Siento vergüenza de mí misma cada vez
que leo algo acerca de los Albert Schweitzer o las Anna Kingsford de
este mundo. Es por eso que traté de evitar sus referencias durante
mis primeros 49 años de vida. Mi reticencias de entonces quizá sean
excusables por el hecho de no haber reflexionado demasiado sobre mis
hábitos alimenticios y sus efectos sobre el hambre en el mundo, el
abuso hacia los animales, las guerras y otras cosas similares. Sin
embargo, salvo por esta complicidad tan común, yo jamás les había
hecho daño a mis semejantes de forma consciente —¡aunque
es cierto que tampoco había hecho nada por ayudarles!
Fue al final de la última guerra
cuando comencé a pensar en ello, una actividad inusual que vino
motivada por una bomba que destrozó nuestra casa y los establos
adyacentes, matando a los pobres caballos y poniendo a la familia
Batt al borde de la desaparición. En medio de la agitación
de aquella noche, rompiendo sábanas para usarlas como vendajes,
filtrando agua y buscando jabón en la oscuridad, con el
pelo, los ojos y los oídos llenos de hollín y polvo de ladrillo,
era el destino de los caballos lo que ocupaba mi mente. ¿Por qué
habían tenido que sufrir aquel trágico final, sin oportunidad
siquiera de huir del peligro y ponerse a salvo?
Pero no hice nada constructivo a ese
respecto. Oh, sí, me preocupó, pero eso fue todo lo que pasó. Mi
atareada vida me proporcionaba una buena excusa para sacar estos
sentimientos de mi cabeza. Fue algún tiempo después cuando la
conciencia me empujó a entrar en acción, a partir de una
experiencia que me reveló de primera mano el sufrimiento que causaba
la industria de la leche.
Era una ingenua mujer de ciudad de
vacaciones aquella que esperaba un tren junto a su marido en una
diminuta estación de ferrocarril; ni siquiera cabría llamarla
estación, ya que era fundamentalmente utilizada por los granjeros
locales para el transporte del ganado. En un extremo del andén había
unas cuantas vacas atadas, y en el otro, pero a la vista de aquellas,
un grupo de terneros muy jóvenes, algunos de los cuales apenas eran
capaces aún de tenerse en pie. Los dos grupos se miraban el uno al
otro, las vacas haciendo mucho ruido y los terneros emitiendo vagidos
leves y patéticos.
Era obvio que lo estaban pasando mal,
así que detuve a un oficial:
—Estos pobres animales están muy
angustiados, ¿por qué no los ponen juntos?
—Porque,
señora, las vacas van al mercado a dar la leche que usted le pone al
té y los terneros en cambio van al carnicero.
—Al
carnicero, ¿por qué?
El hombre, con la mayor
paciencia de que fue capaz frente a aquella "urbanita
ignorante", explicó:
—Mire, señora, para obtener leche es
necesario que esas vacas sigan teniendo bebés, y sólo es posible
mantener a unos pocos terneros para la cría de vacas de vacuno y
ordeño. El resto son convertidos en jamón y filetes de ternera para
las empanadillas de su cena.
Aquello me impactó.
Hasta entonces no me había percatado de que la leche fuese motivo de
crueldad y muerte. En mi mente sólo cabían vacas pastando en verdes
praderas y amables granjeros que les extraían la leche para
librarlas de la incómoda carga.
Estábamos de espaldas a las vacas y, en
éstas, una de ellas posó su húmeda boca sobre mi hombro, haciendo
que me girase. No emitió ningún sonido, pero sus ojos, infestados
de moscas y bañados en lágrimas, me miraron directamente y —créanme
si les digo que no son
imaginaciones mías— me
encontré cara a cara con una súplica silenciosa. Ese ruego sin
respuesta por la devolución de su ternero me ha perseguido desde
entonces.
Por fin me había dado cuenta de la crueldad
que implicaba mi forma de vida, y decidí que no podía seguir
participando en ella. Me hice "vegana" desde ese punto y
hora. No sabía que lo era porque ni siquiera había escuchado
aquella palabra. ¡No sabía que fuese posible vivir sin productos
lácteos y la mayoría de la gente esperaba verme pronto caer
desvanecida! Haciendo caso omiso de las súplicas y advertencias de bienintencionados amigos, insistí obstinadamente en que, sea
como fuere, ninguna vaca volvería jamás a separarse de su ternero
por mi culpa.
