Si mañana se anunciara que cualquiera que lo desee puede, sin riesgo de represalias o recriminaciones, asomarse a la ventana de un cuarto piso, colgar de ella un trozo de cuerda con un poco de comida atada al extremo (y una etiqueta que diga "gratis"), esperar a que algún transeúnte le dé un mordisco, y luego, tras clavársele el anzuelo oculto en la mejilla o la garganta, subirlo al cuarto piso y allí golpearlo hasta la muerte, no creo que muchos aplaudiesen la noticia.
Sin
embargo, muchos adultos cuerdos hacen eso mismo con los peces todos
los días: no por pánico, celos, delirio ideológico o tan siquiera
codicia (muchos de nuestros peces de agua dulce son prácticamente
incomestibles, y ninguno de ellos constituye una amenaza para la
vida, el amor o la ideología de las gentes de la superficie—, sino
por divertimiento. Y la civilización no muestra indignación alguna.
Al contrario: la afición a la pesca se tiene por un signo de
inocencia y de honradez.
La relación del Homo sapiens
con los demás animales se basa en una explotación incesante. Nos
servimos de su trabajo, nos los comemos y nos los vestimos. También
los explotamos para servir a nuestras supersticiones: antaño, los
sacrificábamos en ofrenda a los dioses y les arrancábamos las
entrañas para predecir el futuro; hogaño, los sacrificamos en nombre de
la ciencia y exploramos sus entrañas con la esperanza de que nos
revelen —por casualidad— algo acerca del presente. Y si no se nos
ocurre algún provecho con que excusar su muerte, los matamos igual,
sin miramiento, sólo por un placer breve y apenas mayor que el que
puede obtenerse sin matar; bien es posible probar puntería o galopar
campo a través sin necesidad de un animal salvaje muerto que
testifique nuestras correrías.
Es raro que dejemos vivos a los
animales salvajes; y cuando lo hacemos, rara vez dejamos que sigan
siendo salvajes. A algunos los exponemos en prisiones lo
suficientemente grandes como para que puedan sobrevivir (que no
vivir). A otros los paseamos de gira por el país, encerrados
también, y haciendo pequeñas pausas por el camino a fin de
exhibirlos y que ejecuten, cual relojes, los "trucos" que
les hemos "enseñado". Pero los animales no son máquinas
de relojería, sino seres instintivos. Los "trucos" de
circo resultan tan espectaculares como grotescos precisamente
porque violan la naturaleza instintiva de los animales —cosa que
debería ofender nuestro sentido moral y estético.
Pero en
lo que respecta a los animales, la humanidad parece haber
desconectado su moral, su estética y hasta su imaginación. Dios
sabe que esas facultades nos funcionan de una forma bastante errática
también en lo que atañe a nuestro trato a los demás seres humanos. Pero en este caso al menos
reconocemos sus defectos. Cada vez pasamos más tiempo en calma,
tratando de evitar unas fracturas morales y estéticas que, en medio
de una crisis, pueden precipitarnos a cometer atrocidades los unos contra
los otros. Mantenemos aún amargas disputas de demarcación sobre dónde
terminan los derechos de un hombre y empiezan los del otro, pero la
mayoría de los hombres reconocen ahora al menos que ese otro tiene
derechos. Los seres humanos civilizados sólo creen tener derechos
absolutos y arbitrarios cuando el otro es un animal, al que creen
poder hacerle cualquier cosa que se les antoje.
CHIFLADOS Y ASESINOS DE ANIMALES
CHIFLADOS Y ASESINOS DE ANIMALES
El lector ya habrá adivinado a qué tipo de
persona tiene enfrente: una sentimental; probablemente una
aguafiestas; una persona que no atiende a las realidades económicas;
una antropomorfizadora cursi que atribuye sentimientos humanos (y
quizá también nombres y ropitas) a los animales, y que sin embargo
prefiere a los animales antes que a los humanos, alguien que sin duda
socorrería antes a un gato callejero que a un pobre niño desvalido
(una versión moderna de aquellas solteronas folclóricas inglesas
que en el siglo XIX ridiculizaban a los nativos paseándose por
Florencia pidiéndoles que no maltrataran a sus burros); y por
supuesto, y por excelencia, una chiflada.
Bien.
