jueves, 14 de abril de 2022

Hasta los gusanos sienten dolor

¿Quién puede sentir más dolor, una persona o un gato? ¿Un gato o una cucaracha? Se encuentra muy extendida la presunción de que la inteligencia de los animales y su capacidad para sentir dolor están positivamente correlacionadas, que los animales más inteligentes son más propensos al dolor y viceversa. Pero, ¿y si nuestra intuición estuviera equivocada y fuese justo lo contrario? ¿Y si lo animales menos inteligentes no sólo fueran capaces de sentir igual cantidad de dolor, sino incluso más?
 
El dolor representa un enorme desafío psicológico. Investigar sobre ello puede llegar a ser, en fin... doloroso. «Tener dolor plantea una certeza, pero oír hablar del dolor sólo plantea dudas», escribió Elaine Scarry en The Body in Pain. Es muy fácil caer en la desestimación del dolor ajeno mientras se trata el propio como un hecho incuestionable.
 
Esta disparidad es aún más cierta en lo relativo al dolor de los demás animales, en especial dentro de una sociedad occidental que elevó a Descartes por encima de la verdad. Los animales, dijo, no eran más que autómatas. No sentían el dolor como nosotros, y así, excediéndose en la idea del excepcionalismo humano, no dudó en abrirlos estando aún vivos, sin preocupación ninguna por lo que estaba claro que sentían. Lo mismo ocurrió con otros gigantes de la ciencia primitiva, como William Harvey, cuyo descubrimiento del papel del corazón en la circulación de la sangre se basó en gran parte en su propia cruel vivisección de perros vivos.

LA CUESTIÓN PARTE DE UNA PREGUNTA SENCILLA: ¿PARA QUÉ SIRVE EL DOLOR?


Un correlato vinculado con esta actitud, y raramente cuestionado incluso hoy día, es que cuanto más parecidos son los animales a nosotros, más probabilidades tienen de experimentar dolor. Y si los animales en cuestión son «simples» —es decir, estúpidos— entonces no pueden experimentarlo. Quiero rebatir esto y sugerir una hipótesis contraria a la intuición: que los animales con menos capacidad cognitiva podrían sentir tanto o incluso más dolor que sus primos más inteligentes. Recuerdo perfectamente cómo de niño solía contemplar con horror el modo en que mi tío enhebraba los gusanos en su anzuelo de pesca. Las víctimas se retorcían al modo en que en los humanos sería un síntoma indiscutible de agonía, al tiempo que mi tío trataba de tranquilizarme diciendo:
«Descuida, no sienten dolor». Ya como investigador adulto he visto a serpientes, peces y cucarachas sufrir espasmos al ser sometidos a descargas.

Mi argumento, ciertamente hipotético, parte desde una pregunta muy sencilla: ¿para qué sirve el dolor? Y esta pregunta nos conduce a una respuesta igualmente sencilla: proporciona una valiosa advertencia de que algo peligroso (dañino) está teniendo lugar. Lo mismo si eres un animal o un ser humano, si te han mordido o te han envenenado, si alguien te ha pisado un dedo del pie o la cola. El dolor nos induce a retirarnos de una situación perjudicial, a proteger una parte vulnerable o dañada de nuestro cuerpo y a evitar que volvamos a caer en aquello que nos ha producido esa sensación desagradable. Por lo general, aunque no siempre, el dolor desaparece en cuanto eliminamos el estímulo, actuando como el indicador principal —y a menudo también el más severo e importante— de que la supresión del estímulo redunda en beneficio para el individuo.

Así, la ausencia de dolor puede ser algo en sí mismo peligroso. Por eso las personas que padecen la enfermedad de Hansen («lepra») suelen acabar perdiendo algunos dedos o algunas partes de su cara, porque una de las consecuencias de esta enfermedad es una merma en la percepción del dolor periférico. Por muy desagradable que sea y por terrible que pueda volverse en casos graves y crónicos, el dolor es importante. Es, paradójicamente, nuestro amigo.

En tanto que señal de alarma crucial, el dolor debería ser algo universal en las especies, tan valioso para los paramecios como para los humanos. Estoy de acuerdo con el argumento expuesto por Richard Dawkins en su libro La ciencia en el alma, en un capítulo titulado «Pero, ¿pueden sufrir?», respecto de que las criaturas con cerebros más pequeños podrían tener una mayor necesidad de esta señal. «¿No es concebible que una especie no inteligente pudiera necesitar sentir un golpe masivo de dolor para aprender una lección que nosotros podríamos aprender con un incentivo menos potente?», pregunta Dawkins.

