sábado, 20 de agosto de 2022

Antropocentrismo apetitoso

 
 
Parece que la ética de lo que comemos ha llegado por fin al menú de las librerías con la aparición de algunos afamados títulos en torno a la ética agrícola, la ganadería industrial, la ganadería local, la ganadería ecológica y los transgénicos, de la mano de autores como Barbara Kingsolver (2007), Bill McKibben (2007), Eric Schlosser (2001), Derrick Jensen (2004), Matthew Scully (2002), y Peter Singer y Jim Mason (2006). Pero si hay alguien que merezca más crédito que nadie en el hecho de haber convertido la comida, en especial la carne, en una cuestión política de primer orden, ese quizá sea el periodista Michael Pollan, autor de varios libros superventas y numerosos artículos en The New York Times Magazine. En uno de sus más recientes best-sellers, El dilema del omnívoro, aborda el dilema ético respecto de si debemos o no comer animales y, en caso afirmativo, en qué condiciones.
 
Con su característica profundidad y habilidad a la hora de abarcar asuntos complejos, acompaña a cuatro animales nohumanos desde el suministro de su pitanza vegetal, bien sea maíz industrial, cereales orgánicos, hierba de pastoreo o plantas del bosque, hasta el destino final representado por su plato: una granja industrial (una vaca), una granja ecológica industrial (un pollo), una granja ecológica familiar (otro pollo) y una partida de caza (un cerdo), llegando incluso a matar él mismo a los animales en los dos últimos casos. Aunque admite que comer carne implica ciertas dificultades tanto físicas como morales, su conclusión final es que, en principio, no se trata de algo malo, siempre y cuando se tenga en cuenta lo que verdaderamente representa su práctica y se dé apoyo a la caza y a la ganadería extensiva, a las que, desde un punto de vista ecológico y humanitario, las considera más responsables que la ganadería intensiva. Como activista y estudiosa de los Derechos Animales, experimenté las mismas emociones encontradas que me generan siempre todas las obras de Pollan. Empiezo entusiasmada con su dura crítica hacia la industria cárnica y su aparente defensa del vegetarianismo ético, para acabar decepcionada con su enrevesada justificación del consumo de determinados animales. Resulta un ejercicio de lo más frustrante, pues mis sentimientos iniciales de afinidad y gratitud acaban derivando en un sentimiento de traición. Lo cierto es que, como no desea llevar una dieta vegetariana, siempre acaba encontrando el modo de esquivarla; de ahí que el objetivo de su libro no sea otro que hacerle sentir bien, o cuando menos no tan mal, con respecto a su consumo de animales.
 
No he encontrado hasta la fecha un consumidor de carne que sufra más que Pollan por los problemas e inquietudes éticas que ello plantea. Por lo general, aquellos a quienes les incomoda la matanza de animales se limitan a mirar para otro lado, pero la tesis de Pollan es que la observación permite que se tomen decisiones responsables, de tal modo que él desea poder mirar y descubrir la verdad para poder así seguir matando, pero honradamente. La descripción que hace de su experiencia degollando pollos y disparando a cerdos salvajes son loables por su honestidad, expresando una mezcla de aversión y de ligero orgullo. Admite que el vegetarianismo proporciona una mayor clarividencia moral que su elección de comer carne (de ahí que no haya tanta necesidad de un libro titulado El dilema del herbívoro), muy en sintonía con la afirmación de Singer y Mason (2006) de que, para los estadounidenses, el vegetarianismo es, irónicamente, más sencillo de llevar que un consumo consciente de animales. No obstante, Pollan acaba menospreciando a los vegetarianos por considerarlos unos ingenuos arrogantes que se niegan a aceptar la "realidad".
 
