martes, 11 de octubre de 2022

Animales espirituales: un viaje a lo intangible

 
 
RESUMEN

Los académicos y analistas occidentales rara vez han valorado la posibilidad de que los animales nohumanos posean capacidades espirituales. La tendencia por asociar la espiritualidad con la religión y a enfatizar sus propiedades cognitivas e interpretativas ha llevado, por un lado, a que se excluya a los animales nohumanos como agentes activos del universo espiritual, y por otro, a que se deje de explorar la espiritualidad como un fenómeno arraigado en las más antiguas regiones anatómicas y cerebrales compartidas entre los humanos y las otras especies animales. Si bien es cierto que el estudio de la religión se adecúa más al marco de ciertos procesos característicos de un grado cognoscitivo más elevado, la espiritualidad se revela como una propensión de la conciencia intrínsecamente relacional, no-reflexiva y experiencial, resultando así su exploración más apropiada en términos de vitalidad afectiva. Las ciencias encargadas de la mente y la cultura de los animales nohumanos están acumulando pruebas que apoyan esta propensión, abriéndoles la puerta de la agencia espiritual y contribuyendo al desarme de la ilusión del excepcionalismo humano.

INTRODUCCIÓN

«¿No sería gracioso que la capacidad de sumergirse en el flujo de la vida, es decir, de vivir por un momento plenamente en las olas del presente —un estado pensado para describir los modos animales de conciencia como inferiores a la conciencia humana— fuera, de hecho, no el estado más bajo de la conciencia sino el más alto?»
Cynthia Willett, Ética interespecies (2014: 130)

En el discurso occidental, los académicos y demás analistas rara vez han considerado la posibilidad de que los animales nohumanos posean capacidades espirituales. El histórico compromiso de la tradición occidental con el excepcionalismo humano la suposición de que los humanos son únicos entre todas las especies, distintos de alguna manera a todos los demás animales ha servido como una barrera particular para la aceptación de este tipo de ideas. Es cierto que cuando uno deja de ignorar su existencia y abandona su instrumentalización para fines tanto conceptuales como mundanos (por ejemplo, como metáforas o como comida), puede empezar a percibirlos como seres con una experiencia del mundo más pura e inmediata. Puede empezar a verlos como seres que están "en el mundo como el agua dentro del agua" (Bataille 1898: 23), o incluso, como sugiere Rilje en la primera de sus Elegías de Duino (2009 [1923]), como seres que "nos advierten que no estamos muy seguros y confiados en esta casa, en este mundo interpretado". Sin embargo, en mayor o menor medida, los animales nohumanos suelen ser concebidos como autómatas instintivos cuya experiencia es cualitativa y cuantitativamente diferente de la de los humanos. En consecuencia, hablar de los animales nohumanos como sujetos/agentes espirituales sigue suscitando acusaciones de antropomorfismo atribuir a otros animales propiedades consideradas exclusivamente humanas (por ejemplo, Fisher 2005).

Sugiero que la razón principal de las tales acusaciones es que cuando los investigadores y los líderes religiosos discuten sobre espiritualidad, tienden a enfatizar sus propiedades cognitivas e interpretativas. Es decir, tienden a suponer que la experiencia espiritual sólo puede adquirir un verdadero significado experiencial (es decir, significado desde el punto de vista experiencial) cuando se filtra a través de un proceso declarativo de creación de significado, interpretación y contextualización, ya sea a través del imaginario religioso o de algún otro marco cognitivo aconfesional. La mayoría de los humanos consideran que las capacidades cognitivas de los animales nohumanos no son lo suficientemente sofisticadas como para la creación de este tipo de significado abstracto y, en consecuencia, descartan las posibilidades de su espiritualidad.

Al mismo tiempo, los analistas y profesionales de la materia también tienden a estar de acuerdo en la necesidad de renunciar o trascender esa parte del yo —el yo cognitivo, declarativo y reflexivo— para alcanzar la comunicación corporeizada y holística que subyace en la experiencia espiritual. "Nadie escuchará [la] palabra [de Dios] ni [su] doctrina a no ser que haya renunciado a sí mismo", nos advierte Meister Eckhart (citado en Kelley 2009 [1997]: 220). No obstante, la idea de la trascendencia del yo —de la autotrascendencia— es problemática por cuanto menos dos razones. En primer lugar, puede inducir a creer que el camino a la experiencia espiritual ha de pasar previamente por un yo reflexivo de categoría humana. Esto puede conducir a que se blinde el excepcionalismo humano en cuestiones espirituales, es decir, a que se excluya la posibilidad de que exista espiritualidad en los animales nohumanos atendiendo a la siguiente (equivocada) fórmula: el yo reflexivo humano necesita existir para ser trascendido; trascender este yo es lo que permite la experiencia espiritual; esta experiencia debe entonces ser interpretada a través de mecanismos declarativos para poder llegar a ser verdaderamente significativa para el yo reflexivo. En segundo lugar, la "autotrascendencia" es un descriptor negativo que nos dice lo que la espiritualidad no es en lugar de lo que es o puede llegar a ser.

En contraste con las conceptualizaciones anteriores, yo sostengo que ese sentido de unidad, de fusión, de conexión, del que tanto hablan los investigadores y religiosos, se materializa (en el sentido de llegar a ser experimentable) a través de un proceso de introducción al reino del yo implícito, experiencial. Conceptualizar este proceso como "autotrascendencia" es atribuirle al yo reflexivo una primacía en las experiencias espirituales que no tiene. Al mismo tiempo, ensombrece el papel del yo experiencial el nivel de conciencia que le permite al organismo saber que vive y siente, el nivel que un organismo vivo no puede trascender. No es el yo reflexivo, sino el yo experiencial, la clave de la experiencia espiritual, en tanto que es el yo experiencial el que se comunica con las agencias intangibles durante la experiencia espiritual, una comunicación, una experiencia, que es sentida por el organismo sin la interferencia y el posprocesamiento del yo reflexivo. Tanto los animales humanos como los animales nohumanos tienen el mismo acceso crítico al yo experiencial.