Empecemos por lo último: si por "chiflada" quiere usted
decir "anormal", sí, lo soy. Mis puntos de vista sólo son
compartidos por una pequeña (aunque probablemente mayor de lo que
usted se cree) parte de la ciudadanía (por ahora). Sin embargo, eso
no prueba nada sobre la validez de nuestros puntos de vista. Los
locos que creen ser Napoleón son anormales, pero también son
anormales (y, por número, seguramente incluso más anormales) los
genios. La valía de una opinión se apoya en su racionalidad, no en
el número de sus simpatizantes. En la antigüedad, hablar de los
derechos de los esclavos habría sido visto como algo de mal gusto, a
tal punto que apenas se conocen voces que lo hicieran. A nosotros hoy
nos parece increíble que los filósofos griegos escudriñaran tan
profundamente el bien y el mal y que nunca sin embargo se percataran
de lo abyecto de la esclavitud. Quizá dentro de 3.000 años parezca
igual de increíble nuestra incapacidad para percatarnos de la
inmoralidad de nuestra opresión sobre los animales.
La
esclavitud actuó como el parche de insensibilidad moral y estética
de los antiguos. De hecho, la conciencia humana no despertó de forma
efectiva y universal a ese respecto hasta los siglos XVIII y XIX de
nuestra era. E incluso entonces se siguieron practicando formas de
explotación económicas y sociales a las que sólo su estatus
constitucional libraban de la categoría de esclavitud, no faltando
personas que las justificaban. Pero para entonces los explotadores se
habían visto al menos forzados a ponerse a la defensiva y esgrimir
pobres alegatos que nunca fueron necesarios en la antigüedad.
El hecho de que los explotadores de
animales anden ahora tratando de justificarse tal vez sea un signo de
que la conciencia humana está empezando a despertar también en este
asunto. Al oír a los granjeros industriales decirnos que a los
animales mantenidos en campos "intensivos" (o sea, de
concentración) se les están ahorrando afectuosamente las
inclemencias del invierno, o que a los terneros no les importa estar
atados toda la vida porque no conocen otra cosa, deberían empezar a
resonar algunos ecos de nuestra conciencia histórica: ¿recuerdan
cómo a los esclavos se les ahorraban afectuosamente las duras
responsabilidades de la libertad, o cómo a las sirvientas domésticas
no les afectaba estar todo el día fregando porque estaban
acostumbradas a ello, o cómo a los pobres les bastaban comidas
frugales porque no conocían otra cosa?
El primero de los argumentos de los
granjeros industriales, por supuesto, sólo serviría en favor de que
las granjas tradicionales mejorasen las condiciones de los animales
durante el invierno, no para que sean sustituidas por cámaras de
tortura. En cuanto al argumento de que los animales nunca han
conocido otra cosa, no me resulta nada convincente, pero aceptaré
que los granjeros lo asuman y, siguiendo esa lógica, empleen sus
ganancias en la repatriación de todos aquellos animales de circos y
zoológicos capturados en libertad que sí que han llegado a
conocer otra cosa.
Dado que soy inmune a lo de chiflada,
le regalaré al lector otro palo con el que golpearme: soy
vegetariana. Ahora sí, me tiene en sus manos. No sólo soy la loca
extremista y marginal que había supuesto; ahora, seguramente, debo
ser además una aguafiestas. Pero, dígame, ¿quiénes son más
aguadores de fiestas en realidad? ¿Aquellos que se privan del
placer de un filete teniendo un sinfín de otros placeres a su
disposición, o aquellos que privan de todo placer a los animales a
quienes les despojan de su vida?
SENTIMENTALISMO
Tenga cuidado, sin embargo
(retomando el primer punto de su retrato de mí), con acusarme de
sentimentalista en este tema. Tal vez lo sea menos que usted. No mato
animales para comérmelos, pero ningún respeto tengo por los
cadáveres en sí. Si nuestros químicos descubrieran (como estoy
segura de que harían si hubiese demanda) una fórmula con la que
acendrar e higienizar los cuerpos de los animales muertos de viejos,
me los comería con gusto; y, en principio, eso se aplica también a
los cuerpos de los animales humanos. En la práctica, sospecho que me
costaría tragarme una croqueta que pudiera contener trozos de mi tía
abuela Emily (no estoy segura de si por amor o por repulsión hacia
la anciana), y admito que quizá tendría que dejar el canibalismo
racional a aquellas futuras generaciones educadas sin este prejuicio
mío irracional (que es irracional tanto si está inspirado en el
amor como si está inspirado en la repulsa). Pero usted no sólo me acusaba de
sentimentalista, sino también de ignorar las realidades económicas: ¿ha pensado
en la cantidad de alimento que, de forma poco realista, desperdicia
usted en su sentimental reparo a comerse a sus conciudadanos una vez
que estos han superado ya su vida natural?
