lunes, 16 de diciembre de 2024

Louis de Jaucourt

 
 
CRUELDAD, s. f. (Moral.): pasión feroz que comprende intolerancia, severidad para con los demás, inclemencia, venganza, deleite en hacer daño por insensibilidad afectiva, o placer en la contemplación del sufrimiento.

Este detestable vicio proviene de la cobardía, de la tiranía, de la brutalidad natural, de los horrores de los combates y las guerras civiles, de otros espectáculos crueles, de la costumbre de derramar la sangre de los animales, del ejemplo y, finalmente, de un celo destructor y supersticioso.

Digo que la crueldad emana de la cobardía: sospechando el emperador Mauricio que un soldado llamado Focas iba a matarlo, indagó sobre el carácter de éste; y al ser informado de que era un cobarde, concluyó que era en efecto muy capaz de semejante acción homicida. Augusto demostró que la cobardía y la crueldad son hermanas, por las barbaridades que practicó con los prisioneros tomados en la batalla de Filipos, donde invirtió tan poco de sí mismo que el día antes de la batalla abandonó el ejército y se escondió en el equipaje. El valor se contenta con ver al enemigo a su merced, sin exigir nada más; la cobardía, en cambio, demanda el derramamiento de sangre. Sólo los canallas cometen asesinatos en la victoria; el hombre de honor los opone, los impide y los detiene.

Los tiranos son crueles y sanguinarios; mediante la violación de los derechos más sagrados de la sociedad, practican la crueldad para asegurar su conservación. Filipo, rey de Macedonia, agitado por varios asesinatos cometidos por orden suya, e incapaz de confiar en las familias a las que había ofendido, tomó la decisión de apoderarse de sus hijos para asegurarse su tranquilidad. El reinado de Tiberio, ese tirano embustero e impostor que ascendió al imperio mediante artimañas, no fue más que una cadena de acciones bárbaras: finalmente, asqueado de su propia vida, y como pretendiendo hacer olvidar el recuerdo de sus crueldades mediante un sucesor aún más cobarde y perverso que él, eligió a Calígula. Los que afirman que la naturaleza quiso mostrar a través de este monstruo el punto más alto en el que podía extender sus fuerzas el mal, parecen haber dado en el clavo. En su ferocidad, llegó a deleitarse con los gemidos de las personas cuya muerte había ordenado; ¡el colmo de la iniquidad! Ut homo hominem non timens, tantum spectaturus, occidat. [«Que un hombre mate a otro hombre, sin ira, sin miedo, sólo por verlo morir», Séneca, Epístolas, XC]. Sofista en su barbarie, obligó al joven Tiberio, a quien había adoptado para el imperio, a suicidarse, porque, según decía, a nadie le estaba permitido poner las manos sobre el nieto de un emperador. Cuando Suetonio escribió que una de las marcas de la clemencia consistía en matar sólo a aquellos a los que uno había ofendido, demostró lo impresionado que estaba por las horribles crueldades de los Augusto, Tiberio, Calígula y demás tiranos de la antigua Roma.

La visión constante de combates, primero con animales, luego con gladiadores, en medio de guerras civiles y gobiernos repentinamente arbitrarios, hizo que los romanos se volvieran feroces y crueles. Se observó que Claudio, de naturaleza gentil en apariencia, pero artífice de tantas brutalidades, se volvió más inclinado a derramar sangre como resultado de acudir a este categoría de espectáculos. Los romanos, acostumbrados a mezclarse con los hombres a través de sus esclavos, conocían poco la virtud que llamamos humanidad. La inclemencia que reina entre los habitantes de las colonias de América y las Indias Occidentales, y que es inaudita entre nosotros, tiene su origen en el uso del castigo sobre esta desgraciada parte del género humano. Cuando se es cruel en el estado civil, la cortesía y la bondad natural quedan eclipsadas con rapidez; el rigor de la justicia, que los inflexibles llaman disciplina necesaria, puede ahogar todo sentimiento de conmiseración.

Las personas sedientas de la sangre de los animales tienen una visible inclinación hacia la crueldad. Es por esta razón que una de nuestras naciones vecinas, respetuosa de la humanidad en todas sus características, ha excluido del bello privilegio de formar parte de un jurado a los hombres autorizados por profesión a derramar la sangre de los animales: opinan que las personas de este orden no son aptas para pronunciarse sobre la vida y la muerte de sus semejantes. Y es que, como bien señala Ovidio, la primera espada se tiñó con la sangre de las bestias:

Primoque à cæde ferarum
Incaluisse puto maculatum sanguine ferrum.
[«Por primera vez de la matanza de fieras
calentarse puede, manchado de sangre, el hierro.»]
Ovidio, Metamorfosis, lib. XV, fab. ij.

La pasión de Carlos IX por la caza y su costumbre de mojar sus manos en la sangre de los animales, alimentaron en él sentimientos feroces y lo condujeron a la crueldad más insensible, en un siglo en que el horror de las luchas, las guerras civiles y el bandolerismo ofrecían demasiados modelos de ella.

