Roger e incluso más profundos, pero nunca se han dado evidencias de una AC defectuosa. Un estudio de cohorte retrospectivo de Philippi et al. (2012), centrado en las emociones y la sintiencia, halló indicios de funciones igualmente preservadas en los citados pacientes con encefalitis por herpes simple. En estos pacientes, las emociones, desde las básicas hasta las sociales, y desde las experienciales hasta las identificativas, parecen mostrar una preservación mucho mayor de lo que cabría esperar con un daño semejante en regiones cerebrales supuestamente críticas para las emociones, incluidas la amígdala, la corteza cingulada anterior (CCA) y la corteza insular.» (4)
Casos como estos proporcionan
evidencias muy sólidas de que la CCA y la ínsula no son esenciales
para las experiencias afectivas básicas, incluida la afección
negativa del dolor; de hecho, cada vez hay más pruebas de que la base
de la experiencia afectiva es subcortical9. Parece pues
indiscutible que la experiencia de la afección negativa del dolor es
posible en ausencia de una función parcial o completa de estas
regiones corticales. Así pues, cualquier versión del
neocartesianismo que les niegue a los animales la afección negativa
del dolor por falta de CPF, corteza insular anterior o CCA, resulta
insostenible.
II.3. LA RESILIENCIA NEUROFUNCIONAL
Y LA EPISTEMOLOGÍA DE LA DISTRIBUCIÓN ALGUEDÓNICA
Estos casos sugieren además una
alternativa a la tesis de la rígida correlación estructuro-funcional.
La resiliencia funcional tras un daño cerebral sugiere la existencia
de grados de independencia en las relaciones entre determinadas
funciones y estructuras neuroanatómicas (Rudrauf, 2014). Las
regiones y redes anatómicas en que se apoyan normalmente las
funciones psicológicas centrales (como la evaluación emocional del
dolor) pueden ser simplemente predeterminadas. En pacientes como
Roger, la resistencia funcional tras un daño anatómico tan amplio e
irreversible no puede explicarse en virtud de la plasticidad
estructural, en el sentido de restauración anatómica o "recableado"
a gran escala (por ejemplo, brotes dendríticos y regeneración de
axones) con fines de reconexión estructural. Sin embargo, las redes
funcionales a gran escala que operan en las funciones psicológicas
clave se mantienen o restauran aun cuando la integridad de las redes
anatómicas normales están masiva e irremediablemente
comprometidas.
Esto sugiere la mayor adecuación de un
concepto de flexibilidad distinto, a saber, aquel que Rudrauf (2014)
ha denominado "resiliencia neurofuncional". Este concepto
se basa en el fenómeno de la preservación funcional frente a
cambios de arquitectura a gran escala, no limitándose a una clase
específica de mecanismos o niveles de observación, e indicando una
relativa apertura implementativa en varios niveles de una jerarquía
funcional. El marco de la resiliencia neurofuncional, aunque
necesitado de desarrollo y refinamiento, se ajusta mejor a casos como
el de Roger, a las variaciones observadas en las relaciones
estructuro-funcionales en los estudios de imágenes, a las variaciones
interespecíficas estructuro-funcionales, a la relativa poca
importancia de las áreas de una lesión frente al tamaño de la
misma respecto a los déficits funcionales de los cerebros en
desarrollo (Pascual, 2017, 5; Battro, 2000), y a las teorías de
realizabilidad múltiple extraídas de la neurociencia computacional.
Frente a la incapacidad de los burdos paradigmas "frenológicos"
(aun de aquellos que incorporan el factor de la plasticidad) de dar
cuenta de estos fenómenos observables, lo pertinente no es abrazar
antiguas teorías holísticas sobre la "equipotencialidad"
de la función cerebral (véase Finger, 1994, cap., pág. 4). Lo que
se precisa es un enfoque nuevo y más sutil.
No es éste lugar para extenderse en
esta cuestión (véase Rudrauf, 2014 y cfr. con Tye, 2017, 69 y
sigs). Basta con señalar que el marco de la resiliencia
neurofuncional incrementa la importancia relativa de los tipos de
conducta animal en las pruebas de afección del dolor frente a las
homologías neuroanatómicas, siempre que el perfil conductual y
neurobiológico del animal presente una comparativa razonable con el
de los humanos. No necesitamos saber con exactitud cómo o dónde se
ejecuta una función particular. Si la función es biológicamente
importante, y el repertorio conductual y la organización
neuroanatómica y neurofisiológica del animal presentan un umbral de
imprecisión inevitable, podemos adoptar la evidencia conductual como
razonablemente indicativa de que la función se halla presente de una
u otra forma. Esto es válido para funciones que no precisan de conciencia (por ejemplo, ciertos tipos de aprendizaje, memoria y
orientación), pero no existe ninguna razón a priori que
invite a elevar el umbral epistémico respecto de la atribución de
conciencia o afección negativa del dolor.
Como señala Godfrey-Smith (2016, 94 y
sigs.), los comportamientos flexibles y los cambios de preferencia
asociados a la evitación del dolor y la búsqueda de analgesia
(observados tanto en peces10 como en pollos) en
situaciones totalmente novedosas desde el punto de vista evolutivo, y
tal vez ciertos comportamientos de aseo y protección vinculados a
lesiones corporales, se explican posiblemente mejor bajo la asunción
de una afección negativa del dolor experimentada de forma
consciente. Y al considerar el repertorio conductual, afectivo y
cognitivo general de, por ejemplo, los cefalópodos, como hace
Godfrey-Smith en profundidad, la idea de que un animal así, cuyo
sistema nervioso es tan diferente del nuestro, pueda hacer lo que
hace en ausencia de conciencia, empieza a resultar inverosímil,
suscitando la obstinación en ella la sospecha de un escepticismo perveso11.
Parece mucho más razonable emplear el enfoque de Segner
(2012, pág. 78), quien, al evaluar el dolor en los peces, examina
siete propiedades de relevancia: (1) nociceptores, (2) estructuras
cerebrales homólogas o análogas a las asociadas con el dolor en los
seres humanos, (3) vías que conectan los nociceptores periféricos
con las regiones cerebrales superiores, (4) opioides endógenos y
receptores opioides en el SNC, (5) reducción de la respuesta a los
estímulos nocivos por suministro de analgésicos, (6) formas
complejas de aprendizaje, incluido el aprendizaje de evitación
frente a los estímulos nocivos, y (7) suspensión del comportamiento
normal en respuesta a los estímulos nocivos. Los humanos y los
peces, concluye Segner, comparten inequívocamente todos los puntos
excepto el número 2, que es compartido sólo de forma parcial:
compartimos con los peces las estructuras subcorticales, pero no las
neocorticales. Sin embargo, dadas las pruebas revisadas en esta
sección, queda claro que las estructuras neocorticales
tradicionalmente asociadas al dolor afectivo no son necesarias en
absoluto (cfr. con Merker, 2007; Ginsburg y Jablonka, 2019). El resto
de similitudes son en cualquier caso suficientes para inferir
razonablemente la presencia de dolor consciente en los peces (cfr.
con Tye, 2017, 91 y sigs.). En el caso de los mamíferos, como hemos
visto, se dan todas las similitudes sin excepción12.