Si vamos a criar y matar animales para
comérnoslos, creo que tenemos la obligación moral de ahorrarles
dolores y miedos en el proceso, simplemente porque son sintientes. No
puedo probar que sean sintientes, pero tampoco puedo probar
que lo sea usted. Sí, es usted es muy elocuente, mientras que un
animal sólo alcanza a expresar gritos y forcejeos. Pero ninguna garantía
tengo de que su "me duele" manifieste algo parecido a las
sensaciones insufribles que me causa a mí el dolor. Sé, sin
embargo, que cuando estoy en el dentista y digo "me duele",
agradezco que se me conceda el beneficio de la duda.
En cualquier caso, y aun cumpliendo
la obligación mínima de no causar dolor, no creo que tengamos
ningún derecho a acabar con la vida de los animales. Sé que no
tengo derecho a matarlo a usted sólo porque me guste su sabor, aun
sin sufrimiento, y no estoy en condiciones de juzgar que su vida
valga para usted más que de lo que la vida del animal vale para él.
En todo caso, es probable que usted valore menos la suya; a fin de
cuentas, podría, a diferencia del animal, verse movido por impulsos
suicidas. La tradición cristiana me permitiría matar al animal,
pero no a usted, basándose en algo que usted tiene pero él no: un
alma inmortal. No soy cristiana y prescindo por tanto de esta
licencia; pero si lo fuera, vería la teoría del alma como una razón
de justicia más para dejar que el animal viva la única vida que se
le concede.
EL ÚNICO PROBLEMA MORAL
AUTÉNTICO
Sólo un conflicto directo entre la
vida de un animal y la de un ser humano vendría a plantear un
problema moral auténtico. La dieta no implica tal conflicto, pues la
carne no es necesaria para los humanos; yo misma llevo diez años
perfectamente sana sin ella. De hecho, esta clase de conflictos son
mucho menos frecuentes en la vida real que en las aulas, en las que
es común que se nos pida que elijamos entre rescatar a nuestra
abuela o a un cuadro de Rubens de una casa en llamas. La imaginación
humana gusta de fabricar dilemas (la suya, lector, lo hizo cuando
sugirió que quiero más a los animales que a los humanos, cuando
ninguna ley psicológica me impide amar a ambos) que utilizar
después como pretexto para la inacción. Es el principio de "divide
y no hagas nada". En realidad, su propia preferencia por los
humanos no es obstáculo para que acceda a mi invitación de mandarle
un cheque a la Liga para la Defensa de los Animales de Circo (sita
por cierto en el 11 de Buckingham Street, Adelphi, W.C.2), a menos
que tenga una franca y sincera intención de enviarlo en su
lugar a Oxfam (c/o Barclays Bank, Oxford).
El conflicto más
real y doloroso lo presenta, por supuesto, el asunto de la
vivisección. Es difícil sostener que la vivisección no está
justificada en ningún caso. Pero es igual de difícil afirmarse en
lo contrario. Yo creo que nunca está justificada porque no encuentro
nada (salvo el poder de hacer lo que nos dé la gana) que nos permita
emplear a los animales y no así a los idiotas (que serían de hecho
mucho más efectivos) o, para el caso, a unos pocos humanos de
cualquier tipo a quienes podríamos sacrificar en honor del bien
de muchos.
