En medio de la aglomeración humana de
la vieja Delhi, a las afueras de un bazar medieval, un edificio rojo
con jaulas en el techo se eleva tres pisos sobre un laberinto de
puestos con luces de neón y callejones estrechos, con su planta
superior adornada con tres palabras: hospital de aves.
En un caluroso día de la primavera
pasada, me quité los zapatos en la entrada del hospital y caminé
hasta el vestíbulo del segundo piso, donde un empleado de unos 20
años estaba tratando a los pacientes. Una mujer mayor colocó una
caja de zapatos delante de él y levantó la tapa, mostrando un
periquito blanco ensangrentado, víctima del ataque de un gato. El
hombre que estaba frente a mí en la fila sostenía en una pequeña
jaula una paloma que había chocado contra una torre de vidrio en el
distrito financiero. Una niña de no más de 7 años que entró tras
de mí agarraba con sus propias manos una gallina blanca con el
cuello torcido.
La sala principal del hospital era una
habitación estrecha, de 40 pies de largo, con jaulas apiladas a lo
largo de las paredes y ventiladores en el techo, con las aspas
cubiertas por una rejilla para no atrapar las alas batientes.
Caminé a lo largo de la habitación, realizando un censo aproximado.
Muchas de las jaulas parecían vacías al principio, pero al
aproximarme encontraba algún pájaro en su interior, generalmente
una paloma, sentada en la penumbra.
El más joven de los veterinarios del
hospital, Dheeraj Kumar Singh, estaba haciendo su ronda con
pantalones vaqueros y una máscara de cirujano. El más antiguo de
los veterinarios del lugar ha estado trabajado en el turno de noche
durante más de un cuarto de siglo, dedicando decenas de miles de
horas a extirpar tumores a la aves, aliviar su dolor con medicamentos
y administrar antibióticos. En comparación, Singh es un novato,
pero nadie lo diría a juzgar por su manera de inspecciona una paloma,
dándole la vuelta en sus manos, rápida pero suavemente, de una
forma similar a como uno maneja un teléfono móvil. Mientras
hablábamos, le hizo un gesto a uno de los asistente, que le entregó
un vendaje de nylon que estiró dos veces alrededor del ala de la
paloma, colocándolo con un toque nada sentimental.
Este hospital de aves es uno de los
varios construidos por los devotos del jainismo, una antigua religión
cuyo mandamiento supremo prohíbe la violencia no sólo hacia los
humanos, sino también hacia los animales. Una serie de pinturas en
el vestíbulo del hospital ilustra a qué extremo aceptan algunos
jainistas esta prohibición. En ellos, un rey medieval con túnica
azul mira a través de la ventana de un palacio a una paloma que se
aproxima, con el ala ensangrentada por las garras de un halcón
marrón que aún la persigue. El rey atrae al ave más pequeña hacia
el palacio, enfureciendo al halcón, que exige una restitución por
la comida que ha perdido, por lo que el rey se corta su propio brazo
y pie para alimentarlo.
Mi visita al hospital de aves, y a la
India, respondía al deseo de observar de primera mano cómo funciona
en el mundo el sistema moral de los jainistas. Los jainistas
representan menos del 1% de la población de la India. A pesar de
haber estado miles de años criticando a la mayoría hindú, ha
habido veces en que los jainistas han conseguido hacerse oír en el
poder. Durante el siglo XIII, convirtieron a un rey hindú y lo
persuadieron para que promulgara las primeras leyes de bienestar
animal del subcontinente. Hay evidencias de que los jainistas
influyeron en el mismo Buda. Y un amigo jainista de Gandhi actúo
como su gurú filosófico cuando éste desarrolló sus ideas más
radicales en torno a la no-violencia.
En el estado de Gujarat, donde creció
Gandhi, vi a monjes jainistas caminar descalzos en las frías horas
de la mañana para evitar viajar en automóvil, una actividad que
consideran irremediablemente violenta debido el daño que inflige a
los organismos vivos, desde insectos hasta animales más grandes. Los
monjes se niegan a comer vegetales de raíz, no sea que su extracción
perturbe los delicados ecosistemas subterráneos. Sus
túnicas blancas son de algodón, no de seda, lo que requeriría la
destrucción de los gusanos. En la época del monzón, renuncian a
los viajes para evitar las salpicaduras de los charcos que contienen
microbios, cuya existencia fue propuesta por los jainistas mucho
antes de que aparecieran bajo los microscopios occidentales.