Se dan en esencia dos procesos distintos en relación con el yo, ambos normativos para el cerebro animal (incluido el humano) y encargados de sus propias y significativas funciones. En un nivel está el yo experiencial, implícito y holístico, que es intrínsecamente relacional y se halla en constante comunicación intraorgánica (dentro del propio organismo) y con el entorno. La evidencia científica (véanse las revisiones de McGilchrist 2009 y Panksepp y Biven 2012) sugiere que este nivel de conciencia se siente, tiene un significado experiencial, sin necesidad de ser "traducido" por algunas funciones interpretativas de la cognición. El nivel interpretativo, por su parte, abarca procesos de naturaleza reduccionista, traduciendo la experiencia holística en una realidad condensada pero funcional. Este nivel permite el imaginario religioso y otras formas de cotextualización, pero no es la fuente de la experiencia espiritual per se. Sin embargo, en los debates occidentales sobre espiritualidad se tiende a confundir ambos niveles, posiblemente debido a la histórica apropiación del cristianismo de toda cuestión espiritual. Esto conduce, en última instancia, a negarle toda posible espiritualidad a los animales nohumanos.

Pero las barreras prejuiciosas que el pensamiento occidental ha erigido en contra de los animales nohumanos se están derrumbando a medida que crece el interés académico hacia ellos. Harrod (2011, 2014, 2016) y Schaefer (2012, 2015), por ejemplo, ofrecieron gran material de reflexión en sus trabajos sobre la religión en los animales nohumanos. También introdujeron un lenguaje útil contra las concepciones implícitas de los discursos del pasado. Tomando prestada una parte de ese lenguaje1, y de acuerdo con el énfasis de Gross (2015) en las relaciones y las agencias, invito al lector a imaginar la espiritualidad como la forma en que los organismos animales danzan afectivamente con la animicidad. Desde que nace hasta que muere, el organismo está en constante comunicación con el entorno. El entorno adquiere entonces animicidad, es decir, se anima y provee de agencia, en virtud de su capacidad para hablar y responder al organismo a una escala experiencial. El suceso tiene lugar mucho antes (y aun después) de que el organismo desarrolle la facultad para cualquier clase de conciencia reflexiva. Esta transferencia entre el organismo y el entorno se asemeja a una danza en la medida en que la interacción de las partes da lugar a un todo que sólo puede persistir en tanto que las partes conserven su sinérnica interactuación. Durante la danza, las fronteras entre el yo y el no-yo se difuminan, produciendo una sensación de fusión y de unidad. No obstante, esta unidad, como cuando dos personas bailan o hacen el amor, no debe entenderse como una disipación del yo; más bien es una conexión con un sentido de presencia que surge de esa comunicación afectiva entre las diversas señales que recibe el organismo tanto desde dentro como desde fuera. Este enfoque no difiere demasiado de las conceptualizaciones que hace Schaefer de las religiones. Sin embargo, la religión es un concepto más amplio que incluye elementos implícitos y explícitos no sólo en el caso de los animales humanos, sino también en el caso de los animales nohumanos, dado que estos también están dotados de capacidades interpretativas y electivas. En su lugar, este artículo se centra en la dimensión implícita que existe fuera de los marcos interpretativos: la espiritualidad, antes que la religiosidad, como propensión de la conciencia intrínsecamente relacional, no-reflexiva y experiencial de los animales.

En las siguientes líneas me serviré de evidencias relativas al cerebro animal y las ciencias sociales para dilucidar el papel del yo experiencial no-reflexivo en la generación de la experiencia espiritual, mostrando que dicha experiencia está modulada por procesos orgánicos que no pueden ser reducidos a las particularidades de la organización del cerebro humano. Aunque soy consciente de las limitaciones de la ciencia (y de la filosofía, por cierto) a la hora de dar respuestas definitivas, confío en que este ensayo arroje algo de luz sobre aspectos de nuestra subjetividad animal que puedan ser útiles para aquellos que quieran unirse a esta discusión joven y en rápido crecimiento.

Una importante barrera intelectual contra este argumento es la creencia de que los animales nohumanos y sus sociedades actúan como meros autómatas instintivos un mito que persiste a pesar de las numerosas pruebas de lo contrario. Aquellos procesos reduccionistas aunque necesarios de interpretación y categorización de la experiencia que en algunos humanos pueden dar pie al imaginario religioso, existen también en otras especies animales. Esto ayuda a la estructuración grupal, a la creación de normas sociales y a la aparición de códigos morales, facilitando en general la orientación del individuo en su entorno socio-natural. Además, los recientes estudios científicos en el terreno de la relación con el yo contribuyen a poner en duda los viejos dualismos occidentales y a reconsiderar la forma en que se construye y vive el yo, cuestionando el concepto de autotrascendencia y priorizando una noción más exacta de extensión del yo en las ulteriores consideraciones sobre la espiritualidad.

NO TAN ALEATORIO

Muchos humanos siguen teniendo una visión distorsionada de la vida y la forma de ser del resto de los animales. Más allá del mito del excepcionalismo humano, existen otros factores que han contribuido a la consolidación y el fomento de esa distorsión. He tratado con más detalle este tema y la subjetividad animal en otro lugar (Brooks Pribac 2016), pero, en resumen, durante mucho tiempo la investigación y los documentales se centraron en el comportamiento agresivo y reproductivo de las sociedades nohumanas, ignorando en gran medida otras clases de conductas (Dagg 2011). La exposición continua a estas dos facetas ha terminado generando la impresión de que la vida de los animales nohumanos se limita a las peleas o las cópulas, moldeando con ello la opinión del público. Además, evitar el antropomorfismo, que, como nos recuerda Safina (2015), surgió como una herramienta útil para la consolidación de la etología como ciencia, se acabó convirtiendo en una inquietud completamente paranoica: "si se elevaba la palabra [antropomorfismo], el ataque era inminente" (Safina 2015: 27). Como consecuencia, tanto la subjetividad como la sociabilidad de los animales nohumanos (en particular las relaciones de convivencia) quedaron desatendidas. Esa tendencia empezó a cambiar a medida que la ciencia fue confirmando la comparabilidad de los cerebros y/o las mentes de los animales humanos y nohumanos. Aquello abrió las puertas a una observación más holística y científica de la mente/psique transespecífica, con sus puntos fuertes y sus debilidades (Bradshaw 2005, 2009). De hecho, el hoy decadente temor al antropomorfismo y el refinamiento de los métodos de investigación empezaron a revelar el problema inverso de la "antroponegación" o ceguera frente a las características pretendidamente humanas de los otros animales (de Waal 1997) y su sofisticación cognitiva y social, desde las ovejas (Despret 2006) hasta los peces (Balcombe 2016) y muchos otros más.

