RESUMEN
Los académicos y analistas
occidentales rara vez han valorado la posibilidad de que los animales
nohumanos posean capacidades espirituales. La tendencia por asociar
la espiritualidad con la religión y a enfatizar sus propiedades
cognitivas e interpretativas ha llevado, por un lado, a que se
excluya a los animales nohumanos como agentes activos del universo
espiritual, y por otro, a que se deje de explorar la espiritualidad
como un fenómeno arraigado en las más antiguas regiones anatómicas
y cerebrales compartidas entre los humanos y las otras especies
animales. Si bien es cierto que el estudio de la religión se adecúa
más al marco de ciertos procesos característicos de un grado
cognoscitivo más elevado, la espiritualidad se revela como una
propensión de la conciencia intrínsecamente relacional,
no-reflexiva y experiencial, resultando así su exploración más
apropiada en términos de vitalidad afectiva. Las ciencias encargadas
de la mente y la cultura de los animales nohumanos están acumulando
pruebas que apoyan esta propensión, abriéndoles la puerta de la
agencia espiritual y contribuyendo al desarme de la ilusión del
excepcionalismo humano.
INTRODUCCIÓN
«¿No sería gracioso que la capacidad de sumergirse en el flujo de la vida, es decir, de vivir por un momento plenamente en las olas del presente —un estado pensado para describir los modos animales de conciencia como inferiores a la conciencia humana— fuera, de hecho, no el estado más bajo de la conciencia sino el más alto?»—Cynthia Willett, Ética interespecies (2014: 130)
En el discurso
occidental, los académicos y demás analistas rara vez han
considerado la posibilidad de que los animales nohumanos posean
capacidades espirituales. El histórico compromiso de la tradición
occidental con el excepcionalismo humano —la suposición de
que los humanos son únicos entre todas las especies, distintos de
alguna manera a todos los demás animales— ha servido como
una barrera particular para la aceptación de este tipo de ideas. Es
cierto que cuando uno deja de ignorar su existencia y abandona su
instrumentalización para fines tanto conceptuales como mundanos (por
ejemplo, como metáforas o como comida), puede empezar a percibirlos
como seres con una experiencia del mundo más pura e inmediata. Puede
empezar a verlos como seres que están "en el mundo como el agua
dentro del agua" (Bataille 1898: 23), o incluso, como sugiere
Rilje en la primera de sus Elegías de Duino (2009 [1923]),
como seres que "nos advierten que no estamos muy seguros y
confiados en esta casa, en este mundo interpretado". Sin
embargo, en mayor o menor medida, los animales nohumanos suelen ser
concebidos como autómatas instintivos cuya experiencia es
cualitativa y cuantitativamente diferente de la de los humanos. En
consecuencia, hablar de los animales nohumanos como sujetos/agentes
espirituales sigue suscitando acusaciones de antropomorfismo
—atribuir a otros animales propiedades consideradas
exclusivamente humanas (por ejemplo, Fisher 2005)—.
Sugiero que la razón principal de las
tales acusaciones es que cuando los investigadores y los líderes
religiosos discuten sobre espiritualidad, tienden a enfatizar sus
propiedades cognitivas e interpretativas. Es decir, tienden a suponer
que la experiencia espiritual sólo puede adquirir un verdadero
significado experiencial (es decir, significado desde el punto de
vista experiencial) cuando se filtra a través de un proceso
declarativo de creación de significado, interpretación y
contextualización, ya sea a través del imaginario religioso o de
algún otro marco cognitivo aconfesional. La mayoría de los humanos
consideran que las capacidades cognitivas de los animales nohumanos
no son lo suficientemente sofisticadas como para la creación de este
tipo de significado abstracto y, en consecuencia, descartan las
posibilidades de su espiritualidad.
Al mismo tiempo, los analistas y
profesionales de la materia también tienden a estar de acuerdo en la
necesidad de renunciar o trascender esa parte del yo —el
yo cognitivo, declarativo y reflexivo— para alcanzar la
comunicación corporeizada y holística que subyace en la experiencia
espiritual. "Nadie escuchará [la] palabra [de Dios] ni
[su] doctrina a no ser que haya renunciado a sí mismo", nos
advierte Meister Eckhart (citado en Kelley 2009 [1997]: 220). No
obstante, la idea de la trascendencia del yo —de
la autotrascendencia— es problemática por cuanto menos dos
razones. En primer lugar, puede inducir a creer que el camino a la
experiencia espiritual ha de pasar previamente por un yo reflexivo de
categoría humana. Esto puede conducir a que se blinde el
excepcionalismo humano en cuestiones espirituales, es decir, a que se
excluya la posibilidad de que exista espiritualidad en los animales
nohumanos atendiendo a la siguiente (equivocada) fórmula: el yo
reflexivo humano necesita existir para ser trascendido; trascender
este yo es lo que permite la experiencia espiritual; esta experiencia
debe entonces ser interpretada a través de mecanismos declarativos
para poder llegar a ser verdaderamente significativa para el yo
reflexivo. En segundo lugar, la "autotrascendencia"
es un descriptor negativo que nos dice lo que la espiritualidad no es
en lugar de lo que es o puede llegar a ser.
En contraste con las
conceptualizaciones anteriores, yo sostengo que ese sentido de
unidad, de fusión, de conexión, del que tanto hablan los
investigadores y religiosos, se materializa (en el sentido de llegar
a ser experimentable) a través de un proceso de introducción al
reino del yo implícito, experiencial. Conceptualizar este proceso
como "autotrascendencia" es atribuirle al yo reflexivo una
primacía en las experiencias espirituales que no tiene. Al mismo
tiempo, ensombrece el papel del yo experiencial —el
nivel de conciencia que le permite al organismo saber que vive y
siente, el nivel que un organismo vivo no puede trascender—. No es el
yo reflexivo, sino el yo experiencial, la clave de la experiencia
espiritual, en tanto que es el yo experiencial el que se comunica con
las agencias intangibles durante la experiencia espiritual, una
comunicación, una experiencia, que es sentida por el organismo sin
la interferencia y el posprocesamiento del yo reflexivo. Tanto los
animales humanos como los animales nohumanos tienen el mismo acceso
crítico al yo experiencial.