La realidad, según él, está marcada por una historia biológica que describe a los humanos como omnívoros, y no como herbívoros, desechando de esta forma las teorías de un origen herbívoro del Homo sapiens (Mason, 1997). Así, la opinión de Pollan es que deberíamos volver a esa relación de simbiosis y respeto que los humanos se supone mantuvieron (en un tiempo y un lugar no revelados) con los animales nohumanos que mataban:

«Esa dirección es precisamente aquella de la que vinimos, es decir, el lugar y el tiempo en el que los humanos miraban a los animales que mataban, los observaban con veneración y nunca se los comían si no era con gratitud.» (362)

Pollan cree que ese pasado utópico nuestro podría ser recuperado en el futuro si los mataderos tuviesen las paredes de cristal. Cree que si los estadounidenses estuviesen obligados a enfrentarse a toda esa brutalidad, seguramente comerían menos carne y exigirían condiciones más humanitarias: "quizá así, cuando comiésemos animales, lo haríamos con la conciencia, la ceremonia y el respeto que merecen" (333). Irónicamente, esta solución bien podría ser acusada de ser mucho más utópica y menos realista que la alternativa vegana de comer sólo vegetales.

Además de acusarlos de cierta ingenuidad, a los veganos y activistas en favor de los animales los denomina a menudo "gente animal" (un título algo redundante, dado que Pollan reconoce que todos somos animales). Presumiblemente, esta disociación confiere a Pollan un mayor crédito de cara al público general, en tanto que no se está mostrando tan "extremista" como para fomentar los Derechos Animales o el veganismo. Su agenda coincide con aquella con la que, es de suponer, la mayoría de los estadounidenses de bien serían capaces de identificarse —el bienestar animal. Lo único que desea es sencillamente poder consumir carne con la conciencia tranquila. De esta manera, se mantiene dentro de lo que Cox (2006) denomina los "límites simbólicos de legitimidad" (61) del discurso dominante. Esto no favorece en nada a la causa por los Derechos Animales, ya que, como bien han argumentado LaVeck (2006) y Francione (1996), cuando los defensores de los animales fomentan como objetivo el bienestar de los animales, se refuerza un discurso hegemónico en el que cualquier discusión relativa a sus derechos, como la posibilidad de considerar seriamente el veganismo, por ejemplo, pasan a convertirse en algo ridículo e irracional.

Esto viene a reafirmarse en el modo en el que Pollan coloca el veganismo en un extremo (el sentimentalista) y la ganadería industrial en el otro (el de brutalidad), convirtiendo así su "humanitaria" propuesta —comer carne con moderación— en la alternativa razonable. Se antoja sin embargo reduccionista caracterizar los Derechos Animales como una simple expresión de sentimentalismo desmedido cuando no son pocos los argumentos éticos racionales en su favor (argumentos que el propio Pollan menciona), o cuando filósofos de la talla de Singer y Regan han logrado mostrar su paralelismo con otras posturas anti-discriminatorias como el feminismo o los derechos civiles, causas éstas que nadie probablemente reduciría a un puro reflejo sentimentalista. Lo más inquietante quizá sea el hecho de que Pollan parezca a menudo querer atribuir a esos dos extremos, el del veganismo y el de la ganadería industrial, idéntica responsabilidad en el impedimento de que los estadounidenses sigan lo que él cree que es una dieta natural:

«La desaparición de los animales de nuestras vidas ha abierto un espacio en el que no es posible cotejar con la realidad ese sentimentalismo ni esa brutalidad, un espacio en el que a los Peter Singers y a los Frank Perdues de este mundo les va igual de bien.» (306)

Encuentro insostenible afirmar que al vegetarianismo le va igual de bien que a la ganadería industrial, y me parece absurdo insinuar que los defensores de los animales gozan de una agenda como la de la industria cárnica, que se aprovecha de la ignorancia del público y obtiene miles de millones de beneficios vendiendo alimentos a los consumidores.