Si consentimos la vivisección, habrá
que imponer obligaciones mínimas estrictas. Lo mínimo que
deberíamos garantizar es que ningún experimento sea duplicado, ni
irresponsable, ni hecho por mero afán educativo o como alternativa
al noble arte de cansar la cabeza. Sabiendo con qué frecuencia
prolifera en todas las esferas el pseudotrabajo, pensado para ocupar
tiempo y crear cargos inútiles, y con qué frecuencia la acción
sustituye al pensamiento, y leyendo luego las estadísticas oficiales
sobre la vivisección, ¿cabe tener fe en alguna garantía? (La
Sociedad Nacional Antivivisection se encuentra en el 51 de Harley
Street, W.1.)
Toda nuestra relación con los animales
parece construida alrededor de una imagen ilusoria —y falaz— de
nuestra flema. Nos sentimos obligados a demostrar que podemos
soportarla; en realidad, son los animales quienes la soportan. Nos
aterra tanto parecer sensibles que a menudo camuflamos nuestros
impulsos humanitarios bajo el disfraz de argumentos "realistas":
la caza del zorro es algo esnob; la carne de las granjas industriales
no está tan buena; etc. Pero la caza del zorro seguiría siendo una
atrocidad si la practicara gente con un genuino pedigrí de
proletario, y lo mismo ocurriría con la ganadería industrial que
lograra que sus cadáveres supiesen bien. También la esclavitud
seguiría siendo una atrocidad aunque demostrara ser cien veces más
realista económicamente que la libertad.
La más triste y tonta de las
supersticiones en torno al sacrificio de animales es la creencia de
que su muerte ennoblece de alguna manera nuestras vidas. Sería
muchos más noble que tratáramos de entrar imaginariamente en las
suyas. Derramar su sangre no nos dignifica en absoluto. Es sólo un
mito, a menudo relacionado con aquel otro del savoir vivre y
la sensualidad del soleado sur (el mismo a través del cual se me transformó a mí en una frustrada virgen británica florentina). No
hay ninguna ley de la naturaleza que haga incompatible el savoir
vivre con el "vive y deja vivir". El torero que tortura
a un toro hasta matarlo y le corta luego una oreja no ha demostrado
ni aumentado un ápice siquiera su virilidad; sólo ha demostrado ser
un carnicero con tendencias balletísticas.
Las supersticiones y el miedo al
sentimentalismo nos hacen cargar el peso de nuestras vacilaciones
sobre los animales. Nos resistimos a cuestionar la vivisección
con rigor; de algún modo, creemos que hacerlo sería un signo de flaqueza, lo que por lo visto nos parece peor cosa que la crueldad.
Cuando, en febrero de este año, la Cámara de los Lores votó en
contra de un proyecto de ley para prohibir los circos con animales,
se señaló que los domadores perderían su trabajo. (Ahora que lo
pienso, muchos domadores de humanos debieron perder el suyo cuando
se prohibieron los espectáculos con gladiadores.) Nadie señaló la
cantidad de acróbatas y malabaristas en paro que iban a conseguir
trabajo sustituyendo a los animales. (Ya ve el lector que no soy el
tipo de aguafiestas que pretende abolir los circos en sí.)
Lo mismo ocurre con el argumento
del antropomorfismo, que funciona en ambas direcciones pero siempre
se esgrime en una sola. En el mismo debate de la Cámara de los
Lores, Lady Summerskill, que se había posicionado del lado
humanitario, fue objeto de burlas por parte de uno de los lores, que
alegó que ella sí que sufriría mortificación y pérdida de
libertad si fuera encerrada en una jaula, pero que un animal, al no
ser humano, no. ¿Cómo es que nadie señaló que un ser humano en
tales circunstancias, por terribles que fueran, tendría al menos
como consuelo algunas herramientas del intelecto y la imaginación,
como leer un libro, analizar sus circunstancias o denunciarlas por
escrito al ministro del Interior, a diferencia del animal, que ha de
sufrir el crudo horror de no comprender lo que le están haciendo?
De hecho, soy todo lo contrario a una
antropomorfizadora. No considero a los animales superiores ni iguales
a los humanos. Todo el argumento en pro de comportarnos decentemente
con ellos está sostenido en nuestra superioridad. Somos la única
especie capaz de imaginar, reflexionar y elegir moralmente, y por eso
mismo tenemos el deber de reconocer y respetar los derechos de los
animales.
Brigid Brophy, octubre de 1965.
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Traducción: Igor Sanz
Texto original: The Rights of Animals
Traducción: Igor Sanz
Texto original: The Rights of Animals
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