sábado, 15 de agosto de 2020

Confesiones de una lenta iniciación


Siento vergüenza de mí misma cada vez que leo algo acerca de los Albert Schweitzer o las Anna Kingsford de este mundo. Es por eso que traté de evitar sus referencias durante mis primeros 49 años de vida. Mi reticencias de entonces quizá sean excusables por el hecho de no haber reflexionado demasiado sobre mis hábitos alimenticios y sus efectos sobre el hambre en el mundo, el abuso hacia los animales, las guerras y otras cosas similares. Sin embargo, salvo por esta complicidad tan común, yo jamás les había hecho daño a mis semejantes de forma consciente —¡aunque es cierto que tampoco había hecho nada por ayudarles!

Fue al final de la última guerra cuando comencé a pensar en ello, una actividad inusual que vino motivada por una bomba que destrozó nuestra casa y los establos adyacentes, matando a los pobres caballos y poniendo a la familia Batt al borde de la desaparición. En medio de la agitación de aquella noche, rompiendo sábanas para usarlas como vendajes, filtrando agua y buscando jabón en la oscuridad, con el pelo, los ojos y los oídos llenos de hollín y polvo de ladrillo, era el destino de los caballos lo que ocupaba mi mente. ¿Por qué habían tenido que sufrir aquel trágico final, sin oportunidad siquiera de huir del peligro y ponerse a salvo?

Pero no hice nada constructivo a ese respecto. Oh, sí, me preocupó, pero eso fue todo lo que pasó. Mi atareada vida me proporcionaba una buena excusa para sacar estos sentimientos de mi cabeza. Fue algún tiempo después cuando la conciencia me empujó a entrar en acción, a partir de una experiencia que me reveló de primera mano el sufrimiento que causaba la industria de la leche.

Era una ingenua mujer de ciudad de vacaciones aquella que esperaba un tren junto a su marido en una diminuta estación de ferrocarril; ni siquiera cabría llamarla estación, ya que era fundamentalmente utilizada por los granjeros locales para el transporte del ganado. En un extremo del andén había unas cuantas vacas atadas, y en el otro, pero a la vista de aquellas, un grupo de terneros muy jóvenes, algunos de los cuales apenas eran capaces aún de tenerse en pie. Los dos grupos se miraban el uno al otro, las vacas haciendo mucho ruido y los terneros emitiendo vagidos leves y patéticos.

Era obvio que lo estaban pasando mal, así que detuve a un oficial:

—Estos pobres animales están muy angustiados, ¿por qué no los ponen juntos?

—Porque, señora, las vacas van al mercado a dar la leche que usted le pone al té y los terneros en cambio van al carnicero.

—Al carnicero, ¿por qué? 

El hombre, con la mayor paciencia de que fue capaz frente a aquella "urbanita ignorante", explicó:

—Mire, señora, para obtener leche es necesario que esas vacas sigan teniendo bebés, y sólo es posible mantener a unos pocos terneros para la cría de vacas de vacuno y ordeño. El resto son convertidos en jamón y filetes de ternera para las empanadillas de su cena. 

Aquello me impactó. Hasta entonces no me había percatado de que la leche fuese motivo de crueldad y muerte. En mi mente sólo cabían vacas pastando en verdes praderas y amables granjeros que les extraían la leche para librarlas de la incómoda carga.

Estábamos de espaldas a las vacas y, en éstas, una de ellas posó su húmeda boca sobre mi hombro, haciendo que me girase. No emitió ningún sonido, pero sus ojos, infestados de moscas y bañados en lágrimas, me miraron directamente y —créanme si les digo que no son imaginaciones mías— me encontré cara a cara con una súplica silenciosa. Ese ruego sin respuesta por la devolución de su ternero me ha perseguido desde entonces. 