Los jainistas se mueven por el mundo
con delicadeza porque creen que los animales son seres conscientes
que experimentan, en diversos grados, emociones análogas al deseo,
el miedo, el dolor, la tristeza y la alegría de los humanos. La idea
de que los animales son conscientes no fue muy popular en Occidente,
pero últimamente ha logrado el favor de los científicos que
estudian la cognición animal. Y no sólo respecto a los casos
obvios: primates, perros, elefantes, ballenas y otros. Los
científicos están hallando evidencias de una vida interior en
criaturas que parecen alienígenas, seres que evolucionaron a partir
de ramas cada vez más distantes en el árbol de la vida. En los
últimos años, se ha vuelto habitual hojear una revista como ésta y
leer acerca de un pulpo que usa sus tentáculos para abrir la tapa de
un frasco o que rocía con el agua del acuario la cara de un
postdoctorado. Para muchos científicos, el misterio ya no es qué
animales son conscientes, sino cuáles no lo son.
Ningún aspecto de este mundo es tan
misterioso como la conciencia, el estado que da ánimo a cada momento
de vigilia, la sensación de estar ubicado en un cuerpo que existe
dentro de un mundo más grande de color, sonido y tacto, todo
filtrado a través de nuestros pensamientos e imbuido por las
emociones.
Incluso en esta era secular logra
conservar la conciencia un brillo místico. Alternativamente, se
describe como la última frontera de la ciencia, como algo mágico e
inmaterial que supera los cálculos científicos. David Chalmers, uno
de los filósofos más respetados del mundo sobre el tema, me dijo en
una ocasión que la conciencia podría ser una de las características
fundamentales del universo, como el espacio-tiempo o la energía.
Dijo que podría estar relacionado con el funcionamiento diáfano e
indeterminado del mundo cuántico, o algo no físico.
Las consideraciones metafísicas ocupan
la falta de una explicación científica satisfactoria de la
conciencia. Sabemos que los sistemas sensoriales del cuerpo envían
información sobre el mundo externo a nuestro cerebro, donde se
procesa, secuencialmente, mediante capas neuronales cada vez más
sofisticadas. Pero no sabemos cómo se integran esas señales en una
imagen uniforme y continua del mundo, un flujo de momentos
experimentados por un foco de atención itinerante —un
"testigo", como lo llaman los filósofos hindúes.
En Occidente, se pensó durante mucho
tiempo que la conciencia era un don divino otorgado exclusivamente a
los humanos. Los filósofos occidentales históricamente concebían a
los animales nohumanos como autómatas insensibles. Aun después de
que Darwin demostrase nuestro parentesco con los animales, muchos
científicos siguieron creyendo que la evolución de la conciencia
era un acontecimiento reciente. Pensaron que la primera mente había
despertado poco después de que nos separásemos de los chimpancés y
los bonobos. En su libro de 1976, El origen de la conciencia en la
ruptura de la mente bicameral, Julian Jaynes argumentó en favor
de un momento aún más tardío. Dijo que el desarrollo del lenguaje
fue el que nos condujo, cual Virgilio, a los profundos estados
cognitivos capaces de construir mundos experienciales.
La idea de que la conciencia pertenecía
a una época reciente comenzó a cambiar en las décadas posteriores
a la Segunda Guerra Mundial, a medida que fue incrementando el número
de científicos desempeñados en el estudio sistemático de los
comportamientos y estados cerebrales de las distintas criaturas de la
Tierra. Ahora, cada año trae consigo una serie nueva de trabajos de
investigación que, en conjunto, sugieren que son muchos los animales
provistos de conciencia.
Probablemente, hace más de 500
millones de años, una carrera armamentista entre el depredador y la
presa provocó el despertar del primer animal consciente de la
Tierra. Ese instante, ese parpadeo de la primera mente, fue un evento
cósmico que abrió posibilidades que no estaban previamente
contenidas en la naturaleza.
Ahora parece existir, junto con el
mundo de los humanos, todo un universo de vívidas experiencias
animales. Los científicos merecen ser reconocidos por iluminar,
aunque sólo sea parcialmente, esta nueva dimensión de nuestra
realidad. Pero no pueden decirnos nada en cuanto cómo debemos actuar
con los billones de mentes con los que compartimos la superficie de
la Tierra. Ese es un problema filosófico, y como la mayoría de los
problemas filosóficos, perdurará durante largo tiempo.
