LA ÉTICA DE LOS SERES HUMANOS EN
SU RELACIÓN CON LOS SERES NO HUMANOS
El ejemplo más lamentable de ética
provinciana que ofrecen los habitantes de la Tierra no es el que
muestran las distintas variedades de la especie humana en sus
actitudes mutuas, sino el trato que la raza humana en su conjunto le
dedica a las razas de los no humanos. En ningún otro lugar se
muestra tan horrible la naturaleza humana, ni su conciencia tan
profundamente inoperante, como en su desprecio hacia la vida y la
felicidad del animal no humano. Con el desarrollo de sus facultades
mentales y la ampliación y mutualización de sus actividades, los
hombres han extendido su horizonte y con ello han intensificado su
sentimiento de hermandad, hasta el punto de observarse que hoy, a
pesar de cierto seccionalismo, los sistemas éticos de los pueblos
civilizados incluyen, al menos en teoría, y con más o menos
seriedad, a todo el conjunto de la humanidad. La conciencia ética se
ha extendido del individuo a la familia, de la familia al clan, del
clan a la tribu, de la tribu a la confederación, de la confederación
al reino, del reino a la raza, y de la raza a la especie, hasta que
por fin, en el caso de muchos millones de hombres, el sentimiento
ético ha alcanzado, con mayor o menor viveza y consistencia, el
estadio antropocéntrico de la evolución. El hecho de que un
individuo sea un hombre —es
decir, el hecho de que sea un animal de la especie humana—
le otorga en todas las tierras civilizadas los derechos y privilegios
fundamentales de la existencia. El derecho a la vida, a la libertad y
a la búsqueda de la felicidad son hoy considerados por todas las
mentes exaltadas como propiedades inalienables de todo ser humano
venido al mundo.
Pero, salvo por algunos individuos
ocasionales aquí y allá, cuyas emociones son más civilizadas que
las del resto, o cuyas concepciones son más amplias y más claras,
los seres humanos se niegan a extender sus relaciones éticas más
allá de las fronteras de su especie. Los millones y millones de
seres no humanos son unos extraños. Los humanos los miran y
tratan como si pertenecieran a un orden de existencia totalmente
diferente, con propósitos y susceptibilidades radicalmente distintos
de los suyos. No se los considera seres vivos en absoluto, como sí
en cambio lo son los seres humanos, que están en este mundo para
disfrutar de la vida y de todo lo que ésta tenga de valioso para
cualquier criatura viviente. Pertenecen a la misma clase de
existencia que las olas del mar y las malas hierbas del campo. Se los
tiene por meras cosas —meros objetos que se mueven y se
multiplican sin patrimonio alguno sobre el mundo en el que habitan.
Pueden ser agredidos, golpeados, mutilados, matados de hambre,
asesinados, comidos, insultados, embaucados, aprisionados, robados,
atormentados, desollados vivos, abatidos como pasatiempo,
despedazados por curiosidad, u obligados a sufrir cualquier otra
barbaridad u hostigamiento que se le ocurra a la imaginación de
alguien con la disposición precisa. Basta para hacer temblar incluso al
mayor de los canallas con el modo frío y comercial con que cortamos
sus gargantas, extraemos sus cerebros y discutimos su sabor en
nuestros festivales de canibalismo. Como dice Plutarco: "Decimos
de los leones, los tigres y las serpientes que son salvajes y
feroces, pero ninguno nos supera en ninguna clase de barbarie".
Acostumbrados desde la cuna a contemplar la violencia y el asesinato,
nos habituamos e insensibilizamos tanto a ese tipo de cosas que las
perpetramos y observamos con la misma indiferencia con que vemos
morir las olas en la playa. El ser humano es, de hecho, el mayor y
más cruel depredador de todos los animales —el más grande
quebrantador y recolector de huesos del planeta.
Apenas es posible, por asombroso que
resulte, cometer crimen alguno sobre cualquier ser de este mundo que
no sea humano. Según los propios humanos, en el universo no existen
más seres que ellos mismos. Todos los demás son mercancías.
Importan sólo en tanto que poseen muslos y pueden ocupar un espacio
en el tubo digestivo de los hombres. Los seres humanos son "personas"
y tienen almas y dioses y lugares reservados para cuando mueren. Pero
los cientos de miles de otras razas terrícolas son simples
"animales", simples "brutos", simples "bestias",
simple "ganado", simples "alimañas". Cualquier
crimen que un ser pueda cometer con otro les es dedicado cada día —y
con una impasibilidad digna de los administradores del infierno. Los
seres humanos predican como regla cardinal —y parecen no cansarse
nunca de su reiteración— que debe tratarse a los demás así como
uno desea que los demás lo traten a él; pero limitan hipócritamente
su aplicación a los miembros de su propia comunidad, a pesar de que
existen idénticas razones para extenderla a todas las criaturas. Se
asume que la felicidad de la especie humana es mucho más valiosa que
la del resto, de modo que incluso los más sagrados intereses ajenos
son sacrificados sin vacilación a fin de que cualquier deseo humano
sea diligentemente satisfecho. Hasta para el más vanidoso anhelo de
lucir dientes, plumas o pieles se deshabitan bosques y se cubre la
tierra de muerte y agonía. El asesinato es el más común y
más devoto de los pasatiempos humanos. El hastío se remedia
regularmente con masacres. Los hombres —hombres que claman por los
"derechos", ministros de misericordia incluso— se arman y
salen en expediciones asesinas con la misma ausencia de escrúpulo
con que los salvajes se ponen sus pinturas de guerra. Regresan de sus
campañas criminales como los degolladores de la antigua Roma,
arrastrando a sus víctimas a modo de trofeos y esperando ser
alabados como héroes por mor de los infiernos que han creado. Los
bárbaros predominan, y la moral se vuelve del revés. La crueldad se
ensalza, y la amplitud de miras es pagada con una mueca de desprecio.
La compasión es una enfermedad, y la usanza exige convertirse en un
demonio. Si las gentes no humanas no tuvieran nervios ni emociones, y
fueran totalmente indiferentes a la vida, difícilmente podrían ser
tratados como mayores nulidades personales.
La negativa de los animales humanos a
relacionarse éticamente con el resto de los animales es un fenómeno
que no difiere ni en causa ni en carácter de la negativa de una
tribu, pueblo o raza de seres humanos a relacionarse éticamente con
el resto de la humanidad. El provincianismo de los judíos hacia los
no judíos, de los griegos hacia los no griegos, de los romanos hacia
los no romanos, de los musulmanes hacia los no musulmanes y de los
caucásicos hacia los no caucásicos, no es una cosa distinta del
provincianismo de los humanos hacia los no humanos. Todas son
manifestaciones de lo mismo. El hecho de que estos actos sean
realizados por diferentes individuos y sobre diferentes
individuos, y que se realicen en diferentes momentos y lugares, no
invalida la igualdad esencial de sus naturalezas. Los delitos no se
clasifican (excepto por los salvajes o sus derivados inmediatos)
según las similitudes de quienes los cometen o los sufren, sino
según las similitudes de sus cualidades intrínsecas. Todos los
actos de provincianismo son producto de la desgana o la incapacidad
de hacerlos universales, y pertenecen en realidad, todos ellos, a la
misma clase de conducta. En efecto, no existe más que un único gran
crimen en el universo, y la inmensa mayoría de los casos de maldad
de este planeta son todos ejemplos de ese mismo crimen. Es el crimen
de la explotación —la consideración por parte de algunos
seres de que ellos son fines y los demás son sólo medios—,
la negativa a reconocerles a todos igual o semejante derecho a la
vida y a sus legítimos obsequios —el crimen de tratar a los demás
como no se desearía que los demás lo tratasen a uno. Durante
millones de años, casi desde el comienzo mismo de la vida, se ha
venido cometido este crimen en todos los rincones habitados de la
tierra.