Por fin me había dado cuenta de la crueldad que implicaba mi forma de vida, y decidí que no podía seguir participando en ella. Me hice "vegana" desde ese punto y hora. No sabía que lo era porque ni siquiera había escuchado aquella palabra. ¡No sabía que fuese posible vivir sin productos lácteos y la mayoría de la gente esperaba verme pronto caer desvanecida! Haciendo caso omiso de las súplicas y advertencias de bienintencionados amigos, insistí obstinadamente en que, sea como fuere, ninguna vaca volvería jamás a separarse de su ternero por mi culpa.

Para asombro mío —y de mi familia— mi salud general, que siempre había sido pobre, comenzó a mejorar de forma gradual. Alentada por ello, me puse en contacto con la Sociedad Vegetariana para preguntarles si sabían de alguien que viviera sin productos lácteos, descubriendo para mi sorpresa que no era la única. Después de advertirme de que me asegurara una nutrición alternativa adecuada, me dieron la dirección del Secretario de Honor de la Sociedad Vegana (puesto que en aquel entonces ocupaba el señor John Heron), momento a partir del cual mi vida adquirió un significado completamente nuevo. ¡Era fantástico no estar sola! Había otros personas disfrutando de una vida sana, placentera y compasiva sin hacer daño a ninguna otra criatura. Con gran alegría y cierto alivio, me uní a ellos y leí todo lo que pude sobre nutrición en general y sobre la dieta vegana en particular.

Me animó mucho el darme cuenta de que, en un mundo vegano, no habría hambre; no habría animales ni aves ni peces asesinados cada día a causa de la alimentación humana; las guerras carecerían de estas incitaciones, ya que habría suficiente espacio para la convivencia de todos; no se malgastaría así el dinero en una "defensa" ilusoria; ninguna criatura sería asesinada por "deporte", y habría un mejor nivel de vida para toda la humanidad.

Allí había algo por lo que luchar, y con el entusiasmo de un niño, me uní a los esfuerzos por tratar de cambiar el mundo. Mi vida se volvió más emocionante y mejor que nunca. En aquel momento tenía la suerte de estar viviendo en las afueras de Londres, así que pude asistir a muchas reuniones y disfrutar de la compañía inspiradora de personas que, por así decirlo, no me consideraban una loca. Por su parte, mis amigos estaban convencidos de que "algo debía tener aquello" para que no hubiese caído en el deterioro que ellos esperaban, sino que, bien al contrario, hubiese experimentado una mejora considerable de mi salud y mis energías. Mi hija siempre me apoyó, y mi marido terminó por hacerse vegano y fue capaz, aun siendo diabético, de vivir y trabajar normalmente y sin ayuda de ningún tratamiento médico. 

Cuán agradecida les estuve y estoy a aquellos primeros veganos que, frente a toda oposición y en los años más difíciles de la guerra, cuando muchos alimentos escaseaban o eran directamente imposibles de conseguir, siguieron luchando y persistieron en la creencia de que una vida compasiva es el camino correcto. Cuando pienso en los problemas con los que tuvieron que lidiar, agradezco con todo mi corazón el espíritu de verdadera compasión que los empujó a ello. Hoy cosechamos los frutos de su coraje con una amplia variedad de leches vegetales enriquecidas con B12 (¡hasta entonces la única fuente conocida era el hígado!). Ahora, la profesión médica está cada vez más interesada en los beneficios que proporciona una dieta humana natural (para el hombre) y algunos de ellos la recomiendan regularmente a sus pacientes.

[…] Lo que más lamento de todo esto es haber tardado casi medio siglo en haber tomado conciencia de algo que ahora me resulta tan sumamente obvio, aunque esta circunstancia me permite comprender mejor a aquellos que se encuentran en una situación idéntica a la mía. Creo que el mero hecho de vivir de forma vegana es más útil que predicarlo en exceso, ¡pero que el cielo proteja a aquellos que pregunten "¿Por qué eres vegana?", porque es probable que vayan a obtener de mí una larga y completa explicación! A fin de cuentas, ¡ellos lo han querido! 

Eva Batt, 1981.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: Confessions of a Very Slow Starter


2 comentarios:

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