Cualquiera que leyese los prefacios y primeros
párrafos de las obras canónicas de la filosofía occidental podría suponer que la pregunta clave para esta disciplina es: ¿qué hace
que los humanos sean mucho mejores que los otros animales? Lo cierto
es que resulta asombroso lo implacable que se ha mostrado esta idea a
lo largo de toda la historia de la filosofía. El distanciamiento y
la superioridad de los humanos con respecto a los miembros de las
otras especies se destaca como un buen candidato a matriz del
pensamiento occidental. Y un buen candidato a su lado más oscuro,
también.
Todo gran filósofo, antes de ahondar
en cualquier problema ético o metafísico, se detendrá un momento
para hacer la declaración estipulada: «No soy una ardilla».
Se trata de algo que conviene enfatizar continuamente, por supuesto.
La racionalidad y el autocontrol, subrayan los filósofos
una y otra vez, otorgan a los humanos un valor del que no gozan las
ardillas (quedémonos de momento con esta especie), un estatus moral
único. Somos conscientes, y las ardillas, supuestamente, no; somos
racionales, y las ardillas, no; somos libres, y las ardillas, no.
Podemos simplemente felicitarnos por
haber salvado la amenaza. Pero, si de verdad nos creemos tan
superiores a las ardillas, ¿por qué nos hemos pasado miles de años reafirmándolo?
Es casi como si la existencia misma de
los animales, y sus similitudes con los humanos, constituyeran una
afrenta. Como la ardilla, tengo ojos y orejas, correteo por el suelo,
y, de vez en cuando, hasta trepo por los árboles (aunque en esto es
mucho más diestro uno de los dos). Nuestras cualidades compartidas
—como
que somos peludos y hacemos caca, por ejemplo—
resultan desconcertantes cuando nos contemplamos a nosotros mismos
como seres inmortales creados a imagen y semejanza de Dios y a las
ardillas como un puro manojo orgánico de instintos.
Una de los problemas de admitir nuestra
animalidad es que conlleva mortandad; para la filosofía, ser un
animal implica una muerte sin propósito y una vida sin sentido. Es
la racionalidad lo que nos confiere dignidad, lo que nos invita a
reclamar ese respeto del que el simple animal no resulta acreedor. «La ley moral me revela una vida independiente de la
animalidad», escribe Immanuel Kant en su Crítica de la razón
práctica. No se puede negar que, al menos a lo que atañe a esta
afirmación, el intelectualismo occidental se ha mostrado
extraordinariamente unánime.
El nexo de estas ideas con el modo
en que tratamos a los animales —por
ejemplo, en nuestra cadena alimenticia— es demasiado obvio como
para que haga falta repetirlo. Y la subestimación de los animales y
nuestra desconexión de ellos son reflejos de una devaluación más
profunda de todo el universo material en general. Bajo este esquema,
no le debemos nada a la naturaleza; es ella la que nos lo debe todo a
nosotros. Es la idea que subyace a la aniquilación de las especies y
la destrucción del medio ambiente, así como al desarrollo
tecnológico.
Y a ello se suma un nuevo problema
cuando la distinción entre los humanos y los animales se emplea para
establecer distinciones entre los propios seres humanos. Para esta
corriente de pensamiento, algunos seres humanos son conscientes de sí
mismos, racionales y libres, mientras que otros están gobernados por
sus deseos más salvajes. Algunos trascienden su entorno: la razón
es lo que mueve sus acciones. Pero otros son empujados por las
circunstancias físicas, por sus cuerpos. Algunos, en definitiva, son
unos animales, mientras que otros están por encima de eso. Resulta
un alegato muy recurrente en favor del colonialismo, la esclavitud y
el racismo.
La fuente clásica de esta distinción
la hallamos en Aristóteles. En su Política, escribe: «Todos
aquellos que difieren de los demás tanto como el cuerpo del alma o
el animal del hombre (y tienen esta disposición todos aquellos cuyo
rendimiento es el uso del cuerpo, y esto es lo mejor que pueden
aportar) son esclavos por naturaleza». Su conclusión es
definitiva. «Para ellos es mejor estar sometidos a esa clase de
imperio».