Se dan en esencia dos procesos
distintos en relación con el yo, ambos normativos para el cerebro
animal (incluido el humano) y encargados de sus propias y
significativas funciones. En un nivel está el yo experiencial,
implícito y holístico, que es intrínsecamente relacional y se
halla en constante comunicación intraorgánica (dentro del propio
organismo) y con el entorno. La evidencia científica (véanse las
revisiones de McGilchrist 2009 y Panksepp y Biven 2012) sugiere que
este nivel de conciencia se siente, tiene un significado
experiencial, sin necesidad de ser "traducido" por algunas
funciones interpretativas de la cognición. El nivel interpretativo,
por su parte, abarca procesos de naturaleza reduccionista,
traduciendo la experiencia holística en una realidad condensada pero
funcional. Este nivel permite el imaginario religioso y otras formas
de cotextualización, pero no es la fuente de la experiencia
espiritual per se. Sin embargo, en los debates occidentales
sobre espiritualidad se tiende a confundir ambos niveles,
posiblemente debido a la histórica apropiación del cristianismo de
toda cuestión espiritual. Esto conduce, en última instancia, a
negarle toda posible espiritualidad a los animales nohumanos.
Pero las barreras prejuiciosas que el
pensamiento occidental ha erigido en contra de los animales nohumanos
se están derrumbando a medida que crece el interés académico hacia
ellos. Harrod (2011, 2014, 2016) y Schaefer (2012, 2015), por
ejemplo, ofrecieron gran material de reflexión en sus trabajos sobre
la religión en los animales nohumanos. También introdujeron un
lenguaje útil contra las concepciones implícitas de los discursos
del pasado. Tomando prestada una parte de ese lenguaje1, y
de acuerdo con el énfasis de Gross (2015) en las relaciones y las
agencias, invito al lector a imaginar la espiritualidad como la forma
en que los organismos animales danzan afectivamente con la
animicidad. Desde que nace hasta que muere, el organismo está en
constante comunicación con el entorno. El entorno adquiere entonces
animicidad, es decir, se anima y provee de agencia, en virtud de su
capacidad para hablar y responder al organismo a una escala
experiencial. El suceso tiene lugar mucho antes (y aun después) de
que el organismo desarrolle la facultad para cualquier clase de
conciencia reflexiva. Esta transferencia entre el organismo y el
entorno se asemeja a una danza en la medida en que la interacción de
las partes da lugar a un todo que sólo puede persistir en tanto que
las partes conserven su sinérnica interactuación. Durante la danza,
las fronteras entre el yo y el no-yo se difuminan, produciendo una
sensación de fusión y de unidad. No obstante, esta unidad, como
cuando dos personas bailan o hacen el amor, no debe entenderse como
una disipación del yo; más bien es una conexión con un sentido de
presencia que surge de esa comunicación afectiva entre las diversas
señales que recibe el organismo tanto desde dentro como desde fuera.
Este enfoque no difiere demasiado de las conceptualizaciones que hace
Schaefer de las religiones. Sin embargo, la religión es un concepto
más amplio que incluye elementos implícitos y explícitos no sólo
en el caso de los animales humanos, sino también en el caso de los
animales nohumanos, dado que estos también están dotados de
capacidades interpretativas y electivas. En su lugar, este artículo
se centra en la dimensión implícita que existe fuera de los marcos
interpretativos: la espiritualidad, antes que la religiosidad, como
propensión de la conciencia intrínsecamente relacional,
no-reflexiva y experiencial de los animales.
En las siguientes líneas me serviré
de evidencias relativas al cerebro animal y las ciencias sociales
para dilucidar el papel del yo experiencial no-reflexivo en la
generación de la experiencia espiritual, mostrando que dicha
experiencia está modulada por procesos orgánicos que no pueden ser
reducidos a las particularidades de la organización del cerebro
humano. Aunque soy consciente de las limitaciones de la ciencia (y de
la filosofía, por cierto) a la hora de dar respuestas definitivas,
confío en que este ensayo arroje algo de luz sobre aspectos de
nuestra subjetividad animal que puedan ser útiles para aquellos que
quieran unirse a esta discusión joven y en rápido crecimiento.
Una importante barrera intelectual
contra este argumento es la creencia de que los animales nohumanos y
sus sociedades actúan como meros autómatas instintivos —un
mito que persiste a pesar de las numerosas pruebas de lo contrario—.
Aquellos procesos reduccionistas aunque necesarios de interpretación
y categorización de la experiencia que en algunos humanos pueden dar
pie al imaginario religioso, existen también en otras especies
animales. Esto ayuda a la estructuración grupal, a la creación de
normas sociales y a la aparición de códigos morales, facilitando en
general la orientación del individuo en su entorno socio-natural.
Además, los recientes estudios científicos en el terreno de la
relación con el yo contribuyen a poner en duda los viejos dualismos
occidentales y a reconsiderar la forma en que se construye y vive el
yo, cuestionando el concepto de autotrascendencia y priorizando una
noción más exacta de extensión del yo en las ulteriores
consideraciones sobre la espiritualidad.
NO TAN ALEATORIO
Muchos
humanos siguen teniendo una visión distorsionada de la vida y la
forma de ser del resto de los animales. Más allá del mito del
excepcionalismo humano, existen otros factores que han contribuido a
la consolidación y el fomento de esa distorsión. He tratado con más
detalle este tema y la subjetividad animal en otro lugar (Brooks
Pribac 2016), pero, en resumen, durante mucho tiempo la investigación
y los documentales se centraron en el comportamiento agresivo y
reproductivo de las sociedades nohumanas, ignorando en gran medida
otras clases de conductas (Dagg 2011). La exposición continua a
estas dos facetas ha terminado generando la impresión de que la vida
de los animales nohumanos se limita a las peleas o las cópulas,
moldeando con ello la opinión del público. Además, evitar el
antropomorfismo, que, como nos recuerda Safina (2015), surgió como
una herramienta útil para la consolidación de la etología como
ciencia, se acabó convirtiendo en una inquietud completamente
paranoica: "si se elevaba la palabra [antropomorfismo], el
ataque era inminente" (Safina 2015: 27). Como consecuencia,
tanto la subjetividad como la sociabilidad de los animales nohumanos
(en particular las relaciones de convivencia) quedaron desatendidas.