Aparte de Pitágoras y algunos otros,
los antiguos filósofos occidentales no transmitieron una rica
tradición de pensamiento sobre la conciencia animal. Pero los
pensadores orientales siempre han estado obsesionados por sus
implicaciones, especialmente los jainistas, que han tomado en serio
la conciencia animal y sus repercusiones morales durante casi 3.000
años.
Muchas creencias jainistas ortodoxas no
resisten el escrutinio científico. La fe no goza de acceso
privilegiado a la verdad, así sea mística o de otra índole. Pero
como probable primera cultura del mundo en extender su compasión a
los animales, los jainistas fueron pioneros en practicar una
expansión profunda de la imaginación moral humana. Los sitios en
que adoran y atienden a los animales son, a mi parecer, el lugar
ideal desde donde contemplar la actual frontera de la investigación
sobre la conciencia animal.
En el hospital de aves, le pregunté a
Singh si alguno de sus pacientes le había dado algún problema. Dijo
que uno se negaba a ser alimentado en la mano y que a veces le hacía
sangrar cuando trataba de cogerlo. Me condujo a otra habitación para
que viera a aquella belicosa ave, un cuervo indio cuyas plumas eran
negras como un disco de vinilo, con una banda de color café
alrededor del cuello. El cuervo mantenía abierta una de sus alas. La
luz de una ventana cercana se filtraba a través de las plumas,
dándole al ala la apariencia de una persiana veneciana. Singh me
dijo que la tenía rota.
"Algunos días después de llegar,
comenzó a usar una llamada especial cada vez que quería comer",
dijo Singh. "Ninguna de las otras aves lo hace". El canto
no es el único recursos empleado por las aves a la hora de
comunicarse con los humanos. Un loro gris llegó a acumular un
vocabulario de hasta 900 palabras, y, en la India, algunos han
llegado a ser entrenados para que reciten los mantras védicos. Pero
las aves rara vez han reunido símbolos verbales en sus propias
proto-oraciones originales. Y, por supuesto, ninguno se ha declarado
consciente.
Es una pena, porque los filósofos
tienden a considerar tales afirmaciones como la mejor evidencia
posible de la conciencia de otro ser, incluso entre los humanos. Sin
ellas, no importa cuánto tiempo me pase mirando la pupila negra de
un cuervo deseando poder alcanzar la fantasmagoría de su mente, ya
que nunca podré saber realmente si es consciente. Tendré que
contentarme con la evidencia circunstancial.
Los cuervos tienen un cerebro
inusualmente grande para su tamaño, y sus neuronas, en relación con
otros animales, están densamente empaquetadas. Los neurocientíficos
pueden medir la complejidad computacional de la actividad cerebral,
pero ninguna exploración cerebral ha revelado una firma neuronal
precisa de la conciencia. Por tal motivo, es difícil argumentar que
un animal en particular sea consciente en base a una estricta
interpretación neuroanatómica. Sin embargo, que el cerebro de un
animal se asemeje al nuestro resulta sugestivo, como es el caso de
los primates, los primeros animales cuya conciencia fue reconocida
bajo un consenso científico prácticamente unánime.
En general, se cree que los mamíferos
son conscientes, ya que comparten con nosotros el tamaño
relativamente grande del cerebro, así como la corteza cerebral, el
lugar donde parecen tener lugar nuestras hazañas cognitivas más
complejas. Las aves no tienen corteza. En los 300 millones de años
que han transcurrido desde que el conjunto de genes aviares se separó
del nuestro, sus cerebros han evolucionado hacia estructuras
diferentes. Pero una de esas estructuras parece estar interconectada
de manera similar a como lo está la estructura cortical, una
tentadora pista de que la naturaleza puede emplear más de un método
a la hora de crear un cerebro consciente.
Se pueden encontrar otras pistas en el
comportamiento de un animal, aunque separar los actos conscientes de
aquellos que son evolutivos e irracionales puede ser difícil. El
uso de herramientas es un caso instructivo. Las rapaces australianas
"lanzafuegos" a veces arrojan haces de palos en llamas de
los incendios forestales sobre los entornos vecinos con el fin de
ahuyentar a sus presas. Esto podría significar que las rapaces tiene
la capacidad de considerar una parte del entorno físico e imaginar
un nuevo propósito a partir de ello. O tal vez se trate de un
ejercicio de memoria.