Segner codifica el argumento por
analogía básico en relación a la presencia de la afección
negativa en los animales yendo más allá de aquel que todos
extraemos de un modo puramente intuitivo, ciertamente falible. En
nuestra opinión, este argumento por analogía básico, junto con lo
aducido en cuanto a la resiliencia neurofuncional (y las analogías
evolutivas), dotan de una probabilidad razonablemente alta a las
afirmaciones sobre la presencia de afección negativa del dolor en
mamíferos, aves, peces y cefalópodos. No obstante, aun en el
hipotético caso de que estuviésemos equivocados respecto de los
tres últimos taxones, las consideraciones añadidas proporcionan al
caso de los mamíferos una probabilidad tan elevada que las más
ambiciosas tesis neocartesianas de M. Murray y W.L. Craig caen en un
descrédito prácticamente insuperable.
Resulta plausible considerar las
pruebas más específicas sobre afecto negativo en animales como
fuentes de refuerzo evidencial de este argumento inductivo más
amplio. A modo de ejemplo, un enfoque en particular, basado en el
trabajo de Johansen et al. (2001), consiste en emplear un
condicionamiento de aversión de lugar (CAL) inducido por formalina
como medida de un comportamiento aprendido que refleja componentes
afectivos del dolor no dependientes de una respuesta evocada por un
estímulo (LaBuda y Fuchs, 2001, véase la discusión). La idea es
que, dado que las inyecciones de formalina producen un CAL, se toma
éste como indicativo de que la formalina resulta aversiva para las
ratas, semejante a una respuesta nociva en los humanos. Otro enfoque,
basado en el trabajo de Sufka (1994) y, más recientemente, en el de
King et al. (2009), busca un condicionamiento de preferencia
de lugar (CPL) para determinar si el alivio del dolor neuropático
inducido por un fármaco se muestra en sí mismo como un refuerzo
positivo. La hipótesis subyacente es que el alivio del dolor sirve
para que el animal (en este caso una rata) asocie el analgésico con
un lugar concreto incrementando con ello la preferencia del animal
por el área asociada al alivio (preferencia de lugar). Se cree que
las pruebas de CPL para el presunto alivio del dolor reflejan
procesos nocivos espontáneos persistentes e independientes de los
procesos evocados por el estímulo en sí mismo. El uso del CAL y el CPL
pone de manifiesto la naturaleza compleja de los procesos afectivos
del dolor y su relación con lo anticipatorio de los resultados
indicados por los cambios de comportamiento, sugiriendo que las
respuestas dolorosas no son simples reacciones "mecánicas"
sino fenómenos dotados de componentes afectivos13.
La relación entre el dolor afectivo y
la discriminación del dolor mecánico suele comprobarse desactivando
las áreas del cerebro responsables de lo segundo, lo que se puede
hacer sin afectar al dolor afectivo, y observando después si el
animal sigue mostrando signos de lo último. Si los animales sólo
hicieran discriminaciones del dolor mecánico, cabría esperar que no
se vieran signos de afección tras un procedimiento que suprima la
capacidad de discriminación. Los pacientes humanos con daños en el
córtex somatosensorial son incapaces de identificar la ubicación o
la intensidad de los estímulos dolorosos, pero siguen dando
testimonio de su naturaleza desagradable. Uhelski et al.
(2012) llevaron a cabo experimentos con ratas en los que aplicaron
lesiones simuladas o reales en las extremidades posteriores de sus
cortezas somatosensoriales. El estudio demostró que las lesiones
suprimían las respuestas mecánicas de los animales a los estímulos
nocivos sin alterar no obstante su preferencia por evitar las áreas
que asociaban con dichos estímulos. Las ratas no retiraban las
extremidades afectadas, pero evitaban los lugares asociados con el
estímulo nocivo en cuanto podían moverse con libertad14.
Este tipo de observaciones conductuales son altamente sugestivas de
que las ratas experimentan de forma consciente una afección negativa
del dolor; pueden incluso interpretarse como razonablemente
confirmatorias en el sentido bayesiano. Y aunque no es posible por
supuesto descartar todas las posibles explicaciones alternativas para
tales comportamientos, el argumento por analogía inductiva más
general esbozado por Segner, reforzado por nuestras consideraciones
sobre la resiliencia neurofuncional, confiere a la hipótesis una
probabilidad apriorística lo suficientemente alta como para que, en
ausencia de nuevas pruebas de lo contrario, se adopte una explicación alternativa menos parsimoniosa.
III. EL DOLOR DE LOS
PECES
Si la experiencia de la afección negativa del
dolor es un fenómeno neurofuncionalmente resistente y no dependiente
de un conjunto único o estrechamente circunscrito de estructuras
cerebrales, cabe preguntarse por qué áreas como la CCA y la ínsula
se activan de forma fiable en los pacientes sometidos a estudios de
dolor mediante IRMf. Una explicación alternativa, propuesta por
Feinstein et al. (2016), es que estas regiones no están
generando o implementando la afección negativa del dolor, sino que,
al menos en algunos casos, lo que están haciendo es ayudar a
controlar el dolor. Si así fuera, la ausencia de CCA podría
empeorar la afección negativa del dolor, que es exactamente lo que
ocurría en el caso de Roger. Se trata de una cuestión fundamental
para el debate sobre el dolor en los peces.
Rose (2002)
sostiene que los peces carecen de afecto negativo debido a la
ausencia de CCA y bajo la afirmación de que "se cree que la
circunvolución del cíngulo anterior es especialmente importante en
el procesamiento del malestar emocional del dolor... El punto más
importante aquí es que la dependencia absoluta de la experiencia del
dolor en las funciones neocorticales está ahora bien establecida"
(Rose, 2002, pág. 21). Es discutible que la idea estuviese "bien
establecida" en 2002, pero las pruebas posteriores la han
socavado definitivamente. Rose continúa hablando de la resección
parcial de la CCA como remedio contra el dolor crónico: "Las
personas que se someten a dicha cirugía informan de que el dolor
sigue presente (el aspecto sensorial-informativo del dolor), pero que
ya no es desagradable o angustioso (el aspecto emocional del dolor)"
(Rose, 2002, pág. 19). Feinstein et al. (2016, pág. 1500)
señalan: "...en un estudio más reciente, la mayoría de los
pacientes sometidos a una cingulotomía anterior informan de una
'leve' mejoría del dolor un año después de la cirugía, así como
de una menor tendencia a rumiarlo; no obstante, la mayoría de los
pacientes siguieron experimentando 'niveles significativos de dolor'
a lo largo de todo el tiempo de seguimiento"15.
Key
(2016) ha cuestionado los resultados de Feinstein et al.
(2016) y sostiene que en ninguno de los casos estudiados se ha
producido una pérdida total de las estructuras relevantes (cfr. con
A.D. Craig, 2015, 208 y sigs.). Key hace la misma afirmación con
respecto a un caso similar presentado por Damasio y Tranel (Damasio
et al., 2013) y también con respecto a los niños con
hidranencefalia. Aunque las regiones relevantes de la corteza
cerebral están en su mayoría destruidas bilateralmente (o
radicalmente subdesarrolladas en el caso de los niños), afirma que
una pequeña parte de estas regiones puede sin embargo permanecer
intacta y funcional. Es cierto que la ínsula anterior no estaba
enteramente destruida en el hemisferio izquierdo de Roger; había
sido borrada del hemisferio derecho, pero el izquierdo aún
conservaba una diminuta isla de tejido insular. Key señala
correctamente que en el caso de Roger no se llegó a completar una
IRMf durante su percepción del dolor, pero lo que no hace es aclarar
el porqué. Roger era tan sensible al dolor que era incapaz de
mantenerse quieto en el escáner, lo que revela que sus lesiones lo
condujeron justo a lo contrario de aquello que cabría esperar
si las afecciones negativas dependieran crucialmente de la ínsula:
reducción de tejido funcional ergo reducción funcional.