Esa tendencia empezó a cambiar a medida que la ciencia fue
confirmando la comparabilidad de los cerebros y/o las mentes de los
animales humanos y nohumanos. Aquello abrió las puertas a una
observación más holística y científica de la mente/psique
transespecífica, con sus puntos fuertes y sus debilidades (Bradshaw
2005, 2009). De hecho, el hoy decadente temor al antropomorfismo y el
refinamiento de los métodos de investigación empezaron a revelar el
problema inverso de la "antroponegación" o ceguera frente
a las características pretendidamente humanas de los otros animales
(de Waal 1997) y su sofisticación cognitiva y social, desde las
ovejas (Despret 2006) hasta los peces (Balcombe 2016) y muchos otros
más.
Sin embargo, muchos humanos siguen
desestimando estas capacidades, promoviendo la anticuada visión de
los animales nohumanos como presas incultas del puro instinto. Ya en
2011 Cookson escribió: "El lado salvaje de los seres humanos se
considera algo perjudicial, mientras que el de los animales resulta
esencial para la salud de sus ecosistemas... Si los seres humanos no
logran emplear su lado salvaje de un modo constructivo, entonces se
convierte en una alteración que conviene rechazar" (2011: 188).
En realidad, los animales nohumanos también se guían por normas
sociales que trazan una línea de base para la vida grupal, aunque,
por supuesto, dichas normas siguen siendo específicas de cada
especie y cada comunidad. También están presentes en otros animales
las consideraciones de tipo moral (por ejemplo, Bekoff y Pierce
2009), y, en contraste con la creencia común, las relaciones de
convivencia son en ellos mucho más frecuentes que los
comportamientos agresivos (Dagg 2011): "Se esfuerzan por evitar
al máximo los conflictos" (de Waal 2013: 227). En esencia, las
vidas de los animales nohumanos están, como las de los humanos,
repletas de continuas evaluaciones, interpretaciones y decisiones
relativas a su entorno físico y social.
Del mismo modo que una sociedad
necesita de algún tipo de estructura para seguir siendo funcional,
así también la funcionalidad de los animales individuales está
sujeta al cribado que sus cerebros hacen de toda la información
bruta a la que están expuestos en sus vidas cotidianas hasta
reducirla a un conjunto manejable (Snyder, Bossomaier y Mitchell
2004; Vallortigara et al. 2008). Se trata de una función
reduccionista pero normativa del cerebro animal, que ayuda a todos
los animales (incluidos los humanos) a dar cierto "sentido"
al mundo, estructurando y compartimentando las experiencias y
fenómenos mediante la búsqueda de relaciones y conexiones lógicas
entre los diferentes objetos y las diferentes acciones. Este proceso
consume inevitablemente toda la experiencia de corporeización
holística, pero también aleja el potencial estresante de la
aleatoriedad, haciendo del mundo un lugar más predecible,
facilitando la orientación en él y generando una mayor sensación
de control y de seguridad. En su libro The Master and His Emissary
(2009), McGilchrist nos brinda una revisión de la ciencia
convergente y proporciona detalles sobre las diferentes formas en que
los dos hemisferios del cerebro contemplan el mundo, señalando la
preferencia que en Occidente se ha tenido por las características
del hemisferio izquierdo, con especial énfasis en las funciones de
análisis y compartimentación, y cómo esto ha terminado conduciendo
a una rígida visión mecanicista obsesionada con las estructuras y
los significados explícitos. Este proceso reduccionista es el que da
pie a las religiones, entre otras cosas. El más holístico
hemisferio derecho precisa del izquierdo para descomponer las
experiencias. De hecho, según McGilchrist, sin esta descomposición
y formación de conceptos, no habría religión, "sólo"
estupefacción (2009: 199).
Valdesolo y Graham (2014), abordando el
tema específico del estupor y basándose en trabajos anteriores en
torno a la tolerancia a la incertidumbre y el cierre cognitivo (o
resolución de un estado de incertidumbre), descubrieron que la
incertidumbre y, en general, los sentimientos negativos que pueden
surgir de un encuentro estupefactivo como consecuencia de la
incapacidad de encajar la información nueva en los esquemas mentales
previos, pueden atenuarse atribuyendo propiedades agenciales al
fenómeno o a su fuerza instigadora (por ejemplo, Dios o el karma).
Sin embargo, las personas presentan diferencias individuales en la
necesidad de cierre cognitivo (Webster y Kruglanski 1994), lo que
afecta al nivel potencial de estupor (Shiota, Keltner y Mossman
2007) y hace que algunas personas sean más propensas que otras. Las
personas más propensas muestran una mayor tolerancia a la
incertidumbre, así como una mayor facilidad y flexibilidad de ajuste
de sus esquemas mentales a las nuevas experiencias. Esta flexibilidad
sugiere una mayor simbiosis de los dos hemisferios, en contraste con
el predominio del izquierdo que resulta en la necesidad de orden.
La exposición constante a
interpretaciones de tipo dogmático, como puede ser el caso de
quienes provienen de entornos religiosos, contribuye a la
configuración de moldes mentales y es probable que influya en la
forma en que las personas procesan los fenómenos estupefactivos. Por
ejemplo, la experiencia "trascendente" de los monjes
budistas y las monjas franciscanas durante la meditación y la
oración es descrita como una conexión con "el vacío" y
con Dios, respectivamente (Johnstone et al. 2012). En una
línea similar, las experiencias cercanas a la muerte (ECM) y sus
interpretaciones posteriores son también propensas al sesgo
cultural, como señalaron Nelson (2011: 104) y Morse (1994: 69, 70),
quien informó de que los niños que habían sufrido una ECM decían
haber visto a Jesús (a veces vestido como Santa Claus) o escenas
seculares con profesores y amigos de la escuela, dependiendo de si
habían recibido o no una educación religiosa.