La conclusión de Pollan de que la ganadería industrial sobrevive sólo gracias a la ignorancia de la gente —"abandonar este mundo al olvido" (10)— recuerda a la predicción de Derrida (2004) sobre la necesidad de un cambio respecto de la violencia industrial contra los animales; el "espectáculo que el hombre crea en su forma de tratar a los animales se volverá intolerable" (71) debido a la mala "imagen que refleja de sí mismo" (73). Pollan opina que será imposible obtener un verdadero placer con la comida hasta que no se haga un reconocimiento visual de la producción de carne y se contribuya a una forma más humanitaria y sostenible de obtenerla. En favor de una mayor responsabilidad y concienciación, Pollan aboga por una mayor integridad en la fijación de los precios, reflejando con exactitud y "honestidad" los costes de los alimentos, de tal modo que se esté dispuesto a pagar más por una producción más responsable en lugar de adquirir carne a un coste más barato e "irresponsables" (243). En último término, opina que el principal derecho que en este caso deberían tener los estadounidenses es el derecho a poder contemplar la realidad para poder formarse así sus propias conclusiones éticas, con la esperanza de que tarde o temprano se empezará a valorar a los alimentos de acuerdo con ciertas normas de responsabilidad social y no sólo de acuerdo con su precio. Por desgracia, los defensores de los Derechos Animales habrán de quedarse con las ganas de verlo concluir no sólo en favor del derecho de los consumidores humanos a observar y, con suerte, a hacer elecciones mejor informadas, sino también en favor del derecho fundamental de los demás animales a no ser usados como meros objetos comestibles.

Concedo cierto crédito a Pollan por su intento de incluir una perspectiva de Derechos Animales en el capítulo dedicado a la ética animal, pero en última instancia lo que nos ofrece no es más que una visión sofisticada del bienestarismo, formada principalmente a partir de las opiniones de Singer (extraídas tanto de su libro Liberación animal como de su correspondencia personal con Pollan). Ese enfoque utilitarista dispone a Pollan y a sus lectores a la inevitable conclusión de que es ético consumir animales nohumanos (presumiblemente, incluso cuando no resulta necesario) siempre que se mitigue su sufrimiento y se les conceda una existencia feliz (ya sea en una granja extensiva o viviendo en libertad, en la naturaleza). El examen moral de Pollan, por demás matizado, debería prestar una atención mayor a la necesidad de matar, pero este punto lo pasa en buena medida por alto en favor de su enfática opinión de que comer animales nohumanos es algo natural y hasta ecológicamente beneficioso. Dice preocuparse por reducir las muertes de los animales y acusa a los veganos de matar un mayor número de animales y de un modo ecológicamente menos sostenible que aquellos que consumen vacas alimentadas con pasto, citando para ello el estudio de Davis (2003) en torno a los pequeños animales de campo que mueren inadvertidamente en el transcurso de las cosechas mecanizadas. Pollan no hace sin embargo referencia a la refutación de Matheny (2003), donde pone en evidencia que una dieta vegana sería responsable de una quinta parte de esas muertes debido a su más eficiente uso de la tierra. Por otra parte, Pollan sostiene la necesidad de tener animales de granja para una fertilización natural del suelo, un punto que sería un argumento ecológico legítimo si no fuera porque omite otras soluciones de abonadura, como estiércol producido por animales humanos.

Una de las principales tesis de Pollan en oposición a los Derechos Animales es que nuestra relación con los animales de granja domesticados es de simbiosis y no de explotación; así, si los humanos les proporcionan al resto de animales su protección y un lugar seguro y más o menos natural en el que vivir durante un cierto periodo de tiempo, su muerte final resultaría más humanitaria de la que seguramente sufrirían en la naturaleza. Pollan está sinceramente preocupado por el bienestar de los animales y adopta la visión utilitaria de que es preferible una vida corta y feliz a una no-existencia, de tal manera que critica la postura de los Derechos Animales por conducir a la extinción de los animales de granja. Si bien es cierto que la mayoría de los postulados en favor de los Derechos Animales son contrarios a la domesticación (Hall, 2006; Regan, 1983), Pollan parece negarse a reconocer que la mayoría de los animales de granja tienen ancestros más robustos y vigorosos que aún pueden observarse en la naturaleza. A los filósofos a menudo les gusta pasar el rato alrededor de este tipo de cuestiones, que pueden conducirnos a conclusiones tales como que todas las especies animales, incluida la humana, tendrían la obligación moral de reproducirse, siempre al menos que pueda garantizarse algún mínimo grado de felicidad. Sea como fuere, los Derechos Animales no se oponen a la reproducción, sino a impedir que los nohumanos puedan disfrutar de sus vidas libremente y aparearse y procrear en los términos que ellos mismos determinen, en lugar de que sus vidas sean gestionadas por los humanos, por muy benévola que pueda ser la forma en que lo hagan.