Los cuervos se encuentran entre los
tecnólogos aviares más sofisticados. Desde hace tiempo se sabe que
moldean los palos en forma de gancho, y hace apenas un año se
observó a los miembros de una especie de cuervo construyendo
herramientas a partir de tres partes separadas. En Japón, una
población de cuervos ha descubierto cómo servirse del tráfico para
abrir las nueces: los cuervos dejan caer una nuez frente a los coches
en un cruce, y luego, cuando la luz del semáforo se pone roja, se
abalanzan para recoger la carne expuesta.
Mientras Singh y yo charlábamos, el
cuervo se aburrió de nosotros y se volvió hacia la ventana, como
para inspeccionar su débil reflejo. En 2008, una urraca —un
miembro de la extensa familia de los córvidos o "monos
emplumados", la misma que la de los cuervos—
se convirtió en el primer no-mamífero en superar la "prueba
del espejo". El cuello de la urraca había sido marcado con un
punto brillante en un lugar que sólo podía ser visto en un espejo.
En cuanto la urraca pudo ver su reflejo, pasó inmediatamente a
inspeccionarse el cuello.
Singh me dijo que aquel cuervo pronto
sería trasladado arriba, a una de las jaulas expuestas del techo,
donde las aves tienen más espacio para probar sus aún frágiles
alas, a la vista de un cielo abierto que seguramente se aprecie más
extenso en la conciencia de un pájaro. Con suerte, pronto volvería
a esa enérgica vida de la que tanto gustan los cuervos salvajes, que
a veces juegan como acróbatas en las corrientes fuertes o esquían
sobre las superficies nevadas. (Las aves que mueren en este hospital
son enterradas a lo largo de un lecho de un río a las afueras de
Delhi, un detalle que en el caso de los cuervos resulta muy
apropiado, ya que a veces celebran funerales o, si no funerales,
postmortems, donde se reúnen alrededor de sus muertos al modo de los
detectives de homicidios cuando investigan las causas de un
asesinato.)
Le pregunté a Singh cómo se sentía
cuando soltaba a los pájaros en la azotea. "Estamos aquí para
servirles", dijo, y luego me indicó que no todas las aves se
alejan de inmediato. "Algunas de ellas regresan y se posan sobre
nuestros hombros".
Los cuervos no suelen hacerlo, pero
Singh a veces ve a antiguos pacientes cuervos rondando por el
hospital. Puede que lo estén buscando. Los cuervos reconocen los
rostros humanos individuales. Se sabe que lanzan voces violentas
hacia las personas que no les gustan, pero a sus humanos favoritos a
veces les dejan regalos (botones o trocitos de cristal) allá donde
saben que la persona los verá, al modo de ofrendas votivas.
Si estas conductas representan
conciencia, entonces implica una de dos cosas: o que la conciencia
evolucionó al menos dos veces en el curso de la historia evolutiva,
o que lo hizo en algún momento antes de que las aves y los mamíferos
emprendieran viajes evolutivos separados. Ambos escenarios nos dan un
motivo para creer que la naturaleza es capaz de unir moléculas que
den lugar a la mente con mayor facilidad de la supuesta en el pasado.
Esto significa que, a lo largo de todo el planeta, tanto en animales
grandes como en pequeños, se están generando constantemente vívidas
experiencias que guardan algún tipo relación con las nuestras.
Al día siguiente de visitar el
hospital de aves, salí de Delhi en automóvil, en una carretera que
sigue el río Yamuna desde el sur hacia el este, lejos de sus heladas
fuentes entre las crestas serradas del Himalaya. Las aguas residuales
de Delhi han ennegrecido largos tramos del Yamuna, convirtiéndolo en
uno de los ríos más contaminados del mundo. Desde la carretera,
podía ver botellas de plástico flotando en su superficie. En la
India, donde los ríos ocupan un lugar especial en el imaginario
espiritual, esto representa una infamia metafísica.
En un tiempo, hubo millones de peces
nadando en el río Yamuna, antes de que fuera profanado por la
tecnosfera humana, que hoy en día alcanza a casi todos los cuerpos
acuáticos de la Tierra. Incluso el punto más profundo del océano
está lleno de basura: recientemente fue observada una bolsa de
supermercado a la deriva en las profundidades de la Fosa de las
Marianas.
La última vez que nadamos con la misma
reserva genética que aquellos animales que evolucionaron hasta
convertirse en peces fue hace unos 460 millones de años, más de 100
millones de años antes de que nos separásemos de las aves. Esta
extensión de tiempo ha sido para algunos excesivamente radical para
la asunción de nuestro parentesco, una de las razones por las cuales
el universo siempre cambiante descrito por Darwin ha tardado tanto en
alojarse en la conciencia humana colectiva. Y, sin embargo, nuestras
manos son aletas convertidas y nuestro hipo es un vestigio de la
respiración branquial.