Además,
Starr et al. (2009) estudiaron a dos pacientes con distinto
grado de daño en la ínsula izquierda pero con la ínsula derecha
intacta. También en estos casos, los pacientes eran hiperpáticos
al dolor; y ninguna de sus cortezas insulares (ni la ínsula
izquierda dañada ni la ínsula derecha intacta) dieron muestras de
actividad detectable en respuesta a los estímulos dolorosos, lo que
constituye una prueba más en contra de la afirmación de Key de que
la ínsula es esencial para experimentar el afecto negativo. Es
importante destacar que, tal y como señala Feinstein, uno de los
pacientes de Starr (el Paciente 2), "...tenía un daño que
subsumía por completo la ínsula anterior izquierda [la misma área
no del todo obliterada en R], a pesar de lo cual seguía
experimentando dolor" (Feinstein et al., 2016, pág.
1509). En el caso de Roger, los análisis por resonancia
neuronatómicos y funcionales (T1, T2, Flair, DWI) mostraron que ese
fragmento de corteza "colgante" estaba completamente
desconectado y, por tanto, era con toda probabilidad disfuncional.
Así pues, ese pequeño tejido conservado sirve de escaso apoyo a las
afirmaciones de Key.
Key cita también un estudio de
Berthier (Berthier et al., 1988) alrededor de seis pacientes
con daños en la corteza insular que presentaban asimbolia al dolor.
Sin embargo, como bien señalan Feinstein et al. (2016), y
como admite el propio Key, las lesiones de estos pacientes se
extendían a varias otras regiones del cerebro; así pues, no está
nada claro que el daño insular fuera la causa de la asimbolia al
dolor. Críticamente, los pacientes no mostraban respuestas de
retraimiento frente a los estímulos dolorosos. Uno de los pacientes
llegó a sufrir graves quemaduras por no retirar su mano izquierda.
El comportamiento de los peces ante los estímulos nocivos, por el
contrario, no se parece en nada a la asimbolia al dolor. El argumento
de Key tendría que citar casos de pacientes en quienes se observaran
respuestas normales de retirada en ausencia de un afecto negativo
asociado. No fue eso sin embargo lo que pudo observarse en el estudio
de Berthier, de manera que no sirve como apoyo a la teoría que
otorga a la ínsula un rol singular en la afección negativa del
dolor16.
Key apela a su vez al hecho de que hoy
sea posible predecir el dolor de alguien gracias a los estudios con
neuroimagen (destacando a Wager et al., 2013; Rosa y Seymour,
2014). Pero, como afirman estos últimos, "algo excepcional y
desconcertante que se observa del dolor es el carácter distribuido
de su procesamiento a lo largo de múltiples áreas cerebrales
corticales y subcorticales" (864). Evidentemente, esto va en
contra de aquellas interpretaciones que hacen de la afección del
dolor un fenómeno altamente localizado y exclusivo de ciertas áreas
cerebrales cuya presencia se halla ausente en los peces17.
El estudio de Wager se centra en el dolor inducido por el
calor. Sin embargo, Wager también ha participado en un estudio
orientado al aspecto emocional del dolor (Chang, Gianaros, et al.
2015). El método empleado en este último estudio, PINES (Picture
Induced Negative Emotion Signature [Firma de emoción negativa
inducida por imágenes]), permitió a los autores predecir con una
fiabilidad superior al 90% si las imágenes mostradas a los sujetos
tenían o no un impacto emocional negativo sobre ellos. Y lo que es
más importante, aseguran que la firma del afecto emocional negativo
está ampliamente distribuida en el cerebro. Llegaron incluso a
generar lesiones virtuales, eliminando regiones de la red de su mapa,
sin dejar por ello de lograr un buen porcentaje predictivo. Aunque su
discusión no está centrada en el tema de la distribución del dolor
en el reino animal, los autores se expresan claramente en contra del
enfoque localizacionista de algunos neocartesianos y otros
negacionistas del dolor de los peces:
«Nuestros resultados corroboran lo limitado de aquellos modelos que centran la emoción en ciertas estructuras —o incluso en redes— concretas, proporcionando un modelo alternativo para la representación cerebral de la experiencial emocional... Ninguna de la regiones anatómicas identificadas en la literatura previa (por ejemplo, la amígdala, la CCA o la ínsula) sirvió para discriminar el dolor o predecir la intensidad de la experiencia emocional. Es importante destacar que ninguna subred neuronal parece ser necesaria o suficiente para caracterizar la experiencia emocional.» (16)
Si ninguna de las regiones anatómicas
tradicionalmente asociadas al procesamiento emocional es
individualmente necesaria, entonces no se puede apelar a la ausencia
de alguna de ellas como argumento en contra de la capacidad de los
peces de experimentar afecciones negativas.
Y aun en el caso
de que estas regiones fueran necesarias para la experiencia del dolor
en los humanos, de ello no se inferiría que otras regiones
diferentes no pudieran cumplir la misma función en los peces. De
hecho, se han identificado recientemente varias regiones en el
cerebro de los peces que son funcionalmente análogas a algunas
regiones del cerebro de los mamíferos, cosa que concuerda con la
hipótesis sobre la posibilidad de que los mismos comportamientos de
aprendizaje y respuesta frente a los estímulos nocivos se produzcan
por medio de diferentes regiones cerebrales (Salas et al.,
2006). Por otra parte, aun aceptando hipotéticas relaciones
estructuro-funcionales rígidas en los humanos, nada de ello impediría
pensar que otras especies pudieran tener sus propias estructuras
particulares para el género de unas funciones idénticas.
Por último, aun en el caso de que
estuviésemos equivocados en lo que respecta a la experiencia del
dolor en los peces, de nada serviría eso a aquellos neocartesianos
más ambiciosos, como M. Murray, W.L. Craig o Bermond, ya que todas
las áreas mencionadas están presentes en la totalidad de los
mamíferos.
IV. TEORÍAS DE LA CONCIENCIA COMO
AUTOCONCIENCIA O PENSAMIENTO DE ORDEN SUPERIOR
IV.1.
LOS ANIMALES Y LAS PRUEBAS DE AUTOCONCIENCIA
La
importancia que se le otorga a la autoconciencia (AC) en el presente
contexto depende de la teoría de la conciencia que maneje cada uno.
Las teorías que asocian la conciencia con la autoconciencia
considerarán que la falta de autoconciencia indica falta de
experiencias conscientes o, quizá, falta de interés por las
experiencias propias. En el divulgado trabajo de M. Murray, W.L.
Craig (2011) afirmó que los "primates nohumanos" carecían
de autoconciencia, pero si la AC no está sujeta a la dilatada CPF de
los humanos, que es la principal tesis anatómica de Murray y Craig
sobre la AC, y si la AC es una función cognitiva/afectiva de gran
importancia, entonces no resultaría sorprender que otros animales
fueran capaces de superar las pruebas de AC. Tal cosa proporcionaría
cuando menos una sólida evidencia prima facie contra la
afirmación de Craig18. La más conocida prueba de AC es la prueba del
espejo, basada en observar la forma en que un animal reacciona ante
su propio reflejo. Esto incluye el examen de contigencia, los
comportamientos autodirigidos y la prueba de la marca. La respuesta
de incertidumbre es otro tipo de prueba de AC19.