Pollan caracteriza la domesticación de los nohumanos como el precio de la evolución natural, de la simbiosis de la que habla, en lugar de concebirla como una inversión de la naturaleza en donde los humanos comenzaron a ejercer un control antinatural sobre otras especies. No creo que sea difícil reconocer que ese control ha sido practicado con el fin de asegurar un excedente de comida y no por razones ecológicas de necesidad básica o para conservar la salud de los ecosistemas. Pollan no entra a valorar si sería moralmente aceptable que los humanos pudieran llegar a ser domesticados (por cualquier especie, incluidos otros seres humanos) o si entraría dentro de los parámetros de lo natural que nosotros también pasáramos a ser vistos como presas abatibles, y es que rara vez suele reconocer nuestra animalidad cuando en las discusiones sobre Derechos Animales surge el debate de lo natural frente a lo cultural. En tales casos, sólo los animales nohumanos han de ser considerados holísticamente como una especie sujeta a las reglas de la naturaleza y no como individuos, en radical contraste con la consideración que les debemos a los animales humanos.

El antropocentrismo inherente de Pollan se revela de nuevo en su afirmación de que la "gente animal" se muestra despreciativa hacia la naturaleza y la depredación, sugiriendo así que los vegetarianos se sienten irónicamente incómodos en el reconocimiento de la categoría animal de los humanos. Aunque por razones diferentes, Derrida (2004) criticó también una cierta paradoja humanista similar en relación a los Derechos Animales señalando el empleo de nociones humanistas de los derechos como argumento en favor de una postura posthumanista de los derechos de los nohumanos. Estoy de acuerdo en que los defensores de los Derechos Animales deberían hacer más hincapié en la animalidad de los humanos (Freeman, 2008), pero no en la forma exclusivamente "negativa" que pretende Pollan, relacionando nuestra naturaleza animal sólo con aspectos violentos, como los asesinatos y las violaciones. Es perfectamente posible reconocer nuestra condición de animales que han de matar para sobrevivir cuando las necesidades se lo exigen, y al mismo tiempo conceder que nuestro parentesco nos permita observa una cierta "humanidad" en el resto de animales sociales, algunos de los cuales por cierto también toman decisiones morales, y decidir entonces a quiénes no deberíamos comernos y, en general, evitar la esclavitud y la explotación de los demás.

Cuando Pollan argumenta a favor de la depredación natural, tal y como hacen también muchos eticistas medioambientales, abraza una visión holística del resto de animales como piezas que han a de ser sacrificadas por el bien de las especies o de los ecosistemas (incluyendo los ecosistemas de las granjas extensivas). Sin embargo, es incapaz entonces de reconocer que quizás el animal humano también debería ser visto de esta forma holística y considerado así como una pieza más de esa lógica moral basada más en la naturaleza y menos en la deferencia al individuo. Regan (2002) advirtió esta misma paradoja en lo que bautizó como "fascismo ambientalista" (107), y sugirió que una ética basada en el respeto al individuo podría incluso ser extendida de los animales a las plantas y beneficiar con ello a los ecosistemas al completo. Me pregunto si nuestros propios valores culturales, que nos permiten conciliar los derechos individuales con los derechos colectivos, no podrían también ser aplicados sobre el trato que los humanos dedicamos al resto de los animales, de tal manera que tratásemos de privilegiar en lo posible los derechos individuales, pero salvaguardando al mismo tiempo los derechos colectivos. La aguda observación de Pollan respecto de la posible necesidad de dos sistemas éticos distintos —uno para los humanos y otro para la naturaleza— parece aproximarse mucho a la búsqueda de ese equilibrio, pero establece luego una bifurcación excesivamente drástica entre los humanos y la naturaleza, al mismo tiempo que coloca a todo el resto de los animales convenientemente en la categoría holística de la naturaleza y no en el de la cultura, permitiendo así que aquellos puedan ser sacrificados y nosotros, no.