Para asombro mío —y
de mi familia— mi salud
general, que siempre había sido pobre, comenzó a mejorar de forma
gradual. Alentada por ello, me puse en contacto con la Sociedad
Vegetariana para preguntarles si sabían de alguien que viviera sin
productos lácteos, descubriendo para mi sorpresa que no era la
única. Después de advertirme de que me asegurara una nutrición
alternativa adecuada, me dieron la dirección del Secretario de Honor
de la Sociedad Vegana (puesto que en aquel entonces ocupaba el señor
John Heron), momento a partir del cual mi vida adquirió un
significado completamente nuevo. ¡Era fantástico no estar sola!
Había otros personas disfrutando de una vida sana, placentera y
compasiva sin hacer daño a ninguna otra criatura. Con gran alegría
y cierto alivio, me uní a ellos y leí todo lo que pude sobre
nutrición en general y sobre la dieta vegana en particular.
Me animó mucho el darme cuenta de que,
en un mundo vegano, no habría hambre; no habría animales ni aves ni
peces asesinados cada día a causa de la alimentación humana; las
guerras carecerían de estas incitaciones, ya que habría suficiente
espacio para la convivencia de todos; no se malgastaría así el
dinero en una "defensa" ilusoria; ninguna criatura sería
asesinada por "deporte", y habría un mejor nivel de vida
para toda la humanidad.
Allí había algo por lo que
luchar, y con el entusiasmo de un niño, me uní a los esfuerzos por
tratar de cambiar el mundo. Mi vida se volvió más emocionante y
mejor que nunca. En aquel momento tenía la suerte de estar viviendo
en las afueras de Londres, así que pude asistir a muchas reuniones y
disfrutar de la compañía inspiradora de personas que, por así
decirlo, no me consideraban una loca. Por su parte, mis amigos
estaban convencidos de que "algo debía tener aquello" para
que no hubiese caído en el deterioro que ellos esperaban, sino que,
bien al contrario, hubiese experimentado una mejora considerable de
mi salud y mis energías. Mi hija siempre me apoyó, y mi marido
terminó por hacerse vegano y fue capaz, aun siendo diabético, de
vivir y trabajar normalmente y sin ayuda de ningún tratamiento
médico.
Cuán agradecida les estuve y estoy a aquellos
primeros veganos que, frente a toda oposición y en los años más
difíciles de la guerra, cuando muchos alimentos escaseaban o eran
directamente imposibles de conseguir, siguieron luchando y
persistieron en la creencia de que una vida compasiva es el camino
correcto. Cuando pienso en los problemas con los que tuvieron que
lidiar, agradezco con todo mi corazón el espíritu de verdadera
compasión que los empujó a ello. Hoy cosechamos los frutos de su
coraje con una amplia variedad de leches vegetales enriquecidas con
B12 (¡hasta entonces la única fuente conocida era el hígado!).
Ahora, la profesión médica está cada vez más interesada en los
beneficios que proporciona una dieta humana natural (para el hombre)
y algunos de ellos la recomiendan regularmente a sus pacientes.
[…] Lo que más lamento de todo esto
es haber tardado casi medio siglo en haber tomado conciencia de algo
que ahora me resulta tan sumamente obvio, aunque esta circunstancia
me permite comprender mejor a aquellos que se encuentran en una
situación idéntica a la mía. Creo que el mero hecho de vivir de
forma vegana es más útil que predicarlo en exceso, ¡pero que el
cielo proteja a aquellos que pregunten "¿Por qué eres
vegana?", porque es probable que vayan a obtener de mí una
larga y completa explicación! A fin de cuentas, ¡ellos lo han
querido!
Eva Batt, 1981.
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Traducción: Igor Sanz
Texto original: Confessions of a Very Slow Starter
Qué buena lectura! Muchas gracias por compartirla!
ResponderEliminarAmé tu relato.
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