Sin embargo, muchos humanos siguen desestimando estas capacidades, promoviendo la anticuada visión de los animales nohumanos como presas incultas del puro instinto. Ya en 2011 Cookson escribió: "El lado salvaje de los seres humanos se considera algo perjudicial, mientras que el de los animales resulta esencial para la salud de sus ecosistemas... Si los seres humanos no logran emplear su lado salvaje de un modo constructivo, entonces se convierte en una alteración que conviene rechazar" (2011: 188). En realidad, los animales nohumanos también se guían por normas sociales que trazan una línea de base para la vida grupal, aunque, por supuesto, dichas normas siguen siendo específicas de cada especie y cada comunidad. También están presentes en otros animales las consideraciones de tipo moral (por ejemplo, Bekoff y Pierce 2009), y, en contraste con la creencia común, las relaciones de convivencia son en ellos mucho más frecuentes que los comportamientos agresivos (Dagg 2011): "Se esfuerzan por evitar al máximo los conflictos" (de Waal 2013: 227). En esencia, las vidas de los animales nohumanos están, como las de los humanos, repletas de continuas evaluaciones, interpretaciones y decisiones relativas a su entorno físico y social.

Del mismo modo que una sociedad necesita de algún tipo de estructura para seguir siendo funcional, así también la funcionalidad de los animales individuales está sujeta al cribado que sus cerebros hacen de toda la información bruta a la que están expuestos en sus vidas cotidianas hasta reducirla a un conjunto manejable (Snyder, Bossomaier y Mitchell 2004; Vallortigara et al. 2008). Se trata de una función reduccionista pero normativa del cerebro animal, que ayuda a todos los animales (incluidos los humanos) a dar cierto "sentido" al mundo, estructurando y compartimentando las experiencias y fenómenos mediante la búsqueda de relaciones y conexiones lógicas entre los diferentes objetos y las diferentes acciones. Este proceso consume inevitablemente toda la experiencia de corporeización holística, pero también aleja el potencial estresante de la aleatoriedad, haciendo del mundo un lugar más predecible, facilitando la orientación en él y generando una mayor sensación de control y de seguridad. En su libro The Master and His Emissary (2009), McGilchrist nos brinda una revisión de la ciencia convergente y proporciona detalles sobre las diferentes formas en que los dos hemisferios del cerebro contemplan el mundo, señalando la preferencia que en Occidente se ha tenido por las características del hemisferio izquierdo, con especial énfasis en las funciones de análisis y compartimentación, y cómo esto ha terminado conduciendo a una rígida visión mecanicista obsesionada con las estructuras y los significados explícitos. Este proceso reduccionista es el que da pie a las religiones, entre otras cosas. El más holístico hemisferio derecho precisa del izquierdo para descomponer las experiencias. De hecho, según McGilchrist, sin esta descomposición y formación de conceptos, no habría religión, "sólo" estupefacción (2009: 199).

Valdesolo y Graham (2014), abordando el tema específico del estupor y basándose en trabajos anteriores en torno a la tolerancia a la incertidumbre y el cierre cognitivo (o resolución de un estado de incertidumbre), descubrieron que la incertidumbre y, en general, los sentimientos negativos que pueden surgir de un encuentro estupefactivo como consecuencia de la incapacidad de encajar la información nueva en los esquemas mentales previos, pueden atenuarse atribuyendo propiedades agenciales al fenómeno o a su fuerza instigadora (por ejemplo, Dios o el karma). Sin embargo, las personas presentan diferencias individuales en la necesidad de cierre cognitivo (Webster y Kruglanski 1994), lo que afecta al nivel potencial de estupor (Shiota, Keltner y Mossman 2007) y hace que algunas personas sean más propensas que otras. Las personas más propensas muestran una mayor tolerancia a la incertidumbre, así como una mayor facilidad y flexibilidad de ajuste de sus esquemas mentales a las nuevas experiencias. Esta flexibilidad sugiere una mayor simbiosis de los dos hemisferios, en contraste con el predominio del izquierdo que resulta en la necesidad de orden.

La exposición constante a interpretaciones de tipo dogmático, como puede ser el caso de quienes provienen de entornos religiosos, contribuye a la configuración de moldes mentales y es probable que influya en la forma en que las personas procesan los fenómenos estupefactivos. Por ejemplo, la experiencia "trascendente" de los monjes budistas y las monjas franciscanas durante la meditación y la oración es descrita como una conexión con "el vacío" y con Dios, respectivamente (Johnstone et al. 2012). En una línea similar, las experiencias cercanas a la muerte (ECM) y sus interpretaciones posteriores son también propensas al sesgo cultural, como señalaron Nelson (2011: 104) y Morse (1994: 69, 70), quien informó de que los niños que habían sufrido una ECM decían haber visto a Jesús (a veces vestido como Santa Claus) o escenas seculares con profesores y amigos de la escuela, dependiendo de si habían recibido o no una educación religiosa. Nelson ahondó en la cuestión de las ECM (y de la espiritualidad en general) desde una perspectiva neurológica. Llegó a la conclusión de que varios aspectos de las ECM (la luz blanca al final del túnel, la experiencia extracorpórea, la sensación de éxtasis y otras características relacionadas) son probablemente el resultado de procesos neurofisiológicos (por ejemplo, el bajo flujo sanguíneo en los ojos, el sueño REM y el sistema de recompensa del cerebro) que los humanos comparten con otros animales. Aunque Nelson refleja una cierta tendencia al excepcionalismo humano en su representación de la conciencia animal, sostiene sin embargo que el lenguaje no es un requisito para las experiencias espirituales y místicas, ya que estas últimas surgen de las áreas más antiguas del cerebro, dejando así abierta la posibilidad de que tales experiencias puedan darse también en otros animales (2011: 254). Sin embargo, no hay razón para creer que el tipo de esquema mental empleado en la evaluación de los fenómenos sea determinante para la fuerza o el significado de la experiencia en sí para el individuo. Puede que a algunas personas el encuentro con un cierto fenómeno les inspire a reforzar su amor por el constructo cognitivo que denominan Dios, pero eso no implica que la experiencia de aquellos que la filtren a través de un esquema logocéntrico tenga que ser menos significativa. Bien al contrario, una asimilación rápida de la experiencia dentro de los patrones establecidos podría proporcionar una falsa sensación de seguridad y propiedad mental, reduciendo con ello parte de su intensidad.