A menudo da la impresión de que los
científicos enjuicien a los peces por su negativa a unirse a nuestro
éxodo hacia ese reino supracuático y de atmósfera etéreo gaseosa.
Su incapacidad para ver más allá de ese entorno turbio suyo se
interpreta a veces como un deterioro cognitivo. Pero evidencias
actuales indican que los peces tienen unas mentes ricas en recuerdos;
algunos son capaces de recordar asociaciones incluso pasados más de
10 días.
También parecen ser capaces de
engañar. Las truchas hembras son capaces de "fingir orgasmos",
temblando como si estuvieran a punto de poner huevos, tal vez para
que los machos no deseados liberen su esperma y sigan su camino.
Poseemos imágenes de alta definición de meros que se asocian con
anguilas para hacer salir de los arrecifes a sus presas, mediante
acciones mutuas coordinadas mediante sofisticadas señales hechas con
la cabeza. Este comportamiento sugiere que los peces poseen una
teoría de la mente, la capacidad para especular sobre los estados
mentales de otros seres.
Un conjunto de conductas surgidas a
partir de experimentos diseñados para determinar si los peces sentían
dolor resulta aún más inquietante. Como uno de los estados más
intensos de la conciencia, el dolor es algo más que la mera detección
del daño. Incluso las bacterias más simples tienen sensores en sus
membranas externas; cuando los sensores detectan trazas de alguna
sustancia química peligrosa, las bacterias responden con un reflejo
evasivo programado. Pero las bacterias no tienen un sistema nervioso
central capaz de integrar estas señales en una imagen tridimensional
del entorno químico.
Los peces tienen muchos más tipos de
sensores que las bacterias. Sus sensores se activan cuando la
temperatura del agua aumenta, cuando entran en contacto con
sustancias químicas corrosivas, o cuando un anzuelo rompe sus
escamas y su carne. En el laboratorio, cuando los labios de las
truchas son inyectados con ácido, los peces no sólo dan respuestas
locales. Sus cuerpos al completo se sacuden de un lado al otro,
hiperventilando, frotando sus bocas contra los costados del tanque o
la grava del fondo. Estos comportamientos cesan en cuanto los peces
reciben morfina.
Tales acciones ponen en duda la ética
de la investigación misma. Pero las experiencias que soportan los
peces de laboratorio no son nada en comparación con las que soportan
los billones de animales acuáticos que los humanos extraen
anualmente, sin miramiento alguno, de los océanos, ríos y lagos.
Algunos peces todavía están vivos horas más tarde, cuando son
introducidos en los mal iluminados tubos de refrigeración de las
cadenas de distribución global de los productos marinos.
El dolor de los peces puede que sea
algo distinto del nuestro propio. En esa elaborada sala de los
espejos que es la conciencia humana, el dolor adquiere dimensiones
existenciales. Debido a que conocemos nuestro destino mortal, y a que
lamentamos la pérdida de los futuros que imaginamos, es tentador
creer que nuestro dolor es el más profundo de todos los
sufrimientos. Pero haríamos bien en recordar que nuestra perspectiva
puede hacer que nuestro dolor sea más fácil de soportar gracias a
nuestra capacidad para conocer su fecha de vencimiento. Cuando a un
pez menos bendecido cognitivamente lo extraemos demasiado rápido de
la presión de las profundidades, y el trauma barométrico llena su
torrente sanguíneo con un ácido que abrasa sus tejidos, sus
sacudidas en cubierta pueden representar un grito silencioso nacido
de la creencia del pez de que ha entrado en un estado permanente de
sufrimiento extremo.
Los jainistas cuentan la historia de
Neminath, un hombre de la antigüedad que se dice que fue sensible a
las llamadas de socorro de los otros animales. Desarrolló su inusual
afecto por los animales mientras cuidaba al ganado en los prados
situados a orillas del río Yamuna, en su aldea natal de Shauripur, a
la que llegué cuatro horas después de salir de Delhi.
Neminath es uno de los 24
"tirthankaras" jainistas, figuras proféticas que cruzaron
un río metafórico, liberándose del ciclo de nacimientos y
renacimientos, antes de mostrarles a otros el camino de la
iluminación. Las biografías de los tirthankaras tienden a enfatizar
sus naturalezas no-violentas. Se dice que uno de ellos flotó
perfectamente inmóvil en el útero, emitiendo una suerte de onda a
través del líquido amniótico, para no hacerle daño a su madre.