Son
varios los trabajos que afirman la capacidad de distintos animales
no-primates de superar ambos tipos de pruebas. Se ha dicho que las
urracas, los elefantes y los delfines han superado la prueba del
espejo (Prior et al., 2008), y que las ratas (Angel, 2010) y
los delfines (Smith y Washburn, 2005) han tenido éxito con las
respuestas de incertidumbre. De hecho, los delfines parecen superar
la prueba del espejo a una edad más temprana que los humanos
(Morrison y Reiss, 2018). Los perros no logran dominar la prueba del
espejo convencional, pero sí han podido por lo visto superar una
versión modificada basada en el olfato (Horowitz, 2017).
Sorprendentemente, incluso los peces parecen ser capaces de superar
una prueba de autorreconocimiento olfativo (Thünken et al.,
2009) y, más recientemente, se ha afirmado el éxito en una prueba
visual de AC en unos peces limpiadores (Kohda et al., 2019).
Los monos suelen fallar en la prueba del espejo, pero se afirma que
son capaces de superarla si se les muestra cómo funcionan los
espejos (L. Chang et al., 2015). Estos resultados siguen
siendo discutidos.
Gordon Gallup, quien fuese el primero en
aplicar la prueba del espejo a unos animales nohumanos (Gallup,
1970), ha sido uno de los principales escépticos frente a muchos de
los resultados mencionados (Gallup y Anderson, 2018). Queda fuera del
alcance de este trabajo llevar a cabo una revisión completa de todos
estos trabajos en torno a pruebas de reconocimiento en el espejo
(PRE). En su lugar, nos centraremos en el que consideramos el mejor
caso de AC en especies no-primates, a saber, el de los cetáceos. En
su crítica, Gallup y Anderson señalan que la PRE con delfines no ha
sido replicada. Esto era cierto en la fecha (2018) en que se publicó
su artículo, pero hoy ya no es el caso. Poco después, en aquel
mismo año, dos delfines lograron de nuevo superar la prueba con
éxito (Morrison y Reiss, 2018). Gallup y Anderson afirmaron también
que los resultados positivos provenían de un único individuo, cosa
que era falsa incluso en el momento de la publicación. Los
resultados positivos en el primer trabajo de Reiss y Marino (2001) se
obtuvieron de dos delfines distintos llamados Presley y Tab.
Gallup
y Anderson sostienen que las interpretaciones de la PRE son
impresionistas, especialmente en el caso de los delfines, ya que
éstos no pueden tocar la marca. Esto es muy cuestionable; los
delfines fueron marcados en partes específicas de su cuerpo. Se
predijo que si los delfines eran capaces de reconocerse en el espejo,
pasarían mucho más tiempo luciendo la zona marcada frente al espejo que cuando no tuviesen marca alguna. Y eso es
exactamente lo que sucedió. No apreciamos ninguna razón que
justifique afirmar que esta versión de la prueba de la marca es más
interpretativamente impresionista que la versión del propio Gallup.
También es muy cuestionable la afirmación de que las pruebas no se
sometieron a control. Los delfines no dieron muestras de este
comportamiento en ausencia de las marcas. Y cuando sólo uno de los
delfines estaba marcado, el delfín no marcado no exhibía conductas
de autoexamen en el espejo mientras que el delfín marcado, sí. Por
último, Gallup y Anderson omiten el hecho de que los delfines han
tenido éxito también con las respuestas de incertidumbre (Smith y
Washburn, 2005) y que su cociente de encefalización es mucho más
alto que el de los chimpancés (Marino 1998).
Los
delfines muestran a su vez algunas capacidades cognitivas muy
notables. Por ejemplo, a un delfín cautivo llamado Kelly (White,
2007) se le ofreció una recompensa en forma de pescado si retiraba
la basura de su tanque. Pero Kelly no retiró la basura, sino que la
ocultó de la vista de sus entrenadores y, más adelante, cuando
estos no estaban presentes, la rompió en trozos más pequeños para
lograr así más peces. En los mercados financieros, el proceso de
comerciar con un mismo activo para obtener sin riesgo diferentes
beneficios se conoce como arbitraje; Kelly hizo algo parecido y le
enseño además a su cría cómo hacerlo. Kelly recibía también una
mayor recompensa si recuperaba las aves de su tanque. Por ello,
empezó a esconder pescado con el propósito de atraer a las aves y
lograr así mayores recompensas. También esta conducta se la enseño
a su cría. Todo ello son prueba de recompensa diferida, teoría de
la mente (la capacidad de entender que estas acciones deben hacerse
cuando los entrenadores no están presentes) y transmisión cuasi
cultural. Podemos, como siempre, tratar de desarrollar explicaciones
alternativas para cada uno de estos comportamientos individuales,
pero cualquier teoría que trate de explicar de un modo simple y
conjunto la capacidad de los delfines de superar la PRE, dominar las
respuestas de incertidumbre y mostrar comportamientos tan flexibles,
habrá de incluir como componente clave la asunción de que son
autoconscientes en un grado significado.
Es cierto que no
existe una prueba de AC universalmente aceptada por todos los campos
pertinentes. Este hecho permite ser utilizado para poner en duda la
atribución de AC respecto a cualquier ser, animal o humano. Pero todas y cada
una de las distintas pruebas de AC que existen han llegado a ser
"superadas" por diferentes especies no-primates, siendo el
caso de los delfines el más destacado de todos ellos. La presencia
de AC en estos animales proporciona una explicación más
parsimoniosa de estos éxitos que la postulación de un conjunto de
explicaciones específicas para cada comportamiento y cada especie o
individuo. La evidencia de que la AC no se limita a los antropoides
es, en definitiva, mucho más sólida de lo que Gallup, Anderson y
algunos filósofos neocarsetianos quieren aceptar.
IV.2.
TEORÍAS DE LA CONCIENCIA COMO PENSAMIENTO DE ORDEN SUPERIOR
Una
estrategia empleada más recientemente por algunos neocartesianos, y
relacionada con el tema de la AC, consiste en apelar a las
denominadas teorías de la conciencia como pensamiento de orden
superior (POS) (véase Gennaro, 2004), cuyo objetivo principal es
destacar el carácter subjetivo, el componente "para-mí" o
"a-mí" de la conciencia, y no su carácter cualitativo, su
faceta de "cómo-es-ser"; esto último se identifica a
veces como un estado representacional de "primer orden"
(véase, por ejemplo, Carruthers, 2000; Gennaro, 2011; Lycan, 1996;
Rosenthal, 2005)20. M. Murray (2008, pág. 55) comenta la
posibilidad de que los animales carezcan de "...cualquier estado
de conciencia de orden superior respecto de sí mismos como seres con
estados de primer orden. No son conscientes del hecho de estar
teniendo un sentimiento particular, aunque efectivamente lo estén
teniendo".