Cuando Fisher (2005) rechazó el estupor y la espiritualidad que Goodall les atribuyó a los chimpancés de Kakombe (resumido en Goodall 2006) y acusó a ésta de antropomorfismo, lo hizo basándose en la falsa suposición de que, como él mismo dijera, "no hay significado sin lenguaje" (2005: 305). Pero lo cierto es que, de hecho, "el significado es más que palabras... [E]l hecho de que seamos más conscientes de los pensamientos que articulamos con palabras... no debería hacernos caer en el error de creer que el lenguaje es necesario para el pensamiento [y el significado]" (McGilchrist 2009: 72, 107). La cascada de agua les resultaba lo suficientemente significativa a los chimpancés como para suscitar en ellos aquella fuerte reacción2, y, al mismo tiempo, es probable que, dado el funcionamiento del cerebro, los chimpancés llevaran a cabo algún tipo de evaluación cognitiva del fenómeno. Al igual que los seres humanos, los demás animales se favorecen también del conocimiento y la comprensión del entorno en el que viven, filtrando sus cerebros la información y clasificándola en las categorías propias de una perspectiva nacida de la experiencia, lo que aumenta su eficiencia a la hora de "ejecutar su estilo de vida en su nicho particular" (Vallortigara et al. 2008). Sin esta capacidad de formar conceptos y categorías, la vida nos sería imposible a los animales, pues ello implicaría que tuviéramos que empezar desde cero en cada uno de nuestros encuentros con algún sujeto, objeto o fenómeno.

Una vez reconocida la existencia de estos procesos en el cerebro del animal, es posible apreciar que, al igual que los humanos, los demás animales pueden encontrarse con fenómenos que se resistan a la categorización automática. Esto puede conducir al sentimiento de estupor, el estado de incertidumbre que demanda una resolución. La resolución puede adoptar la forma de una apropiación cuando se encaja en un patrón mental ideológicamente formado, o puede adoptar la forma de una involucración directa con el encuentro, una danza relacional, donde la "resolución" no es un cierre sino una apertura al proceso mismo de involucracion: el encuentro de corporeización holística que fundamenta la experiencia espiritual. Así pues, buena parte de la existencia de los animales (humanos incluidos) se caracteriza por los diversos modos e intensidades del cierre cognitivo, elemental para el funcionamiento normativo. La invención de deidades, las diferentes cosmologías, las normas sociales y demás convenciones similares, tienen de este modo un valor funcional dentro de este proceso necesario pero reduccionista. Más allá de (o debajo de, más bien) este nivel de conciencia, se encuentra la realidad experiencial más holística, marcada por la relacionalidad intrínseca: la existencia de los animales es inherentemente relacional, intra e interorgánica. El proceso dinámico de acción y reacción produce una tensión que, idealmente, se resolvería en lo que podría describirse como una homeostasis psíquica un estado ideal y aspiracional del ser del que brotan aquellos sentimientos de felicidad que a menudo se identifican como experiencias espirituales. Sin embargo, dependiendo del legado filogenético (evolutivo) y ontogenético (adquirido a lo largo de la vida) del individuo, estos encuentros entre el yo experiencial y otros agentes pueden dar lugar también a sentimientos desfavorables, como el miedo. Es evidente que esta danza con la animicidad y su poder experiencial no está restringida a la condición humana, y nada respalda la suposición de que las interpretaciones dogmáticas que pueden resultar del cierre cognitivo añadan algo a la intensidad de la experiencia. Podemos interpretar y contextualizar la experiencia dentro de un marco más amplio de nuestras vidas, pero la experiencia en sí misma se fundamenta en el acceso a un nivel extralingüístico, no reduccionista, que permite una interacción directa, un acoplamiento sinérgico, con el no-ser, alcanzable sólo en virtud de acallar en mayor o menor medida los moldes mentales preestablecidos. La neurociencia moderna está tratando de averiguar cuáles son los cimientos de esa interacción, no sólo en los humanos, sino también en otros animales.

LA ESPIRITUALIDAD Y EL YO

El argumento de la sección anterior se basa en la creciente comprensión científica de las fuerzas implicadas en la formación de las realidades experimentadas por los animales (incluidos los humanos). La primacía de las regiones cerebrales más antiguas en la generación de la relación con el yo, junto con la capacidad implícita del cerebro de almacenar recuerdos impresos, define la naturaleza de la espiritualidad como una danza con la animicidad, una facultad que no está limitada a los humanos.