Nelson ahondó en la cuestión de
las ECM (y de la espiritualidad en general) desde una perspectiva
neurológica. Llegó a la conclusión de que varios aspectos de las
ECM (la luz blanca al final del túnel, la experiencia extracorpórea,
la sensación de éxtasis y otras características relacionadas) son
probablemente el resultado de procesos neurofisiológicos (por
ejemplo, el bajo flujo sanguíneo en los ojos, el sueño REM y el
sistema de recompensa del cerebro) que los humanos comparten con
otros animales. Aunque Nelson refleja una cierta tendencia al
excepcionalismo humano en su representación de la conciencia animal,
sostiene sin embargo que el lenguaje no es un requisito para las
experiencias espirituales y místicas, ya que estas últimas surgen
de las áreas más antiguas del cerebro, dejando así abierta la
posibilidad de que tales experiencias puedan darse también en otros
animales (2011: 254). Sin embargo, no hay razón para creer
que el tipo de esquema mental empleado en la evaluación de los
fenómenos sea determinante para la fuerza o el significado de la
experiencia en sí para el individuo. Puede que a algunas personas el
encuentro con un cierto fenómeno les inspire a reforzar su amor por
el constructo cognitivo que denominan Dios, pero eso no implica que
la experiencia de aquellos que la filtren a través de un esquema
logocéntrico tenga que ser menos significativa. Bien al contrario,
una asimilación rápida de la experiencia dentro de los patrones
establecidos podría proporcionar una falsa sensación de seguridad y
propiedad mental, reduciendo con ello parte de su intensidad.
Cuando Fisher (2005) rechazó el
estupor y la espiritualidad que Goodall les atribuyó a los
chimpancés de Kakombe (resumido en Goodall 2006) y acusó a ésta de
antropomorfismo, lo hizo basándose en la falsa suposición de que,
como él mismo dijera, "no hay significado sin lenguaje"
(2005: 305). Pero lo cierto es que, de hecho, "el significado es
más que palabras... [E]l hecho de que seamos más conscientes de los
pensamientos que articulamos con palabras... no debería hacernos
caer en el error de creer que el lenguaje es necesario para el
pensamiento [y el significado]" (McGilchrist 2009: 72, 107). La
cascada de agua les resultaba lo suficientemente significativa a los
chimpancés como para suscitar en ellos aquella fuerte reacción2,
y, al mismo tiempo, es probable que, dado el funcionamiento del
cerebro, los chimpancés llevaran a cabo algún tipo de evaluación
cognitiva del fenómeno. Al igual que los seres humanos, los demás
animales se favorecen también del conocimiento y la comprensión del
entorno en el que viven, filtrando sus cerebros la información y
clasificándola en las categorías propias de una perspectiva nacida
de la experiencia, lo que aumenta su eficiencia a la hora de
"ejecutar su estilo de vida en su nicho particular"
(Vallortigara et al. 2008). Sin esta capacidad de formar
conceptos y categorías, la vida nos sería imposible a los animales,
pues ello implicaría que tuviéramos que empezar desde cero en cada
uno de nuestros encuentros con algún sujeto, objeto o fenómeno.
Una vez reconocida la existencia de
estos procesos en el cerebro del animal, es posible apreciar que, al
igual que los humanos, los demás animales pueden encontrarse con
fenómenos que se resistan a la categorización automática. Esto
puede conducir al sentimiento de estupor, el estado de incertidumbre
que demanda una resolución. La resolución puede adoptar la forma de
una apropiación cuando se encaja en un patrón mental
ideológicamente formado, o puede adoptar la forma de una
involucración directa con el encuentro, una danza relacional, donde
la "resolución" no es un cierre sino una apertura al
proceso mismo de involucracion: el encuentro de corporeización
holística que fundamenta la experiencia espiritual. Así pues, buena parte de la
existencia de los animales (humanos incluidos) se caracteriza por los
diversos modos e intensidades del cierre cognitivo, elemental para el
funcionamiento normativo. La invención de deidades, las diferentes
cosmologías, las normas sociales y demás convenciones similares,
tienen de este modo un valor funcional dentro de este proceso
necesario pero reduccionista. Más allá de (o debajo de, más
bien) este nivel de conciencia, se encuentra la realidad experiencial
más holística, marcada por la relacionalidad intrínseca: la
existencia de los animales es inherentemente relacional, intra e
interorgánica. El proceso dinámico de acción y reacción produce
una tensión que, idealmente, se resolvería en lo que podría
describirse como una homeostasis psíquica —un
estado ideal y aspiracional del ser del que brotan aquellos
sentimientos de felicidad que a menudo se identifican como
experiencias espirituales—. Sin embargo, dependiendo del legado
filogenético (evolutivo) y ontogenético (adquirido a lo largo de la
vida) del individuo, estos encuentros entre el yo experiencial y
otros agentes pueden dar lugar también a sentimientos desfavorables,
como el miedo. Es evidente que esta danza con la animicidad y su
poder experiencial no está restringida a la condición humana, y
nada respalda la suposición de que las interpretaciones dogmáticas
que pueden resultar del cierre cognitivo añadan algo a la intensidad
de la experiencia. Podemos interpretar y contextualizar la
experiencia dentro de un marco más amplio de nuestras vidas, pero la
experiencia en sí misma se fundamenta en el acceso a un nivel
extralingüístico, no reduccionista, que permite una interacción
directa, un acoplamiento sinérgico, con el no-ser, alcanzable sólo
en virtud de acallar en mayor o menor medida los moldes mentales
preestablecidos. La neurociencia moderna está tratando de averiguar
cuáles son los cimientos de esa interacción, no sólo en los
humanos, sino también en otros animales.
LA
ESPIRITUALIDAD Y EL YO
El argumento de la sección
anterior se basa en la creciente comprensión científica de las
fuerzas implicadas en la formación de las realidades experimentadas
por los animales (incluidos los humanos). La primacía de las
regiones cerebrales más antiguas en la generación de la relación
con el yo, junto con la capacidad implícita del cerebro de almacenar
recuerdos impresos, define la naturaleza de la espiritualidad como
una danza con la animicidad, una facultad que no está limitada a los
humanos.