Tener un cerebro grande tiene muchos beneficios, algo que la teoría evolutiva debería ser capaz de predecir dado lo metabólicamente costosas que son de producir y mantener las redes neuronales complejas. El cerebro de un Homo sapiens adulto ocupa aproximadamente el 2% de su peso corporal y representa el 20% de su presupuesto de energía. Una de esas compensaciones adaptativas es que, cuanto más funcional es el cerebro, mayor es la capacidad de aprendizaje de quienes lo poseen. Por supuesto, esta capacidad se emplea en todo tipo de tareas, incluida la memoria, entre cuyas ventajas menos reconocidas está la capacidad de recordar circunstancias físicas que han sido desventajosas o incluso peligrosas —es decir, que probablemente hayan causado algún dolor. Una vez experimentado un dolor, aquellos capaces de recordarlo tienen una clara superioridad. Pueden aprender sobre las circunstancias que lo han precipitado y evitar que se repitan. El gato escaldado, del agua huye.

Pero, ¿qué ocurre si eres un animal menos dotado de inteligencia y memoria asociada (y asociativa)? En tal caso podrías estar condenado a repetir cada experiencia dolorosa una y otra vez, al estilo del Día de la Marmota, pues eres menos capaz de conectar los elementos relevantes que desencadenan el resultado angustioso. Ese no es el caso de los animales más inteligentes. De hecho, la capacidad de estos animales de aprender a evitar los estímulos desagradables debería estar en proporción a su dote neuronal. Así, los tontos se beneficiarían más que los sabios de un acicate particularmente fuerte, una detonación —llámese «dolor»— con una mayor probabilidad de evocar lo que sea que pase por la memoria y el aprendizaje en unas mentes ciertamente pobres. De ser así, la ventaja para ellos la proporcionaría una señal de alarma especialmente intensa: más dolor en lugar de menos.
 
Los últimos años de investigación han demostrado que los animales tienen una capacidad de raciocinio mucho mayor de lo que se pensaba. Consideremos por ejemplo las capacidades bien documentadas de Alex, el loro gris africano estudiado por Irene Pepperberg. Alex, acrónimo de Avian Learning Experiment [Experimento de Aprendizaje Aviar], tenía un vocabulario de más de 100 palabras y era capaz de identificar el color y la forma de un objeto. O pensemos en las capacidades cognitivas de perros como Chaser, que dominaba 1.022 sustantivos (uno para cada uno de sus juguetes) o Rico, que podía resolver rompecabezas lógicos con la agudeza de un humano de 3 años. La capacidad de razonar podría estar vinculada a la capacidad de sufrimiento, pero es poco probable que sea unos sus requisitos previos.
 
Al fin y al cabo, cuando los seres humanos nos cortamos o quemamos, sentimos un dolor inmediato, sin razonar en absoluto sobre ello. Nuestra rápida sensación dolorosa (denominada «nocicepción») suele estar asociada a una respuesta refleja e independiente de nuestras funciones cognitivas superiores. Los pollos sometidos a circunstancias físicas internas asociadas con el dolor muestran preferencia por los alimentos con analgésicos. Las neuronas sensoriales de los peces son fisiológicamente indistinguibles de las nuestras. Y como las nuestras, esas neuronas responden igual a los estímulos perjudiciales, respuestas que se mitigan con la administración de fármacos opioides. Además, se han identificado receptores opioides similares a los nuestros en insectos, crustáceos, moluscos e incluso nematodos.
 
En un artículo ya famoso titulado «¿Qué se siente siendo un murciélago?», el filósofo Thomas Nagel concluía, en esencia, que nunca lo sabremos. Tampoco sabremos nunca, con seguridad, cómo es ser un pez, un insecto o un crustáceo. Pero las evidencias que tenemos sugieren que, como observa Shylock en El mercader de Venecia, si se les «pincha», no sólo sangran, sino que sienten dolor.