LA RELACIÓN CON EL YO

La preocupación aparentemente obsesiva de Occidente por el yo cognitivo y reflexivo, producto tal vez de un predominio del hemisferio izquierdo en muchos de los forjadores de la cultura occidental, puede haber sido alimentada además por la idea cada vez más cuestionable de que la relación con el yo es resultado de una función cognitiva de orden superior o metacognitiva. Desde este punto de vista, los procesos de la esfera específica del organismo adquieren un significado experiencial sólo cuando se filtran a través de procesos cognitivos terciarios cuyo culmen ha sido tradicionalmente asignado a las representaciones lingüísticas (humanas) de la autoconciencia. Esta perspectiva antropocéntrica en torno a los procesos autorreferenciales ha tenido importantes repercusiones de cara al resto de los animales, a quienes les ha sido en buena medida negado tanto su yo como los privilegios concomitantes concedidos a aquellos que sí poseen un yo declarativo consciente (es decir, los humanos). Sin embargo, las sólidas pruebas acumuladas hoy nos dicen que la relación con el yo no es el resultado de procesos terciarios de orden superior, sino la entrada a funciones cognitivas de control y modulación (Han y Northoff 2009: 204). Esta modulación cognitiva nos permite distanciarnos de nuestro propio yo y adoptar una perspectiva observacional y analítica en lugar de una experiencial (2009: 204), pero no es lo que genera la experiencia per se3. Las investigaciones apuntan a que en la relación con el yo existe un procesamiento subcortical no-reflexivo y afectivo, que subyace a cualquier tipo de autoconciencia, y que algunos expertos denominan el "núcleo del yo" (Panksepp 1998; Northoff et al. 2006; Northoff y Panksepp 2008). El reconocimiento de esta conciencia fenoménica subcortical es también explícita en la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia (2012).

En los mamíferos, el núcleo del yo describe un sistema integral y coherente de autorrepresentación con su epicentro en los sistemas de la línea media subcortical (Northoff y Panksepp 2008). Su evolución, según postulan los investigadores, surgió a partir del "proto-yo" (Damasio 1999), un mapa neural del cuerpo desarrollado en los inicios evolutivos del cerebro, que promueve la coherencia entre las distintas funciones del organismo y la aparición de los sistemas emocionales y motivacionales de orden primario (Panksepp y Biven 2012: 394). Al combinar las impresiones sensoriales rudimentarias (el sonido, la vista, etc.) y la información interna del cuerpo (los niveles de agua, las propiedades térmicas, etc.) con los afectos y las propensiones para la acción (respuestas autonómicas, cambios en el tono muscular, etc.), se materializa en estas estructuras subcorticales un sentido de mismidad [mineness], de reconocer como propia la experiencia afectiva (Panksepp y Biven 2012: 394, 400, 418), una autorrepresentación básica del organismo. Como señalan Han y Northoff (2009: 207), la autorrepresentación subcortical parece estar caracterizada por la inmediatez, por el aquí y el ahora, sujeta a la presencia real del estímulo interoceptivo (producido dentro del organismo) o exteroceptivo (producido fuera del organismo) y a su excitación de los sistemas emocionales y las respuestas asociadas. Su conexión e interacción con otras partes del cerebro determinan su evolución a términos cognitivos y temporales. Esto da pie a una autorrepresentación no sujeta ya a estímulos reales y permite el desarrollo de un yo único e idiográfico basado en la experiencia singular del animal en el contexto de su desarrollo temprano y prolongado al resto de su vida.

Desde este punto de vista, el neocórtex dista mucho de ser sólo una "guinda en el pastel ya horneado" del procesamiento autorreferencial, como han sugerido algunos críticos (Barrett et al. 2007). Las regiones corticales están profundamente implicadas en las modulaciones descendentes y ascendentes, en la contextualización y en el enriquecimiento general de la experiencia subjetiva, no todo lo cual es necesariamente beneficioso para el organismo. La matriz experiencial de un individuo imprime los recuerdos y determina los sesgos cognitivos mucho antes de que el cerebro sea capaz de crear una autobiografía de recuerdos episódicos y de contextualizar los acontecimientos de su vida, lo que puede conducir a sentimientos intensos y de origen incomprendido (Panksepp y Biven 2012: 212, 434). El almacén implícito no para de actualizarse a lo largo de la vida, influyendo sobre los sentimientos, los pensamientos y las decisiones, y creando valores y actitudes ajenas a menudo a la voluntad explícita del individuo. En el ámbito de la relación holística con uno mismo, este moldeamiento de carácter ambiente-cultural se manifiesta como una autoconcepción o bien de tipo interdependiente, o bien de tipo independiente.

En la concepción interdependiente, típica de las tradiciones monistas, los seres humanos se ven desde un prisma de interconexión, con el foco de la experiencia individual puesta en "el otro" o en el "yo en relación con el otro" (Markus y Kitayama 1991: 225, 227). En las tradiciones ecocéntricas, como las de muchos pueblos indígenas, esto va más allá del contexto intrahumano, pudiendo darse en relación con la Tierra y otras entidades vivas (por ejemplo, Kirmayer, Fletcher y Watt et al. 2008; Harvey 2005). Por el contrario, en la concepción independiente, típica de la cultura occidental, el yo es visto como "un universo motivacional y cognitivo bien delimitado y único, más o menos integrado, como un centro dinámico de conciencia, emoción, juicio y acción, organizado de manera tal que forma un todo característico y contrapuesto tanto a otros conjuntos similares como a su contexto social y natural" (Geertz 1975: 48). Esta concepción, basada en el hemisferio izquierdo del cerebro, no niega la importancia del otro o del contexto social, pero lo reduce en buena medida a las funciones de un mero criterio para la evaluación reflejada (cómo creemos que nos ven los demás) y la verificación y afirmación del yo independiente (Markus y Kitayama 1991: 226).

El individualismo occidental se revela como una aberración, dado que el sentido del yo de los humanos y el resto de los animales emerge y persevera dentro de un contexto relacional (Schore 2005; Bradshaw 2009). Como dice Ingold (2000: 42), los humanos están "inmersos desde el principio, como otras criaturas, en un involucramiento activo, práctico y perceptual con los constituyentes del habitar-en-el-mundo". Y continua:

«Esta ontología del habitar nos provee de una mejor manera de comprender la naturaleza de la existencia humana que su alternativa, la ontología occidental, cuyo punto de partida es el de una mente desligada del mundo y que tiene que enunciarlo literalmente para construir un mundo intencional en la conciencia antes de cualquier intento de involucramiento.» (Ingold 2000: 42)

Aunque la diversificación interpersonal es inevitable, ya que cada individuo (humano o no) es un producto de la naturaleza y el entorno micro y macrosocial de su desarrollo, es el acoplamiento de las diferencias sin negar las necesidades individuales lo que en última instancia permite una dinámica social positiva, tan necesaria para el bienestar de los animales. Este acoplamiento facilita el proceso continuo de intercambio de información, que incluye el terreno cognitivo pero no se limita a él. Con ello se fomenta una existencia simbiótica sin disipar o subyugar a los distintos yoes holísticos involucrados. En el afán por un yo independiente se corre el riesgo de crear barreras que afecten negativamente tanto al individuo como a su entorno, al comprometer el potencial de relación intrínseco y vital de los animales.