Las teorías del POS se enfrentan a un buen
número de problemas bien conocidos (véase, por ejemplo, Williford,
2015). Y, ciertamente, no hay consenso alguno en el terreno de la
filosofía de la mente o la neurociencia cognitiva sobre su
plausibilidad (véase, por ejemplo, Sturgeon, 2000; Tye, 2017). Sea
como fuere, es un error común creer que todas las teorías del POS
les niegan a los animales la capacidad de ese tipo de AC
metarrepresentacional supuestamente necesaria para la conciencia. Es
posible que este error venga inducido por el hecho de que Peter
Carruthers (1992, 1996, 2000, 2005, 2018), famoso defensor de una
versión particular de la teoría del POS, haya desarrollado una
postura neocartesiana a partir esa versión. Pero hay versiones de la
teoría del POS que postulan un tipo de "pensamiento" tan
primitivo que no resulta inverosímil atribuírselo incluso a
animales cognitivamente limitados (véase, por ejemplo, Gennaro,
2004, 2009). (Las teorías de la conciencia como percepción de orden
superior están libres de estos problemas por completo.) Según
Gennaro, la mayoría de los teóricos del POS rechazan la afirmación
de Carruthers de que los animales (y los bebés) carecen de
conciencia (Gennaro, 2011). Y si, como han argumentado otros, existen
formas primitivas e incluso no representativas de autoconciencia
esenciales para la conciencia, entonces es posible preservar la
intuición principal de las teorías de POS —a
saber, que los estados conscientes son aquellos por los cuales un
organismo es consciente de ser consciente—
sin comprometer con ello la conciencia de los animales (véase
Rudrauf et al., 2017; Williford, 2015; Williford et al.,
2018). Las versiones de la teoría del POS afines al neocartesianismo
son muy controvertidas incluso dentro de su propio marco de
pensamiento, y el propio marco sigue siendo muy controvertido incluso
en el más verosímil de los casos. Estas versiones controvertidas y
de tendencia neocartesiana sirven de poco como evidencia
independiente del neocartesianismo (cfr. con Allen, 2004, 625 y
sigs.)21.
V. LOBOTOMÍA Y VISIÓN CIEGA
Dos
fenómenos inusuales a los que se suele apelar a veces en apoyo o
ilustración de la postura neocartesiana son la lobotomía y la
visión ciega. Se supone que las lobotomías desactivaban las vías
de la afección negativa del dolor, dado que los pacientes solían
decir que su dolor postoperatorio no les resulta ya desagradable (M.
Murray, 2008, pág. 56). No obstante, puesto que los pacientes en
cuestión podían dar cuenta de su dolor, es evidente que seguían
siendo conscientes de su existencia. Las lobotomías no sirven por
tanto como apoyo a la idea de que la AC depende de la CPF.
Lo
que sugiere el hecho de que los pacientes dijeran no sentirse
incómodos con el dolor es que el carácter fenoménico del dolor
puede ser independiente (al menos en algunos aspectos) de su papel
funcional. Parte de todo el problema radica en considerar el dolor
como un fenómeno unitario. Pero el dolor es algo complejo y
multidimensional (véase, por ejemplo, Clark, 2005). Existe el dolor
agudo transitorio, el dolor crónico persistente, el dolor
inflamatorio, el dolor neuropático y el dolor emocional, cada
variedad asociada a unos niveles particulares de ansiedad y distintas
respuestas afectivas y cognitivas. Así pues, frente a la afirmación
de que el dolor ya no está asociado a sentimientos negativos, cabe
preguntar qué tipo de dolor o qué características del mismo. En
los casos de analgesia por opiáceos, en los que los sujetos afirman
sentir el dolor pero no resultarles angustioso o incluso sentirlo
como algo ajeno, se puede argumentar de forma razonable que la
experiencia es en realidad el reflejo de una transformación radical
del dolor, en la que se conserva un cierto núcleo de similitud
cualitativa bajo un estado de carácter fenoménico global y unas
ramificaciones funcionales muy distintas.
En el caso de
los pacientes sometidos a lobotomía, lo único que se aliviaba por
lo general era el dolor crónico. Muchos de ellos relataban que su
dolor agudo en realidad había pasado a ser peor de lo que era
antes. El único investigador que cita Murray respecto de las
lobotomías es el filósofo Roger Trigg (1970). Pero el propio Trigg
señala: "Las lobotomías disminuyen la ansiedad, pero no el
dolor" (Trigg, 1970, pág. 133). También señala que esta
situación (reducción de la ansiedad sin analgesia) llevó a que
algunos neurólogos de finales de los años 50 (Elithorn et al.,
1958) recomendaran la operación sólo para personas con reacciones
anormalmente ansiosas, depresivas o rumiantes (Trigg, 1970, pág.
133). Cabe valorar la posibilidad de que, dado que la CPF contribuye
a la planificación del futuro, los pacientes sometidos a una
leucotomía estuvieran más focalizados en el presente. Esto
explicaría por qué el dolor súbito se mostraba peor mientras que
la ansiedad por las consecuencias del dolor crónico se aliviaban. Un
estudio anterior, de los años 50, concluía:
«[La cirugía] no se aplica a individuos cuyo dolor (por el cáncer) no esté asociado con síntomas de ansiedad o angustia, para los cuales la lobotomía proporciona alivios más prolongados... Es una observación común que el dolor penetrante, profundo y omnipresente (del carcinoma pélvico, por ejemplo) queda en suspenso después de la operación, mientras que los ataques lacerantes fruto de calambres intestinales o del movimiento de una pierna parcialmente paralizada, persisten.» (Murphy, 1951, pág. 494)
Dos de los investigadores originales
del procedimiento, Freeman y Watts (1948), concluyeron que la
eficacia de la lobotomía radicaba más en la reducción de la
angustia por el dolor futuro que en la supresión del dolor: "La
lobotomía prefrontal, como se observa en muchos casos de trastorno
mental, suprime la angustia por el futuro... [la lobotomía] no
alivia el dolor, sino la reacción incapacitante al dolor, el miedo
al dolor" (750-754). El autoinforme de un paciente, documentado
por Freeman y Watts en un estudio aún más temprano (1946) y citado
por Trigg (1970, pág. 130), resulta de lo más esclarecedor: "'Sí,
el dolor es exactamente el mismo que antes'. Pero ya no te quejas,
le sugerimos. '¿De qué serviría?', respondió, 'no puedo hacer
nada al respecto, así que de nada sirve que me queje'". El
paciente no dijo no querer hacer nada respecto a su dolor, sino que
no podía hacer nada y que, por tanto, nada le cabía hacer salvo
aceptar su destino. Otros pacientes observaron que, si bien al
principio se apreciaba un cierto alivio del dolor, "en la
mayoría de los casos... éste volvía a aparecer al cabo de tres
meses y con la misma intensidad" (Elithorn et al., 1958,
254; citado en Trigg, 1970). Murray sostiene la posibilidad de
inferir la falta de dolor afectivo a partir de la negativa de los
pacientes lobotomizados a tomar analgésicos (basado en Trigg, 1970,
134 y sigs.). Sin embargo, Trigg observó que aunque los pacientes
sometidos a leucotomía mostraban a menudo una menor ansiedad por el
dolor, seguían tomando aspirinas para calmarlo, "... signo de
que todavía les desagrada en cierta medida y quieren librarse de él"
(Trigg, 1970, pág. 138).