Todo ser es un fin. En
otras palabras, todo ser debe ser tenido en cuenta a la hora de
determinar los fines de nuestra conducta. Éste es el único desenlace
coherente de la evolución ética que está en curso en el planeta.
El mundo no fue hecho y ofrecido a una camarilla particular para su
uso o disfrute privativo. La Tierra pertenece, si es que pertenece a
alguien, a los seres que la habitan —a todos ellos. Y cuando
un ser o un conjunto de seres se erige como el único fin para el que
existe el universo, y mira y trata a los demás como meros medios al
servicio de ese fin, lo que está cometiendo es una usurpación, nada
más y nada menos, sin importar quién o sobre quién se esté practicando
la dicha usurpación. El tirano que pone su bienestar y
engrandecimiento por encima del bienestar del pueblo y obliga a éste
a actuar como un medio para sus propios fines personales, no es mas
usurpador que la especie o variedad que pone su bienestar por encima
del bienestar de todo el resto de los habitantes de este mundo. Lo
ilícito de la negativa a ponerse en el lugar de los demás y a
actuar con ellos como uno quisiera que ellos actuaran con él no
depende de quién se niegue a hacerlo o de si la negativa recae sobre
éste o aquel individuo o grupo de individuos. Los actos son
correctos o incorrectos en sí mismos; y que sean correctos o
incorrectos, buenos o malos, apropiados o inapropiados, debidos o
indebidos, depende de sus efectos sobre el bienestar de los
habitantes del universo. El error básico que se ha cometido
siempre en este mundo egoísta a la hora de juzgar y clasificar los
actos ha sido juzgarlos y clasificarlos con referencia a sus efectos
sobre alguna fracción particular de aquellos habitantes. Bajo el
egoísmo puro, la conducta se juzga como buena o mala únicamente con
referencia a los resultados, inmediatos o remotos, que esa conducta
produce, o se estima que produce, sobre el yo. Para el
salvaje, la bonhomía y la maldad dependen de si afectan favorable o
desfavorablemente sobre él mismo o sobre su tribu. Y este
espíritu seccionalista del salvaje ha caracterizado las concepciones
morales de los pueblos de todos los tiempos. La costumbre de los
seres humanos de hoy en día —la costumbre de aquellas mentes lo
suficiente (y relativamente) abiertas y emancipadas como para
elevarse por encima de los prejuicios mezquinos y los "patriotismos"
racistas y corporativistas de los hombres y son capaces de contemplar
"el mundo como su patria" (el mundo de los seres humanos,
por supuesto)— la costumbre de estos hombres, decía, de juzgar su conducta con arreglo a sus efectos
sobre el animal humano, es una costumbre que, aunque infinitamente más
amplia y aventajada que la del salvaje, pertenece a la misma
categoría que la de éste. El ser humano parcialmente emancipado que
extiende sus sentimientos morales sobre todos los miembros de su
propia especie, pero niega a todas las demás especies la justicia y
la humanidad que concede a la suya, está cayendo, a una escala
mayor, en la misma confusión ética que los salvajes. La única
actitud coherente desde que Darwin estableció la unidad de la vida
(la única actitud que cabe que asumamos algún día, si es que acaso
alcanzamos a ser verdaderamente civilizados) es una actitud
universalmente amable y humanitaria.
"El mundo es mi patria", dijo
Thomas Paine, y recibió por ello el aplauso de todo hombre, mujer y
niño capaz de apreciarse de aquel exaltado sentimiento. Pero "el
mundo" del gran librepensador era un mundo habitado sólo por
los hombres.
Por muy amplia que sea la visión de
aquel que considere a todos los hombres como sus hermanos y sus
coterráneos —por muy amplia que sea en comparación con la de esos
necios llamados "patriotas" incapaces de ver más allá
de los límites de la unidad política a la que pertenecen—, no es
lo suficientemente amplia. Sigue siendo una visión seccionalista,
parcialista. No representa más que una etapa en el proceso de
expansión ética. Es, de hecho, una visión muy corta en comparación
con la universalista, de mismo modo que la del salvaje es muy
corta en contraste con la del filántropo. "La raza humana",
"la humanidad", "todos los hombres", "la
familia humana", todos estos son grandes conceptos, demasiado
grandes para los pobres y pequeños cerebros con que la mayoría
trata de pensar. Pero son pequeños en comparación con esa gran
concepción que es la afinidad con todas las razas vivientes que
moran este mundo. Y mucho más pequeños aún en
contraste con esa sublime y suprema síntesis que abarca no sólo a
la presente generación de habitantes de la Tierra, sino que se
extiende tanto longitudinal como transversalmente, a través del tiempo y
del espacio, para incluir también a las generaciones venideras —esa
concepción que reconoce la vida terrestre como un proceso único,
mundial y sempiterno, cada parte relacionada y emparentada con las
demás, y cada generación conectada por una posteridad interminable.
Todo individuo, por lo tanto, lo
suficientemente emancipado como para juzgar los actos de su conducta
de acuerdo con su naturaleza intrínseca y con sus efectos, y no de
acuerdo con algún prejuicio local o tradicionalista, no puede
ignorar que la explotación de aves y cuadrúpedos para el capricho o
la conveniencia humana es un delito contra los preceptos de la moral,
no diferente en su tipo de los delitos que recogen las leyes humanas,
como el robo y el asesinato. El creófago y el cazador ejemplifican
el mismo sonambulismo, son autores del mismo tipo de conducta y
pertenecen a la misma literal categoría delictiva que el caníbal y
el negrero. Quitarle la vida a un buey por sus músculos, o matar a
una oveja por su piel, es un asesinato, y aquellos que lo
cometen o incitan a otros a cometerlo son tan asesinos como
esos salteadores que vuelan las cabezas de los pobres viajeros para
robarles sus guineas. Quienes crean falso lo que digo, no lo
creerán porque lo sea, sino por su incapacidad para juzgar
estas conductas desde la perspectiva del cuadrúpedo. Si hubiera en
este mundo seres cuya inteligencia superara la de los caucásicos
tanto como la de los caucásicos supera la de las vacas y las ovejas,
y si estos seres se considerasen a sí mismos como los predilectos de
los dioses y dieran una dignidad e importancia ficticias a sus
propias vidas, mientras observan a los caucásicos como simples
"chuletas" y "costillas", estos decolorados
terroristas del mundo lograrían probablemente apreciar, en el curso
de unas pocas generaciones de experiencia, que la actual concepción
humana de las vacas y las ovejas no sólo es insensata, sino
diabólica.
LA PSICOLOGÍA DEL ALTRUISMO
La expansión del altruismo en el mundo
se ha producido en buena medida de la mano de un incremento en el
poder de la empatía1.
La empatía es la aptitud de un ser de ponerse de un modo imaginario
en el lugar de otro hasta el punto de llegar a duplicar más o menos
sus sentimientos. Es la capacidad o el impulso de compartir el llanto
de los que lloran y la alegría de los que ríen. La empatía es la
esencia de la moral y su único pilar seguro —el único vínculo
sincero y perdurable con el mutualismo. Los hombres siempre han
estado, y aún están, dispuestos a pensar y actuar hacia los demás
inspirados por un temor o un beneficio mutuo. Pero tales fundamentos
no son ni los más elevados ni los más fiables lazos de compañerismo
y unidad. El verdadero altruismo y la verdadera solidaridad —la
verdadera expansión y universalización del yo— se asientan en la
empatía. Es imposible que un individuo trate de corazón a otro como
quisiera que el otro lo tratase él a menos que esté capacitado y
dispuesto en todo momento a ponerse en el lugar de ese otro y su
conciencia pueda apreciarse de los resultados que sus acciones tienen
sobre aquel. La verdadera unidad social sólo es posible a través de
esa imbricación de conciencias, a través de la apreciación de que
las alegrías y las penas de uno son en mayor o menor medida reflejos
de las alegrías y las penas de quienes lo rodean. Así pues, la
tarea más importante en la reforma universal, habida cuenta del
egoísmo y el odio de que está impregnado el mundo, consiste en
dotar o abastecer a los seres de una disposición para extenderse
fuera de sí mismos. Si los lejanos primeros padres de los hombres y
las mujeres hubieran tenido una mentalidad más abierta y menos
estrecha —si hubieran sido seres provistos de un impulso natural a
ser amables con los demás y de una empatía más profunda—, la vida
terrestre no presentaría hoy el espectáculo descorazonador que
muestra, y la larga lucha por la justicia y el desarrollo no se
hubiera hecho nunca necesaria.