El tipo de autoconcepción afecta también al procesamiento neurológico de la relación con el yo. Zhu et al. (2007) compararon a sujetos de una cultura típicamente interdependiente (chinos monolingües) con sujetos de una cultura típicamente independiente (occidentales angloparlantes) para comprobar si el tipo de autorrepresentación se hacía extensible a las personas allegadas (en este caso, las madres). Descubrieron que, en los primeros, la tendencia es positiva —se activan las mismas áreas cerebrales tanto en el procesamiento de uno mismo como en el de las madres—, mientras que, en los occidentales, la tendencia no sucede. Basándose en ese estudio y en pruebas adicionales (en congruencia con el sentido del yo que emerge relacionalmente) Han y Northoff (2009) llegaron a la conclusión de que, en general, la relación entre el yo y el otro es más óptima desde una perspectiva de continuo que de dicotomía entre el yo y el no-yo, y que el grado en que se percibe la relación del otro con el yo determina la distancia cognitiva y psicológica de ese continuo. En la actualidad, no disponemos de datos neurológicos que permitan comparar la autorrepresentación humana en relación con las vidas nohumanas dentro de las tradiciones ecocéntricas y antropocéntricas (Northoff 2016, com. pers.), pero cabe esperar diferencias que afecten al potencial de relación con el mundo nohumano y, posiblemente, el espiritual.

DE LA AUTOTRASCENDENCIA A LA AUTOEXTENSIÓN

En una ponencia pública de 2008, el fraile franciscano y místico cristiano Richard Rohr lamentó la obsesión occidental por el pensamiento dualista y absolutista (una visión de "todo o nada"), fuente y arraigo de divisiones, del que, a su juicio, estaba afectado el cristianismo occidental, en contraste con la tradición oriental. Incluso los estudiantes de ascendencia asiática a los que enseñaba en Estados Unidos parecían sentirse más cómodos frente a las paradojas, menos ansiosos por resolverlas, compartimentarlas y filtrarlas a través de su hemisferio izquierdo, mostrándose más abiertos a evaluar el mundo y sus propios credos personales desde una perspectiva holística. Rohr sigue siendo cristiano y continua basando sus enseñanzas teológicas en la centralidad de Dios y de Jesús; no obstante, sus prácticas e ideas místicas lo han convertido en un ferviente defensor de la deconstrucción de la modalidad prevalente y divisiva del cristianismo, que no sólo puede exacerbar el conflicto intergrupal, sino afectar también a la gente a nivel personal, alimentando esa sensación de insignificancia que algunos consideran intrínseca a los seres humanos (por ejemplo, Fisher 2005).

¿Podría esa sensación de insignificancia derivar de una distorsión inducida por el hemisferio izquierdo del yo en su relación con el no-yo y la denominada autotrascendencia? La autoconcepción independiente engendra un nivel de distanciamiento que puede degenerar hasta lo que yo llamo violencia ontológica. Los intereses del organismo (emocionales y de otra índole) se satisfacen mejor en un ambiente relacional armonioso. En este contexto, la protección del yo no requiere de su desprendimiento intelectual, pues la dinámica relacional positiva ofrece seguridad suficiente como para que dicha protección resulte redundante. El organismo prospera en un contexto relacional de intercambio mutuo positivo, que beneficia al organismo a escala corporal y, más ampliamente, psicológica, convirtiéndose así, en términos de la teoría del apego, en resiliencia frente a situaciones perturbadoras. Las perturbaciones son, por supuesto, inevitables, y resultan tanto de los procesos internos como de las interacciones con las agencias externas, pero surge frente a ellas una propensión por establecer y mantener las condiciones más favorables, en contraste directo con la alienación exilio que fomenta la autoconcepción independiente. De hecho, aunque evitar los estímulos y conflictos negativos resulta conveniente para el bienestar del organismo, la autoconcepción independiente puede inducir a que se erijan barreras frente a personas con un potencial beneficioso y subsidiario, impidiendo cualquier tipo de interacción holística. Cuando esa forma aberrante de ser se convierte en una norma cultural, puede dar lugar a psicosis personales y sociales, ausentes o cuando menos atenuadas en sociedades constituidas por yoes interdependientes4, e ilustradas con lucidez por algunas de las figuras más importantes de la filosofía occidental. Así describía Kierkegaard esta psicosis en una entrada de su diario:

«En la intimidad de cada hombre siempre existe la angustia de estar solo en el mundo, olvidado y descuidado por Dios, en este inmenso gobierno de millones y millones. Uno sofoca esa angustia con la visión de tantos hombres como nos rodean, vinculados a nosotros por la naturaleza o por amistad; pero la angustia persiste.» (1980 [1841]: 171)

El mencionado exilio puede verse exacerbado por las connivencias culturales que proclaman la superioridad humana y, por implicación, la inferioridad e instrumentalización del resto de los animales y del mundo, aún más si cabe en relación con las enseñanzas que pregonan que la Tierra es sólo una estación de paso en el camino hacia una vida más auténtica en otro lugar. Estos factores podrían impedir una inmersión total en la presente y encarnada vida terrenal, con la consiguiente incapacidad de apreciar la vibrante vitalidad del entorno socio-natural de cada uno y sus innumerables posibilidades relacionales, lo que en algunos casos puede intensificar los sentimientos de soledad e insignificancia. La creencia en Dios(es) y en una vida después de la muerte no es un impedimento para la inmersión; pero resulta más proclive en contacto con ciertas facetas del panteismo, el panenteísmo o el animismo, que ayudan a difuminar las líneas jerárquicas y divisivas en favor de unas relaciones más inclusivas. Este proceso de inmersión implica el abandono del yo logocéntrico y el retorno a un nivel de experiencia más elemental, en el que el yo extralingüístico predica la dinámica relacional como entidad corporeizada y en sincronía con otros cuerpos. Esta comunión de cuerpos, que no tienen por qué ser humanos, facilita aquello que comúnmente se suele denominar "autotrascendencia", que nace y actúa desde el antes citado continuo yono-yo.