Pero la analogía que los
neocartesianos pretenden aquí encuentra un problema esencial. A
diferencia de los pacientes sometidos a lobotomía, son muchos los
animales que han dado muestras claras de un aparente interés
por aliviar su (presunto) dolor. Aparte del menos controvertido caso
de los mamíferos, los peces, por ejemplo, tras recibir un estímulo
doloroso, cambian sus preferencias de localización con el fin de
consumir un analgésico (Sneddon, 2003, cfr. con Sneddon et al.,
2014, 2018), de mismo modo que los pollos heridos cambian sus
preferencias alimentarias si la comida contiene un analgésico
(Danbury et al., 2000). Esto sugiere que, a diferencia de los
pacientes un tanto falseados de Murray, estos animales están
dispuestos a tomarse algunas molestias para evitar los estímulos
nocivos o aliviar sus efectos, lo que encaja bien con la hipótesis
de que pueden experimentar el dolor como parte de una función
adaptativa22.
Examinemos por último otra analogía
empleada por los neocartesianos, a saber, la visión ciega. La visión
ciega (Weiskrantz, 2009) es una condición fruto de ciertos tipos de
daños cerebrales que hacen que los pacientes no sean conscientes de
estar viendo un objeto a pesar de que en ciertos casos responden
adecuadamente al estímulo visual. En su discusión del fenómeno, M.
Murray (2008, pág. 52) se apoya en la distinción que hace Block
(1995) entre la "conciencia fenoménica" (conciencia-F) y
la "conciencia de acceso" (conciencia-A). Se puede decir
que una criatura goza de conciencia-A cuando es capaz de albergar
representaciones mentales de los estados de cosas de su entorno. Por
contra, la conciencia-F entraña "...el carácter peculiarmente
subjetivo o fenoménico de la experiencia"23. Murray
escribe: "Por supuesto, una criatura puede estar en un estado de
conciencia de acceso sin estar en un estado de conciencia
fenoménica... el dolor de los animales es un dolor ciego, en
tanto que la criatura no tiene ningún sentido fenoménico del dolor,
aunque pueda tener acceso informativo a la situación dañina"
(Murray, 2008, págs. 53-54)24. De esta forma, los
animales guiarían su conducta de acuerdo con su dolor (ciego), pero
carecerían de una afección negativa de ese dolor. Según esta
hipótesis, los animales tan sólo darían la impresión de
experimentar el dolor de un modo consciente.
La visión ciega se descubre
principalmente en tareas de discriminación de elección forzada. Por
ejemplo, al ser preguntadas sobre algún estímulo visual, el
rendimiento de las personas con visión ciega es mejor que el
obtenido por azar. Fuera de este tipo de pruebas, resulta fácil
distinguir a un vidente de una persona con visión ciega. Si la
visión ciega fuese una analogía efectiva respecto del dolor de los
animales, cabría esperar que el comportamiento de evitación de
estos frente al dolor se limitara igualmente a casos análogos a la
discriminación de elección forzada, o, en su defecto, que los
pacientes con visión ciega fueran indistinguibles de las personas
videntes. Pero, bien al contrario, las conductas de evitación se
observan en contextos mucho más amplios de los que cabría predecir
si la analogía con la visión ciega fuera plausible25.
Por supuesto, los neocartesianos podrían aducir que el dolor ciego
de los animales es análogo a lo que Block dio en llamar "super
percepción ciega" (Block, 1995, cfr. con Tye, 1995, págs.
19-21), pero esto dejaría al neocartesianismo fuera de la
comprobabilidad, pues, según la hipótesis, se conservarían todos
los rasgos conductuales y funcionales del dolor fenoménico26.
Como señala acertadamente W.L. Craig (2011) en respuesta
a Murray, no tiene sentido llevar a una persona con visión ciega a
una galería de arte. Block (1995) menciona a Marcel, un paciente con
visión ciega que, estando sediento, no hacia el más mínimo amago
por agarrar un vaso de agua que tenía justo delante. La razón de
ello es que, fuera de las tareas de discriminación de elección
forzada, los estímulos visuales no generan ningún tipo de
motivación conductual sobre los pacientes con esta clase de
dolencia; los animales, en cambio, sí parecen estar
conductualmente motivados por los estímulos nocivos en formas que no
comportan nada parecido a esa clase de tareas. Este hecho socava la
analogía.
Por último, la analogía de naturaleza
empírica propuesta por los neocartesianos en relación a la visión
ciega es si cabe aún más infundada. La vía principal
retino-talamo-cortical, que soporta la mayor parte de la visión y
cuanta con la corteza visual primara (V1) como su relevo crítico, no
es la única vía anatómica que transporta la información visual
desde la retina hasta el sistema nervioso central. Existen otras
vías, como la llamada vía retino-tectal, en la que el colículo
superior, por medio de unas fibras de pequeño diámetro, ofrece un
acceso directo a los principales flujos visuales. La inhabilitación
experimental de esta vía conduce a una pérdida de la función de la
visión ciega en los monos, lo que evidencia una asociación entre
esta vía y la mencionada función (Kato et al., 2011). Más
recientemente, se ha sugerido que una vía subcortical desde el
colículo superior a la amígdala pasando por el núcleo pulvinar
podría explicar la función de la visión ciega (Macfayden et al.
2019). Es probable que estas vías desempeñen un cierto rol en el
procesamiento rápido de la información de bajo nivel (por ejemplo,
cambios en el contraste local, movimiento de objetos). No hay razón
para creer que estas vías estén dañadas en los sujetos con visión
ciega, de modo que podrían servir como una fuente de información
apta para la detección y la toma de decisiones. No está claro si
esta información se manifiesta con un contenido fenoménico que
pueda ser reconocido por los pacientes. Y de ser así, estos
contenidos podrían ser elusivos y presentarse a modo de intuiciones
sutiles. Buscarlos en los dominios estándares de la visión podría
resultar completamente engañoso, pero de existir tales contenidos
fenoménicos, entonces la visión ciega no sería tan ciega como se
pensaba (cfr. con Overgaard, 2012); este hecho haría de la analogía
que pretenden los neocartesianos menos adecuada aún de lo que ya es.
VI. CONCLUSIÓN
Muchos neocartesianos contemporáneos
han basado sus argumentos en la idea de que la AC o la afección
negativa del dolor se encuentran inexorablemente unidas a ciertas
estructuras cerebrales fijas y que éstas se hallan ausentes en otras
especies. Para M. Murray y W.L. Craig, se trataría de la CPF,
supuestamente exclusiva de los "primates humanoides"; para
Bermond, sería una CPF amplificada y sólo presente en los humanos
adultos; para Rose y Key, serían la CCA y la ínsula, aparentemente
ausentes en los peces. No obstante, las evidencias revisadas aquí
arrojan serias dudas respecto de todas estas afirmaciones.
Además,
el cerebro se muestra neurofuncionalmente resiliente en lo que atañe
a la preservación de la AC y la percepción del dolor, no siendo
estas áreas específicas necesarias para su implementación27.
La importancia cognitiva y afectiva de estas funciones sugiere que
los circuitos neuronales necesarios para ellas bien podrían ser más
profundos que cualquier estructura neocortical. De ser así, lo
lógico sería, al menos en el caso de los vertebrados, buscar el
pilar de estas funciones en estructuras subcorticales (véase Merker,
2007; Damasio et al., 2013, pág. 833) y, de forma más
general, en los rasgos de caracterización más abstracta de la
arquitectura neurocomputacional, aún no descritos por completo (pero
véase Rudrauf, 2014; Rudrauf et al., 2017, cfr. con Key y
Brown, 2018).