Lo que impulsa y subyace
principalmente a la explotación de un ser o un conjunto de seres es,
y siempre ha sido, el egoísmo. Cada vez que un pueblo ha
explotado a otro —ya sean los explotadores salvajes, judíos,
romanos, caucásicos u hombres— lo ha hecho ante todo movido por la
conveniencia y el placer y porque ha sido un acto en armonía con su
naturaleza. Los pueblos civilizados adquirieron ese egoísmo por
herencia de las tribus salvajes, de las que han evolucionado
separadamente; y el egoísmo de los salvajes es a su vez un legado de
las formas animales que les precedieron. El egoísmo humano no es más
que una corriente inducida por un impulso universal —un impulso que
fue implantado en el proceso vital terrestre por aquellas primeras
formas de vida a partir de las cuales han evolucionado todas las
demás.
Pero detrás de todo acto de
explotación de este mundo hay casi siempre, si no siempre, otro
factor, que es la ignorancia —la ignorancia de los autores
de la explotación: no ignorancia gramatical, geográfica o de otra
rama particular de la ciencia o la filosofía, sino ignorancia
respecto de aquellos a quienes les han impuesto su voluntad
—ignorancia de los explotadores en cuanto a las similitudes que
en realidad comparten con sus víctimas. Por muy libre que alguien
pueda estar de los impulsos egoístas, jamás actuará de un modo
altruista con los demás a menos que sea consciente de que esos demás
son similares a él y que los actos dirigidos a ellos producen
efectos de bien y de mal, de bienestar y de sufrimiento, de un modo
semejante a como los producen en él mismo. La conducta altruista
implica no sólo impulsos altruistas, sino también concepciones
altruistas. Los tiranos se consideran, y siempre se han considerado,
un orden de seres diferente y mucho más digno que el de los
súbditos. Échenle un vistazo a la historia y verán el mismo relato
repetido una y mil veces. Un relato de amos y de siervos —de fines
y de medios— separados siempre por un gran abismo profundo e
infranqueable. Los explotados siempre han sido, según sus amos, un
simple conjunto de fibras despreciado y olvidado por los dioses,
dotado de escaso sentimiento o intelecto, y traído a la existencia
más o menos expresamente como un simple complemento de los amos. Es
la perspectiva del salvaje y de todos aquellos herederos de su
filosofía, tan estrecha como indolente. El gentil no tenía derechos
porque era un "pagano". Era un ser humano, cierto, nacido
del vientre de una mujer, lo mismo que un judío. Pero su lengua y su
forma de vida eran distintos, pertenecía a un orden de cosas
diferente, y estaba irritantemente despreocupado por los dioses y las
tradiciones del "pueblo elegido". El galo no tenía
derechos que no fueran convenientes para los romanos, pues era un
"bárbaro". El hecho de que tuviera sangre, y cerebro, y
nervios, y amor a la vida, y ambiciones, y que sufriera al ser
sometido a humillación, a malos tratos y a la muerte, igual que los
romanos, nunca fue algo a tener en consideración por parte de la
arrogancia y el atrevimiento de estos últimos. Los romanos nunca
tomaron conciencia de lo que implicaba para los no romanos que se los
tratase como se los trataba; y una de las razones de que nunca
tomaran conciencia de ello es que no les convenía hacerlo. El acto
de matar o esclavizar a un galo o a un germano, juzgado hoy sin
prejuicios y desde un punto de vista no romano, implicaban el mismo
crimen que matar o esclavizar a los romanos. Pero no lo era para éstos. Hasta la más insignificante ofensa contra algún ciudadano
romano era suficiente, según las leyes romanas, para que el
infractor fuese condenado a ejecución. En cambio, nada significaba
ni siquiera el más horrible de los ultrajes cuando lo cometía un
romano sobre un no romano. Los romanos pensaban y sentían
exclusivamente desde el punto de vista del romano. Nunca se
adentraron en el mundo de los "bárbaros" ni hicieron
esfuerzo alguno por imaginar —o sentir, más bien— las
desdichas de sus víctimas. Y lo mismo ocurría con los hombres
negros a ojos de los hombres blancos hasta hace apenas una o dos
generaciones. El hombre negro
no tenía derechos cuyo respeto fuera inconveniente para el hombre
blanco porque era un "negro", no tenía "alma" y
era descendiente de Cam. Este espíritu de inconsciencia, tan
prominente a lo largo de la historia de la humanidad, sigue vivo en
las mentes de los hombres y las mujeres civilizados de nuestro
tiempo, como lo demuestra la concepción (errónea concepción)
que el caucásico tiene sobre el "negro", el cristiano
sobre el "hereje", el musulmán sobre el "infiel",
el protestante sobre el católico y viceversa, el plutócrata sobre
el proletario, el hombre sobre la mujer, y el ser humano sobre el
"animal".
La psicología detrás de la
explotación de los seres no humanos por parte de los seres humanos
no difiere en nada de la psicología detrás de cualquier otro acto
de explotación. La gran causa primera de la brutalidad del hombre
hacia los no hombres es la misma que la gran causa primera de la
brutalidad del hombre hacia los hombres: el egoísmo ciego,
brutal y desmedido. El hombre monopolista sólo piensa y se preocupa
de sí mismo. Tiene el corazón del déspota, obteniendo de la
contemplación de su diabólica supremacía una especie de monstruosa
complacencia. Pero también en este caso está presente la misma
nescencia, mitad honesta, mitad conveniente, que en todos los demás
ejemplos de explotación. El buey, la liebre, el pájaro y el pez no
tienen más derechos que aquellos que los hombres encuentran
convenientes, pues son sólo "animales". Se supone que
pertenecen a un orden de seres totalmente distinto. Están llenos de
nervios, y cerebros, y vasos sanguíneos; aman la vida, y sangran, y
luchan, y gritan cuando les abren las venas, igual que los humanos;
sus cuerpos tienen la misma forma y estructura general, compuestos de
los mismos órganos, encargados de las mismas funciones; y descienden
de los mismos ancestros y han evolucionado en el mismo mundo y por
medio de las mismas grandes leyes que nosotros. Pero todas estas
cosas, y docenas de otras igual de significativas, son ignoradas por
nosotros en favor de nuestra firme determinación de someterlos a
explotación. Nos reservamos un conjunto de palabras y expresiones
para nosotros mismos, y otro conjunto muy distinto para el resto de
los seres. Las mismas cosas reciben nombres y connotaciones
totalmente diferentes según se trate de un humano o de un no humano.
Quitarle la vida a un hombre es un "asesinato", pero
quitársela a una oveja o una vaca es un "golpe de
aturdimiento". Pasarse el día entero matando pájaros y
ardillas —haciendo aquello que se que juzga como un crimen cuando se
practica sobre un humano— se considera sólo un "deporte"
llevado a cabo sobre estos humildes habitantes de la naturaleza. El
cuerpo muerto de un hombre es un "cadáver"; el cuerpo
muerto de un cuadrúpedo son sólo "restos". Una estirpe de
caballos o de perros es una "raza"; pero una raza de
hombres y mujeres es respetuosamente llamada "estirpe".