EL DOLOR ES UNO DE LOS CARACTERES MÁS IMPORTANTES


¿De qué modo, pues, sentimos el dolor? Más exactamente, ¿cuál es la naturaleza de las señales que interpretamos como dolorosas y cómo funcionan? Por lo que sabemos, el dolor —como todas las demás experiencias mentales— está mediado por nuestras neuronas y se «experimenta» en el cerebro, por más que derive de acontecimientos ocurridos en otras partes corporales. El cerebro humano, sorprendentemente, es insensible al dolor, por lo que el pionero de la neurocirugía Wilder Penfield pudo invadir los cerebros de pacientes conscientes y no anestesiados y descubrir que la estimulación de sus distintas regiones evocaba sentimientos y recuerdos diferentes.

Cuando la mayoría de nosotros piensa en el dolor, piensa en lo que médicos y neurobiólogos llaman «dolor nociceptivo», que suele ser el resultado de una lesión tisular cuando una parte periférica del cuerpo es quemada, aplastada, perforada o cercenada. El dolor nociceptivo también puede provenir de estructuras viscerales como el corazón, el hígado o —más comúnmente— el tracto digestivo, que es muy sensible a una elongación inadecuada. Mientras que el dolor nociceptivo periférico suele ser agudo, el derivado de nuestras vísceras tiende a ser apagado, persistente y, como es lógico, profundo. En lo que respecta a la nocicepción, no hay que olvidar el dolor inflamatorio, evocado por la artritis y otras respuestas inmunitarias excesivas.
 
Debido a su importancia universal y clínica (el dolor es responsable de casi el 50% de las consultas al médico), sabemos mucho sobre este asunto tan complejo, al menos en lo que atañe a nuestra propia especie. Tenemos dos tipos básicos de fibras nerviosas encargadas de trasladar las señales dolosas por la médula espinal hasta el tálamo a través del tracto espinotalámico. Pero antes de llegar al cerebro, unas y otras toman rutas diferentes: las fibras ocupadas del dolor más inmediato y agudo siguen una camino más lateral, mientras que las señales más lentas y apagadas van por lo que se denomina ruta paleospinotalámica, llamada así porque sabemos que es evolutivamente más primitiva.

Pero el tálamo no es el fin de este relato. Desde aquí, los impulsos se extienden a al menos dos regiones de la corteza cerebral: la ínsula y el cíngulo anterior. La teoría actual de los neurólogos y neurobiólogos es que la ínsula nos permite de algún modo distinguir el dolor directo de las llamadas sensaciones homeostáticas, como las náuseas y el picor, mientras que el córtex cingulado anterior mediría el sentido emocional de lo desagradable del dolor. (Nota personal: las sensaciones dolosas también se perciben a través del córtex somatosensorial secundario, mapeado por el neurocientífico Clinton Woolsey, con quien estudié los cerebros de los mapaches en la Universidad de Wisconsin, Madison).
 
Además del dolor nociceptivo, también existe el dolor neuropático, causado por el daño o la irritación de las propias fibras nerviosas, como cuando nos golpeamos el «hueso de la risa», que en realidad es el nervio cubital. Por último, existe el llamado dolor «nociplástico», también conocido como sensibilización central, en el que los receptores del cerebro se hipersensibilizan a las señales del dolor crónico, de tal modo que la experiencia se vuelve multifocal y difícil de aislar en una región específica del cuerpo, siendo más intensa de lo que puede atribuirse a una causa física evidente. No obstante, cada vez se reconoce más como algo «real» que se manifiesta en forma de dolor crónico de espalda y cuello, así como en fibromialgia. Más recientemente, se ha visto implicado en la Covid.

Puede que el dolor, a diferencia del amor, no tenga excesivos matices, pero sí múltiples facetas. Además de trazar complejas vías, los científicos han identificado una serie de neurotransmisores que median en el dolor tanto de los humanos como del resto de los animales. Y aunque se sabe menos sobre cómo funciona el dolor en las especies «inferiores», parece probable que experimenten algo muy similar a nosotros, o incluso más intenso.

¿POR QUÉ NIEGA LA LEY SU PROTECCIÓN A CUALQUIER SER SENSIBLE?