Sólo unos pocos tirthankaras son
personajes históricos confirmados, y Neminath no es uno de ellos.
Los jainistas dicen que Neminath dejó su aldea para siempre el día
de su boda. Esa mañana, montó un elefante con la intención de que
lo condujera al templo donde se iba a casar. En el camino, escuchó
una serie de gritos agonizantes, y exigió conocer su origen. El guía
de elefantes de Neminath le explicó que los gritos provenían de los
animales que estaban siendo sacrificados para el banquete de su boda.
Aquello transformó a Neminath. Algunas
versiones de esta historia dicen que liberó a los animales
supervivientes, incluido un pez al que devolvió al río con sus
propias manos. Otros dicen que huyó. Todos coinciden en que renunció
a su vida anterior. En lugar de casarse con su novia, se dirigió a
Girnar, una montaña sagrada de Gujarat, a 40 millas del mar arábigo.
Mi propio ascenso hasta Girnar comenzó
antes del amanecer. Seguí la topografía usual de la iluminación.
Tenía que subir 7.000 escalones, todos construidos en la montaña, a
las nueve de la mañana, para no llegar tarde a un ritual que se
celebraba en un antiguo templo cerca de la cima.
El sendero estaba a sólo 50 millas del
Parque Nacional Gir, donde, el día anterior, había visto a dos
leones asiáticos, primos casi indistinguibles de los leones
africanos. Antaño principal depredador de la región, el león
asiático quedó casi extinguido durante la colonización británica
de la India, cuando ningún virrey que visitara el palacio de un
maharajá se quedaba sin practicar la cacería en el bosque local.
Aún hoy en día, el león asiático sigue siendo uno de los grandes
depredadores felinos más raros, más aún que su vecino del norte,
el leopardo de las nieves, que es tan escaso que atisbar siquiera sus
irregulares rayas entre las montañas del Himalaya se considera tanto
como la consumación de una peregrinación espiritual.
Puse todo mi esfuerzo por sacar a los
leones de mi mente, que recientemente se han expandido hasta los
bosques de Girnar, mientras pasaba a oscuras junto a las pequeñas
cabañas y tiendas de campaña de la base del sendero. La luz del día
atrajo a unos monos langures a las rocas del linde del camino. Uno de
ellos se fijó en un vendedor que instalaba un puesto de comida y
agua para los peregrinos jainistas que pasaban. El mono esperó a que
el hombre le diera la espalda, momento que aprovechó para entrar
corriendo y coger un plátano. En el Parque Nacional Gir, había
visto a los ciervos empleando a estos monos como un sistema de
vigilancia ubicado en las copas de los árboles. Los monos se sientan
en la cima de los árboles, vigilando a los leopardos y leones, que
se confunden con la paleta ambarina y dorada de los bosques
premonzónicos. Si los monos advierten a un felino al acecho, lanzan
una llamada específica. Los ciervos no son los únicos que reconocen
y se sirven de estas llamadas; también lo hizo el rastreador de
leones que me acompañó en el parque.
En la caminata de Girnar no dejaban de
adelantarme mujeres descalzas vestidas con saris iridiscentes de
brillantes tonos naranjas, verdes o rosas. Sus delicadas tobilleras
plateadas tintinearon a medida que avanzaban. Al llegar a un letrero
que decía que todavía faltaban 1.000 pasos hasta el templo, me quité
mi mochila y salté a una pared, dejando que mis piernas colgasen.
Más abajo pude ver a un viejo monje
jainista con túnica blanca que subía los escalones. Parecía solo,
y daba la impresión de tener problemas para respirar. Cuando los
monjes y las monjas jainistas renuncian a la vida mundana, rompen con
todos sus lazos familiares. Abrazan a sus hijos por última vez y
juran no volver a verlos jamás, a menos que el azar los reúna en
los caminos rurales que los monjes y las monjas recorren durante el
resto de sus vidas, cargando con todas sus posesiones a la espalda.
Por un momento, el monje y yo tuvimos
el camino entero para nosotros. Todo estaba en silencio, salvo por el
zumbido de una avispa negra que revoloteaba sobre un denso grupo de
buganvillas. El último antepasado que compartí con las avispas
probablemente vivió hace más de 700 millones de años. El aspecto
del insecto reforzó este sentido de lejanía evolutiva. Su forma
alargada y el acabado mate del micro-alicatado de sus ojos le daban
un aspecto demasiado ajeno como para parecer consciente. Pero las
apariencias pueden engañar: se cree que algunas avispas han
desarrollado ojos grandes con el fin de observar las señales
sociales, y las avispas de ciertas especies son capaces de aprender
las características faciales de los miembros individuales de una
colonia.