Los organismos, sean o no lingüísticos, tienen una facultad básica para distinguir entre el yo real y el no-yo. Los animales discernimos a nuestros congéneres al modo de "como yo, pero no-yo", lo que nos permite determinar el parentesco relativo de los organismos de nuestro alrededor, predecir su comportamiento (por ejemplo, si son amigos o enemigos), compartir recursos con ellos y arreglárnoslas en general mejor en nuestro entorno socio-natural (Han y Northoff 2009: 206). En las sociedades humanas no-occidentales parece prevalecer la autoconcepción interdependiente, y es probable que este modelo esté más próximo a la percepción del yo de los otros animales, en particular la versión ecocéntrico (Bradshaw 2009, 2017). En el viaje hacia la "autotrascendencia", el continuo yono-yo de la autoconcepción interdependiente parece ir un paso por delante de la autoconcepción independiente. Una mayor "fusión" del yo con los otros yoes (con el resto de entidades, orgánicas o inorgánicas) facilita una mayor capacidad de "trascendencia".

Como ya se ha dicho, esta "trascendencia" no consiste tanto en trascender el yo como en extenderlo. De hecho, el referente de la autotrascendencia es siempre atribuido al yo cognitivo y reflexivo, ya que el yo afectivo y la conciencia perceptual corporeizada no pueden ser nunca trascendidos. El yo afectivo siempre está presente; es el nivel de yo que se alcanza con la meditación y otras vías en las cuales se establece una comunicación implícita (y, por tanto, más directa) con él, como escuchar música, cantar, bailar (de ahí la importancia de estos elementos en las religiones), mirar las estrellas, contemplar un paisaje, sentarse en silencio bajo la luna, masticar pasto (en el caso de las ovejas), reunirse con amigos y allegados, etc. Atender el presente ayuda a descubrir una multitud relacional que, de otro modo, podría pasar desapercibida. Es en este marco de relacionalidad implícita donde se materializa la autoextensión. La autorreferencia del momento y la conciencia del presente psicológico, "nacidas de las regiones neuronales evolutivamente más antiguas", en palabras de Farb et al. (2007: 319), "puede suponer un retorno a los orígenes neuronales de la identidad, donde la autoconciencia del presente brota de la integración de los procesos sensitivos corporales interoceptivos y exteroceptivos básicos", en consonancia con lo discutido antes en torno al núcleo del yo y los marcadores implícitos de la autorreferencia. El sentido de presencia que surge de esta comunicación intra e intercorpórea, extralingüística y no-reflexiva —esta danza afectiva con la animicidad—, es la esencia de la experiencia espiritual. Por muy libre que esté de toda abstracción simbólica, la danza en sí está marcada por la significación; ella misma es psico-físicamente significativa. Es decir, se siente, se experimenta de forma consciente (aunque de forma no-reflexiva), sirviendo de base a las posibles interpretaciones asociadas y declarativas de la experiencia.

La relacionalidad que propicia centrarse en el momento presente tiene, por ejemplo, efectos positivos directos en el bienestar físico y mental, como implicaciones sobre la incidencia de enfermedades, trastornos y ansiedad (Farb et al. 2007: 320, citando a Segal et al. 2006 y Davidson 2004; véase también Garland, Froelinger y Howard 2015). Payne, Levine y Crane-Godreau (2015) destacaron la importancia de atender la experiencia interoceptiva y propioceptiva para la recuperación de un trauma. Sus terapias se basan en lo que denominan red de respuesta central (CRN, por sus siglas en inglés). Esta red incluye los sistemas subcorticales autonómicos, límbicos, motores y reticulares, y recuerda al núcleo del yo de Panksepp, al proto-yo de Damasio y al yo implícito de Schore, como señalaron los propios Payne, Levine y Crane-Godreau (2015: 3). Los autores detallan:

«Un estado presente de miedo o estrés se traduce en parte en sensaciones interoceptivas y propioceptivas desagradables, tales como tensión muscular, molestia estomacal, temblores, debilidad, constricción, aumento de la presión sanguínea (pulso alto), disminución de la presión sanguínea (mareos), aumento o disminución de la frecuencia cardíaca, manos frías y sudorosas, hiperventilación, falta de aire... Los recuerdos asociados con el trauma pueden ser parcial o totalmente inaccesibles a la memoria consciente ordinaria, siendo de tipo procesal o implícito y no declarativo y autobiográfico. Esto significa que la persona puede que ni siquiera sea consciente de que le están siendo activados viejos recuerdos. Sea como fuere, los marcadores somáticos conectados a los viejos recuerdos refuerzan y aumentan el estado de miedo presente mediante un proceso de retroalimentación positivo e incontrolado que puede conducir a un estado de terror, pánico, ira o parálisis.» (Payne et al. 2015: 9)

También es posible lo contrario, es decir, que los recuerdos positivos implícitos (carentes de una conciencia autobiográfica explícita) den lugar a estados afectivos positivos, desde euforia hasta sentimientos más discretos pero no menos satisfactorios, como paz, introspección, comunión y sensación de pertenencia, que se sienten pero no necesariamente se comprenden y contextualizan. Consideremos por ejemplo la forma en que el delicado contacto de unas magdalenas con el paladar que Proust describe en En busca del tiempo perdido (2014 [1913]: s. pag.) hace que sus sentidos se vean invadidos por un placer exquisito...:

«…pero individual, desapegado, sin sugerir su origen. Y al instante las vicisitudes de la vida se habían vuelto indiferentes a mí, sus desastres inocuos, su brevedad ilusoria; esta nueva sensación había tenido en mí el efecto que el amor tiene de llenarme de una esencia preciosa; o mejor dicho, esta esencia no estaba en mí, era yo mismo.» (Énfasis añadido)

Ese momento de autoextensión se contextualiza por fin cuando Proust recuerda sus primeros encuentros con las magdalenas en la habitación de su tía Léonie los domingos por la mañana. Pero, como ya se ha dicho, la vida de los humanos y los otros animales está repleta de emociones y recuerdos implícitos generados a través de sus encuentros y acontecimientos, sólo algunos de los cuales pueden llegar a ser recuperados mediante un ejercicio cognitivo consciente, quedando el resto fuera del alcance del yo reflexivo, pero siendo igual de vívidos y presentes a escala experiencial, lo que se suma al encanto y/o el horror potencial del hecho de estar vivo.