Alimentamos nuestra ceguera mediante un uso selectivo de las
palabras. Acomodamos nuestras conciencias ideando perspectivas que
resalten nuestro brillo y nos liberen de la espantosa visión de
nuestros crímenes. Robar y matar son el mismo acto así se haga
sobre la raza humana o sobre el resto de las razas. Pero hoy no se
contempla así —salvo por algunas castas dispersas y olvidadas del
cristianismo y algunos pocos millones de asiáticos "paganos".
Hace poco llegó a mis manos una
colección de cartas escritas desde Birmania por un misionero
estadounidense. Según su autor, uno de los mayores obstáculos con
que tienen que lidiar los misioneros allí es la hostilidad que
despiertan los hábitos asesinos y carnívoros de los propios
misioneros. Los habitantes nativos, que son las gentes más
compasivas del mundo, consideran que los misioneros cristianos, que
matan y se comen a las vacas y disparan a los monos por puro
entretenimiento, son poco menos que caníbales. ¡Obsérvese la
soberbia que hace falta para abandonar la tierra de los blancos y
embarcarse en un costoso viaje por medio mundo para predicar unos
evangelios mezquinos, crueles y antropocéntricos a un pueblo con un
carácter tan sensible y humanitario que se muestra amable incluso
con los "animales" y los enemigos!
Los seres humanos nos sentimos con la
libertad de cometer cualquier tipo de atropello sobre las otras
razas, y consideramos todos esos atropellos como insignificantes. En
cambio, cualquier ínfima molestia que las demás razas nos puedan
producir la juzgamos lo suficientemente importante como para
aplicarles la más terrible de las represalias. Ningún inconveniente
apreciamos en destruir el hogar laboriosamente construido por una
madre ratona en el basurero de nuestro patio trasero, esparcir sus
rosadas crías por el suelo para que mueran de hambre y de frío, y
hacer que la madre huya despavorida y en riesgo de su propia vida —todo
para regalarnos a nosotros mismos y a nuestro terrier un breve
pasatiempo salvaje. Pero si esa misma madre, en una dura noche de
invierno, y tras haber fracasado en su búsqueda de algo con lo que
calmar el hambre, decide entrar en nuestra despensa a mordisquear un
poco de queso o el borde de algún pastel, en una cantidad mínima y
con la misma delicadeza que una dama, inmediatamente sacamos nuestras
trampas y venenos y nos lanzamos a su persecución como si hubiese
cometido un asesinato o algún otro mal irreparable. Pensamos en
nuestros actos hacia las gentes no humanas, si es que acaso nos
paramos a pensar en ellos, única y exclusivamente
desde la perspectiva del humano. Nunca nos tomamos la molestia de
ponernos en el lugar de nuestras víctimas. Nunca nos tomamos la
molestia de adentrarnos en su mundo y observar los efectos que
nuestras acciones tienen sobre ellas. Es mucho más cómodo no
hacerlo —es mucho más cómodo hacerse el loco y mantenerse
ciego y sordo. Podemos seguir callando nuestras conciencias
gracias a que los demás están en sintonía que nosotros y a que son
muy pocos quienes elevan voces discordantes —gracias, por así
decirlo, a la anestesia que nos proporciona la universalidad de
nuestras iniquidades y la infrecuencia de su inquietante
recordatorio.
El pescador y el cazador se jactan de
sus "capturas" y sus "piezas" con la misma falta
de conciencia sobre el significado de tales cosas con que el
propietario de esclavos se jacta de sus "negros". Los
hombres hablan de "chuletas", "filetes" y
"asados" con el mismo sonambulismo, con la misma profunda
inconsciencia de su significado para las economías psíquicas del
mundo, con que el conquistador habla de sus "cautivos", el
ladrón de su "botín", o el salvaje de sus "cabelleras".
Si frente a aquel que degusta despreocupadamente un "bistec"
pudieran proyectarse los hechos biográficos de ese "bistec"
—la feliz vaca pastando en las lejanas praderas del oeste, el
fatídico día en que es obligada por el látigo a abandonar su
hogar2, el arduo "viaje" hasta el pueblo y sus
frustrados esfuerzos por escapar, el largo y doloroso trayecto en una
carreta abarrotada, los silenciosos dolores de cabeza, los débiles y
lastimeros quejidos, el hambre, la sed, el frío, la llegada a la
ciudad, las magulladuras, el desconcierto, el aturdido agolpamiento
con las demás, la gran casa de los asesinatos, los empujones, los
bramidos, el traicionero hachazo en la cabeza, el desplome, el
estremecimiento de la muerte, el cuchillo del carnicero, el chorro de
sangre recorriendo la preciosa garganta, la mirada vidriosa de unos
ojos bellos, pero muertos— si pudieran, decía, proyectarse estos
hechos, habría, a pesar de la dureza inherente del corazón humano,
un gran repudio hacia los actos que provocan estos episodios tan
terribles. Si los seres humanos pudieran comprender lo que
sufren la liebre o el ciervo cuando son perseguidos por los perros y
los caballos de unos hombres empeñados en quitarles la vida, o lo
que siente el pez cuando es ensartado y arrojado a una atmósfera
asfixiante, ninguno, ni siquiera el más fanático, podría
encontrar placer en estos ejercicios. ¡Cuán doloroso le
resulta a la persona sensible e ilustrada pensar siquiera en
la captura de conejos, la matanza de patos, la caza de osos, la
batida de codornices, la masacre de palomas y demás cosas similares!
Y, sin embargo, ¡con qué despreocupado entusiasmo se lanzan los
descerebrados rufianes a este catálogo de atrocidades! Uno creería
que los hombres adultos se avergonzarían de armarse y salir con
caballos y sabuesos a participar en tan infantiles y desiguales
competiciones, orquestadas en favor de una "gloria"
extravagante. Y lo estarían si los hombres adultos no fueran tan a
menudo unos simples desalmados. Si los seres humanos pudieran
comprender lo que significa vivir en compañía de unos seres
más inteligentes y poderosos que los tratan como simples mercancías
que se compran y se venden, o como simples blancos sobre los que
poder disparar, esconderían sus culpables cabezas con vergüenza y
con horror.
En nuestra actitud hacia el resto de
razas compañeras de este planeta, los humanos somos poco menos que
salvajes. No somos ni siquiera medio civilizados. Y este hecho
traerá consigo la crítica y la condena de futuras generaciones más
ilustradas. La realidad, sin embargo, es evidente también hoy—tan
evidente como la barbarie de los romanos— para cualquiera que se
tome la molestia de librarse de los prejuicios que lo tienen
esclavizado y enceguecido y observe la conducta humana desde la
perspectiva del no humano, desde una perspectiva ajena.
Para la mayoría de las personas —salvo para unas pocas—
todo es cuestión de hábito y de educación. Y la mayoría, además,
puede ser educada para una cosa con la misma facilidad que para otra.
En Man’s Place in Nature, del Sr. Huxley, se muestra un
antiguo grabado3 de un puesto de carne tal y como se
afirma que existieron entre los salvajes anziques de África en el
siglo XVI. El Sr. Huxley dice no tener ninguna duda de que el grabado
original pretende representar una escena real, sobre todo a raíz de
las corroboraciones que ha podido hacer Du Chaillu en fecha
relativamente reciente. Lo que la imagen refleja es una buena
ilustración del poder que tienen las costumbres en la formación del
ideario humano. En ese "mercado" salvaje se pueden apreciar
más o menos los mismos productos que pueden verse en los "mercados" actuales, salvo por el hecho de que, en lugar de cadáveres
descuartizados de ovejas o de bueyes, lo que cuelgan son hombros,
muslos y cabezas sanguinolentas de seres humanos. Vemos al carnicero
junto a la tabla de cortar, trinchando una pierna. Amontonados en
otra mesa se aprecian la cabeza de un niño y otros fragmentos del
cuerpo humano, y detrás de ellos cuelgan los productos más
fastuosos del establecimiento. "Nos cruzamos con una mujer",
dice Du Chaillu hablando de los hábitos caníbales de los fang,
semejantes probablemente a aquellos que dos siglos antes eran
llamados anziques4. "Llevaba consigo un pedazo de
pierna humana como quien va al mercado a por un bistec asado".