Las avispas, al igual que las abejas y
las hormigas, son himenópteros, un orden de animales que muestra
comportamientos sorprendentemente sofisticados. Las hormigas unen sus
cuerpos para construir puentes para permitir que la colonia entera
supere los agujeros que obstaculizan el camino. En los laboratorios,
las abejas pueden aprender a reconocer conceptos abstractos, como
"similar a", "diferente de" y "cero".
También aprenden unas de otras. Si una abeja idea una técnica nueva
para la extracción del néctar, sus vecinas pueden imitar su
comportamiento, extendiéndose por toda la colonia, o incluso a lo
largo de distintas generaciones.
En un experimento, se colocó una
embarcación en el centro de un lago y se atrajo a las abejas hasta
ella abasteciéndola con agua azucarada. Al regresar a la colmena, las
abejas comunicaron la ubicación del bote con sus danzas.
Normalmente, el resto de abejas de la colmena se habría dispuesto a
salir de inmediato en busca del recién revelado filón de néctar.
Pero en este caso permanecieron quietas, como si hubieran consultado
un mapa mental y hubiesen descartado la posibilidad de encontrar
flores en medio de un lago. Otros científicos no fueron capaces de
replicar este resultado, pero distintos experimentos sugieren que las
abejas poseen en efecto la facultad de consultar mapas mentales de
forma semejante.
Andrew Barron, un neurocientífico de
la Universidad Macquarie, en Australia, ha pasado la última década
identificando las finas estructuras neuronales de los cerebros de las
abejas. Piensa que las estructuras en el cerebro de las abejas
integran la información espacial de manera análoga a los procesos
que se suceden el cerebro medio humano. Esto puede parecer
sorprendente, dado que el cerebro de las abejas apenas contiene 1
millón de neuronas, en contraste con los 85.000 millones de nuestro
cerebro, pero los estudios en inteligencia artificial revelan que
algunas de las tareas más complejas pueden ser ejecutadas mediante
circuitos neuronales relativamente simples. Las moscas de la fruta
tienen sólo 250.000 neuronas, y también muestran comportamientos
complejos. En los experimentos de laboratorio, cuando se enfrentan a
la perspectiva de apareamiento, algunas de ellas buscan alcohol, una
sustancia que altera la conciencia y que se halla naturalmente
disponible en las frutas fermentadas y abiertas.
Muchos de los linajes de los
invertebrados jamás han desarrollado nada más allá de un sistema
nervioso rudimentario, una red de neuronas uniformemente dispersas a
lo largo de una forma similar a la de los gusanos. Pero hace más de
500 millones de años, la selección natural comenzó a convertir a
algunas de estas formas retorcidas en artrópodos con distintos
apéndices y órganos sensoriales recién especializados, que
utilizaban para liberarse de una vida errante de estímulos y
respuestas.
Los primeros animales en adentrarse en
el espacio tridimensional habrían encontrado un nuevo conjunto de
problemas cuya solución podría haber sido la evolución de la
conciencia. Tomemos a la avispa negra como ejemplo. Mientras
sobrevolaba los delgados pétalos de la buganvilla, una gran cantidad
de información —luz
solar, vibraciones sonoras, aromas florales—
estaba siendo precipitada hacia su fibroso exocráneo. Pero estas
corrientes de información llegan a su cerebro en diferentes
momentos. Para obtener una interpretación precisa y continua del
mundo externo, la avispa necesita sincronizar estas señales. Y
necesita corregir también cualquier error provocado por sus propios
movimientos, un truco complejo, dado que algunos de sus sensores
están localizados en las partes móviles de su cuerpo, entre ellas,
su rotatoria cabeza.
Si uno de estos ancestros acuáticos de
la avispa hubiese experimentado la primera conciencia embrionaria de
la Tierra, no habría sido como la nuestra. Pudo haber proporcionado
una imagen incolora y estéril de objetos claramente definidos. Pudo
haber sido episódica, encendiéndose en algunas situaciones y
apagándose en otras. Pudo haber representado un perímetro de
sentimientos binarios, un borboteo de buenas y malas sensaciones
experimentada por algo central y unitario. Para aquellos de nosotros
que hemos visto brillar estrellas desde el otro extremo del cosmos,
esta existencia resultaría claustrofóbica en un grado apenas
imaginable. Pero eso no significa que no sea conciencia.