LA RELACIÓN CON EL YO
La preocupación aparentemente obsesiva
de Occidente por el yo cognitivo y reflexivo, producto tal vez de un
predominio del hemisferio izquierdo en muchos de los forjadores de la
cultura occidental, puede haber sido alimentada además por la idea
cada vez más cuestionable de que la relación con el yo es resultado
de una función cognitiva de orden superior o metacognitiva. Desde
este punto de vista, los procesos de la esfera específica del
organismo adquieren un significado experiencial sólo cuando se
filtran a través de procesos cognitivos terciarios cuyo culmen ha
sido tradicionalmente asignado a las representaciones lingüísticas
(humanas) de la autoconciencia. Esta perspectiva antropocéntrica en
torno a los procesos autorreferenciales ha tenido importantes
repercusiones de cara al resto de los animales, a quienes les ha sido
en buena medida negado tanto su yo como los privilegios concomitantes
concedidos a aquellos que sí poseen un yo declarativo consciente (es
decir, los humanos). Sin embargo, las sólidas pruebas acumuladas hoy
nos dicen que la relación con el yo no es el resultado de
procesos terciarios de orden superior, sino la entrada a
funciones cognitivas de control y modulación (Han y Northoff 2009:
204). Esta modulación cognitiva nos permite distanciarnos de nuestro
propio yo y adoptar una perspectiva observacional y analítica en
lugar de una experiencial (2009: 204), pero no es lo que genera la
experiencia per se3. Las investigaciones apuntan a
que en la relación con el yo existe un procesamiento subcortical
no-reflexivo y afectivo, que subyace a cualquier tipo de
autoconciencia, y que algunos expertos denominan el "núcleo del
yo" (Panksepp 1998; Northoff et al. 2006; Northoff y
Panksepp 2008). El reconocimiento de esta conciencia fenoménica
subcortical es también explícita en la Declaración de Cambridge
sobre la Conciencia (2012).
En los mamíferos, el núcleo del yo
describe un sistema integral y coherente de autorrepresentación con
su epicentro en los sistemas de la línea media subcortical (Northoff
y Panksepp 2008). Su evolución, según postulan los investigadores,
surgió a partir del "proto-yo" (Damasio 1999), un mapa
neural del cuerpo desarrollado en los inicios evolutivos del cerebro,
que promueve la coherencia entre las distintas funciones del
organismo y la aparición de los sistemas emocionales y
motivacionales de orden primario (Panksepp y Biven 2012: 394). Al
combinar las impresiones sensoriales rudimentarias (el sonido, la
vista, etc.) y la información interna del cuerpo (los niveles de agua,
las propiedades térmicas, etc.) con los afectos y las propensiones
para la acción (respuestas autonómicas, cambios en el tono
muscular, etc.), se materializa en estas estructuras subcorticales un
sentido de mismidad [mineness],
de reconocer como propia la experiencia afectiva (Panksepp y Biven
2012: 394, 400, 418), una autorrepresentación básica del organismo.
Como señalan Han y Northoff (2009: 207), la autorrepresentación
subcortical parece estar caracterizada por la inmediatez, por el aquí
y el ahora, sujeta a la presencia real del estímulo interoceptivo
(producido dentro del organismo) o exteroceptivo (producido fuera del
organismo) y a su excitación de los sistemas emocionales y las
respuestas asociadas. Su conexión e interacción con otras partes
del cerebro determinan su evolución a términos cognitivos y
temporales. Esto da pie a una autorrepresentación no sujeta ya a
estímulos reales y permite el desarrollo de un yo único e
idiográfico basado en la experiencia singular del animal en el
contexto de su desarrollo temprano y prolongado al resto de su vida.
Desde este punto de vista, el neocórtex
dista mucho de ser sólo una "guinda en el pastel ya horneado"
del procesamiento autorreferencial, como han sugerido algunos críticos
(Barrett et al. 2007). Las regiones corticales están
profundamente implicadas en las modulaciones descendentes y
ascendentes, en la contextualización y en el enriquecimiento general
de la experiencia subjetiva, no todo lo cual es necesariamente
beneficioso para el organismo. La matriz experiencial de un individuo
imprime los recuerdos y determina los sesgos cognitivos mucho antes
de que el cerebro sea capaz de crear una autobiografía de recuerdos
episódicos y de contextualizar los acontecimientos de su vida, lo
que puede conducir a sentimientos intensos y de origen incomprendido
(Panksepp y Biven 2012: 212, 434). El almacén implícito no para de
actualizarse a lo largo de la vida, influyendo sobre los
sentimientos, los pensamientos y las decisiones, y creando valores y
actitudes ajenas a menudo a la voluntad explícita del individuo. En
el ámbito de la relación holística con uno mismo, este
moldeamiento de carácter ambiente-cultural se manifiesta como una
autoconcepción o bien de tipo interdependiente, o bien de tipo
independiente.
En la concepción interdependiente,
típica de las tradiciones monistas, los seres humanos se ven desde
un prisma de interconexión, con el foco de la experiencia individual
puesta en "el otro" o en el "yo en relación con el
otro" (Markus y Kitayama 1991: 225, 227). En las tradiciones
ecocéntricas, como las de muchos pueblos indígenas, esto va más
allá del contexto intrahumano, pudiendo darse en relación con la Tierra y otras entidades vivas (por ejemplo, Kirmayer, Fletcher y
Watt et al. 2008; Harvey 2005). Por el contrario, en la
concepción independiente, típica de la cultura occidental, el yo es
visto como "un universo motivacional y cognitivo bien delimitado
y único, más o menos integrado, como un centro dinámico de
conciencia, emoción, juicio y acción, organizado de manera tal que
forma un todo característico y contrapuesto tanto a otros conjuntos
similares como a su contexto social y natural" (Geertz 1975:
48). Esta concepción, basada en el hemisferio izquierdo del cerebro,
no niega la importancia del otro o del contexto social, pero lo
reduce en buena medida a las funciones de un mero criterio para la
evaluación reflejada (cómo creemos que nos ven los demás) y la
verificación y afirmación del yo independiente (Markus y Kitayama
1991: 226).
El individualismo occidental se revela como una
aberración, dado que el sentido del yo de los humanos y el resto de
los animales emerge y persevera dentro de un contexto relacional
(Schore 2005; Bradshaw 2009). Como dice Ingold (2000: 42), los
humanos están "inmersos desde el principio, como otras
criaturas, en un involucramiento activo, práctico y perceptual con
los constituyentes del habitar-en-el-mundo". Y continua:
«Esta ontología del habitar nos provee de una mejor manera de comprender la naturaleza de la existencia humana que su alternativa, la ontología occidental, cuyo punto de partida es el de una mente desligada del mundo y que tiene que enunciarlo literalmente —para construir un mundo intencional en la conciencia— antes de cualquier intento de involucramiento.» (Ingold 2000: 42)
Aunque la diversificación interpersonal es
inevitable, ya que cada individuo (humano o no) es un producto de la
naturaleza y el entorno micro y macrosocial de su desarrollo, es el
acoplamiento de las diferencias —sin
negar las necesidades individuales—
lo que en última instancia permite una dinámica social positiva,
tan necesaria para el bienestar de los animales. Este acoplamiento
facilita el proceso continuo de intercambio de información, que
incluye el terreno cognitivo pero no se limita a él. Con ello se
fomenta una existencia simbiótica sin disipar o subyugar a los
distintos yoes holísticos involucrados. En el afán por un yo
independiente se corre el riesgo de crear barreras que afecten
negativamente tanto al individuo como a su entorno, al comprometer el
potencial de relación intrínseco y vital de los animales.