Toda jerarquía humana, en la medida en
que pueda ser justificada filosóficamente, es tratada por
Aristóteles como una analogía de la relación del hombre con los
animales. Cabe tenerle en cuenta que no estaba tratando de establecer
la superioridad de los humanos sobre los animales, sino la
superioridad de unos humanos sobre otros.
«Los pueblos salvajes en muchos
lugares de América», escribe Thomas Hobbes en Leviatán,
respondiendo a quienes sostienen que los seres humanos nunca han
vivido en el estado de naturaleza, «no tienen gobierno alguno y
viven hoy en día de esa manera brutal». Al igual que Platón,
Hobbes asocia la anarquía con la animalidad y la civilización con
el Estado, que dota por primera vez a nuestra locomoción animal de
un contenido moral y nos ordena en una jerarquía bien definida. Pero
esta línea de pensamiento también justifica el colonialismo o
incluso la erradicación del «salvaje», la bestia con forma
humana.
Nuestras supuestas diferencias con
respecto a las «bestias», los «brutos» y los «salvajes» nos conducen a distanciarnos de la naturaleza,
de los demás y, por último, de nosotros mismos. En la República
de Platón, Sócrates divide el alma humana en dos. El alma del
sediento, dice, «no desea otra cosa que beber». Pero
podemos contenerlo. «Lo que inhibe tales acciones»,
concluye, «surge de los cálculos de la razón». Cuando nos
contenemos o controlamos, argumenta Platón, el ser racional está
conteniendo al animal.
Según este punto de vista, cada uno de
nosotros es a la vez una bestia y una persona —y el objetivo de la
vida humana sería hacer que nuestra racionalidad ponga freno a
nuestros deseos y nos purifique de la animalidad. Esta sistemática
autodivisiva encuentra una nueva versión en el dualismo cartesiano
mente-cuerpo, o en la distinción freudiana entre el id y el
ego, o en el contraste neurológico entre las funciones de la
amígdala y de la corteza prefrontal.
Me gustaría poder declarar
públicamente lo desastroso de esta clase de dualismos, pero no sé cómo
articular su refutación, excepto diciendo que no me siento una
programación lógica dentro de un cuerpo animal; me gustaría poder
considerarme algo más integral que todo eso. Y me gustaría repudiar
todas las conclusiones políticas y medioambientales que se
desprenden de nuestra supuesta trascendencia de lo natural. No veo
cómo podríamos dejar de ser mamíferos sin dejar de ser nosotros
mismos.
No cabe duda de que los seres humanos
son distintos de los demás animales, aunque no necesariamente más
distintos de lo que lo son los demás animales entre sí. Pero quizá
nos hemos centrado demasiado y durante demasiado tiempo en las
diferencias. Tal vez sea hora de hacer hincapié en lo que todos los
animales tenemos en común.
Nuestro parecido con las ardillas no
tiene por qué ser interpretado como una amenaza para nuestra imagen.
Podríamos en su lugar verlo como una esperanzadora señal de que,
algún día, aprenderemos quizá a trepar mejor a los árboles.
Crispin Sartwell, 23 de febrero
de 2021.
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Texto original: Humans Are Animals. Let's Get Over It
Traducción: Igor Sanz
Texto original: Humans Are Animals. Let's Get Over It
Simplemente Ellos llevan más tiempo en estas tierras... por lo tanto saben más!!! y merecen todo nuestro respeto!!!
ResponderEliminarno dice absultamente nada ademas de sacar conclusiones sin sentido en donde seguramente el autor es quien se siente amenazado por los animales, perdida de tiempo
ResponderEliminarLástima que hayas perdido tu tiempo (si es que lo has leído) en lo que no te interesaba. Y sí, nuestra especie animal, homocentrica, egocéntrica, narcisista y pagada de sí, claro que estamos bajo amenaza. La de la misma cadena que abrimos hace mucho contra la naturaleza y en la que volvemos a ser eslabón, pero el último. Tampoco hace falta ser muy leído ni muy teórico no muy actual. En mi casa, hace más de 50 años, era el pensamiento de varias generaciones. Nunca hemos sentido ni pensado de otra manera. Y dentro de no muchas décadas recordaremos que comíamos y vestíamos de los animales, que me machacábamos animales innecesariamente para "investigar" y nos parecerá imcreíble, como ya nos parecen otras acciones e intervenciones egoístas y salvajes.
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