Es fácil imaginar (gracias a las escenas que vemos todos los días)
a una multitud antropófaga de pie a primera hora de la mañana
haciendo sus pedidos mientras un emprendedor asesino la va
atendiendo con presteza. Uno pide un brazo, otro una pierna, otro un
hígado, otro media docena de costillas. Hay quien demanda cuarto y
mitad de solomillo de muchacha, y también quien desea un poco de
carne de adolescente para hacer sopa. Un chavalín desabrigado,
hastiado ya de esperar a que le llegue su turno, cambia un par
conchas a cambio de algunas rodajas de mortadela humana. Un tipo
pregunta por el precio de una cabeza de mancebo que hay en el
expositor, y una mujer se queja de que los sesos de bebé que el día
anterior le habían vendido como "frescos y esquisitos",
resultaron de "muy mala calidad". Podemos imaginárnoslos
regresando a sus casas cargados con tan horripilantes compras,
cocinándolas luego y sentándose a degustarlas, mientras discuten su
buen o mal sabor y comentan su ternura, su dureza o su jugosidad,
para finalmente entregar los restos a los perros —todo con la misma
irreflexión sobre la inmoralidad de ello con que los glotones
celebran sus sanguinarios festines el "Día de Acción de
Gracias". Es posible que entre estas gentes surgieran
algunos pocos "visionarios" lo suficientemente
desprendidos como negarse a comer carne o incluso para protestar
contra esta práctica. Es probable que los hubiera. Siempre nacen por
lo general algunos cuantos disidentes en cada nueva generación de
víboras. No obstante, también es probable que los "desprendidos"
de aquellos días fueran, como los de hoy, demasiado pocos como para
llamar a la inquietud.
Para aquel que esté familiarizado con
la ductilidad de la conciencia humana, o con la solidez y profundidad
de su somnolencia intelectual, estas cosas no han de resultarle
imposibles ni inauditas. Hay tan poca mirada a la esencia de las
cosas, tan poca mirada a cómo son realmente, y es tanta la tendencia
a pensar y actuar de acuerdo con lo acostumbrado y lo implantado
—hay, de hecho, tan poca disposición a pensar de verdad—, que si
fuéramos habituados y adiestrados desde la infancia, y el mundo se
mostrara unánime en tales conductas y doctrinas, muy pocos
rechazarían hoy desayunar un revuelto de sesos de bebé, almorzar
mujer hervida o cenar señor al horno, y a hacerlo además con la
misma ausencia de recato, con la misma horrible alegría quizá, con que
se asiste hoy a "barbacoas" o "convites". ¿Qué
nos impide hacer albóndigas o salchichas con nuestros abuelos y
nuestras abuelas igual que las hacemos con nuestros caballos agotados, o perseguir hasta la muerte algunos campesinos vivos lo
mismo que damos caza a las palomas? ¡Cuánto más artística y
civilizada luce una mesa decorada con todo el colorido que brindan
las huertas y los campos, que no aquellas que se adornan con los
restos de la muerte! Y, sin embargo, pocos son lo suficientemente
maduros como para mostrar alguna mínima preocupación por tales temas.
¡Cuán incapaz e irresponsable se
muestra la mente de los hombres! Su nivel de espontaneidad y
originalidad apenas supera el grado de la máquina. ¡Qué imposible
resulta pensar y descubrir algo sin ayuda, o aun percibirlo después
de que haya sido señalado, cuando difiere ligeramente de lo que
estamos avezados! Esto, me parece, es una de las cosas más patéticas
del mundo —esa deficiencia, esa ilimitada ineptitud para
inspeccionar las cosas desde otro punto de vista que no sea el que
heredamos al nacer; ser un bribón o un lunático (o algo muy
parecido ), y no llegar a tener nunca ni siquiera la más mínima
sospecha. Confío sin embargo en que la mente humana no siempre vaya
a ser así. Algún día se mostrará distinta. Se antoja increíble
que el planeta vaya a arrastrarse en desgracia indefectible. Los
hombres de Europa y América no son tan primitivos como los hombres
de la selva, y los hombres de la selva son superiores en algunos
aspectos a los cuadrúpedos y los reptiles, cosa que da motivos para
una leve esperanza. La pregunta es cuándo. ¿Cuándo ocurrirá?
¿En qué lejano momento se conciliará el dorado sueño de esas
horas proféticas con esta pobre larva oscura del mundo? Edades y
edades después de que nuestras pequeñas existencias se hayan
apagado, y el detritus de nuestros cuerpos consumidos lleve largo
tiempo vagando por el laberinto de las praderas o haya sido arrastrado
por el viento sobre nuestras colinas.
ÉTICA ANTROPOCÉNTRICA
El
antropocentrismo, que se transmitió como una tradición desde la
antigüedad, y que durante siglos dio forma a las teorías del mundo
occidental, pero cuya respetabilidad entre las personas razonables ya
casi ha desaparecido, fue, tal vez, la expresión más audaz y
repugnante del provincianismo y la vanidad humana jamás formulada
por pueblo conocido. Era la doctrina del hombre como centro en
torno al cual giraban todos los hechos e intereses, y el judaísmo y
sus dos hijos, el cristianismo y el mahometanismo, fueron sus
progenitores. Todo, según esta concepción, se interpretaba en
términos de utilidad humana. Todo estaba hecho para el hombre
—incluidas las mujeres. El Sol y la Luna eran luminarias, no
mundos, colgados allí por el sumo hacedor para la conveniencia y el
deleite de sus hijos. Las estrellas eran perforaciones de una
superestructura cóncava, a través de las cuales los profetas
espiaban los secretos celestiales, y los ángeles iban y venían como
mensajeros entre los dioses y los hombres. No sólo las esferas del
espacio, sino también la Tierra y todo su contenido —los ríos,
los mares, las estaciones, todas las plantas y flores que crecen, y
todos los millones que nadan y sufren, en las aguas y en los cielos—
eran, según esta noción implacable, adjuntos sin alma de los
hombres. Carecían de un sentido intrínseco. Sólo tenían
importancia en la medida en que sirvieran a la especie humana. El
color y el aroma de las flores, los cantos de los pájaros, el rocío,
la brisa, la lluvia, las rocas, las "bestias del campo y las
aves del cielo"5, los grandes bosques, las inmensas
montañas, la temible soledad, incluso el hambre y la peste, todo
estaba hecho para este ser dotado de una imaginación desenfrenada.