Phil Halper, Kenneth Williford,
David Rudrauf & Perry N. Fuchs, 22 de abril de 2021.
NOTAS
1
– Nos servimos
para este trabajo de la definición establecida por la IASP (siglas
en inglés de la Asociación Internacional para el Estudio del
Dolor): "Una experiencia sensorial y emocional desagradable,
asociada a un daño tisular real o potencial, o descrita en términos
de dicho daño."
(https://www.iasp-pain.org/PublicationsNews/NewsDetail.aspx?ItemNumber=9218).
Aunque es poco probable que el daño tisular sea necesario para el
dolor emocional, esto no afecta a nuestra argumentación. Utilizamos
la expresión "afección negativa del dolor" como
indicativa de una experiencia consciente del dolor como fenómeno
desagradable. También asumimos en todo momento que la
conciencia no es epifenoménica, que tiene una función multifacética
y genera diferencias de comportamiento.
2
– Cabe apuntar que si
prestamos atención a los neocartesianos de inspiración religiosa,
como Michael Murray y William Lane Craig, es en gran parte debido a
la enorme influencia que sus puntos de vista sobre estas cuestiones
han tenido en ciertos círculos extra-académicos, una influencia
fomentada por el libro Nature Red in Tooth and Claw de Murray,
publicado por Oxford University Press en el año 2008. Nuestros
argumentos en contra de su particular versión del neocartesianismo
no dependen de que estemos o no en lo cierto respecto del dolor de
los peces o los cefalópodos, pues su negación de las experiencias
conscientes de la afección negativa del dolor se extiende a la
mayoría de los mamíferos (e incluso a la mayoría de los primates).
3 – Preuss defiende que, más allá de algunas sutiles diferencias
anatómicas en las subáreas de la región, la CPF de roedores y
primates es en esencia bastante similar, mientras que Markowitsch y
Pritzel proponen una definición programática de la CPF basada en el
criterio de las proyecciones talámico mediales pero añadiendo
algunos métodos complementarios para una mayor caracterización de
la CPF. En un artículo posterior, H. J. Markowitsch y Pritzel
(1981), aunque enfatizan la existencia de sutiles diferencias
específicas en los patrones de proyección, argumentan a favor de la
presencia de una CPF en cobayas, ratas y conejos. Véase también
Carlén (2017) para una importante discusión reciente sobre los
problemas asociados a la definición de la CPF. Cabe destacar que
Carlén no pone en duda la presencia de una CPF en múltiples
especies de mamíferos (incluyendo ratas y ratones) y que sostiene
que la definición de la CPF debería incluir información respecto
de su aspecto funcional, aun cuando las distintas especies posean
unas bases neuroanatómicas ligeramente diferentes; esto concuerda
con lo que sugerimos a continuación.
4 – Otros sin embargo han
afirmado que la CPF de los humanos no es proporcionalmente mayor que
la de los chimpancés (Semendeferi et al., 2002). De ser
cierto, se trataría de un nuevo factor en contra del
neocartesianismo de Bob Bermond (1997), quien afirma que la CPF
amplificada de los humanos es, junto con un neocórtex adecuado, un
"prerrequisito de la experiencia emocional".
5 – Los
principales neocartesianos enfocados en la CPF insisten en la
afirmación de que sólo los "primates humanoides" (M.
Murray), los "grandes simios" (Craig) o los humanos adultos
(Bermond) experimentan la afección negativa del dolor.
6 – El
origen de la relación entre la CPF y la percepción del dolor
procede de casos de pacientes sometidos a lobotomía que
aparentemente sentían dolor pero no experimentaban malestar. Sin
embargo, no hay nada en estos informes que invite a prestar una
atención especial a la corteza granular. Como argumentaremos más
adelante, los informes de estos pacientes han sido malinterpretados,
no descubriendo su examen detallado nada que apoye la afirmación de
que los pacientes lobotomizados carecieran de una afección negativa
del dolor.
7 – Recientemente han sido halladas algunas
evidencias de homología entre los microcircuitos del palio aviar y
el neocórtex de los mamíferos (Calabrese y Woolley, 2015), lo que
ayudaría a explicar por qué algunas aves lucen capacidades
cognitivas avanzadas en ausencia de un neocórtex de seis capas
(Marzluff y Angello, 2012).
8 – La idea de que la AC y la
conciencia en general cuentan con un sustrato anatómico distribuido
goza de un gran apoyo proveniente de muy diversos ámbitos (por
ejemplo, Damasio, 1999, 2010; Edelman y Tononi, 2001; Rudrauf, 2014;
Varela et al., 2001).
9 – Casos como éste han llevado a
hombres como Damasio y Tranel a hipotetizar (en el informe mencionado
por Rudrauf) que "...el sustrato neural de los estados afectivos
se halla primero en las estructuras subcorticales y luego se repite
de forma secundaria en las estructuras corticales. El nivel
subcortical procuraría los estados afectivos básicos mientras que
el nivel cortical establecería relaciones entre estos estados
afectivos y ciertos procesos cognitivos como la toma de decisiones y
la imaginación" (Damasio et al., 2013, pág. 833). Véase
también (Panksepp, 2004, caps. 8-15; Merker, 2007).
10
– Véase
sin embargo la discusión más adelante sobre el dolor de los peces
para adoptar cierta cautela aquí.
11
– Pero véase (Key y Brown,
2018) para una opinión contrastada sobre los cefalópodos.
12
– En
realidad estamos de acuerdo tanto con la ontología como (en
principio) con la metodología descritas en el estudio de Key y
Brown (2018). Si supiéramos exactamente qué tipo de procesos
neurocomputacionales se requieren para la materialización de la
experiencia consciente del dolor y pudiéramos detectar los
correlatos físicos y estructurales de dicha materialización,
entonces estaríamos en condiciones de conocer la distribución
del dolor consciente con mucha mayor certeza y con mucha menos
dependencia de intuiciones plausibles y de argumentos por analogía
multifactoriales como los de Segner, argumentos de parsimonia y
argumentos de probabilidad —que
son nuestra mejor herramienta en la actualidad; en cualquier caso,
rechazamos enfáticamente la afirmación de que dicha dependencia
suponga una petición de principio. Ahora bien, tenemos serias dudas
en cuanto al modelo de orden cuasi elevado de monitorización de la
conciencia que suponen Key y Brown, así como en cuanto a nuestra
capacidad para caracterizar con precisión los procesos
computacionales y los requisitos de hardware y materialización
neurobiológicos necesarios para su implementación. Key y Brown
creen tener, en nuestra opinión, un conocimiento de todo ello mucho más preciso de lo que
resulta razonable, y esta duda se traslada a su
conclusión de que no hay pruebas "convincentes" de que los
cefalópodos tengan una experiencia consciente del dolor.
13
– Cabe
destacar que estamos ampliamente de acuerdo con Allen (2004) y
Coghill (1999), citado por el primero, en que, como dice Allen
(619-620), la "...imagen 'clásica' de la doble vía del sistema
sensorial del dolor, comprendida por un sistema
sensorial-discriminario proyectado a la corteza somatosensorial y un
sistema afectivo-motivacional proyectado a los lóbulos frontales"
es "...en el mejor de los casos, sólo una de las varias teorías
enfrentadas, y en el peor de los casos, una teoría muy defectuosa".