Cuando el monje llegó a la pared donde
estaba descansando, la avispa se fue volando, elevándose hacia el
sol hasta que la perdí de vista en medio de la luz. El monje llevaba
una máscara blanca como las que usan algunos jainistas para evitar
inhalar insectos y otras criaturas diminutas. Le saludé con la
cabeza cuando pasó, y me recosté contra la cálida piedra de la
montaña.
El monje no era más que un punto
blanco sobre seis zigzags del camino cuando yo salté de la pared y
continué el ascenso, con las piernas tensas por el descanso. Llegué
a la entrada del complejo del templo con solo 15 minutos de
antelación. Su patio de mármol brillaba en un blanco reluciente,
como si hubiera sido blanqueado por el sol de la montaña.
Agachándome bajo una fila de elegantes
medallones de oro, entré en la cámara interior del templo, donde
decenas de velas parpadeaban en nichos intrincadamente tallados en la
pared, y en plataformas que colgaban del techo con cadenas. El techo
de piedra tenía tallada una flor de loto, y sus delicados pétalos
se desplegaban simbolizando el surgimiento de un alma pura y etérea
de los materiales embarrados de la Tierra.
Cuarenta jainistas estaban sentados en
el suelo en filas ordenadas, con las piernas cruzadas en la posición
de loto. Las mujeres usaban saris frescos que habían llevado a la
montaña para la ocasión. Los hombres iban vestidos de blanco. Yo me
coloqué al fondo.
Nos hallábamos frente a un espacio
oscuro, semejante a un túnel, alineado por dos conjuntos de
columnas. En el otro extremo, la luz de las velas iluminaba una
estatua de mármol negro de una figura masculina sentada. Su pecho
estaba incrustado con piedras preciosas, al igual que sus ojos, que
parecían flotar, serenamente, en el espacio oscuro, provocando un
efecto hipnótico, roto únicamente cuando el hombre que estaba
sentado a mi lado tiró de mi camisa. "Neminath", dijo,
señalando con la cabeza hacia la estatua.
Fue aquí, en esta montaña, donde se
dice que Neminath alcanzó un estado de conciencia pura y total, con
acceso perceptivo a todo el universo, incluidas todas las clases de
mentes animales. Los jainistas creen que los humanos son especiales
porque, en nuestro estado natural, estamos más cerca de esta
experiencia iluminadora. A ninguna otra criatura de la Tierra le
resulta tan fácil apreciar la conciencia del prójimo.
Los peregrinos comenzaron a cantar,
empezando en un murmullo que se fue haciendo cada vez más fuerte.
Uno de ellos llevó rodando un tambor gigantesco junto a la entrada
del túnel y lo golpeó con un mazo oscuro. Otros dos golpearon unos
platillos a la vez. Hombres y mujeres entraron por puertas opuestas,
convergiendo, en dos líneas, a cada lado del túnel. Una mujer que
llevaba un sari naranja y una corona dorada cruzó frente a Neminath,
levantó un recipiente sobre su cabeza de mármol negro y derramó
una mezcla de leche y agua bendita. Cuando terminó, un hombre de
túnica blanca de la otra línea hizo lo mismo.
El canto se hizo más fuerte hasta que
llegó al límite del éxtasis. Los peregrinos levantaron sus brazos
y aplaudieron sobre sus cabezas, cada vez más rápido. Parecía que
se aproximaba el clímax, pero entonces todo acabó. Los tambores,
las campanas y los platillos se callaron, dejando un espacio sónico
claro que fue llenado por un último golpe de concha.
La nota grave de la concha era larga y
limpia. Sonó fuera del templo y sobre los picos antiguos. A medida
que se fue apagando, me pregunté si, en los siglos venideros, este
lugar podría convertirse en algo más que una casa de adoración
jainista. Tal vez quede marcado como un momento en la historia
humana, cuando despertamos del sueño de que somos las únicas mentes
creadas por la naturaleza. Tal vez la gente venga aquí desde todos
los rincones de mundo para presentar sus respetos a Neminath, quien,
después de todo, es sólo un sustituto de quienquiera que fuese
el primero que escuchó los gritos de los animales y entendió su significado.
Ross Andersen, marzo de 2019.
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Texto original: A Journey Into The Animal Mind
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Traducción: Igor Sanz
Texto original: A Journey Into The Animal Mind
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