Los animales nos movemos por el mundo guiados por señales interoceptivas y exteroceptivas. El nivel de autoconcepción interdependiente y lo abierto que uno sea a una existencia relacional pueden determinar la capacidad del organismo de atender el presente y sus indicaciones, facilitando así una total inmersión en la vida y la relacionalidad, en contraste con el destierro del yo a ese pueblo fantasma marcado por la paranoia y la exclusión. Como en los humanos, las vidas de los animales nohumanos están a un mismo tiempo abrumadas y aliviadas por recuerdos implícitos y por emociones y relaciones orgánicas potenciales. Sin embargo, están menos preocupados por esa rigidez que demanda el hemisferio izquierdo y que tanto afecta a la mente occidental. Esto podría conducir a los animales nohumanos a una mayor contemplación del presente, lo que sugiere una participación más dispuesta y regular en la danza afectiva de la experiencia espiritual que muchos seres humanos. A través de esta práctica espiritual corpórea, el mundo cobra vida y adquiere agencia, o como dice Harrod (2016): respondeo-ergo-sum, a la que yo añado ergo es y ergo est —respondo, luego existo, luego existes, luego existe. La agencia no sólo la poseen los seres animados o sintientes, sino que, por su capacidad para suscitar una respuesta de mi parte, el mundo entero la posee, desde el animal hasta la planta o la piedra. Ese contacto íntimo entre agencias da lugar a una consagración implícita cuya intensidad experiencial no depende de la capacidad del cerebro (humano) de articularlo en forma de consagración explícita.

CONCLUSIÓN

Su individualismo y su desvinculación del resto del mundo dejan al ser humano occidental "suspendido entre una naturaleza celeste y una terrena... y por ello, siendo siempre menos y más que sí mismo" (Agamben 2004: 29). El tejido ontológico del hombre occidental se define en gran medida por el dualismo animal humano/animal nohumano. El académico contemporáneo, por demás riguroso, se permite la libertad de invocar este dualismo de forma acrítica en virtud de asumirlo como una verdad incuestionable (Gross 2015: 91). Con el fin de asegurar esta débil mentalidad, los dualistas han ido erigiendo a lo largo del tiempo un castillo de atributos "exclusivamente humanos"5 al que hoy contemplan derrumbarse a medida que progresa nuestro conocimiento y comprensión de los humanos y el resto de los animales. Uno de esos atributos lo representa la espiritualidad, celosamente guardada durante años por aquellos que sienten amenazada su humanidad ante la perspectiva de que el cordero sacrificado tenga tanta o más profundidad espiritual que su verdugo.

La presunción, incluso entre quienes se identifican como "seculares", de que la espiritualidad es algo único entre los humanos e incluso, a la vez, algo que va "más allá" de lo propiamente humano —una suerte de característica "divina" de lo humano, algo que conecta lo humano con lo "divino"— ha conducido a la creencia de que la espiritualidad es algo que va de lo cognitivo a lo de más allá. Sin embargo, los analistas occidentales parecen no tener idea de dónde queda ese más allá. Dado el carácter metafísico de la presunción, el último lugar al que la mayoría creía conveniente dirigir el viaje a la comprensión de la espiritualidad es a esas antiguas regiones cerebrales compartidas entre los humanos y otros animales. La cerrazón en el dualismo ideológico trae consigo implicaciones éticas. Quienes lo deseen pueden seguir aferrados a esa desvinculación conceptual, pero mientras existan los humanos, seguiremos teniendo un gran impacto sobre el mundo. En este ensayo he tratado de demostrar, en aras del radical examen interdisciplinario de los parámetros de lo "humano" que exigen las nuevas concepciones de la relación entre los humanos y los animales nohumanos, no sólo que los conocimientos científicos actuales ofrecen ideas útiles sobre las fuerzas implícitas en la generación de la experiencia espiritual, sino también que el tupido velo ideológico con el que el ser humano occidental pretende conservar su desvinculación del resto del mundo animal oculta otra nueva incómoda verdad: que es muy probable que los demás animales también gocen de experiencias espirituales.

Teja Brooks Pribac, septiembre de 2017.

NOTAS
1 – Harrod (2011: 344) define la conducta religiosa como "la ritualización de la intimidad empática en relación con la animicidad", mientras que Schaefer (2015: 192) ve la religión como "una danza relacional..., una red apremiante y afectiva que fusiona los cuerpos con los mundos".
2 – Moviéndose rítmicamente, lanzando piedras y ramas, agarrando lianas colgantes y balanceándose sobre el agua.
3 – "Aún no se ha resuelto si el neocórtex tiene alguna función afectiva de base evolutiva, en contraste con el desarrollo relativo al aprendizaje. Es probable que pueda engendrar ciertos pensamientos y comportamientos emocionales. Sin embargo, parece que los epicentros de los afectos emocionales siguen siendo subcorticales" (Panksepp y Biven 2012: 451).
4 – Juhl y Routledge (2014), por ejemplo, descubrieron que una conciencia de la muerte aumentada de forma experimental incrementa el miedo a morir en personas con una autoconcepción interdependiente baja (pero no así en persona con un nivel alto de la misma).
5 – Midgley (2002 [1979]) ha discutido ampliamente este mal hábito.
 
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Traducción: Igor Sanz

 

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