El tipo de autoconcepción afecta
también al procesamiento neurológico de la relación con el yo. Zhu
et al. (2007) compararon a sujetos de una cultura típicamente
interdependiente (chinos monolingües) con sujetos de una cultura
típicamente independiente (occidentales angloparlantes) para
comprobar si el tipo de autorrepresentación se hacía extensible a
las personas allegadas (en este caso, las madres). Descubrieron que,
en los primeros, la tendencia es positiva —se
activan las mismas áreas cerebrales tanto en el procesamiento de uno
mismo como en el de las madres—, mientras que, en los occidentales,
la tendencia no sucede. Basándose en ese estudio y en
pruebas adicionales (en congruencia con el sentido del yo que emerge
relacionalmente) Han y Northoff (2009) llegaron a la conclusión de
que, en general, la relación entre el yo y el otro es más óptima
desde una perspectiva de continuo que de dicotomía entre el yo y el
no-yo, y que el grado en que se percibe la relación del otro con el
yo determina la distancia cognitiva y psicológica de ese continuo.
En la actualidad, no disponemos de datos neurológicos que permitan
comparar la autorrepresentación humana en relación con las vidas
nohumanas dentro de las tradiciones ecocéntricas y antropocéntricas
(Northoff 2016, com. pers.), pero cabe esperar diferencias que
afecten al potencial de relación con el mundo nohumano y,
posiblemente, el espiritual.
DE LA AUTOTRASCENDENCIA A LA
AUTOEXTENSIÓN
En una ponencia pública de 2008, el
fraile franciscano y místico cristiano Richard Rohr lamentó la
obsesión occidental por el pensamiento dualista y absolutista (una
visión de "todo o nada"), fuente y arraigo de divisiones,
del que, a su juicio, estaba afectado el cristianismo occidental, en
contraste con la tradición oriental. Incluso los estudiantes de
ascendencia asiática a los que enseñaba en Estados Unidos parecían
sentirse más cómodos frente a las paradojas, menos ansiosos por
resolverlas, compartimentarlas y filtrarlas a través de su
hemisferio izquierdo, mostrándose más abiertos a evaluar el mundo y
sus propios credos personales desde una perspectiva holística. Rohr sigue siendo cristiano y continua
basando sus enseñanzas teológicas en la centralidad de Dios y de
Jesús; no obstante, sus prácticas e ideas místicas lo han
convertido en un ferviente defensor de la deconstrucción de la
modalidad prevalente y divisiva del cristianismo, que no sólo puede
exacerbar el conflicto intergrupal, sino afectar también a la gente
a nivel personal, alimentando esa sensación de insignificancia que
algunos consideran intrínseca a los seres humanos (por ejemplo,
Fisher 2005).
¿Podría esa sensación de
insignificancia derivar de una distorsión inducida por el hemisferio
izquierdo del yo en su relación con el no-yo y la denominada
autotrascendencia? La autoconcepción independiente engendra un nivel
de distanciamiento que puede degenerar hasta lo que yo llamo
violencia ontológica. Los intereses del organismo (emocionales y de
otra índole) se satisfacen mejor en un ambiente relacional
armonioso. En este contexto, la protección del yo no requiere de su
desprendimiento intelectual, pues la dinámica relacional positiva
ofrece seguridad suficiente como para que dicha protección resulte
redundante. El organismo prospera en un contexto relacional de
intercambio mutuo positivo, que beneficia al organismo a escala
corporal y, más ampliamente, psicológica, convirtiéndose así, en
términos de la teoría del apego, en resiliencia frente a
situaciones perturbadoras. Las perturbaciones son, por supuesto,
inevitables, y resultan tanto de los procesos internos como de las
interacciones con las agencias externas, pero surge frente a ellas
una propensión por establecer y mantener las condiciones más
favorables, en contraste directo con la alienación —exilio—
que fomenta la autoconcepción independiente. De hecho, aunque evitar
los estímulos y conflictos negativos resulta conveniente para el
bienestar del organismo, la autoconcepción independiente puede
inducir a que se erijan barreras frente a personas con un potencial
beneficioso y subsidiario, impidiendo cualquier tipo de interacción
holística. Cuando esa forma aberrante de ser se convierte en una
norma cultural, puede dar lugar a psicosis personales y sociales,
ausentes o cuando menos atenuadas en sociedades constituidas por yoes
interdependientes4, e ilustradas con lucidez por algunas
de las figuras más importantes de la filosofía occidental. Así
describía Kierkegaard esta psicosis en una entrada de su diario:
«En la intimidad de cada hombre siempre existe la angustia de estar solo en el mundo, olvidado y descuidado por Dios, en este inmenso gobierno de millones y millones. Uno sofoca esa angustia con la visión de tantos hombres como nos rodean, vinculados a nosotros por la naturaleza o por amistad; pero la angustia persiste.» (1980 [1841]: 171)
El mencionado exilio puede verse
exacerbado por las connivencias culturales que proclaman la superioridad humana y, por implicación,
la inferioridad e instrumentalización del resto de los animales y
del mundo, aún más si cabe en relación con las enseñanzas que
pregonan que la Tierra es sólo una estación de paso en el camino
hacia una vida más auténtica en otro lugar. Estos factores
podrían impedir una inmersión total en la presente y encarnada vida
terrenal, con la consiguiente incapacidad de apreciar la vibrante
vitalidad del entorno socio-natural de cada uno y sus innumerables
posibilidades relacionales, lo que en algunos casos puede
intensificar los sentimientos de soledad e insignificancia. La
creencia en Dios(es) y en una vida después de la muerte no es un
impedimento para la inmersión; pero resulta más proclive en
contacto con ciertas facetas del panteismo, el panenteísmo o el
animismo, que ayudan a difuminar las líneas jerárquicas y divisivas
en favor de unas relaciones más inclusivas. Este proceso de
inmersión implica el abandono del yo logocéntrico y el retorno a un
nivel de experiencia más elemental, en el que el yo
extralingüístico predica la dinámica relacional como entidad
corporeizada y en sincronía con otros cuerpos. Esta comunión de
cuerpos, que no tienen por qué ser humanos, facilita aquello que
comúnmente se suele denominar "autotrascendencia", que
nace y actúa desde el antes citado continuo yo–no-yo.