Lutero creía que la mosca —esa alegre y diminuta Musca
domestica que habita en nuestras casas y a veces se pasea sin
querer por nuestras zonas más sensibles— era una invención del
diablo enviada maliciosamente para molestarlo en sus meditaciones. El
ajo crecía en el borde del pantano como un práctico remedio contra
la malaria humana. Las frutas maduraban en verano porque se creía
que sus ácidos y jugos eran necesarios para la salud y el refresco
de los hombres. Los grandes músculos del buey estaban hechos para
proporcionarle manjares y deleites. El abrigo de la oveja apenas si
estaba pensado, si es que estaba pensado en absoluto, para el confort
de la oveja misma. Fue colocado en ella por el Todopoderoso para que
aquellos hechos a su imagen lo arrancaran y vistieran. Las formas
fósiles encontradas en las rocas no eran los restos bonâ fide
de criaturas que vivieron y perecieron cuando los cimientos calcáreos
de los continentes se estaban formando en los antiguos lechos
marinos. Eran falsificaciones, diseñadas astutamente por una
providencia sospechosa, e intercaladas entre los estratos "para
poner a prueba la fe de los creyentes"6. El arco iris
era un fenómeno que nada tenía que ver con las leyes de la
reflexión y la refracción. Era un signo o sello estampado en las
mortecinas tormentas como promesa de que no se volvería a utilizar
la inmersión como castigo para los pecadores. El Soberano universal
era concebido como un individuo poderoso y respetable, pero se
suponía que la mayor parte de su tiempo y sus preocupaciones estaban
dedicadas a regular y restaurar a sus ilustres semejantes.
La historia de la evolución
intelectual es la historia de un eterno desengaño. Las estrellas, ahora lo
sabemos, no son escotillas, sino mundos. Arden porque son fuego.
Arden y dan vueltas obedeciendo a sus propias inercias inmutables,
igual que la Tierra. Ardían y giraban cuando las materias
elementales de la Tierra se mezclaron indistintamente con los gases
del Sol, y arderán y girarán cuando el último habitante de este
terrón se haya disuelto en átomos eternos. La Tierra no es la
capital del cosmos ni el objeto de la preocupación celestial. La Tierra es un sátrapa del Sol —un subordinado entre sirvientes, y
no un soberano con un séquito de estrellas. La Tierra y su contenido
no fueron hechos para el hombre. No fueron hechos en absoluto. Han
evolucionado. Se han ahuecado las fosas del mar, se han levantado las
montañas y se han plantado y poblado los continentes a través de
las mismas propensiones que rigen todo el universo. Las materias
primas de la Tierra salieron de las sustancias del Sol, y la
combinación y actividad de estos elementos y sus derivados
produjeron todas las formas multitudinarias, los
fluidos, las plantas, los animales y la sociedad. Las flores que "se
ruborizan sin que nadie las mire" no "desperdician su dulzura en el aire del desierto"7,
como tan melodiosamente lo imagina el poeta. Los colores y aromas de
las flores sirven a su propósito —que no es otro que asegurarse el
servicio de los insectos en la fertilización— tanto si son
percibidos por los sentidos humanos como si no. Las razas no humanas
no fueron hechas para los humanos. Han evolucionado —las formas
superiores a partir de las inferiores, y éstas a partir de otras más
inferiores aún—, del mismo modo que las sociedades superiores de
los hombres han evolucionado, desde una perspectiva histórica, a
partir de la barbarie y el salvajismo. Son nuestros antepasados. Han
hecho posible la vida y la civilización humana. Hicieron sus hogares
en aquellas parcelas de tierra primigenias de cuando los continentes
sobre los que nos arrastramos dormían en el mar. Vivieron y amaron y
sufrieron y murieron para que un ser lo suficientemente inteligente
como para analizarse a sí mismo, y lo suficientemente ocioso como
para recolectar los huesos de aquellos, acabara apareciendo en el
planeta.
Se supone que hay algo así como un
millón (quizá varios millones) de especies habitantes en la Tierra.
La humana es una de ellas. Sólo poco más de algunas miles de esas
especies son significativamente ventajosas para el hombre. Las
especies que le son dañinas o inútiles son muchísimo más
numerosas. Así pues, si las 999.999 especies no humanas que existen
hubieran sido hechas para el hombre, ¿por qué fueron hechas cientos
de miles de ellas sin relevancia o incluso perniciosas para los humanos? Y aun si se concebiera, en un ejercicio
superlativo de imaginación, que las 999.999 especies
que ahora viven hubieran sido hechas para el hombre, ¿cómo se
explicarían los 10 o 15 millones de especies que vivieron y murieron
antes de que existiera el ser humano? El tradicionista tal vez diga
—acostumbrado como está a tratar los silogismos con desdén— que
fueron hechas para fortalecer la "fe" de los humanos.
Si la edad de la especie humana se
estima en 50.000 años y la edad del proceso vital en 100 millones,
el tiempo que los hombres llevan en la Tierra, comparado con el
tiempo que el planeta ha estado habitado, es de 1 contra 2.000. Y el
tiempo que el planeta ha estado habitado —inmenso como es en
comparación con el pequeño lapso de la historia humana— es
igualmente insignificante en comparación con el enorme intervalo que
tardó en enfriarse y solidificarse antes de la existencia de la
vida. Y la edad toda del planeta —por muy vasta que sea— no es
nada comparada con la eternidad, ese tiempo sin principio ni final
durante el cual los millones siderales han sufrido, y están
destinados a seguir sufriendo, transformaciones incontables e
inconmensurables.
Suponer que la Tierra y su contenido,
los soles, las estrellas y los sistemas del espacio fueron hechos
para una sola especie habitante de una recóndita bola situada en una
remota región del universo, es tanto como suponer que el gigantesco
cuerpo del elefante fue hecho para el mechón de pelo de la punta de
su cola. El hombre no es el fin, sino un simple
incidente dentro las infinitas elaboraciones producidas por el
Tiempo y el Espacio.
IMPLICACIONES ÉTICAS DE LA
EVOLUCIÓN
La doctrina de la evolución orgánica, que
estableció para siempre la génesis común de todos los animales,
selló el destino del antropocentrismo. Los habitantes de este mundo,
sea lo que sea lo que hayan sido o creído ser antes de la
publicación de El origen de las especies, no podrán ser ya
otra cosa que parientes. La doctrina de la evolución es
probablemente la revelación más importante desde las iluminaciones
de Galileo y de Copérnico. Los autores de la teoría copernicana
ampliaron y corrigieron el entendimiento humano al revelar al hombre
la comparativa pequeñez de su mundo —descubriendo que la Tierra,
que hasta entonces se suponía el centro y la capital del cosmos, es
en realidad un satélite del Sol. Este descubrimiento heliocéntrico
supuso un duro golpe para la concepción humana, pues representaba el
mayor indicio hasta la fecha de sus verdaderos dimensiones. La
doctrina de la evolución ha tenido, tiene y está destinada a seguir
teniendo un efecto corrector similar sobre las concepciones
naturalmente estrechas de los hombres. Fríe nuestra vanidad. Desde
Darwin es imposible que un hombre cabal y honesto vaya por ahí
presumiendo de haber sido "hecho a imagen y semejanza de su
creador", o reivindicando con éxito un origen más honorable
que del resto de las criaturas de este mundo. Y si los hombres
hubieran aceptado las consecuencias lógicas de las enseñanzas que
nos ha brindado Darwin, el mundo no estaría hoy —medio siglo después de
su revelación— lleno de prácticas que encuentran su único apoyo
y justificación en unas tradiciones anacrónicas. Pero las
consecuencias lógicas, como observa Huxley, son los espantapájaros
oficiales de esa amplia y prolífica clase de defectuosos a quienes
suele conocerse como necios. La doctrina de la evolución es aceptada
de una u otra forma por prácticamente todo el que razona. Se enseña
incluso en las cartillas escolares. Pero mientras que la biología
de la evolución ya apenas se cuestiona, la psicología y la
ética de la revelación darwiniana, aunque se desprende de
las mismas premisas, y casi de forma igual de inevitable, aún no
está generalizada. La revelación de Darwin, como cualquier otra
revelación, es percibida con más lentitud por quienes trabajan en
los departamentos donde los fenómenos son más intangibles y
complejos.
El propio Darwin dijo que "el amor por todas
las criaturas vivientes es el más noble atributo del hombre".
