El 7 de octubre de 2001 se iniciaba la
invasión estadounidense de Afganistán bajo el supuesto amparo de
legitimidad que proporcionaba el ataque terrorista perpetrado contra
las Torres Gemelas. El mundo occidental, a caballo entre la conmoción
por los atentados y el rechazo a la intervención armada, se veía
enfrentado a una consigna que la Admisnitración de George W. Bush
lanzaba con tono de advertencia internacional: «Quien
no está con nosotros, está contra nosotros». Pues bien, no puedo
evitar que evoquen en mí los ecos de aquella sentencia cada vez que
escucho una de las falacias animalistas más recurrentes, una pequeña
derivación de la máxima del ex-presidente norteamericano cobrada a
la voz de: «¡Quien no está conmigo, está contra los animales!».
Se trata, ante todo y por encima de todo, de una versión particular de la falacia del falso dilema. Una suerte de tercero excluido que pretende una fingida disyuntiva entre dos extremos supuestamente enfrentados. «Si no estás de acuerdo conmigo, entonces es que no te importan los animales». Queda así descartada —sin mayor aporte argumental— cualquier posibilidad de defender a los animales desde una óptica distinta, con todo el atractivo que supone para una mentalidad indolente plantear una dicotomía de tal calado en medio de personas con una preocupación manifiesta por las víctimas.
Por
supuesto, estar en contra de algo no significa estar en contra
de todo o a favor de
nada. Que a alguien no le gusten las rosas no implica que le disgusten las margaritas o que esté en contra de las flores. Quien
se muestra contrario a una opción está expresando su disconformidad
con esa opción y nada más que con esa opción.
De hecho, la situación que nos ocupa alcanza grados de mayor
irrisión, en tanto que estos casos no suelen girar en torno a
planteamientos absolutos, sino que se vinculan con posturas u
opiniones referentes a matices muy concretos.
Pero
la cosa no acaba aquí. La falacia del falso dilema es una estrategia
muy socorrida en cuestiones como la del especismo debido a su
ineludible bagaje emocional. La confluencia con una apelación a los sentimientos
(comentada con anterioridad)
es por ello sistemática. Para alguien sensibilizado con el padecer
de los demás animales, la insinuación de que no se preocupa por
ellos representa siempre una dolorosa recriminación. Así las cosas,
resulta fácil generar opiniones tendenciosas a partir de esta clase
de chantajes afectivos.
Como
es lógico, la víctima directa de la atribución difícilmente se
verá convencida de nada por medio de tan magna necedad. Pero ni
falta que hace, pensarán sus artífices. El ardid actúa sobre todo
como un aviso a navegantes; un mensaje de exhortación que se deja
caer en medio de una multitud sobre la que se reconoce un azoramiento
potencial. «¿Te preocupan los demás animales? Entonces más vale
que te adhieras a mi discurso si no quieres verte acusado de lo
contrario». Su función es de categoría coercitiva, un recurso para
el sofoco de cualquier amago de rebelión.
Es
natural que muchas personas sientan la necesidad de defenderse de la
injuria, y este hecho convierte la falacia de Bush en una maniobra
doblemente fructuosa. Por una parte, hacemos creer que nuestra
alternativa refleja la máxima expresión de estima hacia el resto de
los animales; y por otra, desviamos el rumbo de la discusión de la
temática central hacia el carácter o el compromiso de nuestro/s
oponente/s. Como ocurre a menudo, el difamado termina por adoptar
una carga probatoria
que jamás ha dejado de recaer sobre el difamador.
Quien
acusa de algo a alguien es quien tiene que ofrecer pruebas que
sustenten su acusación. Pero el único argumento que se ofrece en
estos casos es el simple contraste frente a la opinión preliminar, y
ese es un argumento a todo punto insuficiente. Es más, la pretensión
incurre en una flagrante petición de principio, en tanto
que convierte en premisa aquello mismo que ha sido invitado a
acreditar. Frente al reto de demostrar que la posición propia es la
más beneficiosa para los animales, no basta con afirmar, sin más,
que la propia es, de hecho, la única beneficiosa para ellos.
Así
pues, la falacia de Bush viene a representar nada menos que tres
falacias en una, jugosa oferta para todo buen aficionado a la
retórica de mercadillo. La intolerancia, la obstinación y el
hermetismo convertidos en santo y seña de cualquier adorador de sus
propias aseveraciones.
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