Los organismos, sean o no lingüísticos,
tienen una facultad básica para distinguir entre el yo real y el
no-yo. Los animales discernimos a nuestros congéneres al modo de
"como yo, pero no-yo", lo que nos permite determinar el
parentesco relativo de los organismos de nuestro alrededor, predecir
su comportamiento (por ejemplo, si son amigos o enemigos), compartir
recursos con ellos y arreglárnoslas en general mejor en nuestro
entorno socio-natural (Han y Northoff 2009: 206). En las sociedades
humanas no-occidentales parece prevalecer la autoconcepción
interdependiente, y es probable que este modelo esté más próximo a
la percepción del yo de los otros animales, en particular la versión
ecocéntrico (Bradshaw 2009, 2017). En el viaje hacia la
"autotrascendencia", el continuo yo–no-yo
de la autoconcepción interdependiente parece ir un paso por delante
de la autoconcepción independiente. Una mayor "fusión"
del yo con los otros yoes (con el resto de entidades, orgánicas o
inorgánicas) facilita una mayor capacidad de "trascendencia".
Como ya se ha dicho, esta
"trascendencia" no consiste tanto en trascender el
yo como en extenderlo. De hecho, el referente de la
autotrascendencia es siempre atribuido al yo cognitivo y reflexivo,
ya que el yo afectivo y la conciencia perceptual corporeizada no
pueden ser nunca trascendidos. El yo afectivo siempre está presente;
es el nivel de yo que se alcanza con la meditación y otras vías en
las cuales se establece una comunicación implícita (y, por tanto,
más directa) con él, como escuchar música, cantar, bailar
(de ahí la importancia de estos elementos en las religiones), mirar
las estrellas, contemplar un paisaje, sentarse en silencio bajo la
luna, masticar pasto (en el caso de las ovejas), reunirse con amigos
y allegados, etc. Atender el presente ayuda a descubrir una multitud
relacional que, de otro modo, podría pasar desapercibida. Es en este
marco de relacionalidad implícita donde se materializa la
autoextensión. La autorreferencia del momento y la conciencia del
presente psicológico, "nacidas de las regiones neuronales
evolutivamente más antiguas", en palabras de Farb et al.
(2007: 319), "puede suponer un retorno a los orígenes
neuronales de la identidad, donde la autoconciencia del presente
brota de la integración de los procesos sensitivos corporales
interoceptivos y exteroceptivos básicos", en consonancia con lo
discutido antes en torno al núcleo del yo y los marcadores
implícitos de la autorreferencia. El sentido de presencia que surge
de esta comunicación intra e intercorpórea, extralingüística y
no-reflexiva —esta
danza afectiva con la animicidad—, es la esencia de la experiencia
espiritual. Por muy libre que esté de toda
abstracción simbólica, la danza en sí está marcada por la
significación; ella misma es psico-físicamente significativa. Es
decir, se siente, se experimenta de forma consciente (aunque de forma
no-reflexiva), sirviendo de base a las posibles interpretaciones
asociadas y declarativas de la experiencia.
La
relacionalidad que propicia centrarse en el momento presente tiene,
por ejemplo, efectos positivos directos en el bienestar físico y
mental, como implicaciones sobre la incidencia de enfermedades,
trastornos y ansiedad (Farb et al. 2007: 320, citando a Segal
et al. 2006 y Davidson 2004; véase también Garland,
Froelinger y Howard 2015). Payne, Levine y Crane-Godreau (2015)
destacaron la importancia de atender la experiencia interoceptiva y
propioceptiva para la recuperación de un trauma. Sus terapias se
basan en lo que denominan red de respuesta central (CRN, por sus
siglas en inglés). Esta red incluye los sistemas subcorticales
autonómicos, límbicos, motores y reticulares, y recuerda al núcleo
del yo de Panksepp, al proto-yo de Damasio y al yo implícito de
Schore, como señalaron los propios Payne, Levine y Crane-Godreau
(2015: 3). Los autores detallan:
«Un estado presente de miedo o estrés se traduce en parte en sensaciones interoceptivas y propioceptivas desagradables, tales como tensión muscular, molestia estomacal, temblores, debilidad, constricción, aumento de la presión sanguínea (pulso alto), disminución de la presión sanguínea (mareos), aumento o disminución de la frecuencia cardíaca, manos frías y sudorosas, hiperventilación, falta de aire... Los recuerdos asociados con el trauma pueden ser parcial o totalmente inaccesibles a la memoria consciente ordinaria, siendo de tipo procesal o implícito y no declarativo y autobiográfico. Esto significa que la persona puede que ni siquiera sea consciente de que le están siendo activados viejos recuerdos. Sea como fuere, los marcadores somáticos conectados a los viejos recuerdos refuerzan y aumentan el estado de miedo presente mediante un proceso de retroalimentación positivo e incontrolado que puede conducir a un estado de terror, pánico, ira o parálisis.» (Payne et al. 2015: 9)
También es posible lo contrario, es
decir, que los recuerdos positivos implícitos (carentes de una
conciencia autobiográfica explícita) den lugar a estados afectivos
positivos, desde euforia hasta sentimientos más discretos pero no
menos satisfactorios, como paz, introspección, comunión y sensación
de pertenencia, que se sienten pero no necesariamente se
comprenden y contextualizan. Consideremos por ejemplo la forma en que
el delicado contacto de unas magdalenas con el paladar que Proust
describe en En busca del tiempo perdido (2014
[1913]: s.
pag.) hace
que sus sentidos se vean invadidos por un placer exquisito...:
«…pero individual, desapegado, sin sugerir su origen. Y al instante las vicisitudes de la vida se habían vuelto indiferentes a mí, sus desastres inocuos, su brevedad ilusoria; esta nueva sensación había tenido en mí el efecto que el amor tiene de llenarme de una esencia preciosa; o mejor dicho, esta esencia no estaba en mí, era yo mismo.» (Énfasis añadido)
Ese momento de autoextensión se
contextualiza por fin cuando Proust recuerda sus primeros encuentros
con las magdalenas en la habitación de su tía Léonie los domingos
por la mañana. Pero, como ya se ha dicho, la vida de los humanos y
los otros animales está repleta de emociones y recuerdos implícitos
generados a través de sus encuentros y acontecimientos, sólo
algunos de los cuales pueden llegar a ser recuperados mediante un
ejercicio cognitivo consciente, quedando el resto fuera del alcance
del yo reflexivo, pero siendo igual de vívidos y presentes a escala
experiencial, lo que se suma al encanto y/o el horror potencial del
hecho de estar vivo.