Gigante como era, percibió más claramente que cualquiera de sus
coetáneos, más claramente incluso que sus sucesores, el objetivo
último de la evolución del altruismo. Porque dice: "Adelantado
el hombre en civilización, y reuniéndose las pequeñas tribus en
comunidades más grandes, la simple razón indica a cada individuo
que debe extender sus instintos sociales y su simpatía a todos los
miembros de la misma nación, aunque personalmente le sean
desconocidos. Llegado a este punto, sólo una barrera artificial se
opone a que sus simpatías se hagan extensivas a los hombres de todas
las naciones y las razas. Desgraciadamente, la experiencia nos
muestra cuánto tiempo se necesita para que lleguemos a considerar
como semejantes nuestros a los hombres de otras razas, que presentan
con la nuestra una inmensa diferencia de aspecto y de costumbre. La
simpatía que llega más allá de los límites del hombre, es decir,
la compasión por los animales, parece ser una de las adquisiciones
morales más recientes. Exceptuando la que sienten por sus animales
favoritos, es desconocida por los salvajes. Por cuanto he podido
observar por mí mismo, casi todos los gauchos de la Pampa carecen de
la más leve idea de humanidad. Esta virtud, una de las más nobles
del hombre, parece surgir de manera incidental cuando nuestras
simpatías se tornan más delicadas y se difunden ampliamente hasta
extenderse a todos los seres con sentimientos"8.
Por lo general, las influencias de una doctrina lo
suficientemente antigua y preciada como para haberse incorporado a la
vida y a las instituciones de una raza, persisten, por mero impulso,
mucho tiempo después de que la sustancia de la doctrina haya sido
destruida. Esto es eminentemente cierto en el caso de esa idea
errónea que ha llegado hasta nosotros sobre la naturaleza y el
origen de los hombres y sus relaciones con el universo. Darwin ha
vivido, ha derramado su luz sobre el mundo, y ha vuelto al polvo del
que vino. Los hombres ya no creen realmente que las demás razas y
los demás mundos hayan sido hechos para ellos. Pero siguen actuando
de la misma manera que cuando lo creían. Esta afirmación se
aplica no sólo a esas inteligencias medias provistas sólo de
nociones rudas y anticuadas sobre cualquier cosa, sino también a
miles de hombres y mujeres que pretenden tener concepciones
actualizadas de sí mismos y del universo —hombres y mujeres que se
destacan incluso por su afición por recordar a los demás sus
propias inconsistencias, hombres y mujeres que:
«Compuestos de los pecados por los que se inclinan,condenan a quienes tienen la intención de cometerlos.»9
La doctrina del parentesco universal no
es una doctrina nueva, nacida a lomos de lo más brillante del
entendimiento moderno. Es tan antigua casi como la filosofía humana.
Fue enseñada por Buda hace 2.400 años. Y las enseñanzas de esta
alma divina, extendidas por las llanuras y penínsulas de Asia, ha
templado el carácter de innumerables millones de personas. También
fue enseñada por Pitágoras y toda su escuela de filósofos, y
practicada rigurosamente en su vida cotidiana. Plutarco, uno de los
más grandes personajes de la antigüedad, escribió varios ensayos
defendiéndola. En estos ensayos, así como en muchos pasajes de sus
escritos en general, demuestra que estaba muy adelantado a sus
contemporáneos en la amplitud e intensidad de su naturaleza moral,
así como adelantado también a la inmensa mayoría de quienes viven
en la actualidad, 2.000 años después. Shelley, entre los poetas
modernos, y Tolstoi, en estos últimos tiempos, son otros dos eminentes adeptos a esta santa causa.
Allá donde
predomina el budismo, se encuentra, con mayor o menor pureza, y como
uno de los principios cardinales de su fundador, la doctrina de la
sacralidad de toda vida sintiente. Pero la raza aria occidental ha
permanecido firmemente sorda a las súplicas de sus Shelleys y sus
Tolstois debido a la influencia dominante de sus religiones
antropocentristas. Hasta la llegada de Darwin y su escuela de
pensadores, no hubo base para la esperanza en un mundo reformado.
Hoy, el planeta está ya listo para está vieja-nueva
doctrina. La tradición está perdiendo su poder sobre la conducta y
las concepciones de los hombres como nunca antes, y la ciencia es
cada vez más influyente. Una verdad capital de la filosofía
darwiniana es la unidad y consanguinidad de toda la vida orgánica. Y
durante el próximo siglo o dos se le otorgará al corolario ético
de esta verdad un reconocimiento sin precedentes por parte de todas
las áreas del razonamiento humano. La ignorancia y la inercia son
fenómenos temibles. Perduran en la mente humana como el granito.
Pero los cinceles incansables de la evolución son invencibles. Y
llegará el momento en que las costumbres y las concepciones
antropocéntricas, que hoy son tendencia por el hecho de ser
"divinas", no serán más que un recuerdo histórico. El
movimiento a favor de sustituir la tradición y la barbarie por la
ciencia y el humanismo, tan débil, lánguido y marginal hoy día,
tiene como destino final la conquista de la especie humana.
CONCLUSIÓN
Todos los seres son
fines; ninguna criatura es un medio. No todos los
seres comparten los mismos derechos, como tampoco todos los hombres;
pero todos tienen derechos. El único fin que hay es el
proceso de la vida —no el hombre ni ningún otro
animal privilegiado con la capacidad de tejer una filosofía del
mundo. Los seres no humanos no fueron hechos para los seres humanos,
como tampoco los seres humanos fueron hechos para los no humanos. Así
como la mente infantil del hombre supuso las esferas siderales como
satélites insustanciales de la Tierra, pero el entendimiento más
maduro las señala como mundos con propósitos y materialidades
propias, y de tal magnitud y número que hacen de la insignificancia
terrestre algo espantoso, así también, los miles de millones de
habitantes de los mares, los campos y las atmósferas de la Tierra a
quienes los niños iletrados de nuestra raza tomaron por simples
baratijas de los hombres, son ahora conocidos por todos aquellos
capaces de interpretar la nueva revelación como seres con el mismo
origen, la misma naturaleza, las mismas estructuras, las mismas
ocupaciones, y los mismos derechos generales a la vida y la felicidad
que nosotros mismos.
Los habitantes de la Tierra muestran
una variedad infinita de expresiones vitales. Nadan en las aguas, se
elevan en los cielos, se escurren entre las rocas, trepan por los
árboles, corretean por las llanuras y se deslizan entre la hierba.
Algunos nacen para un único verano, otros para un siglo, y otros,
para revolotear un solo día. Son negros, blancos, azules,
dorados..., de todos los colores del espectro. Algunos son sabios y
otros simples; algunos son grandes y otros microscópicos; algunos
viven en torres y otros en campanillas; algunos vagan por mares y
continentes, y otros dormitan su sueño diurno en una sola hoja
danzante. Pero todos son hijos de una madre común y cohabitantes de
un idéntico planeta. El porqué están aquí, en este mundo, y no en
otro; el porqué es un mundo tan lleno de indeseables; y el porqué
habría sido mejor quizá que esta bola sobre la que cabalgan y
aletean hubiera sido esterilizada en un principio, son problemas
demasiado profundos y desconcertantes para la mayoría de ellos. Pero
ya que están aquí, y ya que son demasiado orgullosos o demasiado
supersticiosos como para querer morir, y están rodeados de inmensidades
tan frías y voraces, ¿no sería más apropiado que fuésemos amables y
serviciales los unos con los otros y habitásemos juntos como miembros
afectuosos y comprensivos de una gran familia?
Actúa con los demás como lo harías
con una parte de tu propio ser.
Esta es la Gran Ley, el
evangelio inclusivo de la salvación social. Es la regla de rectitud
y perfección que han sostenido, con mayor o menor perfección, los
sabios y profetas de todas las épocas.