El libro de Pollan resultará muy útil para aquellos que deseen explorar las cuestiones relativas al bienestar animal y la ecología de sus elecciones alimenticias, pero no sirve de referencia en cuanto a una perspectiva justa en apoyo del veganismo y los Derechos Animales. No obstante, lo encuentro una cita útil para el desarrollo de argumentos ambientalistas y de bienestar animal críticos con la industria ganadera, siendo ciertamente capaz de suscitar interesantes debates en las aulas en torno a la agricultura, el consumo de carne y la caza. El libro aborda estas cuestiones éticas a partir de una narrativa accesible y fascinante, pero a la vez objetiva, científica y contextualizada, muy efectiva sobre todo a la hora de mostrarnos el vínculo entre el consumo y la producción, descubriéndonos el verdadero coste de nuestras elecciones alimentarias: el daño que la dieta estadounidense estándar del último medio siglo provoca en los animales, la salud pública, los contribuyentes y el medio ambiente. Se esté o no de acuerdo con su determinación de ser un omnívoro consciente, su complejo e introspectivo viaje ético a la búsqueda de una manera moralmente aceptable de comerse a otros animales hará que el lector probablemente coincida cuando menos en reconocer que la actual política alimenticia resulta éticamente turbia, y que no es nada fácil poder dar hoy con un almuerzo que esté libre de culpa.

Carrie Packwood Freeman, septiembre de 2009.


REFERENCIAS

        Cox, J. Robert. Environmental communication and the public sphere. Thousand Oaks, CA: Sage, 2006.
        Davis, Stephen L. “The least harm principle may require that humans consume a diet containing large herbivores, not a vegan diet.” Journal of Agricultural and Environmental Ethics 16:4 (Julio de 2003). 387-394.
        Derrida, Jacques. For what tomorrow: A dialogue (cultural memory in the present)
(trad. De J. Fort,). Stanford, CA: Stanford UP, 2004.
        Francione, Gary L., Rain without thunder: The ideology of the animal rights movement. Philadelphia: Temple UP, 1996.
        Freeman, Carie Packwood. Struggling for ideological integrity in the social movement framing process: How U.S. animal rights organizations frame values and ethical ideology in foodadvocacy communication. (Disertación doctoral, Universidad de Oregon, 2008). Dissertation Abstracts International, AAT 3325661.
        Hall, Lee. Capers in the churchyard: Animal rights activism in the age of terror. Darien, CT: Nectar Bat Press, 2006.
        Jensen, Derrick. A language older than words. White River Junction, VT: Chelsea Green, 2004.
        Kingsolver, Barbara. Animal, vegetable, miracle: A year of food life. New York: Harper Collins, 2007.
        LaVeck, James. “Compassion for sale? Doublethink Meets Doublefeel as Happy Meat Comes of Age.” Satya (Septiembre de 2006). 8-11.
        Mason, Jim. An unnatural order: Why we are destroying the animals and each other. New York: Continuum, 1997.
        Matheny, Gaverick. “Least harm: A defense of vegetarianism from Steven Davis’somnivorous proposal.” Journal of Agricultural and Environmental Ethics, 16 (2003). 505-511.
        McKibben, Bill. Deep economy: Economics as if the world mattered. Oxford: One World Publications. 2007.
        Regan, Tom. The case for animal rights. Berkeley, CA: U of California P. 1983.
        Regan, Tom. “How to worry about endangered species.” En D. Schmidtz & E. Willott (Eds.), Environmental ethics: What really matters, what really works. New York: Oxford UP, 2002. 105-108.
        Schlosser, Eric. Fast food nation: The dark side of the all-American meal. Boston: Houghton Mifflin, 2001.
        Scully, Matthew. Dominion: The power of man, the suffering of animals, and the call to mercy. New York: St. Martin’s Griffin, 2002.
        Singer, Peter. Animal liberation (2ª ed. Rev.). London: Random House, 1990.
        Singer, Peter & Jim Mason. The ethics of what we eat: Why our food choices matter. Emmaus, PA: Rodale, 2006.
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Traducción: Igor Sanz

Texto original: Appetizing Anthropocentrism
 

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