Los animales nos movemos por el mundo
guiados por señales interoceptivas y exteroceptivas. El nivel de
autoconcepción interdependiente y lo abierto que uno sea a una
existencia relacional pueden determinar la capacidad del
organismo de atender el presente y sus indicaciones, facilitando así
una total inmersión en la vida y la relacionalidad, en contraste con
el destierro del yo a ese pueblo fantasma marcado por la paranoia y
la exclusión. Como en los humanos, las vidas de los animales
nohumanos están a un mismo tiempo abrumadas y aliviadas por
recuerdos implícitos y por emociones y relaciones orgánicas
potenciales. Sin embargo, están menos preocupados por esa rigidez
que demanda el hemisferio izquierdo y que tanto afecta a la mente
occidental. Esto podría conducir a los animales nohumanos a una
mayor contemplación del presente, lo que sugiere una participación
más dispuesta y regular en la danza afectiva de la experiencia
espiritual que muchos seres humanos. A través de esta práctica
espiritual corpórea, el mundo cobra vida y adquiere agencia, o como
dice Harrod (2016): respondeo-ergo-sum, a la que yo añado
ergo es y ergo est —respondo,
luego existo, luego existes, luego existe—. La agencia no sólo la
poseen los seres animados o sintientes, sino que, por su capacidad
para suscitar una respuesta de mi parte, el mundo entero la posee,
desde el animal hasta la planta o la piedra. Ese
contacto íntimo entre agencias da lugar a una consagración
implícita cuya intensidad experiencial no depende de la capacidad
del cerebro (humano) de articularlo en forma de consagración
explícita.
CONCLUSIÓN
Su individualismo y su desvinculación
del resto del mundo dejan al ser humano occidental "suspendido
entre una naturaleza celeste y una terrena... y por ello, siendo
siempre menos y más que sí mismo" (Agamben 2004: 29). El
tejido ontológico del hombre occidental se define en gran medida por
el dualismo animal humano/animal nohumano. El académico
contemporáneo, por demás riguroso, se permite la libertad de
invocar este dualismo de forma acrítica en virtud de asumirlo como una verdad incuestionable (Gross 2015: 91). Con el fin de
asegurar esta débil mentalidad, los dualistas han ido erigiendo a lo
largo del tiempo un castillo de atributos "exclusivamente
humanos"5 al que hoy contemplan derrumbarse a medida
que progresa nuestro conocimiento y comprensión de los humanos y el
resto de los animales. Uno de esos atributos lo representa la
espiritualidad, celosamente guardada durante años por aquellos que
sienten amenazada su humanidad ante la perspectiva de que el cordero
sacrificado tenga tanta o más profundidad espiritual que su verdugo.
La presunción, incluso entre quienes
se identifican como "seculares", de que la espiritualidad
es algo único entre los humanos e incluso, a la vez, algo que va
"más allá" de lo propiamente humano —una
suerte de característica "divina" de lo humano, algo que
conecta lo humano con lo "divino"— ha conducido a la
creencia de que la espiritualidad es algo que va de lo cognitivo a lo
de más allá. Sin embargo, los analistas occidentales parecen no
tener idea de dónde queda ese más allá. Dado el carácter
metafísico de la presunción, el último lugar al que la mayoría
creía conveniente dirigir el viaje a la comprensión de la
espiritualidad es a esas antiguas regiones cerebrales compartidas
entre los humanos y otros animales. La cerrazón en el dualismo
ideológico trae consigo implicaciones éticas. Quienes lo deseen
pueden seguir aferrados a esa desvinculación conceptual, pero
mientras existan los humanos, seguiremos teniendo un gran impacto
sobre el mundo. En este ensayo he tratado de demostrar,
en aras del radical examen interdisciplinario de los parámetros de
lo "humano" que exigen las nuevas concepciones de la
relación entre los humanos y los animales nohumanos, no sólo que
los conocimientos científicos actuales ofrecen ideas útiles sobre
las fuerzas implícitas en la generación de la experiencia
espiritual, sino también que el tupido velo ideológico con el que
el ser humano occidental pretende conservar su desvinculación del
resto del mundo animal oculta otra nueva incómoda verdad: que es muy
probable que los demás animales también gocen de experiencias
espirituales.
Teja Brooks Pribac, septiembre de
2017.
NOTAS
NOTAS
1 – Harrod (2011: 344) define la
conducta religiosa como "la ritualización de la intimidad
empática en relación con la animicidad", mientras que Schaefer
(2015: 192) ve la religión como "una danza relacional..., una
red apremiante y afectiva que fusiona los cuerpos con los mundos".
2 – Moviéndose rítmicamente,
lanzando piedras y ramas, agarrando lianas colgantes y balanceándose
sobre el agua.
3 – "Aún no se ha resuelto si
el neocórtex tiene alguna función afectiva de base evolutiva, en
contraste con el desarrollo relativo al aprendizaje. Es probable que
pueda engendrar ciertos pensamientos y comportamientos emocionales.
Sin embargo, parece que los epicentros de los afectos emocionales
siguen siendo subcorticales" (Panksepp y Biven 2012: 451).
4 – Juhl y Routledge
(2014), por ejemplo, descubrieron que una conciencia de la muerte
aumentada de forma experimental incrementa el miedo a morir en
personas con una autoconcepción interdependiente baja (pero no así
en persona con un nivel alto de la misma).
5 – Midgley (2002 [1979]) ha
discutido ampliamente este mal hábito.
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Traducción: Igor Sanz
Texto original: Spiritual Animal: A Journey into the Unspeakable
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