Escuchad a Confucio, el gigante de
Mongolia, el ídolo y legislador de todo un tercio de la
humanidad:
«No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti.»
Y de nuevo dice:
«No permitas que un hombre haga a los de abajo lo que no quiere que se haga a los de arriba.»
Una y otra vez el ilustre maestro
repite estos preceptos a sus discípulos y compatriotas.
En el Mahabharata, la gran epopeya del
sánscrito, escrita por moralistas indios en varias épocas, y que
representa la sabiduría acumulada de uno de los pueblos más
maravillosos, encontramos estas palabras:
«Trata a los demás como quieres que te traten a ti.»
«Lo que a ti mismo te contraría, no lo hagas a tu prójimo.»
«El hombre obtiene una regla de acción mirando a su prójimo como a sí mismo.»
Estas mismas verdades fueron también
enseñadas por Jesús, aquel galileo divino, el gran maestro y
salvador del mundo occidental:
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
«Haz a los demás todo lo que quieras que te hagan a ti.»
¡Ojalá estas palabras estuvieran
grabadas a fuego y estampadas con ardientes caracteres en los
apagados y fríos corazones de este mundo!
Actúa con los demás como lo harías
con una parte de tu propio ser.
Mirad y tratad a los demás como a
vuestras propias manos, a vuestros propios ojos, a vuestro propio
corazón y a vuestra propia alma —con
infinita delicadeza y compasión—
como miembros sufrientes y gozantes del mismo Gran Ser que vosotros.
Este es el espíritu de un universo ideal, el espíritu de tu propio
ser. Sólo esto puede redimir a este mundo y darle la paz y la
armonía que tanto anhela. Sí,
«Tantos dioses, tantos credos,tantos caminos que serpentean y serpentean,mientras que el arte de ser amablees todo lo que el triste mundo necesita.»10
¡Cuánta locura, dolor, y falta de
armonía en este mundo malogrado! ¡Qué pobre, débil, envenenada y
monstruosa es la naturaleza de sus hijos! ¿Quién puede contemplar
todo esto sin dolor, lástima, consternación y lágrimas? ¡Qué
oportunidad para la filantropía, si el "Todopoderoso" de
nuestras tradiciones se pusiera a ello!
Sí, actúa con las
demás como te gustaría que ellos actuarán contigo —y no
sólo con el hombre oscuro y la mujer blanca, sino también con el
caballo alazán y la ardilla gris; no sólo con las criaturas
de tu misma anatomía, sino con todas las criaturas. En ningún lugar
encontrarás a seres atribulados y decaídos que no se alcen ante la
llegada de un corazón bondadoso, o cuyas almas no se encojan y
oscurezcan frente a la inhumanidad. Vive y deja vivir. Haz más.
Vive y ayuda a vivir. Haz a los seres por debajo de ti lo
que quisieras que te hicieran los seres por encima de ti.
Apiádate de la tortuga, del saltamontes, del pájaro y del buey.
¡Pobres criaturas subdesarrolladas y subinstruidas! En sus oscuras y
humildes vidas, la luz del sol se desvía con frecuencia, aun cuando
no es la mano del hombre la que los opaca. Son nuestros
compañeros mortales. Salieron del mismo vientre misterioso del
pasado, están viviendo el mismo sueño, y están destinados al mismo
final melancólico que nosotros mismos. Seamos bondadosos y
misericordiosos con ellos.
«¿Quieres acercarte a la naturaleza de los dioses?Acércate a ella, entonces, siendo misericordioso;La dulce misericordia es el verdadero signo de la nobleza.»11
Seamos
fieles a nuestros ideales, fieles al espíritu de la Compasión
Universal —así caminemos con el gusano que vaga en el crepúsculo
de la conciencia, con las formas emplumadas de los campos y los
bosques, con las vacas de las praderas, con el simple salvaje en las
orillas del río, con esos fogueos políticos que los hombres llaman
sus esposas, o con los marginados de la industria humana.
¡Pobre mundo! ¡Pobre mundo sufriente,
ignorante y atemorizado! ¿Cómo pueden los hombres estar tan ciegos
o trastornados como para pensar que el mundo es bueno? ¿Cómo pueden
ser tan fríos y satánicos como para no conmoverse ante los
lamentos, las angustias, las convulsiones y las lágrimas que brotan
de sus tropelías?
Pero el mundo está mejorando. Y
en el futuro —en las
largas y largas edades venideras—
¡llegará su redención! El mismo espíritu de empatía y
fraternidad que rompió los grilletes del negro y derrite hoy las
cadenas de la mujer blanca, mañana emancipará al obrero y al buey;
y, a medida que las edades florezcan y las grandes ruedas de los
siglos avancen, el mismo espíritu desterrará el egoísmo de la Tierra, y convertirá el planeta finalmente en un espectáculo
ininterrumpido e incomparable de Paz, Justicia y Solidaridad.
John Howard Moore, 1906.
NOTAS
1 – N. del T.: Como alguna vez pasada, he reemplazado el término "simpatía" por "empatía" para evitar las confusiones que podría suscitar el significado ordinario del primero. El sentido coloquial de "empatía" se ajusta bien a lo que el autor está expresando.
2 – N. del T.: Se puede ver una reproducción del grabado en este enlace.
3 – N. del T.: Doy por supuesto que los "fans" que menciona el autor en el original (y de los que no he hallado referencia alguna) deben ser los "fang", pues es una tribu que se asocia habitualmente con el antropólogo Paul du Chaillu.
4 – He visto muchas veces cómo se perseguía a las vacas por toda su finca natal, dando vueltas y más vueltas, a través de campos y corrales, cruzando arroyos y vallas; se las perseguía hasta que estaban completamente agotadas, y se las azotaba y golpeaba hasta que sus caras y espaldas estaban cubiertas de heridas, antes de obligarlas a abandonar para siempre la vieja granja donde habían nacido y se habían criado.
5 – N. del T.: Oseas 4:3
6 – N. del T.: Cita de Philip Henry Gosse (Omphalos: an attempt to untie the geological knot, 1857).
1 – N. del T.: Como alguna vez pasada, he reemplazado el término "simpatía" por "empatía" para evitar las confusiones que podría suscitar el significado ordinario del primero. El sentido coloquial de "empatía" se ajusta bien a lo que el autor está expresando.
2 – N. del T.: Se puede ver una reproducción del grabado en este enlace.
3 – N. del T.: Doy por supuesto que los "fans" que menciona el autor en el original (y de los que no he hallado referencia alguna) deben ser los "fang", pues es una tribu que se asocia habitualmente con el antropólogo Paul du Chaillu.
4 – He visto muchas veces cómo se perseguía a las vacas por toda su finca natal, dando vueltas y más vueltas, a través de campos y corrales, cruzando arroyos y vallas; se las perseguía hasta que estaban completamente agotadas, y se las azotaba y golpeaba hasta que sus caras y espaldas estaban cubiertas de heridas, antes de obligarlas a abandonar para siempre la vieja granja donde habían nacido y se habían criado.
5 – N. del T.: Oseas 4:3
6 – N. del T.: Cita de Philip Henry Gosse (Omphalos: an attempt to untie the geological knot, 1857).
7
– N. del T.: Cita de
Thomas Grey (Elegía escrita en un cementerio de aldea,
1751).
8 – Charles Darwin, 1871. El origen del hombre.
9 – N. del T.: Cita de
Samuel Butler (Hudibras, 1664).
10 – N. del
T.: Cita de Ella Wheeler Wilcox (La necesidad del mundo,
1896).
11 – N. del T.: Cita de William Shakespeare (Tito
Andrónico [Acto I, Escena 1], 1593).
________________________________________
Texto original: The Universal Kinship
Traducción: Igor Sanz
Texto original: The Universal Kinship
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