Sin embargo, los complejos cerebros de los vertebrados tienen mucho en común con las redes neuronales de los invertebrados. Por ejemplo, las endorfinas (los neuromoduladores que detectan el dolor y sobre los que afectan los opiáceos) se encuentran no sólo en los vertebrados, sino también en los moluscos, los crustáceos, los insectos e incluso los platelmintos, que carecen de cerebro. Además, así como se sabe que los opiáceos reducen la nocicepción en muchas especies animales, se ha descubierto que sus antagonistas, como la naloxona, revierten este efecto lo mismo en lo seres humanos que en los invertebrados. Los nemátodos evitan el calor extremo igual que los mamíferos, e incluso los organismos unicelulares se retiran de ciertas sustancias químicas dependiendo de su cantidad de acidez o de alcalinidad.

La continuidad entre especies es la lección esencial de la biología evolutiva. En lo que respecta a los rasgos más básicos y adaptativos, todos estamos cortados por el mismo patrón. No cabe duda de que los mecanismos del dolor se desarrollaron y diversificaron a medida que los organismos con sistemas nerviosos más complejos fueron evolucionando. Dado el valor adaptativo del dolor, no sólo habría sido conservado a lo largo del tiempo evolutivo, sino que sería algo ancestral, uno de los rasgos más tempranos y fundamentales. Todo ello hace inadmisible negarles a los otros animales la experiencia del dolor.
 
El filósofo decimonónico Jeremy Bentham fue el primer y más influyente pensador occidental en proponer un argumento no teológico a favor de los derechos de los animales. En su Introducción a los principios de la moral y la legislación, Bentham escribió que los animales «a causa de haber sido sus intereses descuidados por la insensibilidad de los antiguos juristas, permanecen degradados en la categoría de cosas.». Y continuó preguntando: «¿Por qué la ley niega su protección a cualquier ser sensible?», para concluir que «llegará el momento en que la humanidad extenderá su manto sobre todo lo que respira».

Ese momento ya ha llegado, aunque la extensión sobre nuestros primos animales sea aún insuficiente. De 1993 a 2012, el pulpo común estuvo protegido en el Reino Unido en virtud del «Acta sobre Animales (Procedimientos Científicos)», una ley que en 2012 se extendió a todos los cefalópodos, en consonancia con lo establecido por la directiva de la UE de que «existen pruebas científicas de su capacidad [la de los cefalópodos] para experimentar dolor, sufrimiento, angustia y daño duradero». La práctica de la vivisección, antaño habitual, es considerada hoy una tortura inaceptable. La cría de animales a escala industrial está cada vez más en entredicho, siendo posible que algún día quede deslegitimada. El difunto filósofo Bernard Rollin, de la Universidad del Estado de Colorado, fue uno de los principales impulsores de que en Estados Unidos se promulgaran leyes que obligaran a veterinarios y ganaderos a prestar atención al dolor de los animales que tienen a su cargo.
 
Algunos extienden su preocupación por el dolor de los nohumanos a las plantas, lo que probablemente sea ir demasiado lejos. Pero si mi teoría, amable lector, limitada por ahora a nuestros parientes animales —a todos ellos—, le produce algún dolor, piense en lo que probablemente debe sentir esa lombriz que se retuerce.

David P. Barash, 02 de marzo de 2022.

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Traducción: Igor Sanz

Texto original: Even Worms Feel Pain
 

2 comentarios:

  1. Hola. Cuando afirmas que "el dolor debería ser algo universal en las especies, tan valioso para los paramecios como para los humanos", ¿estás sugiriendo la posibilidad de que los paramecios sientan dolor?

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    1. Muy buenas.

      La suya me parece una pregunta de lo más pertinente, pero la respuesta le correspondería al propio autor del texto, que es el profesor David Barash.

      Si se me permite especular con una interpretación, diría que lo que Barash trata de decir con esa frase temprana de su articulo es que, frente al dolor, sería mucho más lógico partir desde hipótesis que pecasen de generosidad. El dolor y la aversión por lo nocivo en general es algo tan basal y trascendente para la supervivencia, que sería sensato asumirlo de entrada como algo de categoría universal. No en vano, más adelante menciona que “incluso los organismos unicelulares se retiran de ciertas sustancias químicas” perniciosas.

      No creo sin embargo que, fuera de eso, el autor esté sugiriendo seriamente que los paramecios y otros organismos similares sientan dolor. Él mismo aclara al final del texto que su teoría está “limitada por ahora a nuestros parientes animales”.

      Muchas gracias por pasarse y comentar.

      Un saludo.

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