¡Qué no harán el ejemplo y el tiempo! En el transcurso de una guerra civil romana, uno de los soldados de Pompeyo, habiendo matado sin querer a su hermano, que estaba en el bando contrario, se suicidó en el mismo campo de batalla por vergüenza y arrepentimiento. Pocos años después, en otra guerra civil del mismo pueblo, un soldado, artífice de idéntico fratricidio, demandó una recompensa a su capitán [Tácito, lib. III, cap. lj]. Una acción que al principio produce escalofríos, con el tiempo se convierte en un acto que se reivindica como meritorio.

Pero el celo destructor inspira sobre todo crueldad, y una crueldad tanto más espantosa cuanto se ejerce sobre el soporte apaciguador de falsos principios que se suponen legítimos. De ahí las increíbles barbaridades cometidas por los españoles contra los moros, los americanos y los habitantes de los Países Bajos. Se dice que el duque de Alba hizo pasar por las manos del verdugo a dieciocho mil personas durante los seis años de su gobierno; y este bárbaro abandonó su vida en paz, mientras Enrique IV murió como víctima de asesinato.

Cuando la superstición —dice una de las mentes más brillantes de este siglo— propagó por Europa esa enfermedad epidémica llamada cruzada, aquellos viajes ultramarinos predicados por monjes, alentados por la corte de Roma y llevados a cabo por reyes, príncipes y vasallos europeos, masacró consigo a todo el pueblo de Jerusalén, sin distinción de sexo o edad; y cuando los cruzados llegaron al Santo Sepulcro, adornados con cruces aún chorreantes de la sangre de mujeres violadas y asesinadas, besaron el suelo y rompieron a llorar. ¡La naturaleza humana es así perfectamente capaz de asociar del modo más extravagante una religión dulce y santa con el vicio más detestable y más antitético!

Se ha observado de forma correcta que la crueldad es un rasgo igual de propenso entre los hombres extremadamente felices como entre los hombres extremadamente infelices; testigo de ello son los conquistadores y los campesinos de algunos estados europeos. La delicadeza y la piedad sólo resultan de la mediocridad y la mezcla de buena y mala fortuna. Lo que vemos en los hombres en particular se puede encontrar en las naciones en general. Tanto en los pueblos salvajes, que llevan una vida muy dura, como en los pueblos de gobiernos despóticos, con un solo hombre exorbitantemente favorecido por la fortuna entre todo un resto de ultrajados por ella, la gente es igualmente cruel.

Incluso debemos admitir ingenuamente que en todos los países, lejos de lo que cabría pensar, la humanidad es, tomada en sentido amplio, una cualidad más bien excepcional. Son tantos los ejemplos de barbarie que se descubren al leer la historia de los pueblos más civilizados, que uno se siente angustiado y confuso a partes iguales.

Siempre me sorprende oír a personas de cierta categoría emitir juicios contrarios a esa humanidad general que a todos debería impregnarnos. Me parece, por ejemplo, que toda muerte que no responde a una ejecución judicial es sinonímica de crueldad. Soy leal a la humanidad frente a los canallas que la han transgredido; lo soy también frente a los animales; apenas cojo vivo a ninguno que no libere después, como hacía Montagne; o como hacía Pitágoras, que compraba aves a los cazadores con ese mismo propósito. Pero la mayoría de los hombres tienen ideas tan contrarias a esta virtud que aquí se presenta, que empiezo a temer que la naturaleza haya insuflado en el hombre cierta inclinación por la inhumanidad. El principio que ha establecido este supuesto rey del universo, de que todo está hecho para sí, y el abuso de ciertos pasajes de las Escrituras, ¿no contribuirían a reforzar esa inclinación?

Sin embargo, «la religión misma nos ordena a amar a los animales; debemos gracia a las criaturas que nos han prestado servicio o que no nos hacen daño; hay cierto acuerdo entre ellas y nosotros, y cierta obligación mutua». Me agrada hallar en Montagne estos sentimientos y estas expresiones, que yo también adopto. Debemos a los hombres justicia y bondad; debemos a las desgracias de nuestros enemigos nuestra compasión, cuando menos por nuestra felicidad y las vicisitudes terrenales. Esta compasión es una suerte de tierna preocupación, una simpatía generosa, que une a todos los hombres y los funde en un mismo destino.

Descorramos el telón de los monstruos sanguinarios nacidos para inspirar horror, y posemos nuestros ojos en seres hechos para honrar la naturaleza humana y representar lo divino. Cuando, después de leer sobre las crueldades de Tiberio y Calígula, nos topamos con la bondad de Trajano y Marco Aurelio, empezamos a tener una mejor opinión de nosotros mismos, recuperando la fe en la raza de los hombres. Adoramos a ese Pericles que se consideraba afortunado por no haber hecho llorar a ningún ciudadano; a ese Epaminondas, esa alma de tan rica complexión, si se me permite, que incluía entre todas sus virtudes la de una humanidad delicada y de grado eminente; la tenía de nacimiento, sin aprendizaje, alimentándola sin cesar mediante el ejercicio de los preceptos de la Filosofía. Finalmente, uno siente el valor y la plenitud de la bondad y la compasión cuando él mismo se hace digno de ellas: en oposición, detesta la crueldad, por naturaleza y por principios, no sólo porque no se asocie a ninguna cualidad positiva, sino por ser el extremo de todos los vicios; confío en que mis lectores estén bien convencidos de esto.

Louis de Jaucourt, 1751.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: Cruauté
 

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