Las dudas de Coghill en torno al modelo "clásico" son
anteriores a los datos corroborativos que ofrece el caso de Roger
aquí destacado, habiendo señalado también que los pacientes con
lobotomía prefrontal, discutidos más adelante, pueden volverse
hipersensibles a los estímulos agudos, tal y como señala Allen.
14
– En este caso no es posible apelar a la resiliencia neurofuncional
para los mecanismos de discriminación del dolor no-afectivo, ya que
el lapso de tiempo es demasiado corto. Además, estos resultados no
pueden explicarse del todo en términos del sofisticado aprendizaje
asociativo mediado por la médula espinal (véase Allen, 2004,
632-638, para referencias y discusión).
15
– Esto pone de
manifiesto el peligro de sacar conclusiones precipitadas sobre
relaciones estructuro-funcionales inflexibles. Por poner un ejemplo,
el dolor abdominal intenso se trató con una cordotomía
anterolateral, por la que se seccionó la región anterolateral de la
médula en el cuello o el tórax. Los resultados iniciales fueron muy
positivos, mostrando una pérdida total del dolor por debajo del
punto seccionado. Sin embargo, los resultados positivos iniciales
procedían de pacientes con enfermedades terminales. Cuando esta
operación irreversible se practicó en pacientes no-terminales, se
comprobó que, con el tiempo, el dolor acababa regresando (Cervero,
2012).
16
– También cabría preguntar aquí cuánto tiempo duró
el seguimiento de los sujetos. El el caso de Berthier, al que apela
Key, se llevó a cabo un examen mensual durante un periodo de
seguimiento de seis meses. En el caso de Roger, sus respuestas de AC
y dolor fueron examinadas varias décadas después de la lesión y de
muy diversas maneras. La posibilidad de que el cerebro sea capaz de
"recablearse" para preservar funciones esenciales por vía
de unas estructuras diferentes es sencillamente inobservable en el
breve marco temporal manejado en el estudio de Berthier.
17
– Hemos observado que la perspectiva de Key con respecto al estudio del
dolor animal ha girado desde entonces hacia una dirección que
consideramos más plausible, más computacionalista y menos
localizacionista (véase Key y Brown, 2018).
18
– Cabe destacar que
los niños kenianos y fiyianos de seis años no superan la prueba del
espejo (Broesch et al., 2011); así pues, un fracaso en esta
prueba no es necesariamente indicativo de ausencia de AC.
19
– A
menudo se asume que la prueba del autorreconocimiento en el espejo y
la prueba de la marca son la misma cosa, pero esto no es correcto. La
prueba de contingencia es una forma de prueba del espejo en la que se
examina si un animal se observa en el espejo mientras realiza
movimientos graduales de sus extremidades; en la prueba de
comportamiento autodirigido se trata de observar si, en presencia del
espejo, el animal aumenta sus conductas de autoinspección. La prueba
de la marca sondea la capacidad de un animal para descubrir o
reaccionar frente a una marca física sólo observable en un espejo
(Morrison y Reiss, 2018). Las respuestas de incertidumbre (Smith et
al., 2003) consisten en que un animal proceda o renuncie a una
prueba en función de sus propios conocimientos. Si renuncia a la
prueba, obtiene una recompensa menor de la que obtiene si realiza la
prueba y logra una respuesta correcta, pero mayor de la que obtiene
si realiza la prueba y da una respuesta incorrecta.
20 – Véase la
interesante discusión en (Key y Brown, 2018) sobre la compleja
relación entre las teorías de la conciencia como pensamiento de
orden superior y su propia teoría particular de la conciencia, que
postula que "...las redes neuronales observadoras (redes que en
cierto sentido introspeccionan el procesamiento neuronal que genera
las representaciones neuronales de los estímulos sensoriales)"
son esenciales para la "conciencia subjetiva".
21 – La
estrategia de Key y Brown (2018) puede interpretarse razonablemente
como una versión más rigurosa del neocartesianismo basado en la
representación del orden superior (aplicado a los moluscos). Véase
también (LeDoux, 2019) para unos argumentos a favor de la emergencia
evolutivamente tardía de la conciencia basados en otra versión
neurobiológicamente fundamentada de la teoría de la
representación/monitorización del orden superior. LeDoux no es
neocartesiano. Tan solo aboga por una cierta cautela frente a la
atribución de conciencia a los animales nohumanos (véanse los
capítulos 59-61).
22 – No se ha demostrado de forma concluyente
que estas respuestas de los peces no se deban a efectos de las drogas
distintos de la analgesia (véanse los comentarios de Walters [2018]
respecto de [Sneddon et al., 2018], cfr. con Sneddon et
al., 2014). Es, por supuesto, una observación común que los
mamíferos muestran lo que ciertamente parecen comportamientos de
evitación del dolor (por ejemplo, el no uso de una pata
lesionada).
23 – Cabe apuntar que Murray no hace una adecuada
distinción entre el carácter subjetivo ("para-mí") y el
carácter fenoménico o cualitativo ("cómo-es-ser"). Hay
que señalar también que en la terminología de Block lo que se
enfatiza no es el acceso al mundo (en el sentido de intencionalidad o
contenido representacional), aunque, tal y como viene definido, el
estado de conciencia-A lo tendría efectivamente contenido; no
obstante, lo que se enfatiza es lo que otros llaman "preparación"
(véase Tye, 1995, pág. 138) o "espacio de trabajo global"
(véase Baars, 1997) —es
decir, el hecho de que tales estados estén disponibles para su
explotación por parte de otros "sistemas de consumo"
dentro de la criatura a fin de guiar la acción, el razonamiento o el
informe verbal (en el caso de los humanos).
24 – Otro que sostiene
que el dolor animal podría ser un "dolor ciego" es Peter
Carruthers (1996, 149, pág. 223). Véase (Allen, 2004) para una
crítica exhaustiva de las posturas más recientes de Carruthers en
torno al dolor y la conciencia animal.
25 – Deseamos mostrar
nuestro agradecimiento al difunto Larry Weiskrantz por su ayuda en la
formulación de esta respuesta.
26 – Cabe destacar que la visión
ciega ha sido observada también en los monos. Si la diferencia entre
una criatura con visión ciega y una con visión normal radicara en
la ausencia de una conciencia-F de la primera, entonces eso
significaría que los monos videntes poseen en efecto una
conciencia-F del mundo, cosa que contradice las más ambiciosas
versiones del neocartesianismo. No está claro si la visión ciega se
da en otros animales. Se han publicado informes de comportamientos
análogos en roedores (Carey et al., 1990) y gatos (Sherman y
Sprague, 1979), pero aún se discute si se trata de verdaderos
análogos.
27 – Véase Allen (2004, 635 y sigs.) para una
amplia y matizada discusión en torno a la función del dolor y la
necesidad de guardar cierta cautela a la hora de inferir la presencia
de dolor fenoménico a partir de consideraciones acríticas e
intuitivas sobre su papel funcional. En general, apreciamos una
cierta convergencia entre nuestras ideas y las ideas Allen con
respecto a muchas cuestiones, por más que nuestros ángulos de
visión sean algo diferentes.
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________________________________________
Traducción: Igor Sanz
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